CAPÍTULO VIGÉSIMO NOVENO

En el breve y confuso espacio de tiempo en que se quedó traspuesto sobre el lecho, tuvo Sansón Carrasco una parva de sueños a cada cual más revuelto e inextricable que le devolvieron a este mundo con un ánimo extraño. Se despertó de la siesta con un raro sentimiento. Durante unos instantes llegó a creer que la realidad era parte de lo soñado, y sólo después de un esfuerzo sostenido, comprendió que lo ocurrido con Antonia esa mañana había sido real. Se preguntó: «¿Haremos bien casándonos? ¿Habré hecho bien dándole mi palabra de matrimonio? ¿Seré yo el primero que ha estado con ella? ¿Cómo, cuándo, de qué modos se lo comunicaré a mis padres? ¿Qué dirá mi padre? Me desheredará, me echará de casa, no querrá volver a verme».

Antes de mandar llamar a Sancho, tomó de la mesa el libro del Ingenioso Hidalgo Don Quijote.

No estaba encuadernado de una manera apropiada ni guarnecido lujosamente, como algunos de los que él tenía encuadernados con vitela. El librero había adaptado un pergamino viejo de un librote latino, y las letras del antiguo título, goticenses y almenadas, raspadas en su día como un palimpsesto, asomaban aún entre las nuevas, veladas como ánimas que no acabaran de resignarse a abandonar este mundo.

La visitación de un libro que ya hemos leído, pensó Sansón Carrasco, nos produce placeres que la primera vez se nos vedaron, como volver a una ciudad ya conocida o regresar, tras un largo viaje, a la casa nativa. La primera vez va uno atento a no perderse, y la atención, demasiado aguda, nos estorba el deleite de callejear, extraviarse, detenerse, entrar o salir sin ningún concierto. El regreso nos reserva, de ese modo, los más sutiles goces. Esconde la vejez, que es vuelta, jardines que la ida ignora, y Sansón Carrasco se sintió un poco viejo con aquel libro en las manos. ¡Cuántas cosas habían cambiado! La principal de todas: don Quijote había muerto. Y alguna no menos importante: él se había comprometido a casarse con la sobrina. ¡Qué diferente todo para el mismo libro!

Lo abrió, y lo que vio le hizo incorporarse en el lecho y acercarse a la ventana por comprobar que no era la poca luz lo que le jugaba una mala pasada. Aquellas páginas estaban profusamente anotadas a mano con menudísima y ordenada letra, y no recordaba que él lo hubiera hecho. Detestaba a los que escribían en los libros. Los libros eran para él un predio demasiado sagrado como para que nadie tratase de hollarlo con ocurrencias ni escolios.

Era la letra de don Quijote menudita, como una procesión de hormigas. Era una letra gótica, apretada, adornada con infinitas torres. De modo que don Quijote no sólo hablaba a la antigua, sino que escribía según los usos desusados de los primitivos caballeros medievales. Y no sólo había leído aquel libro, sino que había ido, al paso de su lectura, dejando aquí y allá, en márgenes y riberas, la viva expresión de sus impresiones, interjecciones, desacuerdos o parabienes al autor, traductor y recopilador de su historia. Abundaban los «¡Voto a bríos, que el historiador ha estado en este pasaje muy puntual y verdadero!», los «¡Albricias, y cuánto donaire!», los «¡Qué gran verdades ésta y cómo Febo Apolo lanza sus rayos lo mismo sobre el palacio de un rey que en la zahúrda de su porquero!», pero también los «¡Cuán engañado estáis, señor cronista, en este paso!», los «Muy ligero andáis, me parece a mí, moro marfuz», los «¡Felones y fementidos!» o los «¡Majadero!», «¡Algarrobo!», «¡Belitres, follones, malandrines!», referidos no se sabía muy bien a quiénes, si a los autores de la crónica o a los personajes que en ella aparecían, y así unas veces se podía adivinar qué le había arrancado su aprobación o su condena, y otras no.

La sorpresa de aquel hallazgo fue extraordinaria, y la alegría que de ello recibió Sansón Carrasco, inmensa.

Fue el bachiller pasando una por una las hojas, y raro era la que no había recibido el pequeño tributo, recuerdo del caballero insigne a su paso por ella. Y al comprobar que todas o casi todas se habían enriquecido con aquellos comentos, serenó su pulso y fue refrenando sus ansias y leyendo aquí y allá, al azar, lo que allí había escrito. En algún caso, siéndole insuficiente el papel, había añadido don Quijote, pegándolo con engrudo, algunos trozos, igualmente sembrados, en apretados y ordenadísimos surcos, con su encajada labor de taracea.

Aquel descubrimiento hizo que el bachiller dejase de pensar en Antonia por unas horas. Mandó a su criado a decirle que no acudiría esa tarde, como había prometido. No le preocupó pensar lo que no pasaría Antonia con aquel mensaje, si se desesperaría o no, si querría morirse, si se echaría a llorar o qué. Sólo pensaba en don Quijote y en aquel novedoso hallazgo. Ordenó que le dijera: mañana iré a primera hora. Y gracias a que Sansón dijo que sería «a primera hora», pudo Antonia sosegarse un punto, aunque sin dejar de atribular al ama con innumerables presagios y dudas que el ama se encargaba de disipar, como si se tratara de los terrores nocturnos de un niño.

Ninguna de las dos mujeres hubiera podido sospechar, sin embargo, la causa de aquel aplazamiento. Sansón Carrasco estaba viviendo uno de los momentos más extraordinariamente intensos de su existencia. Encendió un velón de tres luces. Se estaba yendo el día. Apenas se veía. La mesa de su estudio expresaba el orden del muchacho. Era una mesa grande, sólida, de tabla nogaleña bien alisada, y recios y bien rubricados fiadores. A un lado, el tintero y dos plumas finamente cortadas, una vieja y otra no estrenada aún. Al otro, un candil. Separó los codos sobre la tabla, apoyó los brazos, la mano izquierda le ayudó a mantener abierto el libro, que tendía a cerrarse por haber sido cinchado con excesiva apretura, y se servía de la derecha para pasar las hojas.

En la pared más grande de su estudio Dido prometía amor eterno a Eneas, según la fina estampa que el bachiller había comprado a un papelista de Salamanca. En otra, sobre su cama, había colgado un crucifijo. A tal se reducía el ornato de su aposento. Y en ese momento, aquel libro, allí, abierto como un códice sagrado. Era como tener a la vista dos historias verdaderas de un mismo hombre, el precioso tesoro en el que quedaban completadas sus aventuras, vistas por el verdadero historiador y por el mismo protagonista.

Mucho le hizo reír a Sansón Carrasco ver cómo don Quijote corregía a menudo al autor del libro, y le hacía notar algo a propósito del rucio de Sancho Panza, que entraba y salía de la historia, como el río Guadiana, o, en aquel pasaje en que, impacientado por la historia que en el libro se cuenta del curioso impertinente, escribe don Quijote: «Certifico que todo lo que en estos capítulos se cuenta es la pura verdad, y que así ocurrió, en lo que hace al caso de cómo sacó el ventero la maleta llena de papeles y cómo se nos contó la historia de El curioso impertinente, pero que no todo lo que sucede en la vida ha de tener cabida en los libros, y que si está bien una historia para contarla, puede estarlo mal contada a deshora o fuera de sitio o calzada en el libro ajeno, todo lo cual declaro no por el menoscabo que pueda ocasionar en la memoria de mis aventuras, sino por no recabar toda la atención que mereciera de aquellos a quienes al entrar en este libro buscando una cosa, se les diera otra, y asimismo digo que no fue tan peregrina ni mal compuesta ni peor traída a la crónica general de esta historia como al parecer corre ya en algunas lenguas envidiosas».

Hasta bien entrada la noche estuvo leyendo Sansón Carrasco, y buena parte del día siguiente. No sabía qué pensar. Comprendió Sansón que a don Quijote muchos de aquellos pasajes debieron de producirle dolor, como sin duda se lo ocasionarían a Sancho, si éste persistía en la idea de leer el libro.

Pensó Sansón que lo que encontramos gracioso en otros, referido a nosotros mismos es fuente de sombrías consideraciones, el pasaje que a otros divierte, protagonizado por uno, le enfurece y le hace concebir contra el autor infinitos deseos de venganza. ¿Ocurrió así en el caso de don Quijote? En otro hubiera sido razonable y previsible. ¿Cuántas veces se le tilda a don Quijote de loco, mentecato, orate, iluso, disparatado, majareta, desvariante, insano, frenético o lunático a lo largo del libro? Pero don Quijote no era un hombre común, y su entendimiento podía salir indemne por cualquier inesperada gatera. Así lo sintió el bachiller. ¿Llegó a comprender don Quijote el alcance de las bromas que le hicieron sus mejores amigos, aquellos a los que él más consideraba y amaba? Y qué gran alivio sintió al pensar que cuando se publicase la segunda parte de la historia, en la que él, Sansón Carrasco, sin duda aparecería, don Quijote no tendría ocasión de más desengaños. ¿Advirtió don Quijote en esa primera parte que había sido objeto de mil engaños que se le enjaretaron con el único propósito de divertirse a su costa? ¿Qué pensaría viendo al cura don Pedro, su respetado amigo, vestido de doncella y luego enmascarándose las barbas con el rabo de un buey, y a maese Nicolás, con quien tanto había confidenciado, en traje de representante? Creería, sin duda, que una vez más eran los encantadores que tomaban la apariencia de sus amigos para buscarlo. ¿Y qué sentiría al descubrir las trapazas de Sancho Panza, todo aquello de que fue a llevar al Toboso la carta que le diera su amo para Dulcinea, cuando era lo cierto que ni la pasó a pliego ni se había movido de la venta donde halló al cura y al barbero? Que lo mismo que sus perseguidores no dejaron al cura y al barbero hasta confundirlos, tampoco respetaron a Sancho.

De todas las dudas que le asaltaron, no acabó de resolver el bachiller Sansón Carrasco una: cómo don Quijote, que leyendo aquella historia tuvo que conocer por fuerza el engaño manifiesto que con sus libros habían hecho el ama y la sobrina, tapiándole el aposento donde estaban, cómo se resignó a seguir sin ellos, y no trató de apoderarse de los que se salvaron, en medio de aquel último invierno que debió de resultarle tan largo, aburrido y penoso. ¿No se molestó con aquellas malas artes que todo el mundo empleó para reírse de él? Y nunca se sabrá si don Quijote prefirió seguir pasando por loco, y no hacer nada, por tener la fiesta buena y vivir en paz y haz, o si realmente buscó un subterfugio, que él encontraba pintiparado como nadie, para explicarse todas aquellas añagazas y embustes de los suyos. ¿O es que no le importó penetrar en los pensamientos y opiniones reservadas que sobre su persona tenía todo el mundo, empezando por Sancho Panza, el ama o su sobrina?

No, no debió importarle mucho porque, por ejemplo, a Sancho se lo llevó en la tercera salida, y siguió considerando amigos suyos al cura y al barbero y los frecuentó y siguió mostrándoles el más tierno de los afectos y la más alta consideración. Y debió de ser ello porque don Quijote leyó en sus corazones mucho antes que en sus palabras o en sus propósitos o en sus actos, y no pudo reprender a quien le tenía por loco, cuando los verdaderos locos y mentecatos y necios eran precisamente los demás, tocando esos asuntos de la caballería, si acaso no pensó que los encantadores que le traían a él a maltraer no habían engañado a los mismos Hamete y Cervantes, haciéndoles creer cosas que sus amigos no dijeron ni pensaron ni por pienso.

«No —concluyó Carrasco también—, don Quijote no leyó su libro como lo lee cualquiera de nosotros. De haber descubierto el escarnio y aquella desplegada mofa, lo habría destrozado, antes de darlo a las llamas él mismo. Y debió de ser, sí, —siguió conjeturando el joven— que como don Quijote era una bonísima persona, achacaría todas aquellas chirigotas a la inquina de los encantadores y magos para confundir a sus buenos amigos, a los que ponían de ese modo telarañas en los ojos para que no vieran resplandecer la gloria eterna de las novelas de caballería y el ideal caballeresco que él seguía. Y si es cierto que se rieron con gana de lo que ellos consideraban locuras y disparates, no se reían de él, ni mucho menos, sino de aquellas gloriosas aventuras que los tales enemigos suyos hacían que pareciesen descabelladas y ridículas, no siéndolo».

Y aún se diría que el papel mostraba en algunas partes huellas inequívocas de haber llorado don Quijote mientras leía, como poeta que era, conmovido seguramente no por sus propias palabras sino porque las musas lo hubiesen elegido a él para pronunciarlas, como cuando recoge la historia su arenga a los cabreros, aquella que empezaba diciendo: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados... porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío».

Pero don Quijote ha muerto, se dijo el bachiller, y ya no podremos preguntarle lo que le pareció o no este libro estando loco, pero sí lo que le pareciera a Sancho, que no lo está. Esto será harina de otro costal.

Y cuando terminó su pesquisa, mandó llamar a Sancho Panza, con el recado de que aquella historia que tanto interés había despertado en el escudero ya había aparecido.