Mandó el inglés que los encerrasen en una cámara del sollado. Era angosta y la iluminaba un torzal de llama tan menuda que apenas acertaba cada cual a verse la punta de sus narices. No debía de ser muy profunda, porque desde allí se oía la algazara con que celebraban los corsarios el alijo ganado en aquella jornada.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó un ama desconsoladísima a todos y a ninguno—. ¿Nos matará ese perro? ¿Nos venderá? ¿Quién va a querer a una vieja como yo?
—No llevéis cuidado, ama —le tranquilizó Sancho—. Que si quisiera matarnos o vendernos, no habría dejado que fuésemos por nuestros baúles; no hiere Dios con dos manos, que a la mar hizo puertos y a los ríos vados, y para mí tengo que este inglés ha sido vado que nos ha traído a su nave, y será puerto.
—Cuánto mejor hubiese sido mantener cerrada la boca, y no abocarnos al infortunio —se dolió el bachiller.
—Ya es tarde para lamentos, amigo mío —le dijo Antonia—. Pero nadie podrá decirnos que no salgamos mejorados de ésta. Íbamos al garete y vamos en una goleta que no habrá en estos mares otra que le dé alcance, y no hemos de temer de un hombre que se ha conducido de modo tan cortés y no dice una palabra más alta que la otra. ¿Y qué tenéis, ama, que maldecir ahora del mar?
—He oído yo contar —dijo Sansón— que estos ingleses son así, capaces de cortarte la cabeza sin dejar de pintar en la comisura una sonrisa.
Estuvieron hablando mucho tiempo después de que la llama del torzal se apagara, y como pensaban que de aquélla no saldrían con bien, hablaron de sus vidas y de las cosas que les habían sucedido desde que dejaron la aldea: el encuentro con don Gonzalo y don Melchor y don Juan de Viedma y el bueno de don Luis, la muerte de Cebadón, que no la de don Felipe, por no avivarle a Antonia aquel rescoldo, y el encuentro con el señor De Mal, y luego, con los cómicos del señor Malo el Joven que se llevaron a Rocinante y a Almanzor. ¿Qué sería de aquellas dos bestias? ¿Estaría siendo su vida tan vapuleada como la suya?
—¡Cuánto mejor hubiera sido haberle hecho caso al bachiller y haberse marchado con la mojiganga! —suspiró Sancho.
—Yo no digo nada —dijo el ama—, sino que aquí estamos hoy y mañana no, y que para este viaje no hacían falta alforjas. Y que no volveré a poner los pies en una galera, lo sabe hasta el lucero del alba.
—Yo digo lo que dije en la nave que nos traía —turnó Antonia—. Que doy por bien empleado haber visto el mar, y que no hay paso que no lleve a otro, y para mí todos son meta sin dejar de ser pasos si los guía recta intención y mi señor esposo.
—Basta, amigos —les cortó el bachiller—, que nada está acabado ni está el fin más cerca que el principio, sino que todo es principio de algo. No desesperéis, que es el único pecado que se castiga con la pena eterna.
Amaneció en forma de resplandor, el que se hizo en la puerta de la cámara donde los tenía encerrados el inglés.
Venía a sacarlos de allí. Ya era de noche. Hallaron en la cubierta muchos hombres durmiendo y la goleta en tanto silencio, que sólo se oía el coloquio que se traía una brisa ligera con las velas y el de la quilla tajando las olas.
Les condujo el inglés a su cámara y mandó a un grumete sacara del pañol algo de comer y beber, y así lo hizo trayendo galleta, tasajo y un vino de color ámbar que les supo a ambrosía.
—Habéis de disculpar estas prisiones que no lo son. Yo, señores, con permiso de la reina, primero, y ahora del rey, cuya patente traigo conmigo, hago el corso a lo gentilhombre. Que es ejercicio muy necesario lo prueba el que sigáis con vida. Se dice que entre los hombres de mar se da gran bellaquería, opinión que no va descaminada, y es uso en ellos, al menos en los más bellacos, que después de rendir una nave, asaltarla y alijarla, la barrenen con los que iban a bordo, dejando a la imaginación de las gentes la causa de su pérdida. Nunca, desde que comencé el corso, he quitado la vida a nadie que no lo mereciese, y he muerto a más de entre los míos que de los otros. Estos que vienen conmigo no son de los peores, pero si bien consienten en no hundir las naos que encontramos, no son tan considerados en llevar a nadie que no pueda venderse como esclavo en alguno de los puertos que tocamos, y así, al ver que os traía conmigo, ya algunos hablaron de pasaros a cuchillo y daros como cebo a los peces de la mar.
No bajaban los años del inglés de los cincuenta, y era tan espigado y derecho que no podía ponerse en pie en aquel aposento sin que diese con la cabeza en lo alto. Sus ojos eran azules y claros y tenía el cabello blanco y manos de caballero, como de gran señor era su porte y su vestido, severo y limpio.
—Y vayamos ahora a lo que importa. La última vez que estuve en Londres —siguió diciendo el inglés—, pude decirle a su Majestad qué conveniente era para nuestra nación el oficio del corso a lo cortés, por que se pusiera coto a la mala fama que acarrean a nuestra nación quienes, incapaces de considerar la piratería como una de las bellas artes, lo llevan todo raso. Quedó tan convencido su Majestad de cuanto le dije que me nombró caballero y me asignó al séquito del Condestable de Castilla, que trataba por aquellos días la paz con el rey Felipe. En aquel séquito venía también uno de los mayores ingenios que haya tenido nuestro tiempo, de nombre John Fletcher, autor de comedias y tragedias, que le habían llevado también a la compañía del Condestable. Al año siguiente, quiso el rey que acompañáramos a nuestro embajador a Valladolid, porque la paz se resistía, y allá fuimos. Mi buen amigo Fletcher preguntó qué ingenios había en aquella corte, y nos encaminaron a algunos que estaban entonces en boca de todos, pero de ninguno se aficionó tanto mi amigo como de uno a quien alababan todos cierto libro que había salido por entonces. Fuimos a verlo, nos recibió con franqueza y hablamos sin contar las horas, como suele suceder con aquellos que reciben gusto de pláticas de versos. Vivía a la sazón en una casa pobre, junto al Rastro de las reses, y lo asistían cuatro o cinco mujeres con más fervor que hacienda. Nos desveló las maravillas de que estaba llena aquella ciudad, y nos acompañaba a todas partes. Mucho hablamos de aquel libro que acababan de enviarle desde Madrid, donde lo habían impreso, en el que tenía cifradas grandes esperanzas y muchas expectativas. Llevaba por título El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Si alguien pensara que al oír este nombre Sansón Carrasco, Sancho, Antonia y Quiteria se extrañaron o admiraron, estaría muy confundido, habituados a que todo lo que tuviera que ver con don Quijote fuera de ese jaez.
—No me extraña nada cuanto decís, señor capitán —dijo Sansón—. Comparado con cuanto nos viene sucediendo desde que salimos de la Mancha, esto parece cosa de unos encantadores que dejan en aprendices a los del mismo don Quijote.
—Más oirán vuesas mercedes —prosiguió el inglés—. Puedo deciros que recibió el autor de aquel libro mucho contento con él, por ser ya en aquella sazón un hombre viejo al que la vida no había tratado del todo bien, según supimos: soldado, herido de bala de arcabuz y de cañón, cautivo en Argel cinco años, poeta de los orillados, como suelen serlo casi todos los poetas, aprovisionador de trigo, recaudador, hoy aquí, mañana allí, siempre en los caminos con frío y con calor, seco y con lluvia, para acabar en una cárcel a la que le arrojaron jueces amantes de romper cadenas por el eslabón más frágil, y de donde salió quebrantado, enfermo y sin otra ilusión que volver al trato de las musas. Y no le fue mal, que el libro empezó a correr de mano en mano, y no había antesala de caballero principal en la que no se vieran dos o tres, y muchos otros, no pudiendo soltarlo, lo sacaban a la calle, donde seguían leyendo, y se sabía que era ese libro, porque no podían dejar de reír. Quiso conocer mi amigo y compatriota de qué trataba un libro con el que tanto se holgaban todos, por ser el de la risa uno de los más escasos dones, y lo compramos nosotros también, y nos ayudó a acortar aquellas ociosas horas mientras nuestros señores peleaban la paz de nuestros reinos. Posábamos los dos en una buena posada, no lejos de aquel regato que lleva nombre de río, siéndolo poco, y de no muy gratos olores. Al no conocer mi amigo la vuestra, yo le hacía de lengua y él oía, y en ello ocupamos muchas veladas aquel tiempo. Recibió mi amigo tanto contento oyéndolo como yo de su lectura, especialmente de la historia de uno que figura en ella con el nombre de Cardenio, y en cuanto volvimos a nuestra tierra, llamó mi amigo a uno suyo, autor de comedias, y entre los dos remataron la Historia del loco Cardenio, que subieron a escena ocho o nueve años después. Sabiendo mi amigo Fletcher que yo había de ir por entonces a Madrid y luego a Sevilla a tratar ciertos negocios relacionados con esta profesión nuestra del corso...
—Excusad la intromisión, señor —interrumpió el bachiller Carrasco—, pero no acabo de comprender cómo puede alguien como vuesa merced poner el pie en España desvalijando sus naves...
—Tienen las gentes pésima opinión de este oficio nuestro —reconoció el inglés—. Recordadme que os muestre luego el Elogio de la piratería y del bien que hace a las naciones, obrilla donde dejé probado cómo no son menos piratas los reyes, quedándose en almojarifazgos y alcabalas de las mercancías que se tratan en sus puertos tantos dineros como el corso. A quienes tomamos una pequeña parte de eso y la devolvemos a sus primeros dueños debería reconocérsenos en todas las naciones, como nos reconoce su Majestad en la nuestra. Y a eso tenía que ir yo entonces a Sevilla. Nos habíamos hecho con la carga de ruanes de una fragata de piratas holandeses, quienes a su vez los habían tenido de un buque español que los llevaba a Nueva España. De Sevilla me mandaron a Madrid. Allí estaban los maestres litigando, y éstos, que ya daban por perdida la carga, recibieron mucha alegría al saber que estaban los paños en tan buenas manos, y volvieron a gozarlos por una razonable cantidad. Habéis de saber que mi divisa es la de «Seriedad y discreción». Recordé entonces los buenos días que pasamos en Valladolid, viendo que las obras de Miguel de Cervantes, especialmente aquella en que recogió la historia de don Quijote, estaba en boca de todos, si bien para entonces la envidia había hecho su camino. Para unos era demasiado larga y contenía muchas historias traídas por los pelos, cuando no le afeaban sus descuidos, como fue perder el rucio de Sancho por el camino y encontrarlo luego por magia; otros le tachaban el estilo, desmañado y corrido; otros reputaban sus versos de ramplones, y otros, en fin, se burlaban de que su autor se alabara a cada paso, por no encontrar a nadie que lo hiciese. Compré la segunda parte de la historia, y me holgué con ella tanto o más que con la primera, y antes de partir, pregunté por su autor. Pero quiso el destino que no hiciera tres días que lo habían enterrado. Ved, señores, a qué extremos puede llegar el infortunio. De haber andado yo menos descuidado, habría podido estar con él y le habría trasladado los saludos del señor Fletcher y dicho cómo éste y el señor Shakespeare, el amigo con quien escribió la comedia, habían llevado la historia de Cardenio a orillas del Támesis, donde nunca acaso lo pensara, y con ello quién sabe si un poco de consuelo a sus últimos días. Supe por su mujer doña Catalina que los había gastado en dar ánimos y consolar a todos y aun en escribir, que no soltó la pluma sino para morirse. Buscando aquellas buenas mujeres con qué pagar el entierro, llevaron esas cuartillas y otras que dejó Cervantes a Robles, el librero que otras veces le había comprado sus obras, pero éste aseguró no podía darles nada por ellas, aunque quisiera, y que buscaran a otro que les hiciera merced. Y así, las llevaron a un zarracatín de las tendillas del Avapiés, que les dio por todos los papelotes y libros que había en la casa no sé qué dineros. Puedo deciros los que yo le di a aquel regatón al que me condujo doña Catalina por sus obras: treinta ducados, como treinta fueron los denarios de Cristo. Salí de Madrid llevándome aquellos papeles con intención de leerlos; leí algunos que admiré, y otros los voy dejando, por alargar la golosina, y he tomado la determinación de darlos a la luz en el momento en que pueda sosegarme un poco de esta vida que llevo, no tan ingrata, y a veces insuperable, pues nos trae a encuentros como éste. Habéis de comprender, pues, señor Carrasco y compañía, la sorpresa que recibí cuando alcé del suelo el libro que llevabais en la faltriquera, y mayor aún cuando supe que tenía ante mí nada menos que a los protagonistas de la historia. Debéis a don Quijote este lance, no del todo desventurado.
Agradeció Sansón la merced que recibían, y en nombre de los cuatro, dijo:
—Señor capitán, vienen sucediéndonos tales cosas que os asombraría saberlas, de no saber que todo lo que se roza con don Quijote parece cosa, en verdad, de encantamiento.
Contó luego lo que ya se sabe, empezando por el principio, la muerte de don Quijote, de la que el inglés ya tenía noticia por la segunda parte del libro, y todo lo demás, que iban al Perú, donde les esperaba un pariente, que acaso los había arrastrado a las Indias con engaño, y cómo pensaba mejorar su fortuna tratando en las bezares. Y de todo lo que oyó recibió el capitán harto contento, por tener en tanto, dijo, a su amigo Cervantes.
Prometió también desembarcarlos de allí a tres o cuatro días en el viejo abrigo de la Caleta; de allí podían llegar a San Felipe, donde encontrarían quien los pasara al otro lado del Darién. Dijo entonces Antonia que sólo le pedía una merced, y era que le devolviese a la negrilla, que pensar que fueran a venderla le rompía el corazón, y que agradecía al cielo la tormenta y el encuentro, y no desembarcar en Cartagena, adonde iban de primeras, para no tener que dársela a su amo.
—Llevaos a la negrilla, que yo la rescataré de mis hombres, y no miréis más.
Quiso saber también el inglés cómo era que Sancho, a quien en los libros pintaban tan donoso hablador, no había despegado los labios.
—No es, señor —empezó diciendo el antiguo escudero de don Quijote—, sino que me he quedado pensando en lo que habéis contado, y en algo que me viene dando vueltas a la cabeza desde hace mucho. Poco después que pasara vuesa merced por la corte, lo hicimos el señor bachiller y yo, llevando unos socorros al señor Cervantes. Nos habló doña Catalina, en efecto, que había vendido a un zarracatín del Rastro los papeles que vuesa merced dice haber comprado. Según ella nos informó, entre aquellos cartapacios había uno que llevaba por rótulo El final de Sancho Panza, y me pregunto ahora si acaso figura éste entre los que vuesa merced mercó.
Se levantó el inglés y volvió con una arqueta mediana de alcanfor. Buscaron en ella y hallaron en primer lugar una que decía ser la segunda parte de cierta Galatea, y también la comedia titulada El engaño a los ojos, la novela El famoso Bernardo y una suma de novelas ejemplares que se decía Las semanas del jardín, y muchos otros pliegos de versos, cosidos unos y sueltos la mayoría, todos de mano de su autor. Y al fondo del todo, el libro que mostraba el rótulo en la lomera de El final de Sancho Panza, que con tanto interés buscaba el interesado.
Se trataba éste de un libro de mano, semejante a aquel en el que Sansón solía escribir cuando no tenía otra cosa que hacer. Lo abrió el bachiller, y vio que todas sus páginas estaban en blanco, no así la última de las guardas, en la que había un rimero de cuentas, sumas y restas, con trazo de Cervantes, testimonio de las estrechas y acuciantes economías de su autor.
—Esto, Sancho —se chanceó el bachiller—, debe de significar que aún no han encontrado los historiadores nada en tu vida presente digno de mencionarse.
—O que es tirar la soga tras el caldero querer contar los hechos que no han acabado de suceder —replicó Sancho—. Y por ello doy gracias al cielo de que el libro de mi vida siga en blanco, como el de un niño, pues temí que viniera anunciado en él mi final verdadero.
Quiso entonces el inglés que fuese Sancho quien tuviese aquel libro de mano, por si un día se decidía él mismo a contar su vida, como contaron las suyas Guzmán de Alfarache, Lázaro de Tormes, Bernal Díaz, el guitón Honofre y tantos otros, a lo que Sancho le dijo:
—Me hacéis gran merced con ello, pero habéis de saber que así como aprendí a leer con soltura, mi mano se agarrota cuando toma la pluma. Ofreced el libro blanco al señor Carrasco, que viendo las prisas que se da en escribir el suyo, acaso quiera luego emborronar el mío.
—Sabed, señor capitán —bromeó el bachiller—, que si un día me resolviera a poner nuestras aventuras en libro, vuesa merced habrá de figurar en él con letras de oro y más razón que muchos.
Rió de buena gana el inglés, les dejó solos, y de allí a un rato llegó con la negrilla, que ya no se volvió a separar de Antonia.
Vinieron los días que quedaban hasta llegar a la Caleta muy buenos para la navegación, en los que no fue necesario poner mano al aparejo. Agasajó aquel tiempo el inglés a sus huéspedes como si fuesen príncipes, y a los tres días avistaron la tierra del Darién.
—Esta noche —dijo el inglés— os pondré en la Caleta, que las cartas llaman de los Ingleses, y no en Nombre de Dios, donde querría, si supiese que allí iba a ser bienvenido, pero conocen la estampa de mi goleta. No os resultará difícil encontrar a alguien que con la luz del día os vea y lleve a esa ciudad, y podréis proseguir vuestro camino.
Y así hizo aquel hombre bizarrísimo y en extremo galán.
Llegada la noche, ordenó que pusieran en el esquife los baúles, portamanteos y maletas de sus huéspedes, devolvió a Sansón Carrasco su espada, y con cincuenta escudos de su peculio quiso resarcirlos de los que les quitaron sus hombres el día del asalto de La Favorita.
Ya a punto de saltar al esquife y acabados los abrazos, el bachiller le alargó el libro con los comentos de don Quijote:
—Hágame la merced de quedárselo. Custódielo, y acaso, como va a dar a la estampa las otras obras de Cervantes, en cuanto la vida le dé respiro, podrá reimprimir también éste con las verdaderas adiciones, que desmientan las falsas que corren por el mundo.
Sabiendo lo que significaba para el bachiller desprenderse de aquel libro, lo rehusó el inglés muy cortésmente, y deseándoles a todos buen suceso, mandó botar el esquife que había de llevar a los pasajeros a la playa de aquel lugar ignoto al que sólo humanizaban las estrellas.