CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO

Y a Cebadón la vuelta de Quiteria, lejos de inquietarle, le enardeció. Esperó que transcurriera esa noche y a la mañana, escrutando el rostro del ama, adivinó. «Antonia no le ha contado nada de lo nuestro», se dijo, y se las arregló para verse con la muchacha. Le dijo triunfal:

—¿Qué? ¿No te has atrevido a decírselo al ama? Será cosa de ir anunciándolo. Cuando tú me digas, voy a hablar con don Pedro. Recuérdalo, sólo habrás de ser mía.

—Antes me muero, Cebadón. Y con Quiteria en casa, no pienses en desmandarte porque será peor.

—¿Quiteria? ¿Quién es Quiteria? —respondió el mozo, muy jaranero.

Al día siguiente ya estaba todo el mundo al corriente del regreso de Quiteria, y fueron pasando por la casa las comadres y vecinas del ama y los antiguos amigos de don Quijote. Nadie, por discreción, se atrevió a preguntar las razones por las cuales había desaparecido tan misteriosamente, pero muchos lo hubieran querido saber, y se marchaban de la casa un tanto decepcionados, porque Quiteria no soltaba prenda.

—Mira que eres curioso, mira que eres curiosa —fue la frase que repitió a lo largo del día más de cien veces entre risotadas sinceras; de tan buen humor le había puesto saberse de nuevo en su casa—. ¿Pues dónde iba a estar, señora mía? Por ahí, corriendo mundo. No sólo el señor Quijano tenía derecho a orearse. Quién sabe si esas ganas de salirse por ahí no las darán las miasmas que se respiran en esta casa.

Si le preguntaban a Antonia dónde había estado el ama, ella, contagiada de la alegría de Quiteria, respondía.

—A mí tampoco ha querido decírmelo. Pregúntenselo a ella, que si quiere declararlo lo dirá.

Sólo a la tarde, cuando ya estaban reposadas las dos mujeres de todo aquel trasiego, y haciendo el repaso de los que se habían acercado o no a verla, preguntó Quiteria por Sancho Panza.

—Una cosa es no haberse llevado bien con ese poltrón de Sancho, y otra muy diferente que no haya querido acercarse a preguntar si me había muerto por ahí o no.

—No le culpes de nada, ama, que lo mismo me ha sucedido a mí con él y le ha sucedido a todos sus antiguos amigos. No se le ve el pelo. Ha dejado de vernos a todos. Tengo entendido que no sale de su casa desde hace tres meses, desde el mismo día del entierro. Enterró a su amo, y no quiere ver a nadie, y los que le han visto últimamente cuentan que está tan enflaquecido y consumido que no se le conoce, y que apenas habla, ¡con lo que ese hombre hablaba, Nuestra Señora de Hontoria, como tú dices! Tanto que muchos piensan que habrá de morirse pronto, como mi tío, aunque él asegura a todos que nunca ha estado mejor de lo que está ahora.

Y todo ello era verdad. No quería ver a nadie, porque, decía, estaba pensando en sus cosas, y afirmaba que nunca se había encontrado mejor de salud, aunque había perdido tantas carnes que parecía otro hombre, y la ropa le sobraba por todas partes.

Pudo, además, con lo que heredó del hidalgo, que lo mencionó especialmente en su testamento, tomarse un respiro en sus trabajos y poner coto a la impaciencia de su mujer, Teresa Panza, desacostumbrada a tener en casa todo el día sin hacer nada a su marido.

—No quiero que pienses de mí —le dijo ella el mismo día del entierro— que soy una mujer interesada y que no he llorado la muerte de tu amo, pero, Sancho, nosotros somos pobres, no estamos solos y tenemos una hija que casar y un hijo al que dar oficio o a quien buscar una buena colocación, y ambas cosas se hacen mejor con dineros que sin ellos. Dime, calor de mis entretelas, ¿cuánto nos ha dejado nuestro señor don Quijote? ¿Y cuánto nos queda de tus negocios con él? ¿O vas a decirme que sólo te movió el salir con él la golosina de una ínsula?

—No entiendo cómo el mismo día del entierro tienes cuerpo para hablar de estos negocios, como no sea que es más claro que la luz del día lo que siempre se ha dicho: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Todo el oro del mundo que nos hubiera dejado lo daría yo por devolverle la vida y lanzarlo otra vez a los caminos. Y te puedo asegurar que ahora, conociéndolo como llegué a conocerlo, le serviría no ya sin salario, sino sin la promesa de las ínsulas, porque ésa es cosa de la que ya gocé, y sabes muy bien que no me gustó. Tú no conociste a don Quijote como lo conocí yo, y no puedes juzgarle, y quien no vivió con él día por día, que no hable, porque errará mucho.

—No lo dudo, y es cosa que alabo, porque dice harto y bien de tu buen corazón, pero don Quijote ha muerto, lo hemos enterrado y nosotros hemos de velar para salir adelante. ¿Cuánto crees que tenemos entre unas cosas y otras, prenda mía? —insistió zalamera Teresa.

—Ay, mujer, ¿y no puedes pensar más que en el unto? Habrás llorado, como dices, la muerte de mi amo, pero las tuyas deben de ser lágrimas de heredero, como se dice, de las que no llegan al suelo ni mojan pañuelo. ¿Quieres cuentas? Las tendrás. No soy muy diestro en letras, como sabes muy bien, pero no habrá quien en números me gane. ¿Qué quieres saber? ¿Lo que gané en la primera salida o sólo en esta última? Y acabemos pronto. Nada me disgusta tanto ahora como este recuento. He comprendido al fin lo que por pobre siempre creí fantasía de rico: que no vale el oro lo que la libertad, y que el oro luce y la virtud reluce, y así mi amo fue pobre, pero sus virtudes resplandecerán, y el dinero sólo es dinero, y hace malo lo bueno, que es el oro la ganzúa del diablo para las puertas del infierno, como decían los antiguos, que siempre solían atinar.

—No te conozco, Sancho. Nunca fuiste de esa manera. Relumbraba un maravedí en un alcor, y allá lo columbrabas tú con vista de lince, y trepabas por él sin importarte nada. Y si por casualidad había enterrado un doblón, lo sentías en las rodillas, que te temblaban como a zahorí, y hasta descubrirlo no dejabas de cavar. ¿Qué se hizo de aquel decir tú que te daba lo mismo la locura de tu amo si tú cobrabas tu jornal? No te conozco, ni quiero conocerte. Vamos a las cuentas. De lo pasado, pasado, que ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, y entre una saya que mandé hacer para nuestra Sanchica, otra que me hice yo y lo que se llevó el talabartero por componerle la albarda al rucio, y en vivir desde el invierno último, los cien ducados que encontraste en la maleta de Sierra Morena se volatilizaron —admitió Teresa—. Así que vete a las cuentas de ahora.

Mientras anduvo al servicio de don Quijote esa segunda vez, Sancho había ganado mucho. Y no sólo por el traje verde de montero, que se puso para el entierro, y del que pensaba Teresa hacer una saya para Sanchica, ni a las tres borricas que le había dado don Quijote hacía unos meses, una de las cuales vino ya preñada y las otras dos se preñaron después; no, se hablaba de lo contante y lo sonante.

—Nunca hubiera soñado —dijo Sancho— que iba a salir tan ganancioso de ningún negocio. Y no hablo de bienes espirituales y hechos que en principio me benefician a mí sólo, aunque por accidente también redundarán, digo yo, en quienes tengo más cerca, o sea, vosotros tres. Tampoco me refiero a las gentes que he conocido y tratado, y a las que conocí y traté únicamente por servir a quien servía, ni a los lugares donde he vivido, las casas que se me han abierto, las ciudades y villas que he visitado y el mundo que ahora traigo conmigo. Probablemente en este pueblo sea yo uno de los que, llegando a Barcelona, más lejos ha llegado, excepción hecha del bachiller Sansón Carrasco, que fue a buscarnos, y de Bartolomé de Castro, que sirvió en los tercios, y del cautivo Albino. Tampoco creo que ninguno de mis vecinos haya llegado a gobernador, como yo llegué. Pero no hablaba yo de tales venturas, sino de las que tú llamas verdades contantes y sonantes, mejor en oro que en plata, y mejor en plata que en cobre. Y te agradezco que hayas querido, Teresa, saber en qué estado quedaban las cosas, por lo que a continuación voy a decirte, que es una resolución que he tomado y de la que nadie me va a quitar, y que tiene que ver en cierto modo con esos dineros ganados o heredados con don Quijote. Así que atiende bien a ellas...

Desde que se había muerto don Quijote, Sancho había tomado la costumbre de pausar el habla, como hacía su amo, cosa que impacientaba más y más a Teresa, acostumbrada a que las palabras de su marido le salieran siempre como una perdigonada.

—Acaba, Sancho —le dijo Teresa—, que es para hoy.

—No sé qué prisas tienes, mujer. Yo no tengo ninguna, ni la voy a tener en unos cuantos meses. Vámonos a las cuentas. Sabes, como yo, que quien quiera tenerme a su servicio le bastan dos ducados al mes más la comida, y me tendrá más aficionado y leal que el perro de un chacinero. Desde el comienzo me apalabré con don Quijote en treinta reales al mes. Con treinta reales tengo yo, tienes tú y tienen mis hijos de sobra para ser honrados, no deber nada a nadie y esperar la luna debajo de un peral. Aunque en el trato no entraba la comida, el jornal no se menoscabó ni un maravedí, porque la vida caballeresca suele traer aparejados los banquetes y convites en los que uno no tiene más que extender la mano y traerse a la boca un carnero entero con las entrañas enternecidas por más de doce pichones y un zaque del mejor vino del mundo, y cuando no es así, se sustenta de borrajas, pamplinas y todas las otras tagarninas y piruétanos que va cogiendo en los ribazos, y del variado surtido de las fuentes. De modo que en ese trato con don Quijote salí un tercio mejorado que con Tomé Carrasco, que fue el último con quien trabajé a jornal, que me daba dos ducados al mes. Echa tú las cuentas y verás que en estos tres meses he ganado noventa reales, a los que habrás de sumar aquellos doscientos escudos que me dio el duque, cuando dejamos sus tierras, y los que se llevó el negocio discreto y personal que tuve yo con don Quijote y...

—¿Qué negocio es ése, Sancho, del que nada me habías contado?—preguntó su mujer.

—¿Y no recuerdas ya lo que te dije por carta, y que era mejor no darle tres cuartos al pregonero?

Teresa, aturdida por la visión de la sarta de corales con los extremos de oro que le envió la duquesa cuando Sancho era su huésped, había olvidado de la carta todo lo demás, no siendo lo de corresponder a su benefactora con un fardel de bellotas, a las que se mostró aficionada la señora. Del resto, lo había olvidado todo, de modo que Sancho hubo de pormenorizar lo referente al encantamiento y desencantamiento de Dulcinea.

—¿Y de cuándo acá has creído tú en encantamientos? Mira de estar lejos de brujas y cabrones, no te vayan a reconciliar el día menos pensado.

—Nunca dije que yo creyera en tales fábulas —se defendió Sancho—, pero don Quijote sí, y así ese señor Merlín que vino a casa de los duques le dijo que si quería ver desencantada a Dulcinea y devolverla a su porte principesco, borrando la apariencia de grosera labradora a la que la habían reducido, tenía que darme yo tres mil trescientos azotes.

—¿Pero no me dijiste el otro día que en ese punto de Dulcinea le habías tenido engañado a tu amo siempre? ¿No me contaste que la primera vez que te mandó a llevarle no sé qué cartas, no fuiste, y luego le contaste que sí la habías visto y añadiste además todo lo que un enamorado quiere oír siempre de su dama, diciéndole que Dulcinea era así y asá de hermosa, de gentil y de radiante?

—Todo eso es cierto, y no es cosa que me guste recordar, porque parece hacerme un pícaro. Pero ¿qué podía hacer? Si le decía que no había ido, contaba con su ira, y diciéndole que la había visto, qué daño podía causarle a quien ya la tenía presente a todas horas.

—No me meto en tus tratos, pero ¿qué tiene que ver todo eso con el encantamiento de Dulcinea?

—Tiene que esta última salida don Quijote hizo que fuésemos al Toboso. Yo iba bien corrido, pensando que cuando me preguntara que le llevara a la casa de Dulcinea, en la que él daba por supuesto que yo había estado llevándole las cartas, no iba a saber qué decirle. Así que la primera moza que nos topamos se me ocurrió señalársela como Dulcinea. Y él podía estar loco, pero no era tonto, y me dijo que cómo era posible que Dulcinea fuese una moza tan ordinaria, con aquella voz de mulero que tenía. Y ya sabes tú lo que dicen, más vale sostenella y no enmendalla; yo me hice fuerte en lo mío, y él dudó; le mentí, y lo creyó, y le pregunté cómo es que no veía a la mujer más hermosa de la tierra, y no supo qué responder. Él me decía: «Pues no la veo». Y yo le decía, «si está delante». Hasta que él mismo encontró la solución del enigma, que fue dar en pensar que, así como yo la veía tal como era, en su porte princesino, él tenía que conformarse viéndola bajo la apariencia de una campesina vulgar, merced a los encantamientos que con ella habían obrado sus malos enemigos. ¿Lo entiendes ahora? A partir de ese momento su terco desvivir fue el de desencantar a Dulcinea y volverla a su ser genuino, porque te diré que tanto como no poder gozar de su visión, le sumía en la desesperación más completa el que la reina de sus pensamientos tuviera que soportar sobre su delicada piel las burdas sayas de una pueblerina. Y ahí es donde entró en danza el señor Merlín con lo de mi zurra.

—¿Pero me vas a decir que tú crees en esas cosas?

—Mira, Teresa, en lo del encantamiento de Dulcinea no puedo creer, porque tampoco creí nunca en Dulcinea. Pero nada me hace pensar que Merlín no fuese Merlín, y anduviese o no tan errado como don Quijote del encantamiento, el caso es que yo debía azotarme. No quería yo, y no quería otra cosa mi amo. Llegamos él y yo incluso a las manos. Hasta que acordamos que me pagaría un cuartillo por azote.

—Espera, Sancho y no vayas tan deprisa. ¿Llegaste a darte todos esos azotes?

—¿Yo? ¿Me has visto alguna vez chuparme el dedo? Pero fue a mi amo a quien se le ocurrió pagármelos, porque el tal Merlín no dijo nada de pagarlos o dejarlos gratis. Y creo que no puede acusarme nadie de engañar a mi amo don Quijote. Acaso se podría reprocharme que no le desengañara diciéndole que aquellos azotes no servirían de nada, pues ni existía Dulcinea encantada ni existiría desencantada, pero ni le desengañé yo ni hubiera podido desengañarle nadie, ya que con mi amo tratándose de Dulcinea habría sido dar coces contra el aguijón. Lo demás, el que quisiera cobrarlos, estando él dispuesto a pagarlos, el amor que les tengo a mis hijos y a mi mujer hizo que me mostrara interesado.

—Bien hecho, marido mío, ahora sí te conozco. ¿Y a qué se llegó?

—Si los ricos pueden pagarse sus locuras y los locos gastarse su hacienda en los que somos pobres, ¿qué nos han de importar a nosotros los pobres las locuras de los ricos? Le pregunté cuánto me daría por cada azote que me diese, y me respondió que si él me hubiera de pagar conforme lo que merecía la grandeza y calidad de ese remedio, el tesoro de Venecia y las minas del Potosí serían poquísimos para pagarme, y me ordenó que tentara la bolsa con el dinero suyo que llevaba yo, y que tasara el precio a cada azote. Y eso hice, vi lo que había, y sin querer abusar de su largueza, porque la avaricia rompe el saco, le dije que un justiprecio sería el de pagarlos a cuartillo cada uno. Le pareció bien, y teniendo en cuenta que eran tres mil trescientos azotes, hablamos de tres mil trescientos cuartillos, que son los tres mil, mil quinientos medios reales, que hacen setecientos cincuenta reales; y los trescientos, ciento cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos cincuenta, son en total ochocientos veinticinco reales, diez veces lo que gané en jornales, y con ellos mírate rica, Teresa mía, y a mí bien triste, porque me comen ahora los escrúpulos y no me parece del todo bien lo hecho, aunque por todo lo dicho, no se hubiera podido hacer de otra manera.

—¡Cómo no! ¿No lo dio tu amo por bueno en su testamento? ¿No dijo él «estamos en paz», dando a entender que lo que había hecho loco lo sancionaba cuerdo? Albricias y bienvenidos sean todos esos dineros, y qué gran numerista ha perdido el mundo!

—Quizá sea como tú dices —admitió Sancho con escaso convencimiento.

—No le des más vueltas. Pero ¿acabaste dándote esos azotes? Porque aunque fuese una locura suya, no querría yo disfrutar ni un solo cuartillo que no lo sepa salido de un trabajo honrado...

—Eso, la verdad, es cosa que ni conviene a tu indiscreción ni le interesa a mi honra. Sí y no, te diría. Aunque repito, ¿en qué hubieran cambiado las cosas de haber sido de una o de otra manera, si Aldonza Lorenzo iba a seguir siendo Aldonza Lorenzo en cualquier caso? Pero como no quiero dejarte en ascuas, atente únicamente a lo que don Quijote dejó zanjado en su testamento, como acabas de decirme. Con o sin azotes, Aldonza nunca será Dulcinea, ni Dulcinea Aldonza, y piensa que por mucho pan nunca es mal año, y todos somos locos, los unos por los otros.

—Y dime una cosa más, Sancho, ¿tienes a mano todos esos dineros?

—Ahora lo verás —respondió el ahorrativo escudero.

Salió de la cocina y en un instante subió y bajó Sancho del desván de la casa donde guardaba, debajo de una baldosa, un esquero de cuero rojo con todos aquellos caudales que eran suma de los que quedaron del viático de don Quijote, de los dados por el duque, triste precio de las burlas que hubo de sufrir, los cuartillos azotados, y otros reales más que don Antonio Moreno, que los alojó en Barcelona, quiso darles; y aún debieran contarse aquellos que la munificencia de Roque Guinard no quiso robarles cuando cayeron en poder de su partida de bandoleros.

—Aquí comparecen, mujer —le dijo Sancho, poniéndolos en la mesa—, pero has de saber que la mayor parte de este dinero irá a parar a mi amigo Sansón Carrasco, y que no pienso trabajar en todo un año, el tiempo que he calculado puedan tomarme ciertos estudios y meditaciones acerca de la mudanza o no de mi estado.

La mueca de Teresa Panza al oír hablar de estudios al porro de su marido fue para no contarla, y a punto estuvo, del espasmo que la sacudió, de esparcir aquellos caudales por el suelo.

—Ay, Sancho; no te conozco. ¿Qué estás diciendo?

—No te apenes y no sufras, porque de aquí a un tiempo podremos doblar este dinero con lo que hay escondido no muy lejos de nuestra casa, y de lo que ahora no puedo decirte más sino que será mucho, y si lo hallamos será nuestro. Mientras, hazte cuenta de que esto ni es tuyo ni mío.

—¿De quién si no?

—De la gramática.

—¿Y ese tesoro?

—De quien lo encuentre.

—No te entiendo, Sancho. ¿Y tú de quién eres?

—¿Ahora?

—Ahora —le apremió Teresa.

—Ahora yo ya no soy de nadie. Y podría decirte lo que Marcela: «Yo nací libre, y para vivir libre escogí la libertad de los campos».

—Ay, Dios, Sancho. No me asustes. ¿Y quién es esa Marcela? ¿Tu Dulcinea?

—No. Marcela es, como si dijéramos, una manera de hablar.