CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO

Llegaron a Puerto Viejo y quedaron en el barco por no haber en todo aquel lugar casas donde posar, y tan estrechos como venían. Ni el perrero echó pie a puerto, aunque él necesitaba más que nadie cama y sudarse.

La espera de tantas horas sin saber cuándo partirían los enfermaba a todos. Pidió entonces Sancho a Sansón, por mayor comodidad y matar aquella rara congoja, que le trasladara una carta, y fue ésta:

De Sancho Panza, en Puerto Viejo, Perú, a su mujer Teresa Panza, en la Mancha.

No puede el hombre huir su ventura, blanda ni dura, y aquí estamos en Puerto Viejo, más dura que blanda, esperando mejorarla, si fuere posible, que no será, siendo tan buena como viene siendo desde que dejamos aquélla. No hay mucho que contar, sino que en todas partes cuecen habas, y aquí mueren como allá, y otros nacen. Mi señor Sansón Carrasco fue padre de una niña, y nos viene sirviendo una negrilla, que aquí no hay nadie que pudiendo no la tenga, y lo mismo digo de los indios, y ya el señor Carrasco lleva en la cabeza el modo de hacerse con algunos, si acaso su tío no los tiene, que los tendrá, pues en estas tierras el que no los tiene no tiene qué comer, al decir de todos. En dineros no corre acá tan bien como con don Quijote, pero las promesas de haberlos son más firmes y valederas que con él. Y has de saber también que pasada la equinoccial no hay piojos. Mira de pedirle a nuestro amigo el cura o al barbero te haga crónica de cómo está casa, hacienda y aldea, porque acá uno de los mayores regalos que se tienen es saber por lo menudo las cosas de allá, y por eso te suplico que no te canses en escribírmelas, que más se precisa aquí una carta que todos los tesoros de las Indias. Y vete pensando, cuando mande dineros, cómo y cuándo venir y convencer a Sanchico y Teresica te acompañen, que acá es fácil ganarlo, y nunca preguntan a qué lo ha ganado Fulano, sino qué tiene, y diciendo que tiene algo, tapan todos la boca y callan.

A todos los señores vecinos y deudos besa las manos muchas veces el que desea verte más que a sí mismo, Sancho Panza.

Dio las gracias Sancho a Sansón, porque de haberla escrito él, habrían ido en ella, más que letras, copiosas lágrimas, que no dejó de verter en todo el tiempo que la dictó.

Estando en esto, pidió subir al buque un hombre que traía las cartas que esperaba Mendieta. Fueron a despertarle, pero lo hallaron muerto. Y sabiéndolo muerto, en muchas miradas de la marinería se pintó la codicia de quedarse quién con la vaina de serpiente, quién con los perros, quién con su bolsa, quitándose de enmedio al mancebo que venía sirviéndole, que era bastante simple.

A Mendieta lo enterraron en Puerto Viejo, y a la mañana siguiente hallaron cortadas las correas que traían sujetos a los perros, y por más que buscaron en todo el barco, y aun en el pueblo, no los hallaron.

En Puerto Viejo subieron también, camino de Chile, un fraile muy gran predicador y otros dos hombres honrados.

La idea del capitán era dejar a Sansón y los suyos en el puerto de Quilca, pero vinieron los vientos tan contrarios que el capitán dio orden de desembarcarlos en el puerto de Chule o en la caleta de Ilay, según se viera.

Si malo y contrario había sido hasta allí el camino, no pudo ser peor el desembarco. Las olas y el viento amenazaban romper la nave, y de no ser por la pericia de los marineros, habrían acabado en aquellos temibles y oleados farallones.

Saltaron a tierra con gran peligro. Lo hicieron sobre unas tablas mal afirmadas en hincos comidos por el agua, las algas y las colonias de conchas negras, y dieron luego gracias al cielo por haberlos traído sanos hasta allí. En ese punto Quiteria hizo juramento solemne de que, si Dios tenía a bien, no volvería ella a subir a ninguna nave en todos los días que le restaran de vida; y poniéndose de hinojos, besó la tierra.

No fue de la misma opinión el bachiller, que habría subido a otra por correr tras el capitán azoguero que los había dejado en Ilay y no en Quilca, mientras Sancho decía que Quilca e Ilay, por lo que habían ido viendo, allá se andaban. Y así era. Antonia tenía en brazos a Mariquilla y nada de eso le importaba, sino mostrarle a la niña el mar:

—Mira, Mariquilla, el mar. ¡Sabe Dios cuándo volverás a verlo!

Un golpe de aire les trajo en ese momento una gran pestilencia, y vieron que no lejos de donde estaban, en la playa, había una ballena muerta, comida por una gran copia de pajarracos negros que entraban y salían de sus entrañas sin reposo, y otros muchos, blancos, que la adornaban con sus cortos revuelos.

El hedor del monstruo muerto les empujó hacia unas tristes cabañas hechas de tablas y techumbre de paja, que se veían a lo lejos, amontonadas como castillejo de naipes.

Sobrecogidos por la desolación del lugar, ninguno hablaba, y se diría que más que pensar, se vaciaban de todo razonamiento. La inmensidad del mar a sus espaldas. El barco azoguero, al frente, a punto de desaparecer tras unos cantiles. A un lado, una pequeña colina, y detrás, una imponente muralla de rocas y montes pelados, sin más vida que unos tristes y ralos yerbajos cubiertos de arena y polvo.

Junto a las cabañas había una ermita de piedras redondas tan llenas de agujeros, que parecían calaveras, y acostada en ella, una que parecía caballeriza.

Salieron de las cabañas unas indias desmedradas y viejas. Algunos niños desnudos jugaban con la tierra, y dos o tres perros famélicos iban de un lado a otro buscando la sombra, sin encontrar una que pareciera convencerles.

A la puerta de la ermita les esperaba el que parecía ermitaño. Inmóvil, con la cabeza caída a un lado, dejó que llegaran a él.

Habló Sansón. Quiso saber con quién debía tratar para que les llevara hasta Arequipa.

—Conmigo.

Se ofreció a llevarlos por doscientos reales, cincuenta por cada uno, sin contar a la negrilla ni a la recién nacida.

Paradas, observaban las mujeres. Los niños, cinco o seis, dejaron de corretear y vinieron a pegarse al ermitaño.

No les quedaban tantos dineros, y prometió Sansón darle los que faltaran cuando llegasen a casa de su tío, don Suero Pérez Maldonado.

¿Conocía a don Suero el ermitaño?

—Quizá. Pero en estas tierras se deshacen los parentescos apenas se andan unas leguas. Todos dicen que me pagarán al llegar, y llegados, todos se olvidan. Traed los que decís y esa cruz de azabache que lleva la señora al cuello, y me valdrá alguna de las ropas que debéis de traer en el baúl.

—¿Y sabéis si ese señor ha muerto? —preguntó Sansón—. En su carta decía que estaba muy enfermo, y de esto hace tiempo.

—No sé si vive o ha muerto, que aquí se van las gentes de un día para otro; pero vengan el dinero, la cruz y algún vestido, y cerramos nuestro negocio.

Hicieron como les dijo. Dio Sansón los reales que le quedaban y entregó Antonia las ajorcas de oro y la perla, por estimar en mucho la cruz, y desentrañaron los vestidos del baúl, de donde el ermitaño tomó un corpiño de terciopelo azul de Antonia y unas sayas, lo que le hizo decir a Sancho:

—Extrañas tierras estas en que los ermitaños se cobran en corpiños y alquilan mulas y llevan espada y pistola. Andar para ver, y siempre se ha dicho que quien mucho viaja mucho ve y mucho aprende.

—Extrañas cosas, sí, señor de paso —replicó el ermitaño—; pero si os parece mal, aquí mismo se deshace el trato, tomad vuestros reales, las ajorcas y lo demás, que tengo mucho que rezar y por quién, y mis bestias querrían mejor seguir acá que andar el yermo; y la espada la llevo porque llegan a esta marina muchos que quieren tomar sin pagar lo que no es suyo.

Llamó el ermitaño a aquellas mujeres, y Sancho dijo:

—No deja de ser suma santidad la de quien no contento con sufrir a una goza de tres. Dios le guarde.

Se le quedó mirando fijamente el ermitaño, pero nada respondió. Para contento de sus mujeres, les repartió su califa una de las ajorcas, la perla y el corpiño. Luego se fue a las caballerizas y de allí a un rato salió con seis bestias, a lo que parecía mejor cuidadas que las mujeres.

Abrasaba el resol en un cielo polvoriento, calinoso, turbio.

Llenaron de agua cinco botijas, después de pagarle otro real a la mujer que las trajo, y antes que pasara una hora ya estaban montados en las mulas. Al frente se puso el ermitaño:

—Sepan, señores, que este es camino que temen bestias y hombres. Verán a su término si estuvieron o no bien pagados los dineros que les llevo.

El camino tenía más de torrentera o de releje que de vereda. Las piedras lo dificultaban, y a su paso se levantaban unas como cenizas blancas que se pegaban a la garganta con sólo respirarlas. Lo cubrían todo unos hierbajos raquíticos llenos de pulgas que saltaban al paso de las bestias y se advertían a simple vista:

—A falta de piojos, buenas son pulgas —dijo Sancho—. A éstas, se ve, no las sujetan las leyes equinocciales.

Nadie decía palabra por no tragar aquel polvo abrasador. Caminaron dos horas a lo largo de aquella que recibe el nombre de Quebrada de Ilay. La ascensión del Gólgota fue cosa de risa comparada con ésta. La senda se estrechaba tanto en ocasiones, que temieron despeñarse por aquellos barrancos de piedras blancas y redondas, todas con sus ojos negros, mirándoles desde el infierno.

Vieron, subiendo por el desfiladero, volar debajo de ellos a aquellos pájaros de mal agüero que antes devoraban a la ballena muerta y que parecían esperar a que cayeran ellos con sus bestias a lo más hondo. Pero quiso Dios enviarles en ese punto una misericordiosa niebla, espesa y fría, que alivió lo abrasador del polvo. Sancho, único al que ni el polvo aquel sujetaba la lengua, dijo que era grandísima merced aquel nublazón, pues cayendo ellos a lo hondo del abismo, los buitres, que el mulero llamó zopilotes, no darían con sus partes blandas.

Pasadas cinco horas alcanzaron la cima, y en ella un terreno llano y pelón, en el que había dos tinglados, semejantes a los otros de abajo, los dos con techo de hojas de maíz y otros yerbajos secos. Se hubiera dicho que era la cumbre del mundo; sólo cielo, aquel cielo polvoriento, calinoso y sucio por todos lados.

Allí hallaron a una india y un racimo de criaturas desnudas que le andaban alrededor como moscas.

Mandó el mulero desmontar. Los animales llegaban muy aporreados. Buscó luego en su alforja la saya que se había cobrado del arca de Antonia, y se la entregó a la india. La recibió ésta con sonados alborozos y corrió a guardarla en su choza. El ermitaño pidió luego al mayor de los chicos que pusiera en orden las bestias, y llevó a los viajeros al otro cobertizo.

Tenía el altozano aquel una suave pendiente de pura piedra, cubierta de arena blanca, como ceniza. Se acercaron todos al que parecía acantilado y de pronto apareció a sus ojos la inmensidad del océano, a un lado, al otro, enfrente, y hasta donde alcanzaba la vista. Se admiraron de ver, sobre tres mil varas de abismo cortado con plomada, aquellas abrumadoras lejanías. Los pasos de todos se clavaron; los de Sancho, por el vértigo, se echaron atrás.

No se veía en todo el océano barco ninguno donde fijar la mirada ni rastro del azoguero.

Antonia, con el corazón sobrecogido, volteó a la niña y dijo:

—¡Mariquilla, mira, el mar! ¡Éste es de color esperanza!

Y añadió al punto, con alegría difícil de explicar:

—¡Señores, hemos llegado al fin! —y se dejó caer de rodillas.

Hicieron todos lo mismo, y quedaron luego sentados, mirando el mar un largo espacio. Les costaba hablar.

Sansón dijo al cabo de un rato, poniéndose en pie el primero:

—La rueda de la fortuna, por mano de vuestro bachiller, nos ha atraído aquí, y aquí, tal como llegamos sólo habremos de medrar, porque no puede decirse que haya llegado nadie más castigado de lo que llegamos. Sólo por ver lo que hemos visto, bien ha merecido la pena. Ánimo, Antonia, arriba, mira por esa niña que guiará nuestras vidas como una estrella. Gracias, ama, porque sin ti, tu señora habría muerto de parto en aquella selva, y a ti, Guiomar, que has venido a ser candil y cascabel, todo en uno. Y qué decirte, Sancho amigo, Sancho hermano, que podías a esta hora estar bebiendo un jarro de vino en nuestra aldea o paseando las amenas leguas de la Mancha con el señor Angulo el Malo.

—Ay, señor Sansón —le dijo Sancho—, ya sabemos todos que no hay día sin acedía, pero nadie se ande en su dolor. No seáis de aquellos de quienes se dice que tienen el corazón triste y riendo mueren y llorando viven. Yo soy ya un hombre nuevo. Me ha costado esta aventura el comprenderlo. Fuera penas. Ya todos sabemos de qué agua nos mojamos. Y hablando de ello, ¿no tendrán acá algo de vino? Que siempre se ha dicho que para aliviar las penas, un cuartillo de Montilla o de Lucena. No sé de ningún lugar de la tierra donde no le hagan o le tengan, porque allí donde haya cosas que olvidar se pisará la uva o lo que en esas tierras se estile. Y esta de haber llegado es una gran fiesta, aunque claro que fiesta sin vino no vale un comino.

Y el habla que les faltaba desde que salieron de Panamá y anduvieron en el barco azoguero y aquel trozo de quebrada fue volviendo a ellos poco a poco y sus almas se fueron reparando solas.

Llamaron al ermitaño, y le preguntaron si había en aquel lugar algo de comer y de beber, y les dijo que de lo primero unos conejos de Indias y de lo segundo agua, y cuando quiso saber Sancho si había vino, aunque ya sabía él que no sería de Montilla ni de Lucena, les dijo que allí no se usaba sino la chicha, que venía a ser lo mismo.

Quiso saber entonces Sancho, alborozado por la noticia, qué valía allí un cuartillo de esa dicha, y que si era como su nombre, sería buena, y preguntó también si podía pagarle con una gorra que traía en las alforjas.

Vio el ermitaño la gorra verde de montero que le regaló en su día a Sancho la señora duquesa, y que aborrecía después que supo las burlas que le dieron en la ínsula, y le pareció bien, y pagaron los cuys o conejillos con la última blanca que le quedaba a Sancho de aquellas cosechadas entre los académicos sevillanos, lo que le hizo recordar su promesa:

—¡Y qué barata os sale la fama, don Fernando Afán, duque de Alcalá y virrey de Nápoles, y don Luis, y vos, duque de Valencina y demás cofrades del Buen Consejo! ¡Quién diría que con sólo una blanca iban vuestros nombres a resonar en estas peladas altitudes y en boca de los más ilustres viajeros que haya habido, honra y prez de la Mancha, y por la causa más egregia! Ea, ermitaño, tenga esta blanca y vengan desorejados esos que decís conejos, que siendo de las Indias tampoco dejarán de ser buenos.

Tomó el ermitaño la blanca y ordenó a la india matara tres cuys, y antes de dos horas trajo una olla, donde flotaban las presas, y un azafate con peces asados, ají molido y otras frioleras, y un jarro de aquel famoso vino que llamaban chicha.

Apuró Sancho con sumo escepticismo aquel vino lechoso, y hallaron sin enjundia los conejos, lo mismo que el pan de algarrobas que el mulero tenía por bueno. Pero se holgaron con todo, pues se sabían a menos de treinta leguas de su destino.

Acabaron de comer y montaron en las mulas. Dejaban a su espalda el mar. Enfrente se abría para ellos un vasto desierto calcinado de piedras peladas por el viento, con cerros agrios y dificultosos a uno y otro lado y aquel finísimo polvo blanco hecho de huesos, de ceniza de volcán y la arena de la marina que traían los turbiones de allá abajo.

La vastedad del yermo anonadaba. Las infinitas llanuras de la Mancha eran, comparadas con aquel llano áspero, el jardín del Edén; tenían por delante treinta leguas de arena y piedras abrasadas como en calera, y a uno y otro lado más de sesenta de médanos áridos, tristes, cavilosos.

Sólo se oía el oxidado chirriar de las chicharras y la racheada salmodia del viento marino; y los postreros rayos de sol, no por últimos menos tajantes, sacaban escuálidas sombras de los yerbajos.

Abrió la marcha el ermitaño, que venteaba como un can. Mandó soltar las riendas a las caballerías para que buscaran éstas con mayor comodidad su paso, y los que antes habían cabalgado en grupo lo hacían ahora en ala. Avizoraba aquel retraído sultán las osamentas de los animales, chicos o grandes, que se iban encontrando, aplastadas en la planicie por el sol. La postura en que murieron, señalando con la cabeza la dirección del mar, y su proximidad o lejanía, indicando la rectitud de la ruta, eran guías muy ciertas en aquella inmensidad, rayada de grietas y de arroyos secos, y el no hallar esos esqueletos durante un buen trecho era motivo de inquietud para todos, que los recibían con alborozo cuando aparecían.

Se puso el sol al fin a sus espaldas y empezaron a tachonar el cielo, faros seguros, las estrellas que señalaban su destino.

Desaparecido el majestuoso sol andino, el viento insidioso se trocó en céfiro benigno. Sansón, que marchaba tras Antonia, iba en silencio, abismado, nostálgico como todo aquel que llega al final de un largo viaje. Le dijo a Sancho, aunque en realidad hablaba para sí:

—¿Y ahora, Sancho? ¿Piedras bezares? ¿Trato de paños? ¿Escribanía?

Mientras duró el viaje, quedó aplazado el porvenir. Un porvenir que ahora, ante sí, mostraba su lado más sombrío. ¿Don Suero? ¿Qué se encontrarían? ¿Un viejo pobre, un loco, un fracasado, como tantos pobres, locos y malogrados morían en las Indias?

—A fuerza de querer encontrar su destino, cuántos no lo habrán perdido —dijo enigmático Sansón.

Antonia, en cuanto se puso el sol, dio de mamar a la niña. Dijo a Quiteria:

—Ama, ¿estará buena nuestra Mariquilla?

Lo decía porque la criatura nunca lloraba, ni cuando ensuciaba los pañales. A todo lo más que llegaba, al acuciarle el hambre, era a un mohín de fastidio que no llegaba a ruido. Acabó de mamar, y Antonia le pidió a Sansón que le cantara una de sus nanas, por ver de dormirla. Lo hizo el bachiller con tan sumiso son, que durmió no sólo a Mariquilla, sino a la negrilla Guiomar, que había aprendido a descabezar los sueños sin caerse de la caballería, ciencia ésta en la que hacía muchos años se había licenciado Sancho Panza, que no sólo cerró los ojos, sino que de allí a poco cursó sus plácidos y descuidados ronquidos, prólogo, según contó después, de un sueño muy circunstanciado allá en su aldea.

Al fin las mulas reconocieron el lugar donde se hallaban y apuraron sus pasos. Ladró a lo lejos un perro, despertaron los dormidos, se levantó en su montura el bachiller, metió los talones el ermitaño.

El dulce céfiro de unas horas antes se había trocado ya en cierzo helado. La oscuridad era grandiosa, arcana, inabarcable, y los montes imponentes y ásperos que de día estaban a veinte leguas parecían haber avanzado sigilosos hasta caerles encima y tenerlos rodeados. Pasarían la noche en aquel tambo.

La casa era medianamente grande, de piedras encajadas sin argamasa y un techo de tablazón, y de no ser por aquel perrillo que salió ladrando a las mulas, se hubiera dicho deshabitada desde hacía milenios. Indiferentes a los ladridos, las mulas marcharon directamente al lugar donde esperaba el pienso.

El ermitaño llamó a voces. Apareció al rato una sombra. Aquella mujer no era desmedrada y vieja como las otras, sino moza gorda y lucida, y él le habló en la lengua de los indios. Traía en una mano un fanal con un cabo de vela, y en la otra un cántaro, del que bebieron todos.

Ayudó luego Sancho al ermitaño y a la india a desensillar las mulas y a darles, tasado con usura, un pienso más de paja que de mijo y algarrobas, y trajo luego el guía un poco de manteca de ballena y con él se aliviaron Antonia y Quiteria la quemazón del rostro. Del agua que sobró, emplearon una poca en lavar a Mariquilla.

Al cabo les llevó la india a un aposento en el que había, juntas, a modo de hospital, diez o doce lechigas de tablas con sus jergones. Había en ellos muchas pulgas saltando, como atunes de almadraba, y, menos el ermitaño, que pasó al aposento de la india, salieron todos fuera. Si dentro del tambo el aire era templado, fuera hubieron de abrigarse.

Se tendieron en el duro suelo, todos juntos, por darse algo de abrigo. Miraban en silencio las estrellas.

Sansón, que tenía, como es sabido, asomos de poeta, dijo:

—Se diría que las pulgas de estos desiertos han subido todas al cielo.

Y era así, que en un rincón del cielo vieron las pléyades australes saltar de un lado a otro, no al modo en que se ven las fugaces en la Mancha, sino dando tantos y tan desconcertados corcovos y respingos, que más que estrellas parecían amaestradas pulgas de plata. Qué saltos, qué traspiés, qué danzas y contradanzas. Podían seguir con la mirada los pasos de una estrella, yendo y viniendo y brincando, lo que le hizo decir a la negrilla, muerta de risa:

—Miren, miren vuesas mercedes aquéllas. Ésas son cabras cerreras, como las que mi padre tenía en nuestra aldea.

Era la primera vez que Guiomar les hablaba de su padre, de su tierra, de sus afanes, y todos vieron que la de Guiomar era una vida triste, como todas, ni más ni menos.

Dio gracias Antonia a Sansón por sacarlos del galpón y traerlos a dormir al raso, donde estaban teniendo aquella visión prodigiosa, y sintieron que ese momento les ataba con lazos aún más estrechos que los de la sangre. Hasta Sancho, harto de ver estrellas, no podía apartar los ojos de aquellas zarabandas. Sólo Quiteria hizo caso omiso de prodigios y augurios, y de allí a un rato durmió a pie suelto.

No habían pasado cuatro horas, cuando se levantó el ermitaño. Quería aprovechar aún dos horas de noche, para que sus mulas caminaran sin el peso abrasador del sol.

Se pusieron en pie todos, todos en marcha. Sancho miró en derredor. Se rascó la nuca una y mil veces. Escrutó los puntos cardinales y llamó aparte al bachiller:

—Señor Carrasco, mientras estuvimos dormidos, esos collados que vemos desde aquí han cambiado de sitio.

—Eso mismo creo yo —confirmó Sansón en voz más apagada.

Les oyó hablar el ermitaño, y vino a ellos risueño:

—No se aflijan vuesas mercedes ni piensen encantamientos, que así como en Nueva España Moctezuma dejó su venganza, tenemos aquí la del inca Atahualpa, que hace que los castellanos crean ver mudarse estos médanos. Y no es que muden, sino que ellos lo ven en su imaginación por el mal de altura que aquí llaman soroche. Y de ahí que tantas gentes se desnorten en estos páramos, pues poniendo los ojos en uno de los médanos, éste les lleva donde menos querían ir, acabándoles luego de sed y desconcierto, cuando no los engullen unas muy ásperas arenas movedizas o las grietas del suelo.

Ni Sansón ni Sancho dijeron nada, por parecerles burla, pero habrían jurado sobre los evangelios que el cerro que tenían a mano diestra cuando llegaron, lo tenían ahora a la siniestra, sin haberse movido ellos.

Despuntó la aurora con trompetas y ministriles, y todo se fue tiñendo de rosa y se lavó el azul del cielo, que quedó como tenue cendal sobre el paisaje. Poco a poco vieron emerger del horizonte la brava serranía de los Andes, y en ella tres volcanes, que acabaron siendo, a pesar de la distancia, tres descomunales montes con las cumbres nevadas. La aurora los volvía carmesí y del color del oro, y dijo el ermitaño que se llamaban Pichu-Pichu, Chachani y Misti, y, según había oído a otros viajeros, eran los más altos y hermosos hasta Tierra de Fuego.

Tuvieron el sol en los ojos mucho tiempo, y fue harto tormento hasta que la vereda empezó de nuevo a serpear, bajando y subiendo, por torrenteras resecas y pedregosas y derrumbaderos en los que ululaba el viento. Llegaron luego a una llanura sembrada de abruptas peñas sueltas, que parecían cortadas por cantero, como sillares. Más grandes, más pequeñas, todas con sus seis caras. Las había del tamaño de un carro, y otras no mayores que dados, ni una sola que no fuese de admirar. Y tan blancas que en las pequeñas podrían pintarse los puntos y servir para el juego de la oca.

Se cruzaron de allí a un rato con hiladas arrias de hasta más de cien bueyes cada una, que llevaban en carretas aquellas piedras cortadas que servían para levantar, según dijo el ermitaño, iglesias y palacios de gentes principales de Arequipa, que era, como verían, toda blanca.

Preguntó el siempre curioso Sansón Carrasco al ermitaño cómo era que aquellas piedras estaban cortadas todas del mismo modo, y éste le contó que venían de un volcán, pero no de alguno de los que tenían delante, distantes aún de ellos unas noventa leguas, sino de otro que recibía el nombre de Huayna-Putina. Las mandaba éste a más de sesentaiséis, llegando incluso al mar, y que la última vez había sido hacía un año más o menos. Y que por ser muy apreciadas, las acopiaban pronto, y que todas llevaban música dentro.

Quisieron todos comprobarlo y se acercaron a una que era de más de treinta pies. Pegaron la oreja a ella y al rato oyeron a lo hondo ruidos horrísonos y grandes explosiones, que, dijo el mulero, imitaban los del volcán, al modo en que se oyen los sones acompasados de las olas en cada caracola.

—¿Y decís que estas peñas como talladas por cantero nacen de tal modo de las entrañas de la tierra y vienen por los aires desde más de sesentaiséis leguas, y que en tantos años no han perdido el son que llevan dentro?

—No tienen de qué admirarse —respondió el ermitaño—. Cosas más fuera de razón veréis en estas partes.

Buscó Sancho en el suelo alguna de mediano tamaño, se la llevó a la oreja y cuando comprobó que también sonaba, se la guardó en la alforja con el propósito de enviársela a su Sanchica, muy amiga de novedades, pero le hizo desistir de ello el mulero.

—No os fatiguéis, que otros lo han intentado antes, y todas las que llegan a Sevilla llegan mudas.

Señaló Sancho que debían regirse por el mismo principio que los piojos, que así como ellos, pasando la equinoccial, perecen, pasando las piedras la equinoccial, se apagan.

Siguieron otras tres horas la penosa caminata por sendas que apenas lo eran, y poco a poco se fue dibujando en el suelo algo que parecía un camino, cada vez más ancho. Les llevó éste a una que parecía larga y verde alfombra, partida en dos por un río. Lo llamó el mulero Uchumayo, por «uchu», ají, y «mayo», río. La visión de aquel suave y ameno hontanar, cuajado de huertos, almiares y hazas, que allí llaman chácaras, donde crecía el maíz, la yuca y el ají, y la de algunas aldeas que se cosían a lo lejos al azul del cielo con el humo dormido de sus casas les llenó de alegría. Y, no tardando mucho, vinieron otros caminos al que llevaban, apretándose éste de indias que llevaban sus hacinas de leña en la cabeza y hombres con sus azadas en la mano, y se admiraban los castellanos de que todos los saludaban muy corteses en romance. Y a vista del río las caballerías descendieron, y bebieron, y dieron luego Sancho y Sansón agua a las señoras en un vaso, y bebieron ellos en el hueco de la mano. La hallaron todos como la nieve y con sabor a piedra.

Quienes habían venido cabalgando en fila pudieron hacerlo de nuevo en racimo, y se trabaron los coloquios entre todos, y la negrilla Guiomar, que no tenía por costumbre hablar, se descosió festejando y señalando a Mariquilla, que llevaba en brazos, lo que veían.

—De nieve volcán aquel salen estrellas y piesesitos doña María. No ríe río como mi niña. Negrilla tiene alma blanca, alma negra muchos que disen albos, indios roja como piedras fuego.

Y aunque parecía que fueran cosas que le decía sólo a Mariquilla, porque muchas las decía medio cantando, como las nanas, las oían todos, y la tuvieron ya por muy discreta.

Así llegaron a la aldea que llamó el mulero de Sachaca, con afán Sancho de entrar en ella y mercar algo de comer; pero le atajó el hombre:

—Ni se os ocurra. Si hace unas horas se admiraron de las peñas cortadas, se admirarán aún más con lo que viene acaeciendo en este pueblo de tiempo atrás, de antes que llegara a estas tierras don Garcí de Carvajal mandado por el señor Pizarro. Ni todos los clérigos y eclesiásticos de Arequipa han sido capaces de extirpar el daño. Piquen sus caballerías y apuren el paso, y no miren a nadie si les mira, ni vuelvan la cabeza atrás como los llamen, que será su perdición.

Así lo hizo él, que metió los talones a su montura y la puso a un trote vivo, y las otras bestias, por imitar a su capitana, se pusieron al hilo.

Y sólo cuando hubieron dejado atrás la aldea, respiró tranquilo el ermitaño:

—Han de saber vuesas mercedes que aquí —apagó la voz temiendo ser oído—, ciertas noches del año, se reúnen brujas de todos estos pueblos convecinos, y otros que vienen de donde nadie ha vuelto, llevando su cabeza bajo el brazo para que nadie pueda tomarlos por confusión por uno de los vivos. Todas esas cruces que vimos a uno y otro lado del camino se pusieron por estorbar aquellas misas que tienen con sus ídolos, y no hay nadie que de noche se atreva a venir, por temor a salir volando por los aires. La última fue una chola de Yanahuara, distante de aquí dos leguas, que se le echó la noche encima cuando salió por agua al río, y apareció a la mañana siguiente a más de sesentaiséis, contra su voluntad. Y nada hizo la Inquisición, porque la sabían gran devota de Nuestra Señora. Y así, es este Sachaca un lugar maldito.

—Y qué tendrán las sesentaiséis leguas de este reino —dijo Sancho—, que manda rocas que no serían capaces de arrastrar doce bueyes, y lleva a las mujeres volando por los cielos.

—Y esto no es nada —añadió el mulero—. Pueblos hay en estas serranías en los que sólo vive quien ya ha muerto. Y no digo más, por no asustar a las señoras.

Dicho esto, picó su caballería. A medida que se acercaban a la ciudad hallaron más y más acequias y sangrías del río, hechas de piedra labrada, como aquella de la Pólvora, y chozos cada vez más juntos en medio de las chacras y almácigas, y dejando atrás el arrabal que llaman de la Recoleta, se hallaron frente a la ciudad, pequeña, blanca, tranquila, con el gallardo monte Misti dándole un aire triste y pensativo.

—Qué misteriosa es esa montaña, hermano eremita, que parece estar soñando —dijo el bachiller.

—Lima ríe, la sierra llora, Arequipa piensa —respondió aquel hombre que era, además de gran sultán, un pozo de sabiduría y gran filósofo—. Eso que os parece sueño es sólo la gravedad de su noble pensamiento. Ningún otro lugar mereció más ser corte de estas Indias que esta ciudad, pero los envidiosos, que no faltan, la llevaron a la de Los Reyes. Arequipa es, señores, la ciudad de Dios.

Nadie dijo nada a estas palabras, porque no era fácil acertar con ellas, y cruzaron un puente de piedra. Corría abajo el río tumultuoso y bravo sobre un lecho de piedras rollizas y galgas blancas. El puente los llevó rectos a la calle del Puente. En ella vieron muchas tiendas y comercios donde se vendían toda suerte de mercaderías, sacadas a la puerta, pero de ninguna de estas mercancías se holgó tanto Sancho como de cierta bodega de vinos, vinagres y aguardientes, metidos en pipas y cueros, y cuyo solo olor, viniendo en ayunas, a punto estuvo de hacerle perder el sentido y bajarlo de la mula.

—Ah, señores —exclamó Sancho—, ya dije yo que allá donde va un hombre, lleva consigo sus penas y su alegría, y para quitar unas y avivar la otra nada se ha recetado más adecuadamente que el vino. Y cómo me gusta ya esta villa, que aquí me voy a quedar hecho un gerifalte.

Le dijo entonces el ermitaño que eso precisamente significaba el nombre de «Arequipa». Y contó que el inca Mayta Capac había salido a descubrir y poblar, y llegando a aquel valle, y admirados los que venían en su séquito de la belleza del vergel y la dulzura del tiempo, le dijeron que les gustaba mucho, en vista de lo cual el inca Mayta Capac les dijo: «Como os gusta tanto, ea, ariqqêpay», esto es, «quedaos».

—Algo de esto debió de llegar a oídos de Cervantes —dijo entonces Sansón Carrasco—. ¿Recuerdas, Sancho, el papel que nos leyó en Sevilla el doctor Núñez? En él pedía algún oficio en estas partes, y si no trajo a colación Arequipa, debió de ser porque no había entonces en ella ninguno desprovisto, pero que le hablaron de esta ciudad y de la buena vida que aquí se estila lo prueba lo que dijo de Arequipa a su amigo Diego Martínez de Rivera en el Viaje del Parnaso: «Eterna primavera».

—Pues yo sé deciros que a poco que se nos den las cosas como empiezo a barruntar, no sólo he de quedarme yo, sino que mandaré poner una adenda a la carta que escribió el bachiller en Puerto Viejo a mi Teresa encareciéndoles la venida —dijo Sancho.

Celebraron Sansón y Antonia oírselo, pero sobre todo Quiteria, que echaba de menos alguna amiga de su condición, y la mujer de Sancho lo había sido cuando mocitas.

Llegados a un punto se despidió de ellos el ermitaño sin otros requilorios, pues no era aficionado a ellos, tomó sus mulas y se dio la vuelta.

Habían llegado al final de su viaje.

Componían una estampa curiosa, de pie, al lado de sus portamanteos y maletas, cansados, cubiertos del polvo blanco del camino, no muy limpios vestidos, oliendo a unto de ballena, flacos por la fatiga y las hambres, apretados como una piña.

Preguntaron por la casa de don Suero a uno que pasaba, y éste les dijo:

—Ésta.

Les había dejado el ermitaño al pie de ella. No era casa, sino palacio.

Quedaron anonadados.

—Y siendo así como parece, ¿cómo no le dejó algunos socorros en Panamá? Cuánto más regaladas habrían venido mi señora y Marisancha —dijo Sancho.

Tenía la casa un portón de más de doce pies de alto y dos imponentes rejas a cada lado.

Se adelantó entonces Sansón a sacudir la aldaba, un pedazo de hierro del tamaño de un brazo con su puño, y al punto les abrió un indio que apenas se bastaba a mover aquel portón.

En cuanto vio quiénes llamaban, salió corriendo.

—¡Doña Toda, doña Toda! ¡Ya están aquí, llegaron!

Frente a ellos se abría un amplio zaguán, y al fondo un patio con columnas, dentro del cual crecía un laurel más alto que la casa, y lúcumas, molles y papayas, y en corro, un plantel de floripondios, cayenos y saucesillos, cercados de mirto, jazmines y zarzas cultivadas, y el florido pensil de alhelíes, mosquetas y clavellinas.

No se movieron un paso de donde estaban.

En tanto llegaba doña Toda, vino una buena colla de indios e indias, que se quedaban allí parados contemplando su estampa. Lo hacían sin rebozo, a unos pasos, como quien mira el oso de los gitanos, y aquellos manchegos, que habían recorrido tres mil leguas hasta llegar allí, que habían entrado y salido de una cárcel y estado a punto de acabar a manos de huracanes y tifus, piratas y forajidos, se apocaron y apenas eran a esbozar una sonrisa.

Al fin vieron aparecer a una dama más gruesa que delgada, con un rostro de tez morena ancho y risueño como la luna llena.

Venía sacudiéndose con las manos, alborotada, la saya, que era de velludo verde, rematada con una cinta de tafetán carmesí. Traía también un corpillo de paño de Flandes con los botones de filigrana y plata, y una camisa tan blanca y planchada que parecía labrada de pura nieve, sin cuello, abierta, dejando al aire una pechuga generosa bendecida por una cruz de esmeraldas montadas en oro, y, al uso de aquellas partes, sin toca, con los cabellos canos y una flor campanuda sobre la oreja.

Y qué modo de recibirlos, qué algazara, qué aleos y alborozos en doña Toda.

—¿Y cómo se están aquí parados! ¡Entren vuesas mercedes, entren!

No hacía doña Toda sino reír y llorar, todo a un punto, y dar gracias al cielo y palmear y ponerse las manos en la cara y volver a palmear. Y no sabía a quién abrazar primero, y hubiera estrechado a todos al tiempo si le dieran los brazos.

El no verlo allí le hizo preguntar a Sansón por la salud del tío.

—¿Y cómo ha de tenerla? Dios sea alabado, que le dio la fuerza de un toro y un león juntos, y no le falta muela ni diente. Y corre más que un gamo, que aún no me he hecho yo a sujetarle aquí, y hace tres semanas está en la ciudad de Los Reyes, a sus negocios. Pero descuiden vuesas mercedes, que hoy mismo mando a quien le diga que ya han llegado, y él volverá en dos pasos.

—¡Y yo que venía con un jarro de agua por dárselo en su lecho de muerte...! —dijo asombrado Sansón.

—Lo dijo —replicó la jovial doña Toda— para persuadirle de la venida, sobrino, pues allá se están las gentes con un gran pasmo, sin pensar ni creer todo lo bueno que sucede en estas tierras, y para quitarle el temor de pasar el mar. Y si no declaró que era rico, fue por ver que hacían vuesas mercedes el viaje movidos por caridad, no por codicia.

Mandó luego a una criada que parecía su dueña les trajera a los viajeros un refresco, y aguamaniles, y frutas, y a otros los mandaba a los aposentos donde quedarían, y a ellos les preguntaba por el viaje y por los parientes y por lo que les parecía la tierra, que se diría quería saberlo todo en un punto.

Era doña Toda toda una dama de porte y redonda de carnes lo mismo que de humor llano, y parecía el mismo sol por donde entraba, o, como saltaba a la vista, un pedazo de dorado mazapán.

Se llevaron los criados lo que quedaba del matalotaje, y pasaron los viajeros a la sala, y apenas llevaban unos minutos en el estrado, cuando oyeron los porrazos en la puerta.

—¡Es él! —exclamó doña Toda.

Nadie, añadió, sino él, llamaba de esa manera; y vino a la carrera un indio a anunciar lo que doña Toda ya sabía.

Se admiraron y comprendieron los forasteros a qué se refería el ermitaño con las cosas extraordinarias que sucedían en aquellas partes donde todos salían volando en cuanto se les dejaba, y quién sabe si flechado por los aires había venido también don Suero desde Los Reyes en cuanto le silbaron los oídos.

Si la alegría de doña Toda al verlos fue desbordante, la de don Suero no puede ponderarse.

Era un caballero de más de setenta años, y alto de dos varas largas, lo que hacía que en aquella ciudad sólo estuvieran a su altura el Misti, el Chachani y el Pichu-Pichu. Sus modales eran distinguidos sin llegar a notarse, y se preciaba de descabalgar aún pasando la pierna contraria por el arnés. Tenía los ojos un algo grandes y saltones, la risa franca y todos sus dientes, blancos, sanos y fuertes, tal y como había dicho su esposa. Vestía ropas sencillas, calzas enteras de paño oscuro y coleto sin joya ni cadena. El cuello encarrujado de la camisa, una moda de otros tiempos, revelaba que no era caballero que se preocupase de seguirla.

Las mismas cosas que oyeron de doña Toda las desgranó don Suero, y no hacía o decía cosa que no fuera en beneficio de sus huéspedes, y todo en medio de sus risas y aspavientos, hasta notar en su cesto a Mariquilla. Se acercó a ella, la vio rizar su boquita, y rompió el anciano en un llanto grandísimo, que no tenía nada de triste, pese a lo cual necesitó doña Toda calmárselo, como se calma el de los niños, mientras daba gracias a Dios una y mil veces de haberle permitido conocer ese día.

Y Antonia y Sansón, Quiteria, Sancho y la negrilla tuvieron desde ese mismo instante a don Suero por el ser más seráfico que podía pensarse, y a doña Toda por un dechado de bondad.

Se repuso don Suero, secó sus lágrimas y ordenó a uno de los criados que trajera los presentes para doña Toda, mercados en Los Reyes. Vino el criado al momento con los tres últimos libros que habían llegado de Sevilla y una caja de cigarros, pues era doña Toda gran lectora de novelas y los días de fiesta tomadora de tabaco en humo. De todo ello recibió muchísimo contento, y pidió licencia a su esposo para mostrar ella también los presentes con que tenía pensado agasajar a Antonia. Se la dio don Suero, y le ordenó doña Toda a su dueña que le trajera de donde ella sabía lo que ya sabía.

La dueña, india y anciana, esbozó una atenuada humillación de cabeza sin romper la majestad de su compostura, y desapareció.

—Aquí donde la ven vuesas mercedes —informó doña Toda a los recién llegados con harto orgullo— a esta que llamamos doña Justa, la dicen también Mama Huaca, y es nieta de príncipes, y todas las demás indias de la casa la respetan como a señora muy principal. Es tal su linaje, que ninguno de los nuestros es a desatarle las correas de sus sandalias. Y les digo esto ahora porque sepan vuesas mercedes que en estas partes quienes sirven no siempre son siervos, sino a veces altezas muy grandes, y como a tales hay que mandarlos, porque en esto de mandar ha de ponerse siempre mucho respeto.

Volvió al rato la Mama Huaca con dos indiecitos de la mano, de unos nueve o diez años, vestidos con follados de dos colores y calzas verdes, y uno con su coleto amarillo, y el otro, rojo, y hasta gorras en las que no faltaban plumas de todas las aves del Perú.

—Aquí tenéis, Antonia, a Blasillo y a Martín —dijo doña Toda, al tiempo que Mama Huaca, sin despegar los labios risueños, dio un empujoncito a los pajes para que se colocaran al lado de su nueva señora.

No supo Antonia cómo agradecer aquella merced, pero dijo que con Guiomar estaba servida. Lloraron los garzones, viendo que habían de quitarles las libreas, pero dijo doña Toda que nadie se las quitara, y se quedaron en la casa.

Mandó luego don Suero venir a un sastre que cosiera vestidos nuevos para todos, acordes a su estado, y no permitió en días que Sansón se metiera en trabajos, sino que se dio con él y Sancho a pasear las calles y a mostrárselas y a presentarles a todos los vecinos, orgulloso de aquella llegada que él tenía por grandísima merced.

Corrió por la ciudad la noticia de la venida de los parientes de don Suero, y pronto se supo quiénes eran, porque hasta allí habían llegado noticias de las aventuras de don Quijote. Incluso doña Toda, que hasta entonces no tenía la más remota idea de que la aldea del sobrino de su esposo fuese también la de don Quijote, ya había leído la primera parte, pues don Suero la había llevado a Lima el año siete a las fiestas del marqués de Montes Claros, donde éste, vestido de don Quijote, corrió la anilla. Al conocer ahora el parentesco, ni que decir tiene que se apresuró a leer la segunda en el libro que venía con Sancho.

Un mes después seguía don Suero sin hablar a su sobrino de trabajos, por tenerlo contento. De Sancho puede decirse que tanto don Suero como doña Toda le cobraron tal afición, que buscaban cualquier excusa para tenerlo cerca, y uno y otro le confiaban toda suerte de mandados, correos y encomiendas, que no había tenido Sancho otro trabajo más placentero en su vida ni mejor pagado, pues fijó don Suero su mesada, o más bien dádiva, en treinta ducados. En cuanto al ama Quiteria, a quien le asignaron quince, dejaron que se instalara en los fogones a sus anchas, y, en fin, la negrilla se perdió en el enjambre de criados y sirvientes que entraban y salían de aquella casa a todas horas. De Antonia sólo cabe decir que nunca pensó llegar a ser tan dichosa, y no vivía sino para hacer dichoso a su Sansón.

Cualquiera que no fuese el bachiller habría encontrado en casa de don Suero más de lo que había soñado. ¿De dónde le venía aquella extraña desazón, qué extrañas y secretas melancolías le azotaban cuando más obligado estaba a sus señores tíos, a su esposa, a los criados que había arrastrado hasta aquellos confines?