Se acercaba el día de embarcarse, y Sansón y Antonia, Sancho y Quiteria pensaban ya más en aquel otro mundo nuevo que en el viejo.
—¿Y allí cómo serán las casas? ¿Se estilarán fogones como acá? —preguntaba Quiteria—. Debe de haberlos, porque dondequiera que se vaya, nadie puede vivir sin comer caliente, a poco cristiano que se sea.
—¿Y vino, habrá vino en las Indias como lo gastamos aquí? —quería saber Sancho—. A cuantos he preguntado, ninguno sabe informarme otra cosa que de acá se llevan las pipas llenas, de donde colijo que en las Indias no lo habrá. ¿Y ajos, habrá ajos allá? Cuando marché a la ínsula prometí a mi señor don Quijote no probar el ajo, por no declarar mi villanía. Muerto él, he vuelto a las andadas, porque bien sé que vino puro y ajo crudo hacen al hombre agudo.
—¿Habrá muchos en el trato de las piedras bezares? —se preguntaba a su vez Sansón Carrasco—. Si no son ellas, contrataré en soconusco, o quién sabe si armaremos nuestra propia farsa, Sancho, por darte la razón, que aquéllas serán tierras vírgenes para las locuras de don Quijote, o entraré en concierto con el espadero Nicasio, y llevaré sus espadas y coracinas. Hablaré también con el armero Peláez, y me dará al fiado arcabuces, mosquetes y toda clase de tiros, que el de tratante en armas es oficio siempre saneado, que nunca falta en la tierra quien quiera pelar la vida a otro, con razón o sin ella.
—Yo sólo quiero que mi hijo venga bien —dijo Antonia—, y allá pueda criarlo con salud. Si se me retira la leche, ¿podré tener leche de vaca, de oveja, de cabras? ¿Han oído vuesas mercedes que haya cabras en las Indias?
—No sé —le respondió su esposo— sino que allí hay reses mejores que las cabras y ovejas, llamadas vicuñas, cuya leche sale de sus ubres más dulce que la miel, y con ella se sustentan allí infantes que luego dejan chicos a san Cristobalón.
—¿Y será cierto —se preguntaba Quiteria— que allá no es de los indios ni de los negros de donde viene el peligro, sino de los castellanos, que viven lejos del temor de Dios y matan, avasallan, roban y ultrajan a mandoble?
—A un ama mía nadie le tocará un pelo de la toca, cuánto menos de la cabeza —la tranquilizaba el bachiller.
—Querría sólo una casa como la que dejamos en nuestro pueblo —decía Antonia—: grande, de piedra, soleada, con patio y tinado, bodega y huerto, y en el tejado nidos de golondrinas que entretengan nuestras soledades, cuando vos, marido, andéis por los cerros buscando vuestras piedras bezares. ¿Habrá allá golondrinas?
—Tendrás casa grande, de piedra sillar, con patio y tinado, bodega y huerto, señora Antonia —le decía Sansón, solícito y amoroso—, y si no hay golondrinas, las pediremos por carta, y allá las criaremos, como palomos.
De los esclavos, Sancho no quería decir nada todavía, por saber que no era asunto del agrado de su señora, y lo dejaba para el último momento.
—Y yo, si se me escucha —decía Quiteria—, no querría vivir sino en una aldea como la nuestra y tener allá como tenía una gran cocina, donde entre el sol todo el día y pueda hacer mis dulces.
—A mí, y después de ver el otro día al señor Angulo —intervino Antonia—, creo que empiezan a tirarme los corrales de comedias. Será herencia de mi señor tío. No querría vivir en un lugar donde no los haya.
—Yo —decía Sancho— estoy bien donde están mis amigos, ésa es mi patria, y habrá de ser la de mi Teresa, si quiere venir. Si no, tendrá que quedar acá hilando el copo.
Y como a la luz de aquel candil apenas se veían el rostro, no eran cosas que se dijeran unos a otros, sino que se las comunicaban todos a todos, o por mejor decirlo, se las confesaba cada cual a sí mismo con voz apagada.
Excepto Sansón, que a menudo permanecía callado en muchos de aquellos coloquios.
—¿Y qué piensa vuesa merced? —le preguntaba Antonia.
Y Sansón Carrasco sonreía con gravedad, porque sabía que las vidas y haciendas de todos ellos estaban en sus manos, y a veces su corazón detenía sus pulsos, porque no sabía si podría dar cuenta de tantos sueños, aunque era de aquellos que hacen nacer berros en una artesa.
—Yo me honraré sirviéndoles —decía Sansón—, y trabajando para que cada cual tenga lo suyo, siendo de razón.
—¿Y será cierto, señor Carrasco —preguntaba Quiteria asustada—, que allí los piojos son del tamaño de nueces y las arañas como panderos? Porque siendo así, yo habré de volverme, que todo lo sufro menos una araña, así sea como la cabeza de un alfiler.
—Ojalá sea como decís —dijo Sancho—, que no costará tanto encontrarlas.
Y unas veces las conversaciones les ponían alegres, y otras les llenaban de inquietud, pero todas iban haciendo de ellos una familia indisoluble.
Y llegó al fin el cargamento de esclavos dos días antes que partiera la flota, si acaso la flota no esperó a partir a que llegaran de Cabo Verde, de donde venían los más apreciados, por su condición noble.
Y al punto tocaron puerto las dos galeras que los traían, se presentó en casa del bachiller con el recado un espolique que enviaba el negrero portugués, y allá se dispuso a ir Sansón a por la negrilla del capitán, y Sancho con el secreto propósito de comprar uno o dos más, si le daba el dinero para ellos y sus fletes.
Pero fue verlos salir de casa Antonia y preguntarles, y allá se armó una buena entre Sansón y su esposa, que daba a entender que la riña venía de atrás.
—¿Y a vos os parece bien, marido, comprar esclavos? ¿Querríais verme a mí esclava? ¿Qué entrañas son ésas? —le gritaba Antonia.
—Ya os dije mil veces —le replicó Sansón más fuerte aún— que me gustan los esclavos tanto como a vos, pero di mi palabra, y he de cumplirla, y llevarle su negra a don Cristóbal.
Sancho, que lo veía, no decía nada, sino que pensaba en cómo decirles que llevaría empleado su dinero en dos esclavos. Y así, sin que se pusieran de acuerdo en aquello Antonia y Sansón, y disgustado éste por la pelaza, se salieron los dos.
Había en la lonja de Bajondillos lo menos cien esclavos nuevos, dos tercios varones y el resto hembras, la mayor parte de éstas con sus crías o preñadas. Se estaban todos en un racimo, en el rincón del fondo, de pie, atemorizados y sin resuello. Algunos llevaban marcada a fuego en una mejilla una S y en la otra un clavo, para que todos leyeran su condición. Muchos traían ya su cadena, y a otros los herraban entonces. La mayoría estaban desnudos en camisa y miraban asustados cuando no les doblegaba la cerviz tanto infortunio.
Y si muchos eran los esclavos, diez veces más eran los que habían acudido a verlos. Los había que buscaban esclavo para ir contentos y servidos a las Indias, como quería el capitán De la Gómara, y otros por tener necesidad de ellos sin salir de Sevilla. Era el caso de un capellán de monjas, que preguntaba a Crispín Machado si aquel negrazo en quien había puesto los ojos era piadoso y bien mirado, pues lo llevaba a servir al convento de las claras, y para saber si era apropiado le calibraba con la mano sus brazos y le sobaba el pecho. Unos querían machos y otros hembras, incluso niños de quienes hacer pajes, pero todos los buscaban fuertes y sanos y les preguntaban, por saber si eran ladinos y hablaban la lengua, porque siendo bozales se perdía mucho tiempo en enseñarles.
Le tenía el negrero Crispín señaladas a Sansón tres negras donde escoger, dos de ellas mozas y una niña, pero las tres bozales. Las tres lloraban con infinito desconsuelo.
Tardaba en decidirse Sansón, y lo apremió el señor Machado, que atendía a otros.
—Viéndoles ahora, me avergüenzo de haber querido tratar con esclavos. ¿Y qué habrán hecho éstos para verse así cargados de cadenas y desgarrados de su patria? ¿No tienen alma? —se preguntó Sancho, con lágrimas también él.
—No como la tenemos nosotros —le respondió el capellán de las monjas, que le había oído.
—Y aun hay quien pide la esclavitud de los negros para hacer libres a los indios —abrochó Sansón con desagrado.
—Ahora comprendo, bachiller —dijo Sancho—, y qué necio he sido hasta aquí, por qué decía nuestro don Quijote que era la libertad el don supremo.
—¿También es vuesa merced —dijo el capellán— partidario del loco de don Quijote y del mentecato de su escudero? ¿Qué tendrán, que todos los simples hablan de ellos hoy en Sevilla?
Nada respondió Sancho, ni dijo nada Sansón, sino chistar.
Oyó un caballero las palabras que Sancho recordó de don Quijote, y no pudo dejar de decirle:
—Así es, pero lleve vuesa merced por cuenta que éstos no son personas del todo, como vienen, y de no permitir Dios que se herrasen, ¿habría de consentirlo nuestra Madre Iglesia?
—Eso digo yo también —apuntó el capellán.
Carrasco eligió de las tres negras a la más tierna, que tendría unos doce o trece años y algo en el mirar glauco que le gustó, acaso que lo tenía como un riachuelo, y le hicieron saber por señas que les había cabido en suerte a ellos y que debía seguirlos.
Les dio el negrero traslado de las tasas pagadas por ella a la Casa de Contratación de Sevilla, y el pliego donde venía su nombre, que era Quintina del Soto, por ser el del capitán del barco que la había traído de Cabo Verde.
La niña era de las despiertas, y no dejó de entender lo que le decían por señas ni de hacer lo que le mandaban, pero vertió tantas lágrimas al despedirse de los que estaban con ella, que Sansón y Sancho entendieron que aquellos de los que se despedía debían de ser parientes o vecinos suyos, y sólo por decoro hubieron de disimular su sentimiento, siendo cosa que encogía el corazón.
La negrilla era esbelta y muy donosa, de brazos y trancos largos, y puros ojos verdes y tan lozana que en el camino de vuelta a casa por las calles de Sevilla todos volvían la cabeza para verla, y muchos, suponiendo que acababan de comprarla, les daban los parabienes y festejaban por tan buena compra.
En cuanto Antonia la vio, quedó prendada de ella, y lo mismo Quiteria, y más después de que Sansón y Sancho les contaran los adioses tan tristes de que habían sido testigos en la lonja. No le gustó el nombre de Quintina a Antonia, y lo cambió por el de Guiomar, y del Soto no dijo nada. Acto seguido la lavó ella misma, y le regaló un corpiño y saya suyos, no de los peores, pero la negrilla no consintió con las servillas, dando a entender por señas que iba mejor descalza, como era uso en los de su nación. Pero Antonia le dio también a entender por señas que aquí corrían otros usos, y que descalzas sólo iban las bestias, y no todas, como los caballos que llevaban su calzado de hierro, y le hizo ponerse las servillas. También le dijo que tenía que comer y no estar triste, y que allí sería tenida no como esclava, sino como criada y aun hermana, y la negrilla respondía a todo moviendo la cabeza, dando de ese modo el sí a lo que no se le alcanzaba sino por el semblante risueño de Antonia, la maternal solicitud de Quiteria, el locuaz embobamiento de Sancho y el general beneplácito de Sansón.
Lo visto en la lonja y el trato áspero que se daba a los esclavos dejaron al escudero y al bachiller con el ánimo sombrío y sin ganas de fábulas, pero a la hora acordada apareció don Luis en compañía de otro caballero, llamado doctor Núñez Morquecho, para llevarse a Sansón y Sancho a la Academia.
De camino, este doctor Núñez quiso contar a Carrasco y a Panza algo que, según dijo, no podía velarles como caballero y en descargo de su conciencia.
—Sabed —empezó a decir— que hace lo menos treinta años era yo oficial en el Consejo de Indias. Allí llegaban de todas partes de España suplicaciones de quienes pedían merced o justicia, y de muchos que decían pedir una y otra, por considerar de justicia la merced. Un día cayó en mis manos uno de esos ruegos al que di cartapacio, como a tantos, por no poder el Rey nuestro señor complacer a todos. Ése decía así...
Sacó el doctor Núñez de su faltriquera una hoja, y parándose en medio de la calle, buscó también sus anteojos. Debía de frisar los ochenta, y aunque hasta allí había caminado como un huso, todo lo hacía con movimientos pausados.
—«Pide y suplica humildemente cuanto puede a Vuestra Merced —empezó leyendo el doctor Núñez— se le conceda un oficio en las Indias de los tres o cuatro que están vacantes ahora, que es uno de ellos la contaduría del nuevo reino de Granada, o la gobernación de Soconusco en Guatemala, o contador de las galeras en Cartagena, o corregidor en la ciudad de La Paz, que con cualquiera de esos oficios que Vuestra Merced le haga merced lo recibirá, porque es hombre hábil y suficiente benemérito para que Vuestra Merced le haga merced, porque su deseo es continuar siempre en el servicio de Vuestra Merced y acabar su vida como lo han hecho sus antepasados, que en ello recibirá muy gran bien y merced.»
Leído esto, volvió a doblar el papel pausadamente y a guardarlo donde lo sacó.
—No hará ni un año se hizo una gran limpia de papeles en mi sala, y me saltó este pliego a los ojos, sin buscarlo. Leía yo entonces el libro de don Quijote, y traía fresco en la memoria el nombre de Cervantes. Caí en la cuenta de que el autor del libro y el suplicante eran la misma persona, y recordé lo que se dice en la aprobación del licenciado Márquez Torres en aquel libro, cuando estando en Toledo el embajador francés, y con él algunos caballeros que le servían, quiso conocer al autor de La Galatea, que tanto se celebró en Francia. Se le dijo que su autor era un hombre viejo, antiguo soldado y pobre. Uno de los que iban allí quiso saber cómo era que a un hombre tal no le tenía España muy rico y sustentado por el erario público, a lo que acudió otro diciendo que si la necesidad le había obligado a Cervantes a escribir, bien estuvo no haberle tenido con más regalo, y que con sus obras, siendo él pobre, había hecho rico a todo el mundo.
—¡Bravo modo de socorrer ingenios! —dijo entonces Sancho, que añadió no poder sufrir aquel modo de valer a los desvalidos.
—Así lo veo yo, y de entonces acá no he dejado de culparme —admitió el doctor—. Y todas y cada una de las palabras que puse a su información se me clavan en la memoria como puñales: «Busque por acá en qué se le haga merced». ¡Qué lerdo anduve entonces, qué entrañas de hierro para no darme cuenta! Pero hay días también en que me digo, y acaso me diera razón el señor Cervantes, que gracias a no haberlo provisto con alguno de esos oficios que solicitaba, tenemos hoy la historia del Caballero de la Triste Figura y la de vuestras mercedes, con la que tanto nos hemos holgado. Así pues, quiero que sepan que vuestras mercedes deben buena parte de lo que son a la desdicha de un autor, y a la suficiencia de un joven escribano que entonces era tan necio como soberbio.
Dijo entonces Sansón que aquello le honraba y perdonaba su poca culpa, y contó entonces cómo también él y Sancho, leyendo la aprobación del licenciado Márquez, conocieron la estrecheza de Cervantes y que queriendo remediarla...
—No prosigáis, bachiller —intervino entonces don Luis—, dejad algo que contar a los buenos amigos de las musas que nos están esperando a la vuelta de la esquina.
Estaba la Academia del Buen Consejo allí junto, en la calle de las Veneras, paredaña al convento de la Soledad, en una de las salas del palacio del duque de Valencina, prócer y poeta él mismo, autor de no menos de quince libros, uno de ellos contando la historia de la imagen de la Virgen de Valencina en octavas reales que tenían la particularidad de poder leerse de arriba abajo y de abajo arriba, y si a derechas eran maravilla, al revés no les iban a la zaga.
Hallaron en la reunión a unos cuarenta caballeros, sentados en torno, tal y como se estila en las salas capitulares. En lugar preeminente se veía al autor de aquel primor valencinesco. Vestía, tan galano como sus octavas, un coleto de ámbar y lechuguilla tan bien encarrujada y almidonada que dejaba en pañales los panales de las abejas. Los demás iban no menos lujosamente vestidos y alhajados, tanto, que las humildes ropas de Sansón y Sancho se retrajeron y apocaron lo suyo.
Presidían la sesión, sentados en dos sillas de brazos, sendas personas, una vestida tal y como acostumbraba don Quijote, aunque sin la celada, y a su lado quien figuraba como su escudero, parecidos a los que habían visto días atrás en el corral de comedias. Si aquel don Quijote tenía de don Quijote sólo la armadura, el escudero se parecía aún menos al Sancho Panza verdadero. El don Quijote era un hombre que tiraba a recio, de complexión fuerte y semblante levantado, de no más de cuarenta años, y el escudero otro tanto, tan corto de piernas que le colgaban sin llegarle al suelo, de cuerpo ruin, rostro arrugado y cejas tan pobladas y negras que costaba adivinarle la frente, y una barba que le crecía hasta los ojos.
Se quedaron el verdadero Sancho y Sansón Carrasco mirando esas dos figuras, pensando acaso que era cosa de teatro.
Y como ni Sansón ni Sancho decían nada, fue el propio duque de Valencina el encargado de hacer las presentaciones:
—Aquí tenéis, señores, al don Quijote y al Sancho de que habló el autor Fernández de Avellaneda, y han venido a presentar en esta Audiencia de Sevilla, donde supieron se hallaban vuesas mercedes, pleito por daños y perjuicios, y más desde que se publicó la segunda parte de vuestra historia. Y si no lo resuelve la Audiencia, a justar, por no dejar en el mundo sino sólo un Quijote y un Sancho Panza verdaderos.
Atónitos se quedaron Sansón y Sancho oyendo esto, y tan asombrados que tardaron un buen rato en abrir la boca. Lo hizo en nombre de los dos Sansón, que se dirigió a los impostores:
—Y díganme, ¿vuesas mercedes desde cuándo son don Quijote y Sancho Panza?
—Nacimos y moriremos siéndolo —respondió el falso don Quijote con altivez de gerifalte.
—Y según eso y vuesa merced —prosiguió el bachiller, fingiendo infinita paciencia—, este que está a mi vera, Sancho Panza, habrá de cambiar de nombre.
—Así es en verdad —ratificó el falso don Quijote apretando la boca—. Y hemos venido a esta Audiencia a pedir justicia y pliego que diga sin asomo de duda quién es verdadero y quién falso, y si no, a justarlo con la espada.
Amagó el falso Quijote sacar la suya de la vaina, y la metió de nuevo con estrépito que puso en los señores académicos, siempre valientes, alboroto y temor a la refriega.
—¿Y la razón? —siguió Sansón, que parecía querer ir colmando su paciencia.
—¿La razón, dice vuesa merced? ¿Os parece poca? Íbamos nosotros de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de corte en corte, y ganábamos muy bien con ello nuestra vida contando nuestras historias, pero, desde que anda por el mundo, la segunda entrega del señor Cervantes ha desmayado tanto nuestro crédito que no hay lugar donde no nos miren con sospecha.
—Pero ¿no ve vuesa merced, señor bachiller —dijo Sancho a Sansón—, que hacen éstos lo que yo quería, que era ir por el mundo contando nuestras cosas y ganándonos así la vida? A tiempo estamos. ¿Por qué dejarles franco el campo y sin lid?
—No te aflijas, Sancho. Y vuesas mercedes —pidió Sansón a los caballeros académicos—, quítennos de delante a estos señores, que no tenemos ya humor para sufrir burlas. No pedimos venir aquí, y si lo hicimos fue por corresponder a las mercedes que hemos recibido de don Luis. Que este que es hoy mi criado fue el verdadero escudero de don Quijote puedo jurarlo sobre la tumba de san Pedro en Roma, así como que el verdadero don Quijote quedó enterrado en la suya, y yo soy el verdadero Sansón Carrasco. Y si no me creen a mí, tanto le dará al finado don Quijote, que perdonará la locura de estos ficticios desde el cielo, y tanto le dará a Sancho; que los que les conocieron en persona, o quienes hayan de leer su historia tal y como la escribió Cervantes, no hallarán dificultad en descubrir las diferencias entre unos y otros, que será como descubrirlas entre el día y la noche. Quienes nos conocen saben quiénes somos, y no pierden el tiempo con niñerías, y a quien nosotros no conocemos, ¿qué nos importa? Aparten de mi vista, pues, a estos adefesios.
Ahí fue buena. Oyéndose tratar de adefesios, los falsos llenaron de muy feos vituperios a los originales, y aun el escudero falso soltó una sonora pluma y alborotó con ello aún más la reunión. Rieron el donaire algunos académicos, que hallaron la trepidación un gran rasgo de ingenio, el falso don Quijote le jaleó el pedo y Sansón hizo amago de levantarse e irse en medio de la grita.
—¡Nadie diga nunca que Sancho Panza no guardó las reglas de la buena crianza y se peó en público! —estalló Sancho.
Y diciendo esto se agarró a las barbas del falso y le molía el rostro a puñetazos. Sansón sacó su espada y la usaba de palo en las costillas del falso don Quijote, que sufría el ataque malamente mientras pedía la presencia de la Santa Hermandad, y los académicos se trababan en disputas enconadas, diciendo unos que aquel Sancho era falso y otros lo contrario, que los falsos don Quijote y su escudero eran los ciertos, hasta que puso paz en todos un caballero que alzó su voz con patente autoridad:
—Ténganse vuesas mercedes, cesen las armas, vuelvan los aceros a sus vainas y acabe esta porfía. Yo he de decir la verdad a esta sala, y no habrá más.
Se pararon todos y miraron a quien había hablado así.
Era éste un caballero de mediana edad y muy apersonado, de rostro aquilino y nariz fina, que vestía de punta en negro, salvo el cuello a la valona y puñetas de lo mismo, sensación en Flandes.
—Mi nombre es, señores, don Álvaro de Tarfe.
Fue oír ese nombre, y exclamar Sancho:
—¡Yo le conozco!
—¡Don Álvaro! —se admiró a su vez el bachiller.
El falso don Quijote tampoco se quedó atrás, y se encaró a don Álvaro.
—Todo lo que vais a decir es mentira.
No hizo caso de la descortesía el caballero, y prosiguió:
—Yo fui, señores, primero y único en conocer al falso y al verdadero don Quijote, al verdadero y al falso Sancho, y aun al bachiller Carrasco y a Ginés de Pasamonte, y soy, lo declaro humildemente, doctor en esta materia. Aquí he venido esta tarde de mano de don Rodrigo Fernández de Luna, conde de Gelves, que sabe de mi amor a las letras, y en especial al libro de Miguel de Cervantes. Sabed que hace cosa de un año, pasando por Argamasilla de Alba, me tropecé con quienes decían ser don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, aquí presentes, y los convencí fuesen a ciertas justas de Zaragoza. Andando el tiempo, y volviendo a mi tierra, que es Granada, emparejé en una venta con otro caballero. Me oyó él hablar de don Quijote de la Mancha y me preguntó si lo conocía yo. Así se lo confirmé. Quiso saber entonces si se parecía él a aquel otro, y yo le dije que en nada. El escudero que llevaba me declaró entonces que aquél era el verdadero don Quijote y él el verdadero Sancho, también aquí presente, y en dos razones que habló ese escudero hallé que era el verdadero, porque dijo más gracias y donaires en ellas que el otro dirá en su vida. Y aunque a mí me sacó a luz un necio Avellaneda, gracias le sean dadas, pues me franqueó la amistad con el verdadero don Quijote y luego las páginas de Miguel de Cervantes, que lo tengo a la mayor honra. He dicho.
Guardó silencio Tarfe y un runrún general recorrió la sesión. Todos esperaban que hablaran falsos y verdaderos, por saber a qué atenerse, y empezó Sansón Carrasco:
—Basta, señores, no porfíen. Mis cumplidos, don Álvaro. Gracias, señorías. Nosotros sabemos dónde está la verdad. Quédense aquí con estos dos dilucidando nonadas, que es noble oficio de académicos. Vinimos aquí pensando que recibiríamos estima y respeto con que honrarnos, y hemos visto que no entienden vuesas mercedes nada y que siguen con las burlas. Don Quijote murió, y ya no hay más burlas, señores. Hasta aquí llegamos sin academias y malo será que no ganemos la puerta ahora sin ellas. Con razón quería el señor Cervantes pasarse a las Indias. Qué melonar. Allá pasaremos, Dios mediante, mañana con la flota.
Se dirigió a la entrada, e hizo lo propio Sancho, que le dijo:
—Sí, señor bachiller. Dos hombres porfían y disputan; uno lleva razón y otro no. El vulgo se la dará a quien no la tiene. Vayámonos de aquí, señor Carrasco. Ni la razón quiere fuerza ni maña que la tuerza, y no tiene más que un camino. Vuesa merced lo ha declarado: puerta. Y no desespere, don Álvaro, pues esto he visto por donde he andado: el número de tontos es infinito; y demostrar que no somos los fingidos es perder el tiempo, que quien a necios enseña a sí se afrenta.
Los caballeros académicos de la facción de los avellanados protestaron vivamente, y pidieron a voces al duque un escarmiento con Sancho, que los llamaba necios, pero el de Valencina tomó la palabra y ordenó silencio:
—Estense quedos los verdaderos Sansón y Sancho. Gracias le sean dadas a su señoría, don Álvaro. Os he juntado en mi casa por ser de discretos tratar de hallar la verdad, y yo la he hallado. Y sé que unos son verdaderos y otros no, por lo mismo que supo el rey Salomón quién de las dos madres era la verdadera, cuando vio pedir a una que no se partiera al niño vivo por la mitad, como sí lo quería la fingida. Y así, viendo que este falso Quijote y este falso escudero pedían la desaparición del bachiller y de Sancho, y a éstos tanto les daba, he visto quiénes son los verdaderos; otrosí: sabed, señores parásitos, que hoy mismo rogaré al corregidor de Sevilla os pongan en la frontera de estos reinos con orden de que no volváis a poner los pies en ellos en diez años, pues hacéis a las letras el mismo estrago que la cizaña en los campos y la sarna en el ganado.
Arrastraron a los impostores unos criados del duque, seguidos de los de su facción, que iban corridos y furiosos, asegurando unos que aquello era un atropello y que no pensaban volver a poner los pies en aquella casa ni en sueños, mientras otros le pedían al Sancho falso que volviera a soltar un traque, a modo de despedida. Y, sin mezclarse con ellos, se largaron también los de la secta de «los sutiles», defensores de que unos y otros, los falsos y los verdaderos, eran ficticios, y, por tanto, todos unos impostores, pura traza de un fracasado, Cervantes, a quien había dado pábulo un necio, Avellaneda, cosa que había escandalizado a Sancho («Díganme entonces quien demonios soy yo: ¿el sueño de una siesta?»)
Se quedaron, pues, el bachiller y el verdadero Sancho, como les habían pedido, y cuando se vieron solos los buenos, quedó sosegada la casa.
—Señores —dijo el duque un tanto apesarado—, bien se ve que el Buen Consejo ha quedado herido para los restos, y no será fácil hallar en Sevilla a día de hoy más académicos.
—No le aflija —dijo entonces Sancho— que quien busca a un tonto lo encuentra pronto, y no lo digo por éstos, que se ven discretos, sino por todos aquellos que gastan su vida en afeitar huevos y en probar que no es quien es, saltando a la vista de todos.
Compartieron los académicos discretos las palabras de Sancho y celebraron el haberse librado de los prolijos.
Mandó traer entonces el duque un refrigerio, y poco a poco volvió a la reunión el orden y el sosiego.
Al fin pudieron examinar a su sabor el bachiller y Sancho aquella junta. Al rato, la gravedad que parecía adornar a los buenos consejistas, acentuada en muchos por el floquito y los bigotes de perfiladas guías, quedó disipada por su cordialidad.
Todos conocían la historia del verdadero don Quijote al dedillo, todos se habían entretenido con las locuras del caballero y las sandeces del escudero, y todos habían acudido para seguir holgándose con ellas, y acaso porque Sansón pensara que podían decepcionarlos, empezó diciendo:
—No querría parecer ingrato, pero quien os habla ahora no es el mismo bachiller Carrasco, ni el mismo Panza que habéis venido a oír es este que está a mi lado. Hace tan sólo unos meses no habríamos dejado ir de rositas a esos dos, siquiera por hacerle honor a Miguel de Cervantes, que tan mal llevó la burla. De mí, hable otro. Os hablaré de Sancho, que aquí tenéis presente en su verdadera figura. Al morir don Quijote, sabed que su escudero quedó tan huérfano, que temimos todos por su vida. La vida, no obstante, lo sacó adelante, obrando en él tan profundos cambios que os maravillarán. Baste decir que aprendió a leer y luego a escribir en menos que se vendimia un racimo de uvas. Juzgad por esto su discreción. En cuanto a mí, sabed que fui grande amigo de don Quijote, y me dolía verlo desvariar de aquel modo y quise, desde que lo conocí, reducirlo a la cordura, pues si no hay nadie que lo merezca, ni el más malo de los hombres, cuánto menos uno buenísimo como él. No hay dolor bueno, señores, todos son malos. Pero también os confieso que llevo sobre mi conciencia el pensar que el remedio fue peor que la enfermedad, pues reduciéndolo en nuestra aldea, con la orden de sujetarlo durante un año, lo llevamos a la muerte, y el único consuelo es que, pisando su umbral, fue Dios servido de devolverle la cordura, por darle un abrazo en la otra vida como cuerdo, y no enviarlo al limbo, donde sin duda hubiera acabado.
Se estaban todos los caballeros muy atentos, que hasta se oía la filigrana de una mosca hinchiendo el aire con sus graciosos garabatos musicales.
—Poco más puedo añadir —concluyó el bachiller—. Murió don Quijote, tomé por esposa a su sobrina y ahora nos pasamos a las Indias, adonde nos acaba de informar el doctor Núñez quiso pasar también el bueno de Cervantes, con mala fortuna. La nuestra nos espera allí, y la queremos buena, pero sabed que de no ser nuestra necesidad tan grande, nos habríamos sujetado en estos reinos, como os puede confirmar Sancho, a quien mucho temor produce subir a una galera.
—Todo cuanto acaba de decir el señor Carrasco entra en los límites de la verdad —arrancó Sancho—. La estrecheza lleva al pobre a buscarse el sustento lejos de su patria. Hubiese querido ir con él ajustado de otro modo, pero, aun yendo con un salario conocido, mi sino es el de servir a amos locos. Lo fue rematado don Quijote, prometiéndome ínsulas que no existían sino en su caletre, y lo es este buen bachiller hablándome de potosís y dorados, y yo lo soy más, habiendo creído a uno y creyendo a éste, pero no tengo acá oficio ni beneficio, y ya sabéis que donde no hay harina todo es mohína. Pero nadie nos juzgue, que todos somos locos, los unos por los otros. Confieso que yo era un hombre simple y pelgar, la sobrina me tenía por necio, el ama rabiaba conmigo y me llamaba tragaldabas, y el bachiller me notaba de bobo. Os preguntaréis cómo, sabiendo tales cosas, sigo con ellos. Detrás del rey hablan mal y de Dios dijeron, y aun lo mataron. Y si la vida buena no teme la mala lengua, cuánto menos de lenguas que no lo son en absoluto, pues todos decimos de todos llegado el caso, y no con malicia, sino unas veces por pasar el rato, otras por fantasía y muchas más por ser ésa una manera de recordar a quien queremos bien, y sólo me pesa de ese libro que se cuente en él el engaño de Dulcinea y el de los azotes, porque abusando del sumo candor de mi amo le hice creer que Dulcinea, reina de sus pensamientos, era quien no era sino una labradora, y que me azotaba para favorecer su desencantamiento de labradora para volverla princesa. Pero, o poco lo conocí, o no habría dejado de perdonármelo cuerdo, como loco me perdonó tantas veces. Tengo para mí, por lo que llevo visto, que lo que se dice en los libros suele ser verdad a medias, y que lo que en ellos viene, sobre todo en lo que toca a pensamientos y voluntades, más que a los hechos, hay que ponerlo a buen recaudo y no hacerse mala sangre por ello, como cuando hablando de nuestros parientes decimos cosas que no sentimos, por ser del momento y sólo para ese momento. Y he de confesaros que si alguna vez he sentido pesar por aquello que mis amigos decían de mí a mis espaldas, saliendo a la luz en las prensas, también he sabido otras cosas que de no haberlas leído en el libro, nunca las habría llegado a conocer, como cuando don Quijote, sin mí delante, les dijo a los duques que no cambiaría de escudero así le dieran de añadidura una ciudad. Y sólo con este viático llegaré yo al fin del mundo. Franco fui, franco soy, y no como el gavilán. ¿Quieres ser dichoso? Abre la mano y cierra los ojos. Todo lo que se salga de esto será buscarnos las cosquillas y no hallarlas. Y así supo verlo mi amo don Quijote y así lo he visto yo mismo. Pues sabrán, si han leído nuestra tercera salida, que mi amo leyó todo lo referido a las dos primeras en el libro que le prestó el señor Carrasco, de lo que puede dar fe.
Sacó Sansón de su faltriquera el mismo libro que había mostrado en su día a don Gonzalo y a don Melchor, llevado allí a propósito, y la segunda parte, aquel ejemplar avalorado con los pliegos que sirvieron de prólogo a los Trabajos de Persiles y Sigismunda escritos de puño y letra de Cervantes, que le regaló Robles, el editor, y alargó ambos al duque. Hojeó éste el primero y lo pasó a quien tenía al lado y éste a otro, y lo mismo hizo con el segundo, y así fueron haciendo la rueda, mientras Carrasco seguía diciendo:
—Figura en el primero, de puño y letra de don Quijote, cómo llevó con paciencia cuanto el historiador moro dijo de él, sin importarle mucho, sabiendo que no ofende quien quiere sino quien puede, y la mentira puede enojar, pero no ofender, sin contar todas aquellas otras veces que sin salirse de las hojas del libro se dicen de don Quijote encomios sólo reservados a aquellos otros caballeros andantes que él tenía en tanto. Y de haber podido leer él la segunda parte del libro, que cuenta nuestra tercera salida y su derrota y su misma muerte, no dudéis que habría obrado con el mismo noble afán que lo adornaba, incluso de modo más esclarecido, pues habría hallado allí todo lo concerniente a su vuelta a la razón muy a propósito.
—Y otro tanto digo yo —corroboró Sancho—. Se me moteja muchas veces en uno y otro libro de sandio, gargantón, sucio y roncero, interesado y cobarde, melindroso y llorón, y aun me malicio que cuando se me llama casto, se dice por burla, pero ya sé yo eso y mucho más, y que soy algo ladino y tengo asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de mi simpleza, siempre natural y nunca artificiosa, y la poca sal de mi mollera. ¿Y no dijo que era yo hombre de bien, si acaso tal cosa se puede decir de un pobre? A buen seguro que, como moro, no oyó los sermoncicos de nuestro cura, que decía que de los pobres es el reino de los cielos, y más le costará pasar a un rico al reino de los cielos que un camello por el ojo de una aguja. Y a eso digo yo que la virtud vale por sí lo que no vale la sangre, y el deslindar abolengos es cosa de ociosos o de necios, pues del barro nos hizo Dios a todos. Y no me agravió nuestro historiador, porque otras veces, cuando no tenía por qué, me llamó prudente, dócil, sufrido, sabio, leal y discreto, como puede proclamar mi paso por la gobernaduría de aquella ínsula que se lleven todos los diablos. Y en lo demás ya vuestras mercedes saben cómo creo firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene ordenado la santa Iglesia Católica y Romana, y cómo soy enemigo de perseguir a nadie por su credo, y cuando por fantasía me dio por tratar en esclavos, se me cayeron presto los palos del sombrajo, pues no me hizo Dios las entrañas pedernales. Pero digan lo que quieran, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; y con tal de verme puesto en libros y andar por este mundo de mano en mano, me importa una higa que digan de mí lo que quieran, que un día de discreto remedia al necio. Yo sé también que la primera parte del necio es tenerse por discreto. Y a mayor abundamiento, esos libros que están ahora hojeando me han traído a presencia de vuestras mercedes, y ya sólo por ello he de mostrarles mi gratitud.
Nadie reconocía en aquel Sancho a aquel otro del libro, y sin embargo ninguno habría podido decir que no fuese el mismo, y quedaron todos admiradísimos de su desenvoltura y discreción, así como del modo frondoso que tenía de exponer sus razones.
Terminó de hablar Sancho, cuando ya los libros que habían estado haciendo la rueda llegaron de nuevo a manos de su dueño Sansón, que volvió a ponerlos en su faltriquera, al tiempo que uno de los presentes circuló otro que traía él, diciendo:
—Mi nombre es don Guillén Ramírez, y pasando hace unos días por la ciudad de Lucena, me encontré con este librito que al parecer se ha impreso allí con el título de Adiciones a la historia de don Quijote de la Mancha, continuación de la vida de Sancho Panza.
Recibió de ello un gran susto el susodicho, que pidió verlo. Se lo entregaron, y apenas puso los ojos en él, dijo:
—Va a ser este libro como el que escribió aquel autor de Tordesillas, donde se decían tantos y tan necios desafueros de mi amo, y no menos de mí, porque no hay fiesta sin octava. Pero os ruego, señor, me diga si lo ha leído y qué se dice en él.
—Lo he leído —afirmó el tal don Guillén—, y ahí se cuenta que el duque os ofreció un puesto en su corte, haciéndoos consultor, y su secretario. Y que le pedisteis un marquesado, de lo que se disgustó mucho el duque, nombrándoos barón.
—Malamente podría nombrarme aquel señor lo que ya soy, pues varón nací y varón he de morir. Y de lo otro, a las pruebas me remito. ¿Consideráis que de haberme dado aquel señor la merced que dice el libro me dio andaría yo ahora tan a salto de mata y habría dejado a mis amigos en los caminos, sin llevármelos conmigo? Como digo, ése será otro autor como aquel mochuelo solapado en uno que dijo llamarse Avellaneda.
—No tanto así —replicó don Guillén—, sino que se dice que estas adiciones las escribió el mismo Cide Hamete, de quien se dan noticias exactas, como que nació en Máscara, villa célebre de África, y patria también de los insignes padres de Averroes y de Rasis el Menor, y que fue hijo de Muley Benengeli, alfayate, y de Fatima Abenámar, plañidera y barrendera de la mezquita.
—Yo no me meto en la vida del señor Hamete —dijo Sancho— ni en la de nadie, que con la mía tengo bastante, y es la que es, y no digo más, porque ya me advirtió mi amo que la queja trae descrédito. Pero dígame, en fin, ¿dice bien o mal de mi persona y de mi antiguo amo, y del aquí presente bachiller Carrasco?
—Ni bien ni mal, sino todo lo contrario —resumió don Guillén—. O como sucedió en las bodas de Robles, donde ni faltó ni sobró ni hubo bastante.
—Siendo así, lo doy por bueno —replicó Sancho—, que lo importante para la fama, he oído decir, es que se hable de nosotros aunque sea bien; y sepa que en cierta ocasión, recién había visto la luz el libro de Avellaneda, le dije a mi amo que se había de mandar prohibir, bajo pena de galeras, que ninguno fuese osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no era Cide Hamete, su primer autor; a lo que mi amo respondió, y yo diría que con estas mismas palabras: «Sólo los necios son en verdad incomparables, pues cada cual lo es a su manera, y por mucho que el mono imite al cisne, de nada le habrá de servir, y retráteme el que quiera, pero no me maltrate, que muchas veces suele acabarse la paciencia cuando la cargan las injurias». Así que si en éste salgo libre de todo ello, démonos por contentos.
Y como todos aquéllos eran académicos y más finos que el coral, ataron allí por el rabo las moscas de la Retórica, la Gramática y la Historia, y uno recordó, para rebajar a su autor, pues los académicos no pueden evitar que circule su salivilla atravesada, que estaba hecho el Viaje del Parnaso a imitación de una obra de Caporali, y otro, que el recientemente alumbrado Persiles se atrevía a competir con la Historia etiópica de Heliodoro, cosa ridícula que dejaba a Cervantes en necio. Y hubo incluso quien dijo mal de sus costumbres, acreditando con ello que por aquella docta Academia había pasado invitado hacía unos meses Lope de Vega, Príncipe de los ingenios, sembrando insidias. Los oyó Sansón Carrasco, y tras pensar un momento, dijo:
—Dejemos, señores, de marear la perdiz. Cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esa misma regla corre por todos los oficios o ejercicios importantes que sirven para adorno de las repúblicas, de donde vemos que el más original es siempre aquel que mejor y más atinadamente acierta a imitar al más original, y cuanto más perfecta fuere la imitación, tanto mejor será el que la escribiere, pintare, esculpiere o concertare, y así ad infinitum. Y yo he visto que los tontos sólo se parecen a sí mismos, por lo que todos ellos son originales, cada uno a su manera.
Gustaron muchísimo los futuros de subjuntivo y el latinajo a los académicos, que se perecen por ellos, y siguieron aquellos coloquios toda la tarde, con creciente animación, mientras bebían un hipocrás perfumado con canela que había mandado traer el duque con unos alfajores gaditanos, y si por ellos hubiese sido, no se habría levantado en cuatro días la sesión, lo que le hizo decir al bachiller:
—Amigos, aquí seguiríamos con gusto hasta que san Pedro quisiera bajar el dedo, pero mañana parte la flota.
Levantó la solemne sesión el de Valencina y se fueron aquellos caballeros, no sin antes pasar por los brazos del bachiller y del escudero. Los fueron abrazando uno a uno, y especialmente efusivo fue don Luis de Valdivia, quedando para lo último el muy famoso don Fernando Afán de Rivera, duque de Alcalá y virrey que había sido de Cataluña y Nápoles, de quien se contaba que tenía en su casa más libros que había en todo Sevilla, aunque cautivos todos, pues no los dejaba ver a nadie. Llevó éste a un rincón a Sansón, para que nadie pudiese oírle, y se ofreció a comprarle aquel libro anotado por don Quijote en veinte escudos, y en tres el pliego del Persiles.
—Aunque me ofreciese vuesa merced el doble por cada uno, no los daría, que son éstas de las cosas que no puede tasar el dinero, como tampoco la honra, los sueños ni la memoria.
No lo dijo el bachiller lo bastante bajo como para no ser oído del dueño de la casa, quien enterado del negocio, quiso comprobar si aquello que acababa de decir estaba dicho a humo de pajas.
—Pues yo doy el doble y doblo el doble y subo a cuatrocientos ducados por el libro, y doscientos por el pliego.
Llegó el revuelo a los académicos que estaban ya en la escalera o en la puerta de la calle para irse, y entraron de nuevo.
En un momento rodearon todos a Sansón, y sin que éste pudiese hablar, se avivaron las pujas, y antes de un minuto ya ofrecía el duque dos mil doscientos ducados por el libro y quinientos por el pliego, pues no le parecía bien que estando en su casa nadie mostrara ser ni más rico ni más hombre que un hombre que tenía en su escudo la divisa: «Los cojones y los millones, para las ocasiones».
Aprovechando que todos estaban distraídos en la porfía, Sancho Panza se acercó tapado al bachiller:
—¿Qué es esta locura, señor? ¿A qué espera? Con ese dinero podrá comprar en las Indias todo un poblado entero y ofrecer cien misas a don Quijote y otras tantas a Cervantes por estas mercedes póstumas que le envían del cielo.
—No, Sancho —dijo Sansón—, que sería como faltarme el aire.
—Si por el libro es —replicó Sancho—, debe de haber en Sevilla media docena de libreros que lo tengan. Y si es por el comento, seguro que lleva vuesa merced en la memoria más palabras y comentos originales de don Quijote que haya en él. No le pese, déjelo ir, avive la vanagloria de estas gentes y ríase vuesa merced de todos. Con su pan se lo coman.
—En esta vida, Sancho —dijo Sansón—, no todo ha de medirse en ducados, porque los dineros van y vienen y son siempre los mismos. Pero no este libro. Él viene a ser como un ancla en la pasada edad de oro, y cada vez que lo abra, allí me veré yo en la aldea, hablando con don Quijote y contigo.
—¡Pero conmigo está hablando!
No hubo modo de convencerlo, y Sancho se arrancaba las barbas, desesperado de tener un amo tan terco en todo.
—No y no, señor: oro en el arca no da ganancia.
Entre tanto seguían los académicos enzarzadísimos, y viendo que no cesaban, zanjó el bachiller:
—No más disputas, caballeros. No hay nada que hacer.
Bastó que fuese firme su decisión para que aún se oyeran algunos brindis al sol, «yo subo treinta ducados más...», «y otros diez a los vuestros»...
—Ya ven, señores —se dirigió Sancho a los académicos—, que tuve un amo loco, y tengo otro rematado, no vendiéndoles ese libro y el pliego en lo que ofrecen vuesas mercedes. Pero no se apuren. Si quieren hacernos merced, como se está viendo, podrán hacerla y nosotros recibirla como los humildes servidores que somos, y así lo agradeceremos siempre, que podremos decir: «Hoy no finamos de hambre por la merced recibida en Sevilla del duque de tal o del caballero cual; hoy nos guardamos del sol y de la lluvia bajo techo, porque el noble señor de no sé cuántos lo quiso allá en Sevilla, la víspera de nuestra partida». Y sepan que no quedará esto en nonadas y naranjas de la China, bien al contrario, pues el historiador que ahora vigila atento al curso de estos sucesos estará tomando buena nota y poniendo en sus asientos el correspondiente censo, tal y como hacen los contadores, que saben quién y cuánto ha dado, y no dejará de hacerlo. Ánimo, pues, señores, anímense, y aquí me tienen como instrumento de su fama, que los siglos venideros conocerán gracias a hoy.
Se quitó Sancho la caperuza y empezó a pasarla por delante de los caballeros, como un pobrete, y Sansón que lo vio se encendió de cólera y vergüenza, y lo habría corrido a gorrazos de no estar en lugar que había de respetarse.
Y los mismos que hacía un minuto ofrecían miles de ducados por el libro y el pliego, dejaron en la caperuza de Sancho, los pocos que las dejaron, tres o cuatro blancas y diez o quince piezas de a cuatro y ocho maravedíes, antes de desaparecer por la escotilla, incómodos con la pobretería.
De vuelta a casa iban los dos muy en silencio, vivo el paso y furioso el bachiller.
—Pero, infiel, ¿es que no tienes orgullo? —estalló al fin.
Y esto fue lo que Sancho respondió:
—El tesoro de don Martín, poco oro y mucho orín. Y me entienden hasta las piedras.