No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que pensé en escribir una continuación del Quijote, hace ya quince o más años. Sí sé, en cambio, que no se lo dije a nadie, ni a amigos ni a editores, únicamente a mi mujer. Quería que se juzgara esa obra sólo al final, ya escrita. En cuanto a mi mujer, despejadas las primeras dudas acerca de mi salud mental, recuerdo que sólo alguna vez, de tiempo en tiempo, y viéndome trabajar con tanta ilusión en aquella empresa quijotesca, me decía con una vaga inquietud: «¿Estas seguro de lo que vas a hacer? ¿No tienes miedo de lo que puedan decir?.» La verdad es que pocas veces he estado tan seguro de algo y pocas he tenido menos miedo de lo que pudieran decir. Y no tanto porque confiara mucho en mí o tuviese una alta opinión de mis facultades de escritor; en absoluto. No me considero nada especial, pero tampoco he visto a nadie más generoso que Cervantes con aquellos que nos hemos acercado a sus obras de una manera amistosa, y estoy por decir que no he leído, oído o visto jamás ni un solo folleto, artículo, ensayo, poema, teatro, cine, ópera, tebeo, novela o tratado sobre él o sus obras que no contuviera algo valioso, de buena ley, incluso los más torpes y académicos de ellos tienen algo. Yo sabía que a poco que me dejara contagiar de su espíritu todo resultaría fácil, fuesen los resultados mejores o peores.
Sólo un libro me ha dado más satisfacciones, mientras lo escribía y después, que Al morir don Quijote: El final de Sancho y otras suertes. Aún me lo pasé mejor en este, dueño del tono, más libre y sabiendo que el susto que produjo en algunos Al morir don Quijote habría desaparecido.
Al tono me ayudó mucho la traducción del Quijote al castellano actual. La empecé precisamente a la par que Al morir don Quijote y la terminé un año después de acabar El final de Sancho. Ese Quijote traducido tampoco produjo demasiadas polémicas, exceptuando algún que otro enojo: «crimen de lesa literatura», dijo alguien el mismo día que lo presentábamos en la Residencia de Estudiantes y de una manera a todas luces melodramática. Me supo a poco. Lo cierto es que ni siquiera he sido muy original. Los libros, cuando no se entienden, se traducen, y antes que el Quijote se tradujeron Shakespeare, Dante o Montaigne a sus lenguas modernas correspondientes, y entre nosotros el Poema de Mío Cid, El Libro del buen amor o La Celestina. Y en poemas épicos o novelas, ¿qué decir? ¿No es la Eneida continuación y secuela de la Ilíada?
En estas dos que tienes por primera vez en un solo volumen (fueron concebidas y escritas como dos partes de la misma obra) se cuentan las historias que les sucedieron a todos esos personajes al morir don Quijote, a quien no he tocado yo un pelo en su tumba, quiero decir, ni un hueso, tal y como pidió Cervantes que no se le tocara, al contrario de lo que les ha sucedido a los suyos propios. En lo demás he tratado de hacer las cosas lo más cervantinamente que he podido, sin olvidar nunca que mi propósito y mi deseo fueron desde el principio que después de leer este libro mío volvieras corriendo al Don Quijote de la Mancha, que siempre será el origen.
Madrid, 27 de septiembre de 2015