CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO

Cuando se vieron en alta mar, quisieron saber el bachiller y Sancho del Gran Lesmes la razón que les tenía prometida, pero o no acababa nunca de encontrar el primo las naves demasiado lejos de Sevilla, o temía que en el barco hubiera espías tramando arrancarle el gran secreto que viajaba con él.

Llegada la primera noche, vieron que encendía la capitana dos linternas, como guía, y se apagaron en todas las naos los faroles, hornillas y anafes, y a Sansón, que traía una candela por leer en un libro, le ordenó el capitán que la apagara, y le advirtió de que si incurría otra vez en esa falta le castigaría con tres ducados. Y de unos a otros navíos se gritaban la contraseña en medio de la noche, por ver que no hubiese ningún bajel que se metiera entre ellos para atacarlos cuando se hiciera de día.

Antonia se asomaba de continuo a las amuras, y decía como ante cosa siempre nueva:

—¡El mar!

Cuando vio a lo lejos caminar sobre las aguas las candelas de la capitana, le preguntó a su esposo:

—¿Cómo nadie me reveló nunca que el mar era así?

Llegaron al cabo de ocho días a las islas Canarias sin vientos contrarios por el mar de las Yeguas. Y allí en la del Hierro se abastecieron de agua los buques sin llegar a tocar tierra, para seguir por el mar de las Damas, que como su nombre decía, era tan llano y con vientos tan suaves que bien podían haber llevado las damas el gobernalle, y así navegaron ocho días más sin que tuvieran que templar las velas.

En esos días no hubo nada notable que contar de la vida del bachiller y Antonia, de Sancho y de Quiteria y la negrilla, sino que a todos se les hacían largos, rotos sólo por las horas cantadas por el grumete, los oficios religiosos del fraile y los ejercicios en que se ocupaba la marinería.

El buen tiempo les permitió al menos pasar lo más del día en cubierta, y no en las cámaras angostas y sin luz, en donde a veces, según referían los marineros, se podían pasar hasta siete días sin salir, si venía un temporal.

Comprobaron la utilidad de los consejos recibidos, y gracias a llevar provisión de agua y vino y todo lo demás, las comidas fueron copiosas y saludables, y también contribuyeron a romper la monotonía de aquellos mares.

Y aunque estaban prohibidos, no había rincón donde no se jugasen naipes, aquí al alquerque inglés y allá a la figurilla gallega, unos al tocadillo viejo o al ganapierde, y en fin, otros al dado y a la taba. Había también quienes abominaban el juego y preferían entregarse al gran placer de la conversación; Sancho era uno de ellos, como dejó sentado cuando fue gobernador, y se dedicaba a hablar con todos, incluidos los forzados, y excepción hecha de un anciano de porte distinguido y tez cobriza, nieto de un príncipe indio e hijo de conquistador, que volvía de pleitear en la Corte la herencia de su padre, en manos de sus hermanos castellanos, y que no gustaba de mezclarse con nadie, desengañado, decían, de la Justicia. En cuanto al bachiller, escribía en su libro de mano, cuando no estaba hablando con el Gran Lesmes, a quien cobró muchísima afición, tanta que andaba un poco morugo Sancho, viendo que Sansón hacía mucho más caso al primo que a él, sin contar con que los coloquios que se traían eran siempre de tan elevadas erudiciones que Sancho se aburría y terminaba por irse, buscando a alguien de su condición con el que atar la burra, como suele decirse.

—¿Qué le podéis encontrar? —se le quejó el escudero una mañana, apenas subieron de la cámara—, si se ve a las claras que está como un cencerro. Hasta don Quijote encontraba inútiles sus saberes.

—Puede que sí —le respondió Sansón—. Pero sería raro que quien ha leído tantos libros no nos diera noticia de hechos y opiniones ajenas de las que obtener provecho, y del mismo modo que se criba el trigo, han de cribarse las palabras, que no hay libro que no tenga algo estimable ni persona que no pueda referirnos su vida ni vida que no nos instruya y deleite, tanto las virtuosas como las que lo fueron menos: en todas hay motivo de asombro y contento. Pero calla, que por allí viene.

Así era en verdad.

Y con él llegó al fin la novedad, que fue referirles su gran secreto. Miró atento a una y otra parte, como si la inmensidad del océano no le defendiera de los espías: llevaba en el caletre un modo de obtener la plata mejor acomodado que el molerla con el azogue.

—Me habéis de jurar por lo más sa... sa... sagrado que ni una palabra habrá de salir de vuestra bo... bo... boca.

Así se lo juraron Sansón y Sancho, y sólo entonces prosiguió el Gran Lesmes.

—Como bien sabéis, se van muchos indios y negros en la mo... mo... molienda del mineral envuelto en el azogue, que respiran aquellos vapores y se debilitan y consumen y al poco vienen a nada. Yo, en el curso de mis estudios, hallé en el libro de cierto alquimista árabe cómo puede separarse la plata de las inmundicias en que viene envuelta, sin el coste del azogue ni peligro de vidas, que es cierta fórmula magistral que pone a un lado la plata y a otro lo demás, tan limpiamente como se va a un lado el aceite y al otro el agua. Y aunque no he hecho probaturas, pues ni en mi pueblo hay plata ni yo he querido despertar sospechas ni la codicia en otros, me paso a las Indias llevando conmigo tomadas de memoria las proporciones de esa industria.

Todo ello dicho con aquel tartamudeo prolijo, que tenía suspensos a los que le escuchaban.

—¿Y no querría compartirlo con nosotros? —preguntó Sancho—. Vos vais a Nueva España y nosotros al Perú, bien podríamos vivir de ello todos, sin estorbarnos.

—Qué po... po... poco sabéis, hermano —dijo el primo, que sacudió los hombros con algo que no llegó a ser risa—. Si os lo dijera, se sabría, y en menos que lo estoy con... con... contando, todos lo usarían, y ni la plata valdría lo que vale ni habría ricos, siéndolo todos. El negocio está en que lo sepa uno solo. Y aquí está el busilis de esta industria, pues no sé cómo ni cómo no, el hallazgo ha llegado a oídos del Rey, que ha mandado en pos de mí a un espía que me lo sonsaque en sueños, y a lo que yo creo viene en este barco, con orden de prenderme y entregarme al tormento en cuanto le sea posible, si el sueño no le basta.

De estas cosas que dijo y de otras, hubo de admitir Sansón que el Gran Lesmes, como sostenía Sancho, no regía bien. Si don Quijote había sido un loco de la caballería, éste era un loco a lo industrial y monetario.

Después de aquel día no volvió a mencionar al bachiller el asunto de la molienda del mineral.

Como las travesías son largas, vino el Gran Lesmes cierta tarde a preguntar a Sansón si tenía él aquellos libros donde se contaba la historia de don Quijote, de los que el bachiller, bastante imprudentemente, le había hablado, y por los que al principio no había mostrado el menor interés: «Yo, señor bachiller, sólo leo libros de pro... provecho, y no novelerías». Pero, como se ha dicho, las travesías son largas, y el Gran Lesmes ya había leído todos los libros que traía consigo, y aun los mil del librero Lisardo, y se aburría.

Le prestó Sansón el primero de los dos. Pasó tres días Lesmes que no hizo otra cosa que leer en él, y cuando acabó, se llegó al bachiller, y le habló con entusiasmo de él, como sólo un loco habla de otro loco mayor que él, y preguntó si había visto la continuación de esa historia, como se anunciaba. Bajó a la cámara el bachiller y volvió con la segunda parte, sin pensar que nada de ella pudiera ofenderle, pues nada lesivo se decía del primo.

Pasados otros cinco días, en que no les habló, sumido como estaba en su lectura, que ni comiendo la interrumpía, buscó al bachiller con el libro en la mano. Lo halló con sus amigos junto al castillo de popa, al abrigo del viento, en uno de sus coloquios de media tarde.

Traía Lesmes la ceja alborotada con indómito visaje.

—¿Y bien? —preguntó el bachiller.

—Querría saber yo qué tiene de ma... ma... malo el nombre de Gran Lesmes para no declararlo el historiador de esa historia.

La vena cordal que le cruzaba terciada la frente se le empezó a hinchar de tal forma que en menos que se cuenta aquí ya amenazaba con estallarle.

—¿Hay algo deshonroso en decirlo? ¿Y ese to... to... to... to... tonillo de burla que se gasta conmigo, sabiendo que no soy sujeto que sufra las cos... cos... cos... cos... cosquillas?

—Ni yo sabía que vuesa merced se llamara Lesmes —dijo Sancho—, ni lo supo mi amo, y en consecuencia, tampoco lo supieron los historiadores. Por lo demás, puedo dar fe de que todo cuanto dijisteis a mi amo y os dijo mi amo a vos está en el libro, palabra por palabra, sin variar tilde.

—Vos estáis mejor callado, don ne... necio —replicó el primo, y dirigiéndose de nuevo a Sansón, le dijo con cada vez más acusado petardeo—: Habéis de saber que he contabilizado al menos doscientas treinta ideas, sentencias, juicios y razones de don Quijote que fueron de mi cosecha, y que no se encontrarán en el volumen primero, pero figuran en el segundo, prueba fehaciente de que sólo pudo tomarlas de mí, pues las tengo yo probadas mucho antes que viera la luz el libro.

Enumeró el primo de corrido, es un decir, al menos treinta casos palmarios a su modo de ver de plagio, que comprendían nociones de gramática, medicina, astrología y jurisprudencia.

—Y vos habéis de saber, señor Panza, que aquellos consejos que os dio para gobernar la que por vuestra codicia y simpleza creísteis ínsula, a mí me los oyó referir don Quijote en uno de nuestros coloquios, tal y como quedaron referidos en mi obra Partidas de nueva planta, y cuando no vinieron de este libro, fueron del Florilegio profano, del Metamorfóseos, u Ovidio español, del Suplemento a Virgilio Polidoro y De las artes adivinatorias, donde se refieren por vez primera casos de hidromancia o arte de adivinar echando plomo, cera o pez en el agua de un vaso, casos de aeromancia, o la adivinación por los sonidos del aire, de piromancia, lo mismo pero del fuego, de espatulamancia, por los huesos de la espalda, de sortiaria, por los naipes, de cefalomanteia o adivinación por la cabeza asada de un burro, y así hasta las ciento veinte suertes que tengo catalogadas, sin contar las que incurren en nigromancia... Y aún hay más, her... her... hermanos...

Viendo y oyendo algunos que el primo corría peligro de reventarse los pulmones al hablar, se fueron congregando.

—No entiendo, ¿qué es eso de plagio? —preguntó Sancho.

Pla... pla... gium, robo —respondió seco el Gran Lesmes—. Toda esta historia es un plagio de la primera a la última página.

Sostenía el primo el libro entre sus manos como si fuese la prueba de un crimen horrendo, y les miraba con el arco de las cejas levantado y ojos de felino, esperando que le dieran la réplica para continuar.

—¿Plagio? —repitió incrédulo Sansón.

—¡Sí, señores! ¡Pla... pla.... pla... gio! No me duelen prendas.

—¿De libro?

El eco en esa ocasión lo hizo el primo:

—De pensamiento y de libro. Doble. Al principio no caí en ello, tantas son las obras que lleva uno leídas. Pero habéis de saber que hace unos meses un muy mi amigo y pariente, Jorge Barriga, autor catalán, su padre y mi madre primos hermanos, me envió la crónica, escrita en su lengua, de don Quijote y su escudero, a quienes conoció en casa de don Antoni Moré, que los tuvo de huéspedes en Barcelona, y así lo podrá certificar su escudero aquí presente.

—Nosotros estuvimos en casa de un tal don Antonio Moreno, pero bien pudiera ser que se llamara como decís —admitió Sancho—. Aquéllos fueron días muy agitados y la derrota a manos del Caballero de la Blanca Luna lo trastrocó todo, y quién sabe si me lo ha borrado de la cabeza. Pero seguid vuestro cuento.

—¿Cu... cu... cuento? Ja, cu... cuento. Cuento no: ver... ver... verdades como pu... pu... puños —punteó el Gran Lesmes—. El libro, decía, estaba impreso en Tortosa, que fue, allá en tiempos de Maricastaña, la gran Tartesos. Es dueño de esas prensas Juan Mancebo Culón, primo nieto del gran don Cristóbal, que al trocar Culón en Colón miró la honestidad, y fue este Culón o Colón descubridor de estas Indias, ilustre tortosano, al igual que su cartógrafo don Aymeric Despuig, más conocido como Américo Vespucio, vecino éste no de la misma Tortosa, sino de Roquetes, que fue en su tiempo, a la chita callando, cuna de la Magna Grecia. Y por ello puedo afirmar que ese Cervantes es el mayor be... be... bellaco de cuantos he conocido, y un grandísimo ladrón, que le ha robado a su verdadera patria la gloria de haber alumbrado al primer historiador de don Quixot de la Garriga, y a mí la gracia de figurar en ese libro como quien soy, catalán, hijo, nieto y tataranieto de catalanes, lanzándome a la infamia y a la ignominia, y aun a la infamia de la ignominia, quiero decir a las tinieblas exteriores, léase al anonimato. ¿Cómo «pri... primo»? ¡Sí, pri... pri... primero, en defender la verdad! Y llegado a este pu... pu... punto no puedo, se... se... señoras, se... se... señores y atenta marinería, sino clamar al cielo: queriendo hacer española y de Miguel de Cervantes la catalanísima historia de don Quixot de la Garriga, del gran Miquel Servent, ha dado bellaquísima cuchillada a aquellas partes.

Dos de los marineros que se habían acercado aprestaron con disimulo un cabo, por si habían de atarlo al mástil.

Entre tanto, se miraban estupefactos el bachiller y el escudero, el ama y la sobrina, y cuantos los rodeaban, que no sabían a qué venía aquella invectiva, mientras el primo empezaba a dar señales de verdadero paroxismo arqueando tanto las cejas que le llegaba la frente al cogote, y sus pelos rojos no parecían, de punta como los tenía, sino vivísimo fuego.

—Y como bu... bu... burlas, señores —sentenció al fin, engordando la voz como un tribuno y aferrándose con una mano a la borda para aguantar el balanceo del barco y con la otra haciendo molinetes en el aire—, como bu... bu... burlas, digo, parecen de las que enfadan, y no habiéndolas podido sufrir mucho tiempo, habéis de saber, señor bachiller, que voy a arrojar este libro al mar, ya que no hay fuego a mano. ¡Al fin se ha hecho justicia! ¡Visca Servent! ¡Visca Barriga! ¡Visca Tar... Tar... Tartesos!

Decirlo y lanzar el libro al océano fue todo uno. Y verlo y lanzarse el bachiller al primo con las manos por delante para estrangularlo fue todo uno también, mientras los demás veían cómo al libro se lo tragaban las olas.

—¡Hideputa, malparit, garrapata de biblioteca, roña de sacristía, mamerto, tuturuto, morral y meticón, yo mismo os tiraré al mar y habréis de traerme mi libro en la boca!

Tenía el bachiller agarrado por el pescuezo al Gran Lesmes con las dos manos y quería lanzarlo por la borda o acogotarlo allí mismo y acabarlo para siempre. Acudieron los marineros a separarlos, pero era tal la fuerza con que lo tenía el bachiller y tanta la que el Gran Lesmes empleaba en agarrarse a todo lo que tenía cerca, cabrestantes, cabos, barrilles, que no pudieron.

—¡Os vendréis conmigo al fo... fo... fondo! —gritaba Lesmes, y sólo la expresión de su rostro amoratado causaba espanto.

Las voces del bachiller y los graznidos del Gran Lesmes, las de Antonia, que pedía a gritos que los separaran, el sofocón de Quiteria y el escándalo de los circunstantes dieron la voz de alarma. Sólo Sancho se mantenía a un lado con los brazos cruzados, y decía a Antonia y al ama:

—No tengan cuidado, señoras, que este Lesmes sabe latín, y en algún rincón de su mollera, entre sus múltiples saberes, hallará el modo de volver a nado a la Mancha.

Acudieron más marineros y caballeros, y entre todos los separaron cuando ya medio cuerpo del Gran Lesmes estaba fuera del barco. Vino también el capitán y pidió que le contaran lo sucedido. Habló en primer lugar el primo:

—El ba... ba... bachiller Sansón Carrasco me prestó un libro, y yo lo he ti.. ti... tirado al mar.

Se volvió el capitán hacia Sansón, a quien preguntó si era como decía el Gran Lesmes.

Por no tartamudear, asintió Lesmes con la cabeza.

—¿Se sabe lo que valía? —preguntó de nuevo el capitán a Lesmes.

—Ocho reales y medio —respondió éste.

—Págueselos vuesa merced, dejen esas pendencias de colegiales y no me alboroten la nave, que la próxima habré de ser yo quien los encierre en la bodega.

—Alto ahí, señor capitán —saltó el bachiller—. Ocho reales y medio valía ese libro por el que principalísimos caballeros de Sevilla estaban dispuestos a dar dos mil ducados hace dos semanas, y no quise darlo, porque era de indecible valor el pliego que iba dentro, de puño y letra de su autor.

—No es gran pérdida —dijo el capitán—. Rogad a su autor que vuelva a trasladároslo.

—Ahí voy. Su autor murió no hace todavía un año, y tenía yo ese pliego en más que las telas y entretelas de mi alma. Y ahora este mentecato lo ha tirado al mar.

Volvieron a despertársele al bachiller los bríos, se desasió de quienes lo tenían, se fue para Lesmes y lo agarró del cuello nuevamente para arrojarlo al mar.

Esta vez costó separarlo más que la primera.

Cuando parecían ya todos más sosegados e iba recobrando el resuello su amo, dijo Sancho:

—Doy fe de ello, señor. Ningunas otras palabras de ningún autor, moderno o antiguo, en lengua clásica o romance, podrían comparárseles.

—No ha habido vez —dijo jadeando Sansón— que leyendo las palabras de ese pliego no acudieran las lágrimas a mis ojos y que no hallara consuelo a las penas de la vida en el penar de aquel hombre que muriéndose de viejo, enfermo y pobre, aún tuvo ánimo de consolar a quienes aquí quedábamos. Y este botarate que tengo delante, un necio de marca mayor, lo lanzó al mar sólo porque creyó que se le hacía agravio en él. Valiente polilla.

—¡Mi honra, mi honra allí se me pe... peló! —exclamó el Gran Lesmes, volviendo la vena de la frente a dar cuenta de su locura.

—¿Y vais a lanzar al mar todos y cada uno de los libros que se han impreso de esa obra, señor bobo? Simple nacisteis, simple sois y simple os recordarán en ese libro. Yo me encargaré de que en otro se diga que además de necio fuisteis harto bellaco, y no tendré la piedad que tuvieron con vuesa merced Cide Hamete y Cervantes. Y se leerá bien a las claras vuestro nombre, para que todos digan al veros pasar: «Mirad, aquel zoquete, aquel majadero y fatuo, aquel tontucio farsante, ese vendehumos camueso, ese cencerro roto, ese borrico, no es otro que el primo, de otro modo llamado el Gran Lesmes Barriga, para vergüenza del género humano».

No había modo de sosegar al bachiller, y cada poco hacía por desasirse de quienes lo tenían sujeto por los codos, para irse contra el primo.

Comprendió el capitán que si los dejaba juntos en su barco, el bachiller acabaría encontrando ocasión de tirarlo por la borda, y le puso al primo una guardia que lo mantuvo seguro, hasta que a la tarde lo metió en el esquife de la capitana, que hacía el recorrido entre las naos requiriendo las novedades. Así fue como acabó aquel suceso y perdió su libro y el pliego de Cervantes el bachiller, y recuperó Sancho la compañía de su señor, a quien por consuelo dijo con socarronería:

—No pe... pe... pene vuesa merced, que sa... sa... sabe que otro como ese que ha perdido viene en mi alforja, y lo mío es vuestro.

La desaparición de aquel pliego en el que Cervantes había escrito acaso las páginas más hermosas de su vida la tuvo el bachiller por un pésimo augurio, y anduvo unos días taciturno, repartiendo su tiempo entre su libro de mano y el guitarrillo de uno de los marineros, que lo rasgaba cuando al caer la tarde se sosegaba el barco y muchos bajaban a reposarse a las camaretas.

Tocaba y cantaba Sansón lo mismo a lo cortés, excusa para que las damas lloraran lo suyo, que a lo burlesco, con aquel romance que empieza «mi marido va a la mar, chirlomirlos a buscar», que ponía la nave en pura risa, hasta que la señal de recogerse, el fanal de popa de la capitana, cortaba las voces de la marinería y los coloquios de la gente. La oscuridad henchía el cielo de estrellas nunca vistas, los sonidos de la noche se hacían más nítidos que los del día y el clamor del viento en las velas y el de las olas en la proa, junto al chirrido de los cabrestantes y el canto acompasado de las jarcias, llenaban el barco de un misterio inefable, mientras seguían la luz trémula de la capitana, luciérnaga que a menudo tomaban por un lucero.

—Aquí he comprendido —dijo el bachiller una noche dirigiéndose a Antonia, pero también a Sancho y a Quiteria, que estaban sentados esperando el sueño, y aun a la negrilla, que miraba sin saber si lo entendía— la pequeñez del hombre, en este cascarón de nuez. Y doy en pensar qué gran injusticia que no venga con nosotros nuestro buen don Quijote, que parece siempre que la muerte deja las grandes aventuras a la mitad.

Esa noche corría un poco de brisa, y era ésta tan cálida y aterciopelada, que casi todos estaban en cubierta, porque el aire de las cámaras resultaba sofocante. Pero la mayoría dormitaban o se estaban en silencio, dejándose mecer por la suma de todos los susurros que se ha dicho.

Aquel tépido sereno le hizo pensar al bachiller que quizá ya hubieran traspasado la línea equinoccial, y así lo dijo, y al oír esta palabra, Sancho saltó:

—Una de las razones que me trajeron a este barco y me convencieron fue la de querer averiguar aquello que me dijo don Quijote el día que nos embarcamos él y yo en el río Ebro, antes de la aventura de las aceñas, que tan a punto estuvo de asparnos. Y fue que decía mi amo que los que embarcaban en Cádiz hacia las Indias occidentales, una de las señales que tienen para saber que han pasado la línea equinoccial es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, que tampoco se hallarán en todo el bajel, aunque los pesaran en oro. Y así, me ordenó que me paseara la mano por un muslo.

—¿Y salieron de dudas, don discreto? —preguntó con asco Quiteria.

—¿Que si salimos? Se confirmó que no nos habíamos apartado de la orilla ni tres pasos. Pero llevo ya en mi averiguación particular una semana, y hace tres días que no hallo en mi persona, por más que busco, ninguno de los animalejos que venían conmigo desde mi patria, de donde se demuestra que debemos andar ya más cerca de nuestro final que de nuestro principio.

Se quedaron todos pensando lo que Sancho había dicho, y él, viéndose en la obligación de explicarlo, añadió:

—Claro que siempre se está más cerca del final que del principio.