Se fue Sancho a su casa y prometió Sansón Carrasco llevarle el ejemplar del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en cuanto lo rescatara de la casa del hidalgo.
Y a casa del hidalgo marchó el bachiller Sansón Carrasco. Tres meses hacía, día más día menos, que don Quijote había muerto, y dos semanas fue el tiempo que duraron las lecciones de Sancho y que Antonia Quijano llevaba sin ver a Sansón Carrasco.
Se cruzó Sansón Carrasco en el zaguán con el escribano señor De Mal, que salía de la casa con tan pésimo humor que ni siquiera se entretuvo en saludarlo con algo más que un buenos días y un adiós.
Imaginó Sansón que el señor escribano habría estado tratando de la hacienda y de las deudas que la tenían en sitio.
Sintió Antonia la voz de su bachiller preguntando a Matías Barrientos, el nuevo gañán, quién era él y dónde estaba ella y el ama Quiteria. Le explicó el muchacho, de unos doce años, canijo y algo tartamudo, con la cabeza pelona y la rara costumbre de querer taparse las narices con los morros al ponerse a hablar, que él era el nuevo criado de casa, y que el ama vareaba un colchón en el patio y que Antonia suponía que se encontraba en la casa, porque no la había visto salir, pero que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraría, cuando vio el bachiller que bajaba a la carrera la muchacha colocándose las tocas y sofocando el incendio que se le había prendido en las mejillas.
—Ay, señor bachiller, y qué caro se vende vuesa merced en esta casa. Y tú —ordenó al nuevo gañán— no te me quedes ahí parado como un pasmarote, y vete a hacer lo que tengas que hacer. ¿Y a qué se debe esta visita y a esta hora?
—¿Y Cebadón?
—No convenía, y se le ha dado licencia.
—No me apena, que cada día que pasaba, parecía que se insolentaba más y más. Y el señor De Mal, ¿mirando por vuestra hacienda?
La venida del mozo había puesto de tan excelente humor a la sobrina, que en apenas segundos había ya olvidado ésta los propósitos que habían traído al escribano esa mañana, como otras, a casa de don Quijote. Le había dicho: «Mira, Antoñita, que no soy uno de esos viejos a los que las promesas de una doncella avisada como tú pueden traer eternamente de la Ceca a la Meca. Si antes de un mes no me das una respuesta terminante y ésta es la que yo deseo, que es hacerte mi esposa, procederé con los alguaciles, vendré, ocuparé la casa y os dejaré en la calle a ti y al ama. Así que nada de tretas; que todos conocemos las argucias de Penélope».
Apesarada con aquellas advertencias, oyó al bachiller hablar con el nuevo gañán, y todos sus pesares se desvanecieron, hasta el punto de hacer uso de la retranca.
—¿Que si el señor De Mal mira por mi hacienda? ¡Si yo le contara! Pero dejemos de hablar de ese pájaro de mal agüero, y dígame qué de bueno trae vuesa merced a casa, y a esta hora.
—¿Lo dices, Antoñita, porque vais a comer?
—No, por tanto. Y ordenaré a Quiteria que ponga un plato más en la mesa y que os fría unos huevos recién puestos esta mañana por mis gallinas, antes de que se las lleven los usureros, leguleyos y rábulas y aún, si me decís que sí, corro a decirle a Matías que mate dos buenos conejos y hasta el buey, para corresponder a tan gran honor.
—Para estar perdiéndolo todo te veo de muy buen humor.
—¿Querría que llorara? Llévese esta hacienda el demonio, que de mucho menos nos hizo Dios a todos.
No se le pasó por alto a Sansón Carrasco la excitación y contento que llevaban a Antonia de un lado para otro de la cocina, ni la locuacidad que su presencia le había arrancado.
—No hay para tanto, y te prometo —le dijo el bachiller— que sabremos entre todos sacarles los picos de la tajada a esos buitres, y yo vendré a comer con vosotras cuando me digáis, que veo que aquí empieza a usarse el modo palaciego, y no sólo despedís al criado, sino que lo cambiáis por otro mejor.
Entró Quiteria a saludar al bachiller, y vio Sansón que todo lo secas y abruptas que habían sido las relaciones de las dos mujeres hasta entonces, se habían vuelto suaves y tiernas, como si al fin aquellos dos seres desvalidos hubiesen comprendido que no tenían en esta vida otra familia que la que ellas dos pudieran darse, de modo que cada una vivía en un desvelo perpetuo por la otra, y todo eran regalos, melindres y confites. Y si este hecho de la intimidad de la sobrina y el ama hubiese sido del conocimiento de quienes andando el tiempo quisieron llevar a los altares a don Quijote, lo habrían considerado el segundo milagro del hidalgo, y ni el propio Sansón Carrasco pudo creerlo, ni ninguno de los que conocían al ama y a la sobrina, cansados de verlas en la perpetua discordia. Aunque aquel tan extraño avenimiento tenía su explicación.
Pero ¿cómo podría contarle precisamente ella a Sansón Carrasco lo que pasó aquel día, el siguiente de que llegara Quiteria de vuelta de su fuga, que la oyó ésta sollozando tras la puerta, y entrando, la halló desnuda, subida a un altísimo trono, fabricado con dos sillones, desde donde iba a lanzarse sobre un haz de ortigas que había esparcido al pie? Bastó ver lo aparatoso de aquella fábrica, para que Quiteria comprendiera al punto lo que estaba sucediendo, y que no era otra cosa que la de desprenderse del vientre aquella semilla que ya había arraigado en él. Se arrojó la niña a los brazos del ama y le contó todo lo que había sucedido con Cebadón el día en que ella se había partido para Hontoria.
Consoló como pudo Quiteria a una desconsolada Antonia, culpándose el ama por haber dejado a aquella cordera sola con el lobo metido en la majada. Le decía a Antonia, «ya había notado algo que no me gustaba en este mozo tan jactancioso», y de paso se culpaba Quiteria de no haberse quedado aquel día en casa, porque de ese modo según ella la virtud de la doncella no se habría echado a perder; y sin declararlo, también Antonia se culpaba por no haber sabido defenderla con mayor determinación, vencida que fue de su propio miedo, si acaso no de su curiosidad o de su candor.
—¿Estás segura? —le preguntó Quiteria, cuando se hubieron serenado y después de cubrir sus carnes amoratadas por el frío.
Se refería el ama a si estaba Antonia segura de haber quedado preñada de Cebadón, y Antonia asintió con la cabeza. Tan seca tenía la boca que las palabras no le salían.
—No temas. Respóndeme una cosa más: ¿Te forzó, como me has dicho?
Movió Antonia la cabeza de una manera que siendo más sí que no, lo mismo podía ser no que sí.
Quiteria, que había determinado no espantarse de nada, siguió su preguntorio.
—¿Tú le quieres?
Antonia volvió a negar con la cabeza, esta vez vivamente, y aquel gesto no daba pie a ninguna suposición. Parecía muda.
—¿Y te ha dicho que te quiere?
La muchacha, con gran pesadumbre, y sacudiendo la cabeza admitió que así era.
—Bien, en ese caso, todo está arreglado. Te casarás con él.
—¡No!
Y esa palabra sonó como un tajo que le partía en dos el pecho.
—Aunque quisiera, ama —continuó diciendo Antonia—, sería para mí la peor de las condenas. Y sé bien que muchas querrían tenerlo por marido, pero la sola idea de ser suya me produce bascas. Y ni siquiera estoy segura de que él quisiera hacerme su esposa, de saber que nada llevaré yo como dote, que todo se lo quedará el escribano.
—No te preocupes por eso, niña. Engaño por engaño. Y hablando de otra cosa. ¿Le has dicho algo de todo esto a alguien? ¿Lo sabe el bachiller?
Volvió a negar vivamente Antonia.
—Si lo supiera me moriría.
—¿Y Cebadón?
—Ése sería el último en saberlo.
—Bien, algo habrá que hacer —admitió al cabo de unos instantes Quiteria, aunque su voz titubeante delataba que era ella la última persona que sabía qué es lo que debería hacerse en aquel suceso—. Mañana mismo despediremos a Cebadón, y ya se proveerá.
Y eso se hizo, con pesar del mozo, que aun tuvo la majeza de buscar a Antonia y soltarle:
—Antes muerta que de otro. Antoñita, y no dirás que no te lo he advertido. No te vas a librar de mí así como así.
Quiteria, que lo oyó, se fue al mozo como una leona.
—Mira, Juan, Antonia se casará, pero no contigo, y como te vayas de la lengua diré que saliste de esta casa por ladrón, y no volverá nadie a quererte de criado. Así que tú verás.
—Antonia será mía o no será de nadie. Y antes la mato que dejar que se case con otro —amenazó el mozo con el más torvo de los semblantes—. Y de paso te me llevo a ti por delante, vieja alcahueta.
—Bien —acordó el ama—. Sea así. Haz lo que te parezca, pero no vuelvas a acercarte a esta casa.
—Me la llevaré por delante.
—Me parece bien —dijo Quiteria sin arredrarse—, pero si te veo aparecer por aquí, te clavaré la horca.
Se fue Cebadón, vino Matías, y por más que Quiteria repasó en su magín el nombre de todos y cada uno de los mozos, viudos, viejos solterones y demás albarranes de aquel pueblo, no encontraba ninguno que pudiera convenirle a Antonia. En unos casos porque eran menos que ella, y en otros más.
En ese punto de indeterminación estaban las cosas la mañana que Sansón Carrasco se acercó a la que había sido casa de don Quijote, a reclamar su libro.
—Tengo entendido, Antonia, y así se publicó en el libro de Cervantes, que hace un año largo, antes de que tu tío y señor se desquiciara por completo, tuvo lugar en el corral de esta casa cierto auto de fe en el que se quemaron dos cerros de libros.
—Así fue. Y lástima me dio no quemarlos todos —admitió la sobrina—, y lo habría hecho de no haberse mostrado a última hora tan misericordiosos don Pedro y maese Nicolás, pues aquellos libros fueron, como quedó más que probado, los verdaderos causantes de los desvaríos del señor Quijano, que lo sacaron a plaza para reír ajeno y descrédito propio.
—Dejemos a un lado tales consideraciones, porque el mal no estaba en los libros, sino en la cabeza de aquel hombre bonísimo que conoció la gracia de volver a su cordura. No son nocivas las cosas, sino lo que con ellas pueda hacerse, y a nadie en su sano juicio se le ocurre enterrar el fuego porque con él pueda prenderse una ciudad como Roma, ni fundir los cuchillos porque en ellos duerme la muerte, ni en secar todo el agua del orbe porque en ella se ahogan los náufragos. Y así los libros, aun siendo nocivos, serán inocuos a los ojos de quien los lea, si éste es alguien discreto y de buenas luces. Y fue lástima que yo no me encontrara entonces en el pueblo, porque habría venido corriendo y me los habría llevado todos, antes que dejarlos quemar. Entre los libros que uno encuentra deleznables, puede otro hallar tesoros escondidos, y en las bellezas que se le muestran a uno, no hallar otro más que escoria. Así, mientras computaba las bajas de aquel famoso y sanguinario escrutinio leyendo el libro, me quedé con las ganas de recoger a los penitenciados y reformarlos en mi retiro. Y no hay libro, por malo que sea, que pasados unos años no se muestre mejor de lo que era, y si se muestra peor lo hace sin su penoso rostro, como veneno que ha perdido sus poderes. Yo me habría llevado gustoso, desde luego, palmerines, don duartes, amadises y belisardos, genuinos y apócrifos, nobles y fules, y ya sabría yo separarlos a mi diestra o a mi siniestra en el juicio final. Sé por experiencia que el libro que hoy te pareció bueno, entretenido y provechoso, leído al cabo del tiempo lo encuentra uno tedioso y desustanciado, y el que, por el contrario, reputó uno como hijo de un ingenio harto fatigado, lo halla, al cabo de los años, lleno de inauditas novedades. Y muy raro es aquel alimento que aprovechándote de joven, te deleite de viejo, que a todo acaba perdiéndosele el gusto, como no sean los manjares de los dioses, el maná del cielo y la ambrosía. Y ejemplos de libros inmortales hay bien pocos, y más cuando van cumpliendo su vida por siglos. De modo que en esto de los libros vi yo que obrasteis todos con mano demasiado ligera, porque quemados ya no pueden juntarse sus cenizas sino hasta el Juicio Final de los libros, en que suenen las trompetas y se recompongan todos los libros que en el mundo se han escrito y escribirán hasta el fin de los tiempos.
Le miraban las dos mujeres como si hubiese resucitado el mismo don Quijote, el ama con alarma y la sobrina con secreta congoja e inquietud, ya que aquella afición de Sansón a los libros de caballerías la alejaba más de él y estorbaba tanto su más íntimo deseo.
Pasó luego a contarles Sansón al ama y la sobrina lo del libro que le había prestado a don Quijote y su deseo de recuperarlo, con más razón ahora, a saber, porque había sido el libro que le descubrió a don Quijote, el que le hizo tomar la determinación de regresar al pueblo y el que el mismísimo don Quijote le había pedido.
—¿Sabes de qué libro hablo?
Por supuesto que Antonia sabía de qué libro hablaba, porque el último invierno, antes de que su tío saliese en su tercera y definitiva salida, se había comentado mucho en aquella casa de él y de las cosas que en él venían. Incluso el propio don Quijote les había dicho al ama y a la sobrina: «Señoras mías, llamadme loco, pero ahí anda mi historia en letras de molde, como no anda ninguna de las vuestras, y bien me río yo de todo lo demás, que será ese el modo de no acabarme del todo».
—¿Y para qué queréis ese libro ahora? —preguntó Antonia algo molesta de que la tuviera por una desinformada—. Después de que le quemamos los libros y le tapiamos el aposento donde los guardaba, puedo aseguraros que jamás volvió a entrar por esa puerta libro ninguno, o si entró, debió de hacerlo con mucho más sigilo que se volaron los otros, porque jamás he vuelto a ver, por fortuna, ni un libro más en esta casa, y me muera ahora si esto no es lo cierto.
—Calla, Antonia, que el señor bachiller lleva razón. Uno entró, y debe de ser ese que él dice —dijo el ama Quiteria, pero en este punto guardó silencio, como si pensara no declarar más.
—¿Y ese silencio quiere decir que lo usaste para encender la lumbre?
—Ese silencio quiere decir que no sé si haría bien en devolvéroslo, porque si hubiera mostrado a su tiempo severidad con mi amo, ahora quizá seguiría él entre nosotros, y nadie me quitará de la cabeza que él estropeó la suya en esos libros primero, y luego por esos caminos.
—Mira, Quiteria, los caminos están ya trazados y poco podemos tú y yo hacer para desviarlos o detenerlos. Hombre soy, tengo mi hacienda, compro mis libros y puedo leerlos. Si tú no quieres devolverme lo que tú sabes que es mío, eso te deshonra más a ti que a mí, que siempre podré comprar otro ejemplar a la primera ocasión que se me presente.
—No me llame ladrona, señor bachiller, no me ofenda, que los pobres sólo tenemos la honra, como para que venga el más menguado a faltarnos al respeto. Aguarde aquí, que yo lo buscaré donde lo puse, o mejor aún, ya que tanto interés tiene, súbase al desván, y allí junto a las que fueron armas del señor Quijano lo hallará. Allí lo puse yo el mismo día que murió. Cuando ya lo enterramos y devolvimos a su aposento el trasportín, mi mano dio con una dureza sospechosa. Pensé que sólo podía ser un tesoro, pues así lo celaba. Abrí el colchón, y allí, entre guedejas de carnero churro, hallé aquel libro. En mucho debía de estimarlo para esconderlo así. Y porque no sé leer, pero de haber sabido cuál era, créame que lo hubiera quemado, antes que ninguno, por borrar de esta tierra la triste historia de un hombre que tuvo la desdicha de ser loco, siendo el más bueno, y la más triste desdicha de tropezarse con unos historiadores más sandios que él, a quienes no ha importado alcanzar renombre a costa del nombre de mi amo. Pero bastó que acabáramos de enterrar a mi amo y que él lo estimara tanto como para esconderlo en el colchón, para que yo lo indultara y me lo llevara arriba, con las otras pruebas de su locura. Súbase allí, que allí lo encontrará, pues le aseguro que esta vez no se lo han llevado los encantadores.
—No te fíes, Quiteria —le dijo con guasa el bachiller al ama—, que los encantadores, una vez que han aprendido el camino, lo mismo vienen a llevarse otra cosa.
—No sé lo que me dice vuesa merced. Así que ande, suba y búsquelo.
Y el ama, que a veces se gastaba muy malas pulgas, salió entre un revuelo estrepitoso de sayas.
Quedaron solos Antonia y el bachiller, como la muchacha y el diablo querían, ya que el diablo debió de ser quien inspiró estas palabras al mozo:
—Llévame a ese desván, Antoñita, que en esta casa tan grande acabaré perdiéndome.
Sabía perfectamente el bachiller Sansón Carrasco dónde y cómo llegar a aquel desván, porque el mismo día en que murió el caballero, buscándole él por la casa, acabó subiendo y hallando entre las armas aquella rodela en la que escribiría la misteriosa enseña que le dictara el propio don Quijote, aquel «Quien puede, quiera; quien quiere, pueda». Sólo que entonces no pudo verlo porque lo puso allí el ama horas después de enterrar a don Quijote, como acababa de contarles.