CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO

Está por ver si el cambio que experimentó el carácter de Sancho tuvo relación con su nuevo estado, o si tal estado fraguó justamente porque ya había cambiado tras pasar de iletrado a persona que empezaba a cultivarse; si la mudanza fue anterior a todo lo sucedido, o causante de lo que vendría a suceder y de aquellas novedades que tan alarmadas traían a Teresa Panza y a sus hijos, que no al propio Sancho.

Éste parecía, sin embargo, más y más tranquilo, en «su solaz», al que se refería sarcásticamente Teresa Panza.

Sólo esperaba que el bachiller le diera el libro. Para él aprender a leer no había sido nada mientras no leyera el libro para el que aprendió a leer.

Se pasó al día siguiente, como habían acordado, a recogerlo.

—Sancho —se justificó el bachiller—, he puesto la casa patas arriba, he revuelto Roma con Santiago, y el libro no ha aparecido. Perderlo, no puede haberse perdido. Voy a empezar a creer que se lo llevaron volando los encantadores. Don Pedro, a quien he preguntado y a quien en su día se lo presté, me aseguró que se lo había pasado a maese Nicolás. He preguntado al barbero, y así como éste ha reconocido que lo recibió de manos del cura, asegura que me lo devolvió. Has entrado en esta cofradía de los que leen libros, Sancho, y no olvides esto: nunca los prestes, porque no te lo devolverán, ni devolverás los que te presten, porque se parecen los libros a los perros de los gitanos: se están muy a gusto con el primero que no les echa de su lado, y si se les deja, se van también con el primero que pasa y les dice tus tus. Así que si algún día quieres preciarte de biblioteca, ni prestes libros ni devuelvas los que te presten.

—Dígame vuestra merced lo que vale, que yo lo mercaré gustoso. Ya sabéis lo ganancioso que quedé con don Quijote, y lo mínimo será gastarme unos reales en quien me dio tanto.

—No es ése el escollo, sino que es muy probable que ya se haya agotado, así, según tengo entendido, ha sido la fortuna que ha tenido, que no hay antecámara donde no se vea un ejemplar en mano de un paje o de un caballero. Pero déjame a mí, que puede que aún demos con él.

Advirtió Sancho que el bachiller Sansón Carrasco le hablaba de un modo diferente antes y después de su escolarización.

—De haber sabido yo —le dijo el antiguo escudero—, de haber imaginado que lo de aprender a leer era cosa tan parva, lo hubiera emprendido mucho antes y no me habría puesto en evidencia cuando tuve que gobernar la ínsula. Ítem más digo, de haber sabido yo leer y escribir como ahora sé, nadie se me habría desmandado en aquella plaza baratera, me habría aprovechado a mí, habría contentado con ello a mi mujer que habría sido gobernadora, por lo que se desvivía ella, y habría traído a todo el mundo más derecho que un huso, en primer lugar a aquel doctor Tentetieso o Tenteadentro que quiso matarme de hambre. Le habría dicho, venid acá, señor Borrajas y mostradme en qué libro halláis que no se dé de comer a las personas, y yo mismo, a poco que me hubiera puesto, le habría rebatido con otros mil escritos de doctores mucho más sabios, si acaso no los hubiera escrito yo con todo lo que ya tengo visto, vivido y oído por estos mundos. Y ahora me arrepiento también de no haber sabido escribir, contra lo que pensaba, porque hubiese podido pasar a pliego todo lo que mi señor don Quijote me ordenó que le dijera de su parte a su señora Dulcinea, que aunque sé que eso formaba parte de su locura, no está bien dar la palabra a nadie, y no cumplirla, aunque se trate de un loco. Porque si el loco está en su derecho de ser loco, tenemos los demás el deber de tratarle con consideración y respeto, y no por loco engañarle en cosas de su cordura, haciéndole creer que son de loco. Y don Quijote podía estar loco con sus caballerías, pero que sentía amor por Dulcinea era cosa probada, y al ser probada y no forzosa, no la compartió con nadie. Y no haberla visto nunca, no empecía para estar enamorado de ella y para que su amor fuese tan legítimo como el del más pintado Calixto, porque de lo que él estaba enamorado era del amor, y eso no era de locos, sino de hombre en su sano juicio, si no es que todos los hombres damos en loco en cuanto nos enamoramos, y de ahí que se diga, «mira, ahí va Mendoza loco de amor», o «Constanza, te amo con locura». Todo lo hubiese podido yo remediar, sí señor, sabiendo leer y escribir. Y ahora que ya sé, ¿me habéis apartado ese libro? Venga, que me estoy muriendo de ganas por leerlo.

—Vamos con tiento, Sancho. ¿Estás seguro de que vas a querer leerlo? Mira que no te he dicho antes nada, pero podrás tropezar en esa historia con cosas que no sólo no te gusten, sino que te den gran pesar y tártagos. Acaso las encuentres inexactas o mentirosas, y tal vez reputes que menoscaban tu honra. Advierte que ese que verás, serás tú, y al mismo tiempo no lo serás, y acaso no querrás serlo.

—Podría ser —admitió Sancho—, pero déjeme decirle dos cosas. Primera: no creo, por las informaciones que me adelantó mi señor don Quijote, que el moro Cide Hamete haya hecho otra cosa que dar cuenta puntualísimamente de los acontecimientos de nuestras correrías andantes. Tampoco el señor Cervantes habrá querido contar lo que no era, ya que como soldado que ha sido, no podría no ser un hombre que pusiera la honra suya y ajena por delante de la honra de los demás, pues deshonrando a unos se deshonraría a sí propio. Habrá, no lo dudo, momentos en que podrá uno no quedar en un paso como le gustaría, pero ¿a quién no le sucede eso? ¿Quién no pisa una peladura en la calle y viene a caer rodando al suelo, y a quién no causamos risa cuando nos confundimos o equivocamos en cosas de poca monta? Nos miramos en un espejo, y con ser espejo, la mayor parte de las veces no quedamos a gusto de lo que vemos, y no por ello lo rompemos. Si lo hiciéramos, obraríamos como grandes botarates. Así pues, écheme acá ese libro pronto, que me perezco por leerlo, y luego de leído, le pediré incluso ese otro en el se habla de un don Quijote que no fue el nuestro, y de un Sancho Panza que no soy.

—Ahí voy, Sancho, te repito que lo he buscado por todas partes y no lo he hallado.

—Después de lo oído, todo eso me suena a excusa. Creedme, hace ya mucho que no me chupo el dedo.

—No te miento; no lo encuentro. Y tiene que ser que se lo prestara a don Quijote, como recuerdo que hice, y no me lo devolviera. No obstante vamos a pesquisar de nuevo en este armario, porque ya que vas a ingresar en la cofradía de los bibliómanos, tienes que saber que muchas veces los libros no aparecen, estando delante de los ojos, como si estuvieran encantados. Y aunque si fuesen un perro te morderían, de tan cerca que los tienes, no los ves, y por eso hay que buscar una y mil veces en el mismo sitio.

Dicho eso, abrió una alacena donde guardaba lo menos cien libros, mientras Sancho, sentado frente a la mesa, se admiraba en silencio de ver todos aquellos volúmenes, algunos de tamaño infolio. Y como no era hombre que pudiera estarse callado mucho tiempo, picado como estaba por la curiosidad, acabó preguntando.

—¿Y habréis leído seguramente todos esos libros, señor Carrasco?

—Ésa es una de las preguntas más famosas que se les hace a los libros cuando se juntan más de ocho —corroboró alegre el bachiller—, pero unos se leen de la primera hoja hasta la última, y otros, como esos diccionarios, se consultan. Y algunos se compran y no se leen nunca, sino que se espían, y con eso basta, y a otros basta verlos de lejos para saber que no queremos acercarnos más de lo que ya lo hemos hecho, y a otros en cambio nos acercamos y nos hablan de modo que no entendemos. De los no leídos, o no leídos con gusto, lo mejor es llevarlos a los alfarrabistas, zarracatines y aljabibes o darles aceite y usarlos para tapar ventanas. Porque si los libros no han de leerse, ¿para qué querría uno tenerlos al lado? ¿Mantendrías tú en tu casa y alimentarías seis perros si no tuvieras ganado que guardar? Los libros son poco más o menos que un perro. Un libro, si es bueno, te defiende, mantiene lejos al indiscreto y al intruso; y, sobre todo, un libro te da la mejor compañía en los momentos de soledad, melancolía y tedio por los que todos atravesamos, y a diferencia de los amigos un libro, como un perro, se quedará a tu lado todo el tiempo que tú lo precises. Por eso, si un libro no te hace falta y ya no vas a disfrutar de él, lo mejor es darlo a otro o dejar que se vaya, porque lo que se dice del agua, puede decirse también de los libros, a saber, libro que no has de leer, déjalo correr.

—Yo en cambio —le interrumpió Sancho— siento ahora una sed infinita de esas aguas, y como si hubiera dejado correr a mi lado todas sin probarlas, todas me las bebería.

—Ten cuidado, Sancho, y no te vayan a hacer daño, porque así como a Felipe el Hermoso le mató un vaso de agua, algo parecido podría ocurrirte si te lanzaras sobre el primer libro que saliera a tu paso, sólo porque tienes una sed desaforada. Y tampoco pases fatiga por lo contrario, extremo que conocerás igualmente, a saber, que veas un libro y nada te diga, y que lo dejes correr; ello será señal o de que viste que ese agua no te convenía o que no tenías sed, y en cualquier caso, ¿para qué beberla?

—Y así ha debido de ser, que he vivido indiferente hasta ahora a la gramática y a los libros, sin que llevara pena por ello. Y es o porque no me convenía o porque no tenía yo esa ansia. Apenas había cumplido cinco años cuando ya mi padre me puso a guardar tres cabras que tenía, y no había cumplido los diez, y ya llevaba yo una yunta de mulas, y habría arado si no hubiera sido que no tenía fuerza para mantener clavado el rejo del arado, de modo que por unas cosas o por otras no pude ir a la escuela, ni siquiera a las lecciones que en mi tiempo impartía don Pedro a los zagales y mozos por la noche, en invierno, cuando se acababan las tareas, se echaba la noche encima y las tardes se hacían tan largas. Pero, decidme, ¿no encuentra vuesa merced el libro que busca?

Y así era. Había sacado de su armario todos aquellos libros y los había mirado uno por uno, pero ninguno resultó ser el que buscaba lo que al principio creía con malicia, se confirmó. Hasta que el bachiller Carrasco, súbitamente, se golpeó la frente con la mano abierta, como si tratara de fijar de ese modo un recuerdo al que tanto tiempo había costado emerger de las simas profundas donde llevaba enterrado casi un año.

—¡Ahora caigo! ¡Ya sé quién va a tenerlo! En cuanto terminé de leerlo y me repuse de aquellas fiebres nerviosas, no del todo fingidas, me planté en este pueblo con qué ganas de hallaros a todos los que figurabais en él. Luego viniste tú a darme la bienvenida, y te conté lo del libro, que había leído. Y tú corriste a contárselo a don Quijote, y él me mandó llamar. Quiso mi buena fortuna que en muy poco tiempo me hiciera muy amigo suyo, y me cobró pronto una grandísima afición, por tener en mí alguien con quien hablar de cosas de caballería, de lo que, sabes, sé yo tanto como el más docto en esos asuntos. Hasta me ofrecí a ser su escudero, y lo hubiese sido si tú al final no te hubieras decidido a ello. Reconozco que al principio me tomé a don Quijote un poco a chufla, y me hinqué de rodillas y quise hacerle ese cuento que había leído en el libro que todo el mundo hacía con él, pero él, aunque no se tomaba totalmente en serio aquellas burlas, las pasó por alto, y en cierto modo, como era un hombre bueno y nada vanidoso, las encontraba naturales venias y rendimientos no a su persona, sino a lo que ella representaba, quiero decir, el orden de la caballería. Le dije entonces que su historia andaba ya en los papeles. Yo pensaba que ya estaría él al cabo de la calle de que se había publicado y que quería abundar en la lisonja, como a veces les ocurre a los espumosos y pagados de sí mismos, que se hacen de nuevas de algo, con tal de que les vuelvan a relatar algo que se saben ya de memoria; pero no. Era su condición tan humilde y poco entretenida en esas rizadas pleitesías, que importándole mucho lo que dijeran de él los siglos venideros, le daba un ardite lo que en cambio decía el siglo presente, aunque me confesó que una de las cosas que más contento debe de dar a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa, y eso debía de decírselo a todo el mundo, porque hace unos días me lo recordaba Antonia. Lo cual no le llenaba de telarañas la cabeza, porque cuando ya llegamos a ser amigos, también solía decirme, «señor bachiller, sepa vuesa merced que la opinión de los contemporáneos hay que ponerla en cuarentena, porque las más de las veces la mueve el interés, y cuando no, el temor, y cuando no es uno o otro, suele ser la adulación, que siempre es taimada y logrera y la alcahueta de los otros dos. Y así encontrar un hombre que te diga la verdad, y más en un libro, es punto menos que imposible, pues la gente o bien no se atreve, y ahí aparece el temor, o bien lo hace pensando en sí propio, y eso es fruto de la vanidad». Y si no te has olvidado, recordarás que preguntó entonces don Quijote cuáles aventuras salían en el libro y cuáles eran reputadas como más célebres. Y yo le dije que unos se atenían a la aventura de los molinos de viento que a él le habían parecido Briareos desaforados, y otros a la de los batanes; unos, a la de los dos ejércitos, que resultaron ser dos manadas de carneros, y otros a la del fraile muerto que llevaban a enterrar a Segovia, o la de la liberación de los galeotes o la de los monjes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.

—Ay —suspiró profundamente Sancho, a punto de echarse a llorar, porque la muerte de don Quijote le había dejado muy flojo—. Y cómo me acuerdo de todo eso que decís como de las verduras de las eras y de los tiempos felices que ya no han de volver. Y cómo lo estoy viendo a él y a vuesa merced ese mismo día que hablamos todas esas cosas, y con ser de hace un año, parece que ocurrieran hace mil, y otras veces no parece sino que acabaran de suceder ayer mismo, y que dentro de un rato veremos aparecer a don Quijote vivo, en su verdadera planta, andando con aquel continente solemne que él tenía, con el pecho saliente, la barbilla hundida, la boca majestuosa y los ojos melancólicos mirando a tierra. Y cómo volvimos a reírnos los tres recordando la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir cotufas en el golfo, que todavía mi amo se reía algunas veces, y de las cabriolas que hice yo en el aire, sí, y aún más de las que yo quisiera, y volviera a reírme ahora después de todo lo que me pesó cuando ocurría.

—Pero aquello que te causó risas, quizá pueda enojarte ahora, porque has de saber, Sancho —le interrumpió el bachiller adoptando un aire de inusitada gravedad—, que el historiador que contó vuestra historia la cuenta por lo menudo, tanto los palos que recibió tu señor como las veces que a ti te escarnecieron. Y yo no digo si dijisteis tales y tantas tonterías, pero allí se os apuntan a vuestra cuenta como dichas.

—Desde luego —admitió Sancho— que tenía razón don Quijote, cuando ese mismo día que lo visteis os dijo que los palos no estaría de más callarlos por equidad, porque las acciones que ni cambian ni alteran la verdad de una historia, ¿para qué escribirlas, si van a deslucir a sus protagonistas?

—No sé yo. Es posible que Eneas no fuese tan piadoso como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero. Pero una cosa es escribir una fábula, que no ha ocurrido nunca sino en la cabeza de quien la escribe, y otra bien distinta hacerlo como historiador. El fabulista puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían de ser. El historiador, no; el historiador las ha de escribir no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar ni una coma a la verdad. Que los hechos, sabes tú muy bien, sólo son unos, se miren del lado que se miren, y todo lo demás son florituras y adornos. Así pues no sería de extraño que te encuentres tú con más adornos que hechos.

—No lo sé. Lo sabré leyendo el libro, y como vos, así pienso yo también —corroboró Sancho—. Y ya entonces os dije que si eso era así, que si el historiador se atenía a los hechos, tendría que ocuparse de mí, aunque en uno y en otro, en mi amo y en mí, pusiera acentos bien distintos, porque no suena, tañido con el mismo badajo, una campana que un cencerro, y yo soy más bien cencerro.

—No presumas, Sancho, ni te abajes, que no es preciso. Aunque te recuerdo que si leyendo, te amohínas por verte zarandeado un tanto de más, no debes de olvidar que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.

—Yo no voy a juzgar un libro —le dijo Sancho—, porque no soy quién, sino a mirar una vida, y si esa vida, con sus más y sus menos, está bien metida, aunque me escueza, la daré por buena, porque todos sabemos que al pesar vidas humanas ha de ir todo junto, bueno y malo, y juzgarlas después de sumas y restas. Y en mi caso, si conozco mis restas, sé a dónde llegan mis sumas, sin empingorotarme y pecar de indiscreto e inflado.

—Si eso haces, Sancho —le replicó Sansón—, serás el primero de los hombres que no deciden venganza cuando se ven maltratados en un escrito. Porque las obras impresas se miran despacio y las gentes las rumian una y mil veces, antes de pasarlas, y pasadas, van poco a poco infeccionándoles la sangre con su veneno si lo llevara, y basta con que en una línea se le roce a alguien un callo, para que se olvide del resto, y aunque estuviera cincelado en oro puro por el divino Cellini, querrá en venganza acuchillar al autor en un callejón oscuro, o sólo piensa en que se lo lleve por delante un cólico.

—Y ya ve vuesa merced qué gran coladura. Yo he sido gobernador y atendí a las críticas de mi gobierno, y nunca me ha parecido mal que el que sabe nos enseñe, y el que pueda nos corrija. Por lo que yo he observado en esta vida, las varas de medir son distintas dependiendo del paño. Y así, no ha movido alguien un dedo ni salido de casa, y si tiene turiferarios cerca, le atribuirán las más heroicas empresas que no ha realizado, para contento del lindo que no se molestará en desmigar ese yerro; en tanto viene otro asendereado y molido de larga y heroica peregrinación, donde tuvo que vender cara su vida en mil peligros, y nadie le cree. ¿Cómo ocurre eso? No se sabe. Le hacen a uno tercer alguacil del alcalde de una aldea, y lo cacarea de tal modo que no parece sino que le hayan nombrado Archimandrita de los Pámpanos Orientales; y ha alcanzado otro por sus propios méritos el reino de Nueva España, y todos quieren tasárselo y mirárselo pelo por pelo, y aun así la mitad de los que lo tengan entre las manos y puedan probar su valor, dirá que es falso. Me hicieron gobernador, y eso está ya escrito con letras de fuego en la bóveda celestial y con letras comunes en las crónicas de aquellas tierras, y no goberné más porque ni quise ni me daba el ánimo para más, que allí me ahogaba, no por las críticas o comunidades de mis súbditos.

—Si por lo menos hubieras sabido entonces la gramática, habrías salido a flote —le recordó el bachiller.

—Posiblemente, aunque con sólo mi buen acuerdo hubiera podido sortear tanto escollo, que más vale onza de prudencia que arroba de ciencia. Pero dígame ahora, ¿encuentra vuesa merced o no ese libro que está buscando y que he de llevarme?

—Me pasa contigo, Sancho, que empiezo a hablar una cosa, y nunca llego a término. Te decía, o te quería decir, que don Quijote, después de que tanto le hablara yo de la historia que se había publicado de vuestras hazañas, y viendo que se echaba encima un largo invierno, el primero de toda su vida que no iba a poder distraer con la lectura, ya que los encantadores se le habían llevado sus libros y le habían tapiado el aposento, se arrimó una tarde a mi casa y, como un niño que cometiera una acción reprobable, me preguntó si acaso tenía yo un ejemplar del tal libro sabiendo que lo tenía, y teniéndolo, si podía dejárselo, jurándome que una vez leído, me lo devolvería, porque sabía él por experiencia que los libros que se prestan una vez, son como pájaros que ya no vuelven a encontrar su antiguo nido. Fui a buscarle, se lo di... y hasta hoy, porque con eso y con lo buen caballero que fue, no era diferente don Quijote del resto de la cofradía. No sé si lo leyó o no, si le gustó o si, por el contrario, le disgustó. Luego, como sabes, en cuanto se metió el buen tiempo, preparó su tercera y última salida y yo ya no volví a acordarme del libro, por creer que me lo había devuelto. Pero no te apures, yo iré a su casa, y allí buscaremos, que si Antonia o el ama no lo han quemado, en la casa estará, y no será difícil dar con él.