CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO

Antes de que saliera el sol ya estaban los cuatro, más la negrilla, vestidos con sus mejores vestidos. De hecho llevaban todos encima más ropas de las acostumbradas, por no cargarlas en portamanteos o en baúl. Sancho con un gabán grana, como nuevo, que dejó don Juan por no necesitarlo donde iba, y un sayo recién cortado, que mandó al prendero aquel traje verde de montero, regalo de los duques, que tenía aborrecido; Sansón con su ropa de camino y un ferreruelo que le habían hecho en Sevilla, y zapatos de orejas, por no llevar las botas, siguiendo el consejo de don Cristóbal; Antonia un coleto de ormesí bordado con oro y perlas y la cruz de azabache con herretes de oro que había sido de su madre, y un manto de terciopelo azul; y Quiteria con el suyo, de tafetán doble, comprado también en Sevilla y regalo de Antonia, y su corpezuelo y basquiña de siempre. A la negrilla la habían vestido con una saya colorada y una basquiña de mezcla y una camisa blanca, donde su negrura resplandecía como el ébano, y sus servillas.

Esperaron a oír la campana de las monjas trinitarias, y entonces se fueron Quiteria y Antonia a la primera misa, que tenían pagada, y aun había dejado Quiteria pagadas de su peculio otras cuatro para el tiempo que durase la travesía.

Mientras estaban las mujeres en esas devociones, Sansón y Sancho se ocuparon de llevar a su galera, de nombre La Favorita, dos arcas. Iba en una el Garcilaso del bachiller y sus Quijotes, así como el libro de mano del que nunca se separaba y en el que escribía nadie sabe qué, sus plumas y un tintero; y en la otra las cartas que le trajo de vuelta el malvado De Mal, y las que le mandó don Pedro a Antonia, que llegaron a tiempo, y los vestidos que había llevado su madre en la Corte. En cuanto a lo poco de Sancho, lo llevaba en sus alforjas y su cañaheja; y Quiteria... ¿Qué llevaba Quiteria? Lo que llevaba encima, su capisayo, sus tocas negras, sus zapatos y una arquilla. En la arquilla iba un cuerno de buey para pólvora en que estaba escrito a fuego: «Soy de A.Q.», de los años mozos en que el hidalgo salía de caza, la pluma de ganso con la que firmó sus últimas voluntades ante el señor De Mal, y el pañizuelo en que ella misma guardó las dos gotas de cera vertidas en sus párpados la mañana que murió, para cerciorarse de que no lo metían vivo en la sepultura. Y la negrilla, nada, porque nada tenía, excepto aquel mirar que se clavaba en cuantos lo recibían.

Tras la misa, Antonia y Quiteria fueron a la nave. Hicieron los cuatro recuento de las cosas, y no hallaron falta, los barriles quintaleños con la galleta, las salazones que se usaban, los frutos secos, y aquellas seis gallinas que prometían huevos frescos, y las arcas con vajillas, hervidores y pucheros, pero éstas no henchidas de lentejas como les había aconsejado el capitán, ya que las tenían por malas y melancólicas y causantes de la locura de don Quijote.

Sansón, investido de la solemnidad de aquel momento, dijo terminado el escrutinio:

—Amigos, estamos, como el gran Cortés, en un punto en que atrás no queda nada y adelante nos espera la fama restallante; aquí plantamos la necesidad y los caminos angostos, y allá nos aguarda la ventura y el contento. Pasamos a las Indias. Ancha es Castilla.

Lo dijo de tal modo, que lejos de enardecer el corazón de las mujeres, se lo aplanó a todos, y Quiteria rompió a llorar.

—Ama —dijo Sancho—, pensad en otra cosa.

Y le dijo Sancho otras muchas que no parece le fueran de gran provecho.

Al pie de La Favorita esperaba el capitán, un hombre de unos cincuenta años. De él dijo don Cristóbal que le habían salido los dientes en el mar, y que en echar puntos en las cartas de marear y dar razón de los rumbos y tierras que se contenían en ellas no había otro. Y ésa fue la razón de subir a aquel barco y no buscar más.

El capitán con su maestre de aparejos los acogieron con la mayor cortesía. Subieron al barco Antonia y Quiteria, muy agarradas una a la otra, y Antonia le dijo al ama que creía haber perdido toda ilusión en ver el mar, y a los cinco les anonadó la cantidad de naos que allí estaban reunidas.

El número de pícaros y maltrapillos era también notorio, y vieron y oyeron desde la cubierta a una dama que clamaba porque le habían robado el manto, y dar voces a un caballero atocinado que en una lengua no conocida de ellos mostraba a unos alguaciles la correa cortada de su bolsa.

Sin contar marineros y forzados, sumaban los pasajeros de La Favorita una treintena. Éstos se mostraban anonadados, en su mayor parte silenciosos y aturdidos, como el propio Sancho, que no se apartaba de las señoras. No así Sansón, que al rato ya hablaba con unos y con otros, y andaba el barco como su casa. Al cabo de un largo espacio, volvió diciendo:

—Pierdan cuidado vuesas mercedes, que es tan segura esta nave que ni la mayor galerna podrá hundirla, y va tan guardada como no cabe más. Me lo ha dicho quien ha hecho en ella ya cuatro carreras.

Señaló Sansón los dos navíos de escolta, no lejos de La Favorita, y enumeró sus cañones, y hasta las piezas menores y mosquetones que llevaban, y los soldados y galeotes que iban al remo.

Nada de esto parecía atraer a sus amigos, pero Sansón no dejaba de hablar, más locuaz que de ordinario, pues si el temor a unos les sujeta la lengua, a otros se la desata.

—Aquel que veis allí, de porte grave, pelo cano y guías del bigote levantadas, el de la ropilla y la espada de lazo y grandes gavilanes, con la cruz en el pecho, es don Gregorio Mexía, un vizcaíno que va a las Indias provisto con el cargo de gobernador del Darién. Tiene a su lado a su esposa y sus dos hijos. De su misma condición es aquel otro, don Luis de Alvarado, que va nombrado contador de la Flota a Margarita, y junto a él, su hijo don Florián, licenciado en leyes, que entre los dos llevan ocho en familia y criados; y allí junto, Lisardo Fernández Cabo, impresor y comerciante en libros, que pasa al Perú en este barco con mil de ellos, con los que cree hará buen negocio, y licencia del Rey para imprimir otros; y a su lado un herrero, llamado por su hermano, que le ha dicho que en Panamá son muy estimados los que trabajan la fragua, pues sólo en reparar las naos que llegan averiadas, no le faltará donde ganarlo; y aquel otro es un jubetero, y aquél un fundidor de campanas, que también acude como nosotros llamado por un tío anciano que tampoco tiene a quién pedir un jarro de agua cuando muera, y van con él dos hijos que andaban en su aldea baldíos...

—¿Y aquél? —señaló Sancho a un hombre que no llegaba a los cuarenta, alto, con la frente despejada, nariz aguileña y pelirrojo, sentado en un lío de cuerdas, junto a la borda de estribor.

—¿El que está leyendo en un libro, y con tanta atención que asombra?

—El mismo.

—Se hace llamar a sí mismo el Gran Lesmes. Y por lo poco que he notado, es el hombre más extraordinario que quepa imaginar.

—Y ha de serlo, si es quien yo presumo —dijo Sancho.

Y como no era corto, se fue Sancho directo a él. Vieron Sansón y las mujeres al pelirrojo cerrar su libro, ponerse en pie, estrechar la mano de Sancho, sentarse, y abrir de nuevo el libro como si nada hubiese sucedido.

—Señores, es quien yo suponía —confirmó Sancho al volver—. Un hombre extraordinario, en efecto. Lo conocimos mi amo don Quijote y yo yendo a aquellas bodas famosas de Camacho que acabaron en las de Basilio, y nos acompañó a la cueva de Montesinos. Está visto, allá por donde vayamos habremos de tropezarnos a gentes de aquel tiempo, señor Sansón, ¡y lo bien que podríamos vivir del quijotismo! Sin ir más lejos, ahí tiene al primo.

—¡El primo! —exclamó Sansón, buen conocedor de las aventuras de don Quijote.

—¿Qué primo? —preguntaron a una Antonia y Quiteria.

Contó Sancho, que lo trató entonces, y le ayudó en los detalles exactos Sansón, que aunque no lo había conocido sabía de qué pie cojeaba el primo, que aquel hombre llevaba en el magín de una manera inapelable todos los saberes del mundo.

—Se dedicaba entonces, cuando lo conocimos —dijo Sancho—, al estudio y a componer libros, para dar a la estampa, todos a su juicio de un gran provecho y no menos entretenimiento para la república, aunque a juicio de mi amo todas aquellas cosas, después de sabidas y averiguadas, no importaban un ardite al entendimiento, como aquellas que metió en un libro que había dado en llamar de una manera oscura y en el que pintaba quién era la Giralda de Sevilla o quiénes los Toros de Guisando, o cómo habían nacido las fuentes de Leganitos y el Avapiés en Madrid, pues su saber no se confinaba en nada, así como otras cuestiones de peliagudo interés y que se le olvidaron relatar a no sé quién...

—A Virgilio —apuntaló Sansón.

—A Virgilio —siguió Sancho—, quien fue el primero en tener catarro en el mundo, y el primero que se puso ungüentos para curarse la sífilis, cosas que decía este primo haber declarado en su libro puntualmente y autorizado con lo menos veinticinco sabios. Fue él quien nos llevó a la cueva de Montesinos, aquella en la que mi amo dijo haber hallado y hablado a todo el cuartel general de la caballería andante ya difunta. De entonces data la amistad que tenemos, y fue este primo quien nos acompañó algunas jornadas por aquellas tierras. Aunque he de deciros que en todo el tiempo que anduvo con nosotros no supimos su nombre, sino que le llamábamos «el primo» y a eso respondía, si le llamábamos. Ahora se hace llamar el Gran Lesmes.

—Lo del Gran Lesmes habrá sido cosa reciente —dijo Sansón—; a todo el mundo le da en algún momento por la fantasía de cambiarse el nombre.

Miraron adonde estaba el Gran Lesmes. Había dejado de leer y hablaba aspeando los brazos al impresor y mercader de libros Lisardo.

Y sucedió que, advirtiendo que le estaban mirando Sancho y el bachiller y Antonia y Quiteria, no terminó lo que le estaba diciendo al impresor, y dejándolo con la palabra en la boca, corrió donde estaban ellos.

Saludó en primer lugar a Antonia, con cortesana reverencia.

—Ya os habrá dicho vuestro criado Sancho Panza cómo conocí a vuestro tío, que tan impertinentes cosas dijo de mis trabajos.

Se quedaron todos suspensos ante aquel modo intempestivo de hablar, sin saber si lo decía de buenas o de malas.

Viendo cómo quedaba confusa Antonia, añadió muy orgulloso:

—Sabed, señora, que el Gran Lesmes no es de los que tienen pe... pe... pelos en la lengua.

No lo recordaba Sancho con tantos espasmos y garambainas, que le hacían guiñar un ojo de continuo y pasarse la lengua por el bigote, ni tartajeando tanto, incapaz de declarar razón que no tropezase tres veces en una de cada seis palabras.

Así como Sancho y Sansón le contaron el propósito de su viaje, el Gran Lesmes, bajando la voz y acercándose a sus amigos, les confesó que sería mejor para su hacienda no declarar el suyo hasta no verse en alta mar, y aun alejados de las Canarias. Y sin decir más, se dio la vuelta y volvió con su editor, dejándolos suspensos.

Largó al fin el aparejo La Favorita, y unos agitaban las manos en señal de despedida, otros callaban y la mayoría elevaba sus plegarias pidiendo a los cielos una travesía tranquila.

Indiferentes a todas aquellas ceremonias estaban los marineros y maestres, pero más aún los forzados, que se pusieron al remo.

Bajaron en procesión las naos por el río, más de cincuenta, hasta Sanlúcar, donde esperaba el resto, con la capitana al frente.

Y aquí fue, en el punto en que el río se echa en brazos del mar, cuando a Antonia, que acaso ya no pensaba en ello, se le desbordó el alma por la boca:

—¡El mar!

No hubiera encontrado, después de la muerte de su tío y de su padre, mejor ocasión que aquélla para verter un par de lágrimas. Pero por más que estaba conmovida, tampoco pudo esa vez.

—¿Y cómo no me advirtieron vuesas mercedes que era así?

Y como Antonia muchos otros, que lo veían por primera vez, lo contemplaban, quién en silencio, quién exclamando, pero todos sin poder apartar de él la mirada, esclavos de su enormidad majestuosa.

En Sanlúcar se les sumaron los demás barcos. Allí, antes de dejar atrás el puerto, ordenó el general por uno de sus alféreces se agruparan, porque el fraile que venía en la capitana rezaría sus oraciones y los bendeciría.

Obedecieron los capitanes, amainaron las naves, se pusieron todas de través para esperar a las rezagadas, y cuando estuvieron reunidas, pidió el fraile a la Virgen que librara a las gentes del mar de los cuatro peligros que ellos tienen, el agua sobre la que se anda, el fuego, que es el segundo, el aire, que siempre se busca, y no siempre acude, o los embiste y lanza contra las rocas, y, en fin, la tierra, que se abre para los náufragos más como sepulcro que como remedio; y acabados esos requisitos, lanzó al aire hurras la marinería al uso suyo, y partió la capitana, y la siguieron las demás, hasta cerrarlas a todas la almiranta.

Se admiró tanto Sansón Carrasco de ver con cuánta puntualidad y obediencia se hacían aquellas maniobras, que no pudo por menos que preguntar a su capitán cómo es que hombres tan bravos e ingobernables en tierra, como tenían fama de ser los marineros, eran tan obedientes y sumisos cuando navegaban; a lo que el capitán, que era hombre de pocas palabras, respondió:

—Más les vale.