CAPÍTULO VIGÉSIMO NOVENO

Descubrió don Suero aquellas melancolías, por conocerlas acaso de sí mismo, y propuso a su sobrino, por atajarlas pronto, que se empleara él mismo en aquello que más le complaciera. Su hacienda era grande, y Arequipa una ciudad muy próspera. Le habló Sansón Carrasco de las piedras bezares, y su tío le desengañó:

—Fueron un gran negocio hace treinta años. Pero ya los usos son otros y las piedras no sanan lo que sanaban, que todo se acaba. Yo os mostraré el medio en que mejoréis vuestra hacienda más de lo que traíais pensado de allá.

Al día siguiente se llevó con él a Sansón y a Sancho a las afueras de la ciudad, a cierta atarazana.

—Aquí hallarán vuesas mercedes los tres pies de mi ganancia —les dijo don Suero.

Como toda atarazana, era aquélla una fábrica de muros gruesos y techos altos. En la primera estancia vieron trabajar lo menos a veinte indios sin que nadie pareciese mandarlos.

—Éste es el primer pie de mi hacienda.

Se hacían allí todos los cordeles y tomizas que se gastaban en Arequipa y la comarca. Estaban en una parte los que sacaban de las pitas las hebras, y en otra los que sentados en el suelo se servían de manos y pies para ayudar a los trebejos que torcían cuerdas y lías, mientras un niño pasaba entre ellos con un caldero de agua y una escoba regando los montones que hilaban.

Cuando preguntó Sancho cómo no los mandaba nadie, siendo que les había dicho un perrero en el barco que los indios eran perezosos, don Suero dijo que allí partían a tercias las ganancias, como los armadores, una para la atarazana o barco, otra para él, como armador y capitán a un tiempo, y otra para los indios, siendo estos capataces de sí mismos, y que no hacía falta más rigor que el de persuadirse cada uno del bien común, para que fuese una república.

Tuvieron Sansón y Sancho en ese punto a don Suero por un príncipe discreto de lo suyo.

—Sepa, señor tío —dijo Sansón—, que vuesa merced es un verdadero don Quijote en buscar la justicia donde es difícil hallarla.

No entendió don Suero qué era eso de ser un don Quijote, por no tener él la afición a las novelas que tenía su esposa, y los pasó luego a otra estancia, menor que la anterior y con un ojo de luz que entraba desde el techo, dejando aquello en penumbra. Trabajaban allí dos indias viejas en el suelo, en medio de dos parvas de hojas secas.

—Estas de aquí —explicó don Suero— no son tierras de pan llevar ni de viñas ni olivares como se usan en España. Las de acá son unas yugadas de zumaque tan altas como un hombre, ni más ni menos, que se llaman chácaras, como vieron al venir de Ilay. Se plantan en ellas las hojas de la coca que toman los indios, y no la tragan, más que mascar. La tienen en gran estima, pero no es gente que la sustente sino muy poco. Éste no es pie ninguno de mi hacienda, sino agua y aire a un tiempo, porque acá sin coca nadie labra ni se hace nada, como tampoco sin agua ni aire se puede vivir. Faltándoles la coca, mueren.

Olía en aquella estancia muy perfumadamente, trenza de alcanfor y pasto.

Dejaron a las viejas deshojando sus ramos, y pasaron a otra estancia. No había en ella ventana ni tragaluz alguno, sino dos candiles colgados de la pared, y tal frescor como ni Sancho ni Sansón recordaban desde el último invierno manchego. Porque invierno era lo que allí se guardaba.

Cuando al fin se acostumbraron sus ojos a la oscuridad de aquella sala, distinguieron en el suelo unas grandes bocas, tapadas todas con su copete de tabla, que resultaron ser de unas colosales tinajas enterradas.

Pidió don Suero a uno de los indios que trabajaban allí le desbocara una, y éste sacó de ella con una cuchara de palo, larga como remo de galera, algo que les dio a probar.

—No hay helado ni refresco —les dijo don Suero— que se haga en Arequipa que no se industrie con la nieve que traen mis llamas y mis indios, ni enfermo que la precise que no venga a comprarla aquí, ni casa principal a la que no se le envíe la suya todo el año. Éste es, señores, sí, el segundo pie de mi hacienda.

Recordaron Sancho y Sansón haber visto tiendas parecidas en Sevilla, y en su aldea quien, en los años de nieve, la guardaba pisada y entre paja todo un año.

Ya sólo les quedaba el tercero de los pies. Les pasó a otra gran sala, y así como en la nevera se les helaron los huesos, en ésta el aire era tan sofocante que los indios trabajaban medio desnudos, como en forja. Vieron enterradas en el suelo las mismas tinajas, en fila de a dos, hasta quince, en una y otra parte. Mandó don Suero al mayoral levantar el copete, que si en las otras era de tabla, en éstas era de hierro. Lo hizo con unas poderosas tenazas, y subió de dentro el resplandor de los volcanes.

Se asomaron no sin temor Sansón y Sancho a aquel pavoroso bostezo, y vieron dentro piedras incandescentes del tamaño de granadas medianas, tan rojas y al vivo que parecían soles.

—Según leyenda de estas partes, el volcán Huayna-Putina da cada mil años una cosecha de raras piedras, y Dios ha querido que fuese en abril del año pasado. Unas son cuadradas y frías, y otras vivas y boludas. Las muertas las manda lo menos a sesentaiséis leguas, pero las vivas se quedan allí al lado. De entonces acá habré enviado al volcán ocho expediciones. Hay al parecer un modo de mantener las piedras vivas, sólo que han pasado tantos años desde la última vez, que ya nadie lo recuerda. Aprovechando que mis llamas bajan la nieve, cargo también las piedras, y pago a un laica viejo o hechicero que busca el modo de que no se apaguen, y está tan cerca de lograrlo, que nos hará a todos muy ricos: las mujeres ya no buscarán leña para sus hornillas y fogones, a los herreros no se les apagarán sus fraguas, y a los de las casas de baños las sudaciones les saldrán de balde.

Al contrario que la despensa de la nieve, ni Sansón ni Sancho habían visto ni oído nada parecido, y le llenaron a preguntas a don Suero. Definitivamente, aquello era mejor que las bezares, y las Indias un reino mejor que el de Saba.

Quisieron saber cómo siendo aquellas piedras tan buenas, no había querido la corona hacerse con ellas, y cómo no se habían mandado ya a España, donde los fríos son más rigurosos que en el Perú.

—Mis escudos me cuesta, y llevo más de mil pagados en Los Reyes mientras el Consejo dilucida. Pero saben que no es fácil tomarlas, pues subiendo la montaña empiezan a espesarse tanto los humores que salen de ella y a cuajarse tanto la pestilencia, que no hay expedición en que no se me mueran algunos indios, a los que sólo empuja hasta allá la promesa de la ganancia. Y para responderos a lo segundo, he de deciros que yo mismo aparejé un bajel, donde estibé una de mis tinajas entre ceniza del propio volcán, para que en Sevilla viese las piedras un famoso algebrista del Sacromonte, de quien me hablaron maravillas, por ver si podía él mantenerles viva el ánima. Pero sucedió que las piedras perdieron el espíritu, y yo más de cuatro mil pesos que llevaba empleados en ellas.

Fue oír eso, y no dejarlo Sancho notar:

—No sigáis, señor mío, que de haberme conocido antes, os habría excusado esos cuatro mil pesos, pues como también le dije al mulero, querer burlar la línea equinoccial será dar patadas contra el aguijón.

Contó luego don Suero que al frente de todas aquellas expediciones había estado yendo él, y, por que su sobrino tomara las riendas de la casa y la hacienda, fingió cansancio y le pidió a Sansón que en la próxima marchara él.

Y aceptó Sansón el trabajo de las piedras, más por darle gusto a su tío que por holgarse; pero el contento de Sancho, a quien no acababa de acomodar del todo su nuevo oficio de mozo de casa y plaza, fue mucho. Le dijo al bachiller, cuando se hallaron solos:

—Verá cómo los nuevos aires le distraen de esta vida ociosa que nos consume.

Pues Sancho, que era muy largo, se había dado cuenta también de las primeras melancolías de su señor.

Dispusieron, en fin, la salida al Huayna-Putina para de allí a una semana.

Reunió don Suero una reata de más de ciento veinte llamas, pues aunque eran flojas para el carguío podían estarse sin comer ni beber días enteros, y trajo otros tantos indios voluntarios de su encomienda, cebados por las futuras ganancias. Puso también al frente de ellos a uno a quien decían Melchorejo, muy despierto y respetado de los demás por ser hombre tan bragado como prudente.

Una mañana, pues, antes que saliera el sol, partió la caravana que encabezaban Melchorejo y, como dos emperadores, el bachiller Sansón Carrasco y Sancho Panza.

—Mira, Sancho —le dijo el bachiller levantándose de la silla y echando atrás la vista por ver aquel ejército de hombres y bestias—, yo no estoy hecho a mandar indios. Va contra mi condición, y me pasa a mí como a nuestro amigo le pasaba, que no puedo ver una cadena.

Se alzó Sancho sobre los estribos, y mirando atrás, le dijo:

—¿Y dónde ve vuesa merced cadenas? Todos vienen por su voluntad. Ni el Gran Lesmes con su nuevo azogue llegará a tan rico como llegaremos nosotros. Y su tío don Suero y mi ama doña Toda dejan en nada a los mismos duques. Éstos sí son liberales, que no dan lo que les sobra, sino lo suyo. ¿Qué queja tiene?

—No lo digo por tanto —dijo el bachiller—, sino que vamos a menos. Soltó don Quijote a los galeotes porque no está bien que un hombre lleve a otro preso contra su voluntad, y aquí me tienes a mí cortando las correas de unos perros, cuando no capitaneando a quienes las tienen peores que las de los canes, pues no se ven. Quiera Dios que la necesidad que les ha quitado la libertad no la quieran vengar en mí y en ti por parte propincua.

—Éstos parecen buenos cristianos —dijo Sancho—, y no se desmandarán. Ánimo, bachiller, que lo mejor aún está por llegar.

—Yo amaba las letras y las musas, ¿y esto me espera? ¿Guiar indios, administrar nieve, abrigar piedras? Tiene mi tío la ilusión de las piedras vivas, como la tuve yo de las bezares. ¿Es que todos flojeamos? ¿No podemos vivir sin las quimeras? ¿En qué nos mejoramos? ¿Qué me pasa, Sancho, que no me hallo?

Y como nada mejor que un camino para las secretas confidencias, le preguntó Sansón a Sancho si no recordaba cuando le pedía que él, el bachiller, llevara cuerdo la vida que su amigo don Quijote llevó loco, y hacer como cuerdo por este mundo lo que a don Quijote no le dejaron por loco.

—Os veo venir y vais errado en ello, señor bachiller —le respondió Sancho—. Al fin y al cabo mi señor don Quijote no fue loco por socorrer huérfanos ni valer viudas ni amparar ancianos, ni defender a los pobres de los ricos, ni a los humildes de los soberbios, ni a los desdichados de sí mismos. La locura es quererlo, se pueda o no, y a lo más que podemos llegar en este mundo es a vivir en paz y dejar vivir. Viva en paz aquí, bachiller, ahora que puede, y deje la quimera de pensar en las quimeras.

—Pero el haber conocido a nuestro buen amigo don Quijote —objetó el bachiller— nos ha mudado a todos, que esto tienen las vidas y las obras de los hombres esclarecidos: piden de nosotros tenernos a su altura, y así el halconero del emperador Carlos no se condujo con él como si sirviese a un talabartero o a un mozo de cuadra, y tú mismo, Sancho, no fuiste tú hasta que don Quijote sacó de ti aquello que ni tú mismo sabías que guardabas, y digo lo propio de mí, que empezamos siendo de molde, y acabamos otros. Don Quijote salió del molde de su locura, tú del de tu simpleza y yo del de mi ingenio. Pero al cabo cada uno rompió el suyo: don Quijote murió cuerdo, tú dejaste de ser gracioso para parecerte a don Quijote, y yo no sé quién soy, habiéndolo sabido. Mis señores tíos don Suero y doña Toda son harto buenos con nosotros, pero me sobran tierras, criados, casas, atarazanas, trojes, caballerizas, bestias. Con muy poco, tendría más, que se me estrecha hasta el aire que respiro. Siento nostalgia de mi destino.

—Ay, señor —se lamentó Sancho—, que le oigo a vuesa merced y estoy oyendo a mi amo don Quijote. ¿Qué se hicieron aquellos propósitos de ganar harta hacienda? ¡Ya la tiene! ¿Dónde va a ir a buscarla? ¡A la vista está!

—Ahí voy, Sancho —dijo el bachiller—. Don Quijote dijo aquello de «yo sé quién soy». Ni yo sé quién soy ni sé qué conquisto a fuerza de mis trabajos...

Al pasar aquel río que llaman Chili vieron a unos niños que estaban ahogando a un perro por burla, al que habían atado al cuello un trozo de madera, no tan grande que le hundiera del todo.

Lo vieron Sancho y Sansón, y éste dijo a su amigo:

—Así me siento yo, Sancho, como ese perro. ¡Tantas leguas para dar en esto! ¿Qué me sucede, por qué no hallo el sosiego, qué me falta, teniendo más de lo que nunca pensé tener? ¡Pobre Antonia! Esto he pensado, Sancho: a nuestra vuelta, he de pedir licencia a mi tío y me iré un tiempo a Cerro Rico, donde tiene su mina. Allí veré cómo serenarme el alma.

Mucho deploró su suerte Sancho, y todo lo animoso que caminaba, dio en una gran pena:

—Los encantadores que persiguieron a mi señor don Quijote le trastrocaban las cosas y personas que veía, y le hacían creer que las ventas eran castillos y las labradoras princesas. Los míos son más crueles, pues apenas me han dado a probar la miel, me la apartan de los labios. Sucedió así en la casa de don Diego Miranda o Caballero del Verde Gabán, que, cuando más regaladamente nos tenía, empujaron a mi señor a abandonarla; sucedió otra vez en las bodas de Camacho, que se quedaron sin ultimar, y de la ínsula... mejor no digo nada...

—No te aflijas —le tranquilizó Sansón—, que nadie habrá de moverte de donde tan bien estás.

—Ah, no, bachiller —le replicó Sancho—, que sería yo un criado desleal si os dejara partir solo, tan afligido como parecéis.

Excusó la compañía Sansón Carrasco, y le pidió que no dijera nada de aquello a nadie.

Y estando en esto vieron venir hacia donde ellos estaban y a buen paso lo menos cuarenta indios. Venían seguidos de algunas mujeres y muchachos, y todos a pie, con el hato al hombro y tanta miseria como miedo traslucían sus semblantes.

Se llegaron a Sansón Carrasco y pidieron por caridad un poco de agua, y algo de comer si lo llevaban, y que eran gente de paz. No lo declaraban, sin embargo, sus harapos tintos en sangre, que despertaron en Melchorejo las sospechas, y llevándose a su señor aparte, le dijo:

—Mire lo que obra, señor Carrasco, que parece que hubo alzamiento, y habrán degollado al amo, como muchas veces hacen, y si quienes a no dudar han salido en su alcance llegan a saber que vuesa merced los socorrió, tendrá que vérselas con la Justicia.

Desoyó las prudentes palabras del caporal, y mandó el bachiller darles agua y pidió que se mirase de darles de comer, por que siguieran su camino, lo que hizo de malísima gana Melchorejo, temiendo a los que sabía vendrían en pos de ellos.