Durmió esa noche el bachiller en el pajar, como tenía concertado, y poco antes de amanecer se levantó con la determinación de llevar consigo de vuelta a Quiteria, con su consentimiento o sin él, por la fuerza o de buen grado, y para ello lo fió todo de su ingenio y de las trazas que se daba para desencadenar en un momento los sucesos.
Encontró sin embargo ya levantada a Quiteria. Le esperaba, lavada su cara y con la borriquilla lista, en el mismo patio de la venta, sentada en un poyo, aguardando que el bachiller la tornara a su lugar. Se había despedido del ventero y de su mujer, que lamentaban perder tan buena borrica y tan bien mandada criada, intrigados tanto por la causa de aquella marcha precipitada, que no quiso referirles, como de su misteriosa y nunca aclarada venida.
—Lo he pensado mejor, señor Sansón —le dijo el ama—. No es ésta vida para una mujer como yo, acostumbrada a gobernarse sola. Si en aquella casa hubo un loco, lo hubo genuino. Por aquí se pasan cada día lo menos diez, y todos falsos. Y esto no ha hecho más que empezar. Si yo contara lo que he visto estos meses. Me quejaba de mi pobre señor Quijano. Éstos hacen de él un Salomón. Lléveme, y disponga el cielo que todos esos encarecimientos de Antonia sean ciertos. Yo la quiero como de mi propia sangre, y no podría ser de otro modo sabiéndola además de la de mi amo. Cuando me ordene, yo estoy lista.
Al rato fueron despertándose los huéspedes y la venta se alborotó con las voces de los que se aprestaban a irse.
Mandó el bachiller a Quiteria que le esperase y buscó a don Álvaro de Tarfe, y lo halló vestido de camino y esperando que sus criados le enjaezaran su caballo. Durante la noche, y después de meditarlo, había determinado hablar con él. Quizá esto es lo que a don Quijote le hubiera gustado que se hiciese, se dijo. Se lo llevó a un rincón del patio, y a solas, le habló con reserva:
—Amigo don Álvaro, la vida ha querido ponerle a vuesa merced en dos historias, una buena y otra mala. En una figuráis con un don Quijote falso, pero la suerte quiso que el verdadero os desengañara. No todos conocen la fortuna de tener a mano los dos extremos donde elegir ni dos caminos para desestimar uno. Y la vida es posible que quiera haceros aún parte principal de otra historia más, de la que aún queda por ir a las prensas, mezcla de la buena y la mala, porque todos hemos visto que ni el mal es puro ni lo es el bien, y no hay bien que no tenga un poco de mal, y un mal, otro poco de bien, ni libro tan malo que no contenga algo bueno. No sé quién será el don Quijote que don Santiago dijo encontrar en La Almunia de doña Godina. Podrá ser el que vos conocisteis primero, falso y ordinario, o tal vez otro. No me fío de ese hombre, no me gustó su catadura, esa bizquera y el chirlo sobre la ceja. Las malas imitaciones, y aun las buenas, son mucho más fáciles de obtener que los originales, y un monigote es harto más sencillo de fabricar que un retrato verdadero, de ahí que don Quijote sólo haya habido uno, y a partir de ahora nos vamos a tener que ir acostumbrando a ver una legión de ellos. Y si las de don Quijote el bueno fueron locuras, suyas fueron. Cierto que también la locura suele ser una verdad a medias, y que más fácil es vivir de medias verdades que de una sola entera. Pero la locura de nuestro don Quijote era tan genuinamente suya, tan propia, tan fundamentada, tan razonable y comprensible, tan decantada, que no podemos tomarla como una media verdad, sino como la entera verdad que le llevó a querer armonizar el mundo, amparando a los débiles y sometiendo los desmanes de los poderosos gigantes, follones y malandrines. Y si es una locura arremeter contra unos molinos de viento, no lo es la razón que le movió a ello. Quiero decir, que la parte de locura de su hazaña es como todas las locuras, pero no la parte de razón, que es solo suya, genuina y respetable. Otra cosa es toda aquella injusticia que su afán de justicia iba sembrando por donde iba, aquel defender a quien se azotaba injustamente y a quien, como consecuencia de su defensa, se le redoblaba el castigo, redoblando con ello la injusticia que ya reinaba en el mundo antes que don Quijote interviniera. Y eso fue lo que me llevó a mí a intervenir en su vida, como os voy a contar. Así pues, yo le diría al falso Quijote que vos redujisteis en la Casa del Nuncio en Toledo, o al que por la plana de La Almunia propala la confusión, que no bastan locuras para ser don Quijote, como no bastan refranes y gracias para ser Sancho. A don Quijote le movía su buen corazón y su tristeza, sus ansias de no morir y de llevar esta vida allá donde partiera después de la muerte, así como traer algo de eternidad y de alegría a este mundo nuestro, tan triste, tan pequeño, tan breve. Fue un loco, pero si alguna vez se le recuerda en los tiempos venideros no será por haber embestido a unos carneros o haberse aspado en unos molinos, sino por haberlo hecho creyendo que no lo eran, y sí muy principales enemigos del hombre y de la razón, y sabiendo que no podría vencerlos. En cuanto a Sancho cabe decir que hasta el rabo todo es toro, por usar uno de sus refranes, y aún está él para contarnos lo que crea oportuno, porque no creo que sea hoy Sancho el mismo que era cuando empezó sirviendo a su amo. En fin, don Álvaro, no quiero deciros más. Si don Quijote luchó contra toda evidencia, haced lo propio ahora y no creáis que rompiera su promesa de no salir al campo, como así llevaba propósito de hacerlo, si no fuese que la muerte le tomó por la mano. No sólo no la rompió, sino que se rompió él por la mitad la vida, muriéndose. Don Quijote ha muerto, y muerto sigue, enterrado en su lugar, que es el mío. Recordad mi nombre y buscad la segunda parte de esa historia, que no dudo habrá visto ya la luz, puesto que el falso don Quijote de La Almunia va propagando aventuras de las cuales sólo ha podido tener conocimiento por ella, y para mí tengo que este de La Almunia debe de ser otro que el que vos encerrasteis en la Casa del Nuncio, porque aquél era desamorado y éste, por lo que se ve, es partidario de las cartas misivas y las estrofas líricas. Y no olvidéis mi nombre, Sansón Carrasco, que iba para clérigo y no sabe todavía a ciencia cierta en qué se empleará su lego talento. Si, como me imagino, esa segunda parte está llevada a término con la misma escrupulosidad que la primera, en sus páginas me veréis, pues sabed que fui yo quien venció a don Quijote en las playas de Barcelona, y si Dios nos la da larga, acaso alcancéis a la tercera parte, que yo mismo he de escribir, haciendo la crónica de todos estos sucesos algún día, porque nadie tiene la última palabra de nada ni pueden dos hombres mirar las mismas cosas de la misma manera.
Don Álvaro de Tarfe estuvo muy atento a todo lo que el bachiller le contaba, y si al principio pensó que no era más que otro de los muchos locos que habían empezado a llenar los caminos reales de la Mancha, buscándole los pasos como Jasón el vellocino, quiso hacer prueba de ello, y conociendo de labios de don Quijote el nombre del enemigo que le venció en Barcelona, le preguntó ese detalle, y el bachiller le respondió:
—Allí lo vencí llamándome el Caballero de la Blanca Luna. Pero no dejéis de leer esa segunda parte, que ya, como sospecho, ha de andar corriendo por el mundo, porque en ella ha de venir también sin duda el relato de la vez que intenté, con el nombre del Caballero de los Espejos, vencerlo y traerlo derrotado a nuestro lugar. Pero entonces don Quijote venció al Caballero de los Espejos en una lid si no del todo justa, sí honrosa y limpia. Me encontró, me embistió en un mal trance, su lanza me topó con desorbitada furia, volé sobre las ancas de mi caballo y di tan descomunal costalada que me creí muerto. Me levantó la celada y halló el rostro de su amigo Sansón Carrasco, que era yo, de lo que se maravilló lo indecible. Por embromarle le había dicho la noche anterior que ya había vencido en otra ocasión a don Quijote de la Mancha, lo que él, con muy buen juicio y mejor memoria, negó en toda regla, advirtiéndome que a quien acaso yo creí haber vencido era a alguien que teniendo su efigie, fuera, encantado, alguno de sus enemigos, que con el único propósito de malbaratar su fama se dejaba vencer por el primero que pasaba. Y ya estaba dispuesto a traspasarme con la punta de la lanza la garganta cuando mi escudero, vecino del lugar también y compadre del suyo, acudió corriendo para desengañarlo del crimen que iba a cometer, dando en creer que yo sería uno de esos enemigos y encantadores, que pasándose por mí, había querido vencerle. Me perdonó la vida, me hizo jurar que marcharía a presencia de Dulcinea para declarar mi vencimiento a manos de su amador, y me dejó libre con dos costillas rotas y la vergüenza de ser vencido.
Ya habían venido los criados de don Álvaro a decirle que su caballo estaba listo y pagado el ventero, y que sólo le aguardaban a él para partir, pero no quiso hacerlo el caballero granadino sin despedirse encarecidamente de Sansón Carrasco.
—No se me olvidará vuestro nombre y buscaré donde pueda, a la primera ocasión, ese libro. Y ya sólo quiero saber cuatro cosas, brevemente, si gustáis decirlas. ¿De qué, cómo y cuándo murió don Quijote? ¿Y cuál es el nombre de la aldea, por si algún día quiero presentarme en ella para dar los pésames a su sobrina y al ama, y conocer de paso a tantos y buenos amigos como tuvo?
—Murió de melancolía, porque los médicos no le hallaron ningún mal que le acabara; sabed el cómo también, que fue recobrando su cordura, muriendo cristianamente y confortando a su familia y sus amigos, animando a unos y consolando a todos, y el cuándo fue hace tres meses, y allí quedó enterrado en nuestro pueblo. Y para declararos el lugar, os pediré que, mirando el número de locos que allí irían en jubileo antes de que nos diéramos cuenta, debéis jurarme no revelar su nombre a nadie en todos los días de vuestra vida.
Sacudió don Álvaro de Tarfe su cabeza, dándole a entender que lo diese por jurado, y allí le dijo el nombre Sansón Carrasco.
—Si alguna vez queréis pasar a hacernos una visita, tendré harto gusto en acompañaros y presentaros a quienes compartieron vida y muerte con el gran caballero. Pero no olvidéis que el nombre de nuestro lugar es hoy mayor secreto que el del Santo Grial, porque depende de ello nuestro sosiego y el no acabar como acabara don Quijote. Y quiero deciros también, para que os asombréis un poco de cómo la vida se encarga de escribir nuestra historia sin esfuerzo, mejor que en la más pintiparada novela, que esa mujer que ahí me espera sentada en el poyo, y que ayer os sirvió la cena, es Quiteria Romero, que fue ama de don Quijote y la persona que tal vez mejor le conociera. Algún día, si pasáis por el pueblo, os contaré su historia, si es que no la leéis antes en cualquiera de los muchos libros que ya estarán ahora imprimiéndose en el mundo con la de don Quijote, en la que por fuerza saldrá entera o a pedazos, como parte principal de ella o como fleco.
No tenía don Álvaro tiempo para quedarse allí sabiendo lo que quizá se supiera a su tiempo, abrazó al bachiller dándole las gracias por tales confidencias, montó en su caballo y celebró que, como había dicho su nuevo amigo, la vida le hubiese compensado poniéndole un día a don Quijote el bueno en su camino.
Se salieron de la venta juntos, los del Tarfe tiraron para Granada, y Sansón y Quiteria hacia su pueblo. Y así, sin más detalles dignos de mención, llegaron a él cuando el cielo tenía ya más de noche que de día, y en el horizonte no quedaban sino brasas nimbadas de un amarillo claro. La visión de los tejados del lugar, entrando en él, arrancó del ama, de fácil y placentero llanto, nuevas y silenciosas lágrimas, que llevaron al bachiller a consolarla.
—No seas una chiquilla, Quiteria. Has hecho el viaje llorando. Deja de llorar, porque éste es un día feliz. Piensa en lo que sería de ti por esos mundos. Aquí tienes todo lo que Dios ha querido darte, poco o mucho. Techo, comida, bebida, amigos, ropa limpia y labor en la que ocuparte, y cerca de aquí la que es, para bien o para mal, tu familia. No tienes otra ni ibas a encontrar otra. Deja que los quijotes del mundo lo busquen donde no está, y tú, quédate donde sabes de cierto que estuvo, y donde te van a querer. ¿Qué ibas a encontrar fuera que no tuvieras ya aquí, centuplicado y mejorado? Tú ya has encontrado lo que ahora tantos buscan por ahí peregrinos y descaminados.
Quiteria no decía nada y le dejaba hablar, gustosa de oír lo que quería oír. Pero su corazón le hacía otras preguntas, que ella enterraba como en ceniza, tanto le quemaban las entrañas. ¿Cómo iba a recibirle la niña Antonia? ¿La trataría en adelante como la trataba antes, o peor, a causa de aquella huida? ¿Desabrida, áspera, cardosa? Todos iban a querer saber por qué había huido. ¿Les diría la causa verdadera? ¿Iba a poder confesarles que una vez muerto su don Quijote no la retenía nada en aquella casa? ¿Y que saber que ya nunca vería en ella al que había sido su sol, la había enloquecido de dolor? «Ay —pensaba Quiteria—, si llegase a saberse que la desgarbada, la altaricona, la poco hermosa Quiteria llevaba enamorada de mi señor Quijano media vida.» La de chacotas que sufriría, las cencerradas que se armarían debajo de su ventana, las risas que movería, las chuflas que los muchachos artillarían a su paso. No iba a poder salir de casa: «Ahí va —dirían— la loca Quiteria, más loca que el loco de su señor». ¿En qué pensaba cuando dejó entrarse esos amores? ¿Y cómo iba una mujer recatada y honesta a descubrirles su dolorido sentir?
Encontraron la casa del hidalgo reposada y el portalón cerrado. Llamó Sansón Carrasco y esperaba Quiteria muy agitada la aparición de su ama. Tardó Cebadón un rato en abrir y no supo qué decir al ama ni cómo conducirse con ella, pero aún tuvo tiempo de mirar mal al bachiller, al tiempo que llevó a Rocinante y a la borrica a la cuadra. Al momento apareció Antonia en el patio, y corrió a abrazar a Quiteria, pero antes de que las dos mujeres llegaran a tocarse, ya lloraban, y llorando siguieron abrazadas un buen rato.
Y aquel llanto inaudito de Antonia lo tuvo Quiteria por un buen augurio, mientras miraba a Sansón, arrepentida sin duda de los pésimos conceptos en que tenía la víspera a Antonia, y como si le estuviera pidiendo: «Todo lo que le dije ayer a vuesa merced de esta niña, olvidadlo; fue un repente».
—Bien, señoras —dijo un Sansón Carrasco bien humorado, que trató de apaciguar las emociones—, sosiéguense, y miren de preparar algo de cena, aunque sea fiambre, que vengo hambriento, y en mi casa ya no habrá nadie levantado.
A ello se aprestó Antonia, que no consintió que Quiteria se levantara y la ayudara, porque tenía ella ese gusto en servirla. Se admiró tanto el ama con aquel cambio, que ni siquiera se atrevió a protestar. ¡Ser servida ella por Antonia! ¿Cuándo se había visto? Sólo después de un rato de ver trajinar a la muchacha en la cocina, se levantó Quiteria, y llorando y riendo al mismo tiempo, que no se sabía si quería llorar o si quería reír, obligó a Antonia a sentarse con el bachiller, mientras ella experimentaba el placer de volver a encontrar en su sitio cada uno de los platos, vasos, cubiertos y cazuelas que tan familiares le habían sido durante los últimos veintisiete años.
Cenaron los viajeros unas tajadas de abadejo frías y dos rajas de queso, después de lo cual dejó a las dos mujeres solas con una noche por delante que se presentaba larga en confidencias, y se fue a lo suyo.
Volvió la casa a reposarse, dormían las bestias y el ganado en establos y caballerizas, fermentaba el mosto en las tinajas, se secaban el orégano y muchas otras alcamonias montunas en unos ramitos que alguien había suspendido bocabajo de una viga, y los gallos y los perros respetaban el sueño de las cosas muertas.
—Déjeme vuesa merced que le cuente —empezó diciendo Quiteria.
Estaba frente a ella Antonia y tomaba sus manos como cuando era niña, aquellas manos descomunales entre las cuales desaparecían las suyas.
Habían acercado dos sillitas de costillas junto al fuego de la chimenea. Ardían dos tueros de encina con llama difícil y me nuda. No había alrededor ceniza. Todo en aquel hogar estaba limpio, barrido, fregoteado. Decía mucho aquel fuego de las economías estrictas de la casa. Fue Antonia a buscar una capellina de lana y se la echó sobre los hombros al ama. Mientras lo hacía, la mano de Quiteria, áspera, maltratada por tantos años de lejías, trébedes y penalidades, buscó la de su querida niña.
—Todavía me acuerdo cuando tu tío y yo fuimos a buscarte a Madrid. No eras más grande que un gazapo. Y has crecido tan deprisa que me cuesta creer que ya seas una mujer. Tú y yo nunca hemos hablado de nuestras cosas. Me heriste con tu despego. ¿Por qué nunca me has querido, Antonia? ¿Qué culpa tengo de no ser tu madre? ¿Qué culpa tuvo el señor Quijano de no haber sido tu padre don Felipe?
Hizo un gesto de protesta Antonia y quiso hablar, pero no la dejó continuar el ama.
—Yo era en realidad la que estaba herida de muerte, la que sufría, la que me moría cada día. Mientras tu tío vivió, incluso en estos dos últimos años de su locura andante, me decía, «Quiteria, ¿qué más me da que no sea tuyo, si como tuyo lo tienes, y lo ves cuanto quieres y hablas con él como no hablaría nadie?». Porque has de saber que desde el primer momento en que lo vi, cuando tenía yo catorce años, se me prendó el corazón con un amor que no ha hecho sino subir de punto desde entonces, hasta que al fin bajó él al sepulcro, y no morirá ese amor sino conmigo, cuando al sepulcro baje yo. Todo lo hallaba yo bueno en él, la apostura, ese reposo al andar, el pensar en aquello que decía, y toda su ciencia. Que fuera, al principio tan callado, tan soñador, siempre en su estudio, sentado delante de la mesa, apoyada la mejilla en la mano, soñando con los ojos abiertos. Y como era una niña, le veía como un príncipe, y yo me creía una princesa, hija de señor muy principal, del rey incluso, que me había llevado a casa de unos labradores para mantener el secreto de mi nacimiento. ¡Las cosas que piensan las chiquillas! Me decía, cualquier día veremos aparecer en el pueblo una carroza, y será mi señor padre y les dirá a todos, esta Quiteria es hija mía. Y así el señor Alonso podrá casarse conmigo. Pero bajaba de mi nube avergonzada, y me decía que era eso soñar lo imposible. En todos los años en que he estado en esta casa ni un solo acto ni una sola palabra se salió de los límites del decoro y de la honestidad, ni por su parte ni por la mía. Yo, porque he sido siempre muy vergonzosa, y él, por estarse embebecido en sus libros a todas horas, y porque quién se iba a enamorar de la pobre Quiteria, y porque al final le dio por decir al muy tonto que se había enamorado de una princesa del Toboso. Eso sí que fue una gran majadería, pues hasta donde yo sé él debió de enamorarse de ésa de oídas. Los míos por él eran, sin embargo, amores muy de veras y muy reales, que me mataban, y al mismo tiempo me daban la vida. Dicen que después de que van enfriándosenos los huesos en el cuerpo, va desapareciendo el amor, pero yo debo de ser la excepción a esa regla, porque cuanto más tiempo pasaba, más parecía quererle yo. No aspiraba a cautivarle, porque si cuando era joven no logré nunca que pusiera en mí los ojos ni me viera como otra cosa que el ama que le llevaba la casa, de talluda no iba a conseguirlo. Me acostumbré a esa vida. Para mí él era la razón de todo lo que yo hacía, le regalaba cuanto estaba en mi mano, lo llevaba limpio como una patena, cuidaba de su ropa como de un tesoro y aunque no fuese de mucho plato, siempre guisé como sé que le gustaba. Hasta los libros se los limpiaba al principio para que no se los comiera el polvo. Pero la locura se le metió un día en la cabeza. Yo imagino que la locura tiene que ser como un potro en la mollera, y allí le coceó los sesos a su antojo, hasta dejárselos picaditos como gazpachos. ¿Y qué me importaba a mí? Cuando murió, creí que me volvía loca de dolor, porque se me iba en un punto mi amo y dueño. Y si al menos hubiera tenido a alguien a quien contarle todo eso. Ni siquiera la confesión. Imagínate qué vergüenza decírselo a don Pedro, que venía todos los días por casa. Si no lo cuento, reventaré, decía. Pero ¿a quién? ¿A ti? Nunca me has visto con buenos ojos, por más que yo he tratado de ser tu amiga. Jamás consentiste que fuera tu madre. Cómo me hubiera gustado que me hubieras visto como una madre. Y al fin murió mi buen Alonso. Descansó él, pero me metió en el cuerpo yo no sé qué desasosiego, que me trae enferma. Pensé que acabaría resignándome a esa muerte y sobreponiéndome, pero los días se me hacían más y más largos. ¡Qué suplicio! Y entonces fui a Hontoria. Allí todos me parecieron extraños y sin porqué di en imaginar que si me alejaba de aquí, acabaría por olvidarme de la causa de mi tormento. Pero cuanto más huía, más cerca parecía estar con el pensamiento en esta casa, y más a tu lado y al de todos los recuerdos que aquí se quedaban. He ahí todo mi secreto. Tú, y tengo que decírtelo, si vamos a vivir juntas, no has sido buena conmigo ni lo has sido contigo. Quiero pensar que tampoco fue culpa tuya, sino que en estas cosas de los quereres el corazón anda suelto como un perro, al sol que más calienta. Pero también te digo que la razón de mi huida no fuiste tú, sino él, y que él había muerto, y no lleves mal que una tan pobre mujer soñara con alcanzar una prenda tan imposible como su hidalguía, pero ya me has oído que el amor es como un pobre perro que va buscando un amo, sin pensar si le conviene o no.
Se quedó Antonia suspendida, y tanto como la naturaleza de aquella revelación le admiraba que hubiera podido mantenerla el ama en secreto tantos años, sin que nadie advirtiera nada. Y aunque ella sabía todo lo que quería Quiteria a su tío, y de ello habían hablado una vez después de muerto él, pensaba que era de otro modo muy distinto aquel amor.
—Me dejas, Quiteria, de una pieza, como se dice. Válgame Dios, si yo ni nadie en este pueblo hubiera podido adivinar nada de lo que estás contando. Y quiero decirte una cosa: ojalá mi tío hubiera sabido corresponder a tus sentimientos, porque de haber sido así, lo tendríamos ahora vivo entre nosotros, lirondo y cuidando de sus hijos, porque eres buena y a cualquier hombre le convendrías. Sé muy bien de qué hablas cuando dices que el corazón de una mujer es un perro que va buscando amo, y que a menudo, después de hallarlo, cuando es tarde, cae en la cuenta de que no le conviene. Espera a oírme y compara mi pena con la tuya, y a lo mejor me compadeces luego, pues por lo que veo, voy yo a recorrer, uno por uno, tus mismos pasos, sólo que a ti te cupo el consuelo de poner los ojos en quien te superaba mucho y yo en quien siendo mi igual podría corresponderme si quisiera, y no lo hace, y si a mi tío tú te hubieras atrevido a abrirle tu corazón y mi tío te hubiera rechazado, no habrías visto en ello desdén o un alma empedernida, sino los buenos usos que rigen nuestra república, que dice que si quieres bien casar, casa con tu igual, y ni hidalga con villano, ni villana con hidalgo.
Iba a decirle Quiteria que andaba muy confundida en eso de los casamientos, ya que ejemplos de bodas desiguales los había por todas partes, y felicísimos, y seguiría habiéndolos le pesare lo que le pesare a la república y al refranero, y que en lo otro, en lo de haberse declarado a su tío, iba errada también porque se había declarado a él cierto día, no hacía ni dos años, y don Quijote la rechazó muy caritativamente. Pero consideró Quiteria que quizá en otra ocasión acabaría de revelarle a Antonia toda la verdad de su triste caso, porque ni los secretos están hechos para revelarse todos de una sentada ni los caminos de la reconciliación han de hacerse de una galopada, sino al paso, y dejó que la muchacha continuara con lo que estaba diciendo:
—Ay, qué desdichada soy, Quiteria, y cómo agradeceré que hayas vuelto y pueda enseñarte mi corazón, que si no le da el aire, se me va a pudrir en su retrete. Tú tuviste la mala fortuna de ir a enamorarte de quien te excedía en linaje, y yo la de hacerlo de quien siendo mi igual me rechazaría también, si por casualidad un día llegara a sus oídos lo que siento por él.
—No es justo que te compares conmigo, Antoñita. Eres joven, eres tan hermosa que por aquí pasan en procesión todos los mozos del pueblo para verte. Podrás elegir donde quieras. Eres hija de quien eres y sobrina de quien acaso esté llamado a ser el más famoso hijo de este pueblo por las cosas que he visto estos dos meses, estás sana y tienes ahora, para ti sola, sin que nadie mande en ella, una buena hacienda.
—Ay, no, Quiteria, no digas que buena, porque no sabes tú cómo anda eso.
Y en pocas palabras le contó cómo estaba ya todo en manos del señor De Mal, quien esperaba un sí en la iglesia para sacarlas de pobres.
—¿Y has pensado qué hará? —preguntó Quiteria.
—Son cosas esas que no hay que pensar. Pero me temo que o cedo yo o no va a ceder él, y se quedará con todo.
—No me asustes, Antonia.
—De menos nos hizo Dios y menos aún traje yo a esta casa, y aquí me ves, que no me he muerto. Y sigue con lo que estabas contando, Quiteria, que te he cortado el hilo.
Pero inopinadamente para quien no tenía costumbre de malgastar sus lágrimas, Antonia rompió en un profundísimo llanto, incontenible y angustioso.
—A ti te ha pasado algo —dijo alarmadísima el ama.
Incapaz de articular una sola palabra, sollozó Antonia, negando y afirmando al mismo tiempo con la cabeza, sin que se supiera qué le hacía llorar, el sí o el no, lo que sucedió con Cebadón, sin haber sucedido nunca, o lo que no sucediendo con Sansón Carrasco, tendría que haber sucedido.
—Espera, ama, que todo irá saliendo poco a poco —pudo decir al fin la muchacha.
Le costaba recobrar el resuello a Antonia, y en vista de ello siguió hablando el ama.
—Te decía que en el pueblo hay mozos que te convienen, escoge, tú que puedes. Ahí sin más tienes al bachiller, que me ha dicho que ahorca su sotana. Es bueno y discreto. Lo he visto en este viaje. Él te conviene.
—Ay, Quiteria —y sofocó un grito, alarmada, Antonia—. ¿Eres adivina? ¿Te ha dicho algo él, te ha pedido, te ha sonsacado, te confesó secretos? Por Dios que me lo digas, que me va la vida en ello.
—¿Es el bachiller Sansón entonces?
—Cada vez que oigo su nombre me siento morir. ¿Qué tiene que no tengan otros? Quiteria, ¿en qué es Sansón distinto a un Pedro, a un Tirso, a un Julián, a un Roque? ¿Que tienen las letras que forman el nombre de Sansón en ese orden, que no tengan los otros? ¿Por qué me suenan a flautas y chirumbelas? ¿Qué tiene que si lo oigo en sueños me despierto sobresaltada y cuando estoy despierta me llama al sueño y al sonsueño? Ese nombre es la dulce playa para un náufrago, la aurora del enfermo que ha penado de noche, la luz lejana del caminante que va descaminado, el alivio del triste, la fuente del sediento, el rosal del ermitaño, la sonrisa del niño para la soledad del viejo y el bálsamo para el herido, y todas esas cosas juntas. No entiendo cómo la gente lo trae a los labios, y no desfallece como me pasa a mí. Para mí ese nombre es la puerta del Paraíso, es un jardín cerrado, es todo un coro de ángeles, arcángeles, potestades y dominaciones. ¿Cómo es posible que al oírlo las nieblas no se disipen, y se amansen las fieras de los montes, y amanezca escampado y rían los torrentes entre los lirios? Es esa S la voluta del pebetero donde se quema la mirra de los deseos, y en la A me figuro la escala que yo le arrojaría desde mi aposento, como hizo la infeliz Melibea. Por él me mataría, por él, si me lo diera, bebería todos los venenos de la tierra. No habría secreto en mi corazón que no se abriese con la ganzúa de su N ni cepos y grilletes que yo llevara con más gusto si él me los pusiere con aquella S segunda que lleva. Y en su O me miro yo como si hablase a un pozo, por ver si me responde el eco cuando allá a lo hondo lanzo mis voces preguntando si me amará algún día. Y cuando al fin llego a esa N última, me desespero toda porque leo en ella, como en víscera de un ánade, el funesto presagio de los Noes que responden a gritos. Sansón, Sansón, Sansón, ay triste son de dulce son, qué dulce sonecito, y no me cansaría nunca de decir tal nombre a falta de otra medicina, y así lo tomo, como sello de boticario. Lo haría publicar en pliegos, porque el mundo viese lo hermoso de su fábrica, y lo sembraría a todo viento como el sutil vilano para que llevase la noticia desde el trópico al húmedo y sombrío Septentrión. Quiteria, qué desdichada soy. Quiteria, quiero morirme.
—¡Ay, Dios mío, Antonia! Que me ha parecido estar oyendo a tu tío, que en paz descanse. Que se levantaba lo mismo que tú cuando hablaba de esas cosas. ¿Y cómo habláis de la misma manera, que parece que le estoy oyendo a él! ¿Quién te ha enseñado a decir estos dechados, cuando nunca quisiste tomar sus lecciones? No entiendo de letras y no sé leer, pero qué primores tan boniticos, Antonia, pero qué miedo me da que en ti también se empiquen los pájaros de la locura, y no dejen en tu cabeza un solo grano de entendimiento, como hacen los gorriones en las eras.
—¡Y qué pinta aquí mi tío, déjalo! ¡Él era él, y yo soy yo!
—No, Antonia. ¡Qué falta nos haría el señor Quijano! ¡Y cómo concertaría él esa boda en un abrir y cerrar de ojos! ¡Cómo no iba el bachillerillo a querer ser tu esposo! ¿No te has dado cuenta del fuego que le sale de los ojos cuando te mira?
—Cuida bien lo que dices, Quiteria —le dijo Antonia—, no seas lisonjera, no me des un jarabe sólo porque es dulce, si me trae la muerte, no quieras traerme esperanzas por quitarme una pena, que aún podía ser peor el remedio que el mal. ¿Le has visto tú mirarme como dices o son sólo figuraciones tuyas? Porque yo no he visto nada, sino su inopia. En mala hora me enamoré de él. Si tú dices que mi tío se enamoró de oídas, yo debí de enamorarme a ciegas, porque casi ni lo he visto en estos años, siempre en Salamanca él y yo aquí esperando su regreso. Y ahí no para la cosa, porque todo este tiempo que le hemos visto y tratado, por más que me he insinuado y le he dado a entender de mil maneras que le quería, al derecho y al revés, rayando a veces en la indiscreción, el hombre sólo parece pensar en sus libros y sus correrías, que se diría que donde mejor está siempre es por ahí, o buscando a los que se marchan o marchándose donde no le busquen, y bien sabe el cielo que ahora no lo digo por ti.
—Ojalá, Antonia, todas las tribulaciones fuesen como esa tuya. Porque bastaría que sus padres conocieran tus intenciones, para que quisieran juntar vuestras dos fortunas, y más ahora que ya les ha anunciado que dejará la sotana. Si el señor Tomé Carrasco es como sabemos, querrá casarlo cuanto antes para sujetarlo aquí, y, con las hijas fuera, habrá creído que gana una nuera que vele de su vejez.
—No vuelvas a recordar lo de mi hacienda, que ya sabes como está. Pero ni siquiera en el caso de que me hiciera con ella, podría conservarla. Quiteria, soy, como suele decirse, pobre por los cuatro costados. ¿Recuerdas lo que mi tío dejó dicho en su testamento? ¿No? ¿No te acuerdas cómo le recalcó la manda al señor De Mal? Decía que si alguna vez quisiera casarme, se averiguase que el pretendiente no tenía la menor noción de lo que eran los libros de caballería, y si lo sabía y pese a todo yo persistía en la boda, perdería toda mi hacienda, que se quedaría en manos de los albaceas para hacer con ella obras pías. Bien. ¿Y de quién va esta tonta a enamorarse sino del único mozo que no le convenía, no ya bachiller Sansón Carrasco, sino licenciado y doctor en esos libros de todos los demonios? O muerta de pena con el escribano, o muerta de pobre con el bachiller, pero aun así ya me gustaría verme pobre con éste, que rica con el otro. ¿De qué me sirve ser joven y tener salud y tantos dones como dices que me puso la vida al alcance de la mano? Mejor me estaría ser como tú, que has tenido delante al hombre que amaste y lo veías todos los días, y para ti lo tenías, y aunque de poco te sirvió, te sirve de consuelo saber que a la que amaba con toda el alma, según aseguraba, no le dio más de lo que te dio a ti, y lo mismo hubiera sido que hubieses sido la princesa de Hungría que el ama Quiteria, porque tuviste a don Quijote como nunca lo tuvo otra.
Y Quiteria, que había logrado distraerse de sus melancolías, se quedó pensativa y acaso pensó que la sobrina llevaba razón, y dijo al fin, como esa madre que aún antes de saber lo que hará, con tal de tranquilizar a un hijo, le dice:
—No te apures. Déjame a mí, que ya se me ocurrirá algo.
«No, no se te ocurrirá nada, porque aún no te he contado lo peor», pensó con tristeza Antonia, y la muchacha dudó si desvelar lo único que en realidad la abrumaba de veras. Pero esa noche, abundante en abrazos, besos y lágrimas, quedó sin desatar el nudo de su verdadero drama: estaba esperando un hijo de Cebadón.