Cómo les pesó la soledad en que les dejó el recuero y cómo se cerró sobre ellos aquella segunda oscuridad de estar en tierra extraña!
Sabían que a no tardar y viéndoles tan desasistidos, vendrían los negros a cobrarse venganza.
—No queda otra, Sancho, que vender cara la vida y defender a las señoras —dijo Sansón, que en materia de novelas de caballeros andantes también llevaba leídas unas cuantas.
—La mía, señor —le dijo Sancho—, no les costará mucho cobrarla, que no me sostienen las rodillas, y del vientre, ni hablamos.
Entre tanto, atendía Guiomar a Antonia, y hacía lo que le mandaba el ama, que era abanicar a su señora con una gran hoja y quitarle de la cara algo del aire sofocante que parecía ahogar a todos.
Se fijó en ella Sansón, y le dijo:
—A ti, por negra, no te harán nada, Guiomar. Ponte a un lado del camino, y quiera Dios dártelo bueno, como será malo el nuestro, que el color de la piel en un lugar te da la libertad y en otros la quita.
—Guiomar —respondió la negrilla— siempre se quedará con la señora Antonia y el ama Quiteria. No irá a parte alguna. Allí ellas, allí Guiomar, y con señor Sansón y señor Sancho, si no dispone otra cosa el amo.
Por primera vez la oían Sansón y Sancho decir tantas razones juntas, y con voz que era tan dulce, y una mirada tan tierna que les dejó cautivos.
De la opinión de Sansón se mostró también el ama, que trató de persuadir a la niña. Ésta, entre lágrimas, movía a uno y otro lado la cabeza dando a entender que no se desgarraría de ellos. Y lo mismo quiso decirle Antonia, de no ser porque se presentaba el parto tan rápido, que pidió Quiteria a los dos hombres se apartaran un tanto de allí e hicieran un fuego.
—¿Y no será el fuego declarar dónde estamos? —peguntó Sansón, pensando en todo.
—No sea simple, bachiller —respondió Quiteria a la vieja usanza—, ésos, si están, siguen ahí, detrás de cualquier árbol.
Pasó Antonia, como primeriza, muchas horas con dolores, sin parir, y tuvieron tiempo de buscar algún regato, que hallaron no lejos de donde estaban. Se les echó la noche encima.
Dos o tres horas más tarde oyeron el llanto de una criatura; Antonia había parido.
Acudió Sansón corriendo donde estaba la madre, y apenas pudo verla sino con la punta de los dedos, porque a más no daba aquella oscuridad.
Creyó que Antonia estaba triste por haberle dado una hembra y no varón, como quería, y trató de consolarla:
—Será como su madre, y eso me basta —le dijo el bachiller.
—¡Estoy llorando! —exclamó Antonia perpleja.
Y a Quiteria le preguntó:
—Ama, ¿a quién se parece?
—A estas horas, Antoñita —dijo el bachiller—, a los luceros.
Había puesto Sancho un poco de agua en un hervidor, pero el fuego era ruin, y tardaba en calentarse. Tomó Sansón otro poco de agua del torrente en la colodra y, teniendo por cierto que los negros les quitarían la vida esa misma noche, allí mismo bautizó a la niña con el nombre de María, en honor de Nuestra Señora. Y se acordaron que acaso tampoco estaba bautizada la negrilla, y por si acaso, también la bautizó. Y entre todos los nombres de que podían echar mano, se llevó el de don Quijote: «Desde hoy», le dijo el bachiller, «obedecerás al de Guiomar Quijano».
Brizó Guiomar a María, se acurrucó debajo de un árbol caído, y se encajó como mejor supo y pudo. Quiteria, con la excusa de asistir a Antonia, no la dejó tampoco sola con el bachiller, por miedo a que su señora, en la flojera que sigue al parto, volviera a las andadas con los remordimientos, mientras que Sancho peleaba a brazo partido para alimentar una hoguera que daba más humo que llama, y más sombras que resplandores.
Estaban todos rendidos; y aunque el temor a los negros los mantenía despiertos, el cansancio era tal, que les vencía el sueño.
Sancho, que lo notó, dijo resuelto:
—Pierdan cuidado vuesas mercedes; yo haré la guarda.
Sansón Carrasco entregó a Sancho la pistola y su espada, y encomendándose cada cual al cielo, se dispusieron a pasar la noche como mejor pudieran.
El confuso frenesí que reinaba en la selva durante el día se trocaba, caído el sol, en mil silencios rotos, todos distintos. Recordó Sancho la noche aquélla temerosa que pasaron don Quijote y él junto a unos batanes. Los ruidos y baladros de la selva no eran tan fuertes, pero sí más sutiles. Hubiera podido Sancho entrar en el corazón de sus amigos. Hasta el hilo de sus sueños se escuchaba, sutil e interminable. No tardó en llegar la aurora, y con ella el que temían fuese a ser el día más aciago de sus vidas, si no el último.
Despertó primero la niña, con un lloro menudo, y Antonia y Sansón a un tiempo, y Quiteria después, y por último la negrilla Guiomar, a quien hubo de sacudir Quiteria, porque era de dormir roqueño. Los cuatro vieron a Sancho tal y como lo habían dejado la noche anterior, sólo que con todos los pelos de la barba electrizados, y a su lado, tendido de espaldas, un mico más aparente, negro y grande que muchos sacristanes, con patas y brazos levantados, y la espada del bachiller clavada en su pecho.
Costó lo suyo que volviera Sancho de su espeluzno, pero al fin contó cómo en la guardia se quedó dormido. Soñó luego que seguía en los tiempos de aventuras, sirviendo a don Quijote en aquellas Indias, allí mismo, con todos ellos pasando el Darién. Y que estando en un coloquio con su señor, como acostumbraban, sintieron ruido cerca. Puso don Quijote mano en la espada y movió un gesto con la otra para imponer silencio, mientras hacía el escrutinio del aire. Sintieron entonces, sin saber de dónde ni cómo, inopinada y súbitamente, una bestia espantosa que venía de lo alto a llevarse a la niña, sin poder decir ellos si aquella salvajina era de las que volaban, reptaban o corrían los árboles. Atento como estaba siempre a socorrer a las criaturas, no dudó don Quijote en asestar formidable y certerísima estocada, y dejar tendido sin vida a aquel monstruo en el preciso instante en que ya tenía sus garras sobre la recién nacida. Y todo parecía en sueños tan real, que de no despertar en ese instante, lo habría tenido por verdadero. Halló entonces a su lado al monstruo al que, asustadizo como era, ni se había atrevido a sacar la espada, por si le daba la vida al arrancársela, como había visto él algunas veces en los lances de toros.
Examinó el bachiller a la bestia mientras limpiaba su espada en unas hierbas. Era el monstruo un monazo de lo menos seis arrobas y muy fea catadura, que recordó a todos a uno de los herreros de su pueblo.
Tuvieron Sansón y los demás a gran modestia no querer Sancho blasonar de su victoria, pero nadie le convenció en contrario y no dejó de creer nunca que no hubiese sido el brazo de don Quijote el que había atravesado al mono, y aun se hubiese dejado cortar el suyo por sostener aquello.
Determinó entonces Sansón añadir al nombre de María el de Sancha, en honor de quien le había salvado la vida, lo que hizo llorar al escudero, y así, volvió a bautizarla nuevamente con ese nombre de María Sancha, merced que agradeció Sancho, como era uso en él, sacándola de pila con dos o tres gemidicos y pucheros.
El parto dejó tan débil a la madre que no pudo tenerse en pie todo aquel día, temiendo siempre la venida de los negros. Pero los negros no aparecieron, sino seis soldados, con su capitán, y un hombre vestido de gabardina, que llevaban a la Audiencia de Panamá y no a la de Santa Cruz de Bogotá, donde le correspondía, por haberse declarado en esta ciudad la peste.
Contó Sansón cómo fueron atacados por negros, y el abandono del recuero cuando más sin resuello estaban, y todo lo demás, el parto de Antonia y aun lo del mono. Ordenó el capitán a los suyos hacer noche en aquel sitio, y se ofreció a escoltarlos hasta Panamá.
Escasos como andaban ya de provisión, lo agradecieron Sansón y los suyos, y curioso como era, preguntó Sancho si no era indiscreción saber qué delitos llevaban a aquel hombre tan cargado de cadenas.
—Éste es —dijo el capitán— un falsario que llegó hace seis meses a Cartagena. Vino revestido con hábito y cédulas de prior del cabildo de la catedral. Durante un tiempo se le vio llevar su dignidad cada día a la iglesia, pero de allí a dos meses desapareció y con él todo cuanto de valor había en ella, tanto en dineros como en vasos sagrados y piedras preciosas y perlas que los devotos donan para engastar en la corona de la Virgen o en sus mantos. Salimos tras él, y fuimos husmeando sus vientos hasta dar en San Felipe, donde hace tres días lo prendimos en una casa de trato, esperando un barco que le llevara a Nueva España. Hemos vuelto los dineros y cálices y las otras joyas a Cartagena, de donde son, y nosotros pasamos con él a Panamá a dejarlo en manos de la Inquisición, por estar Santa Fe apestada.
Lo miró de soslayo Sancho y vio al prisionero sentado en tierra. Se había quitado la gabardina y enseñaba el guardamigo y las cadenas de que venía impedido, aunque no parecían atribularle mucho.
Pidió licencia Sancho al capitán para hablarle, pero éste no se lo aconsejó, por ser el preso hombre de malísimas pulgas.
Lo oyó el preso, y dijo al capitán que mantuviera la boca cerrada si no quería ver cómo se la cerraba un día, pues pensaba romper aquel cepo como rompió otros.
Le bastó oír su voz, para que Sansón dijera:
—¿Y qué gran pecado o delito habrás cometido, Sancho, para toparte en todas partes al bellacazo Ginés de Pasamonte?
Lo oyó Sancho, se acercó al hombre, lo miró detenidamente y dijo:
—¡Válgame el cielo que es verdad! ¿Qué hace aquí el mayor embaucador de todos, el que apedreó a mi amo después que lo librara de galeras y a mí me robó el rucio, el que amaestraba gatos y hacía hablar con voz propia a los títeres de Maese Pedro, y burló a la pobre Aldonza Lorenzo, el más consumado felón, el peor mirado de los rufianes, el puto, mandil, bardaje y gafo, el mil veces hideputa Ginés de Pasamonte?
Pasmado quedó el capitán oyéndole nombrar a aquel desconocido.
—¿Lo conocéis?
—¿Que si lo conozco? Si acá no ha trocado el nombre, éste es Ginés de Pasamonte, conocido también por Jerónimo de Pasamonte.
Levantó la cabeza Ginés por verlo mejor, y dijo sin inmutarse:
—¿Vos por aquí, Sancho?
Contaron Sancho y Sansón al capitán lo que sabían de aquel hombre desde que se lo encontraron el escudero y su amo en una cuerda de presos, que fue que su amo lo libertó a él y a los demás, contra la voluntad de quienes los llevaban a Sevilla a galeras y del propio Sancho, y lo mal que se lo pagó, a pedradas y palos, y cómo aquel Pasamonte le robó su rucio. Y cómo también andando el tiempo se lo volvieron a tropezar en la Mancha aragonesa, vestido de comediante, con un retablo de títeres y un mono adivino, haciéndose llamar Maese Pedro. Y aun después de muerto don Quijote volvieron a verlo en su aldea, pues enterado de la vida de su amo don Quijote por el libro, no encontró modo mejor de afrentarlo, que casarse con la que don Quijote creía señora de sus sueños, Aldonza Lorenzo, a quien éste llamaba Dulcinea del Toboso, y vivir de la fama de aquel hidalgo, dejando al fin a la descompuesta Aldonza abandonada y como trapo de fregar.
Preguntó el capitán a Pasamonte si era cierto cuanto Sancho y Sansón decían, y el preso se encogió de hombros, al tiempo que mandaba a más de treinta pies un gran escupitajo. Y para hacerle ver al capitán que el gargajo les estaba destinado, siquiera en modo figurado, preguntó de lo más amable al escudero:
—¿Y cuánto de bueno por aquí, Sancho? ¿Qué hacéis tan lejos de vuestra casa?
—¿No tenéis más que decir?¿No sabremos más de la manía que os entró con don Quijote? —preguntó Sansón.
—Nada que os interese, sino que al verme motejado de parapillas y otras lindezas en la primera parte de vuestra historia, tracé yo felicísima invención. Y fue convencer a dos amigos míos de vestirse de don Quijote y Sancho, para descrédito de los verdaderos. Se ganaron la vida muy bien de aquella guisa y más cuando yo, con el nombre de Avellaneda, di a la imprenta su historia, que los hizo famosos.
No entendía el capitán de qué hablaba el preso y se lo contó Sansón, sin saber cuánto había de verdad en todo aquello contado por Ginés.
—Pues habéis de saber, señor Pasamonte, que los muchos y verdaderos amigos de don Quijote y Sancho os estamos profundamente agradecidos por vuestras muchas trapazas, pues sin vuestro libro, donde malamente nos retratasteis, quizá no anduviera tan diligente el señor Cervantes en acabar la historia de nuestras verdaderas andanzas, y que a vuestros amigos los dejamos servidos en Sevilla con unos buenos palos y una orden de no poner allí los pies en diez años, y, a lo que yo creo, tal ocurrirá en otros lugares cuando se vayan conociendo sus embustes.
Guardó silencio Pasamonte y no volvió a despegar los labios aquel día ni ningún otro de los que caminaron juntos hasta llegar a Panamá, sino que todo eran miradas atravesadas, cuando no risitas sardonias, y aquellas fabulosas escupitinas que lanzaba certeras y raudas como las balas.