por Irene Lozano
El día que conocí a la entonces capitán Zaida Cantera de Castro experimenté dos sentimientos: compasión y empatía. Respecto al primero, intuyo que a ella no le gustará saberlo, pues la hoy comandante Cantera de Castro no es el tipo de mujer que quiere dar pena. Es alta, fuerte, corpulenta; físicamente es una mujer poderosa. La primera vez que nos encontramos, no obstante, me llamó la atención hasta qué punto la infinita herida abierta en su alma diluía la fortaleza de su presencia. Su deterioro personal la hacía parecer frágil y vulnerable; apenas hablaba, sólo de tanto en tanto musitaba algo y, cuando lo hacía, ella misma parecía dudar de que le estuviera ocurriendo todo aquello, incluso estar sentada frente a una diputada para contarle su historia: una injusticia clamorosa y brutal, más llamativa por cuanto era absolutamente desconocida para la sociedad.
Enseguida me identifiqué con ella. Antes de entrar en política, nunca habría pensado que llegaría a sentir una afinidad tan inmediata y sincera con un militar. Sé que, al escribir esto, dejo al descubierto mis prejuicios, pero los tenía. Sin embargo, y tras llevar un año y medio como diputada, me había acostumbrado a relacionarme con la gente más dispar, a escucharles y a comprender sus problemas. A esas alturas, me había reunido ya con numerosos militares, representantes de distintas asociaciones o, en algunos casos, individuos que venían a contarnos su situación. Pese a toda esa retórica actualmente tan de moda, la política no lleva a un diputado a vivir en una burbuja sino todo lo contrario: me jacto de conocer mi país mucho mejor ahora que hace tres años. Uno de los ámbitos en los que me he zambullido ha sido el de las Fuerzas Armadas. Por eso, mientras estaba sentada por primera vez frente a una capitán del Ejército de Tierra que me contaba cuánto amaba su profesión, y cómo la había tratado la institución por la que ella estaba dispuesta a dar la vida, no pude por menos de sentir esa identificación. Resultó tan extraordinario que, en realidad, hube de hacer esfuerzos para mantenerme fuera de la historia, pues era lo que Zaida me pedía desesperadamente: no deseaba que me afligiera con ella, sino que desde mi posición de diputada la ayudara a combatir a los malnacidos que la habían hundido en un pozo, así como a lograr el apoyo de quienes podían evitarle peores consecuencias.
Un año y medio en el Congreso había barrido gran parte de mis ideas preconcebidas sobre el mundo castrense. Había logrado desarrollar un radar para percibir en los primeros cinco minutos de cualquier reunión si estaba ante uno de los millones de ciudadanos damnificados por las élites corruptas o ante un representante de intereses particulares, corporativos o de un grupo de presión. Saltaba a la vista que la traumática experiencia vivida por Zaida estaba directamente ligada a los problemas del país.
Debo aclarar que en mi familia hemos sido más de las letras que de las armas. El único militar al que conocí siendo una niña fue un tío abuelo mutilado de la Guerra Civil, que leía El Alcázar y que siempre estaba de mal humor, sin que pueda asegurar cuál de esos dos actos era la causa y cuál la consecuencia. Tanto la historia de España como la mía propia me habían llevado a asociar de forma indisoluble la idea de Ejército con la de dictadura franquista. Obviamente, cuando lo racionalizaba, era capaz de darme cuenta de que un ejército profesional y moderno —del que se decía había purgado en los años ochenta a los nostálgicos ruidosos y marrulleros— no tenía ya nada que ver con la dictadura. El resto del tiempo, cuando no lo racionalizaba, me fabricaba representaciones, mitos y relatos muy anticuados.
Cuento todo esto para que se juzgue con indulgencia mi expectativa la primera vez que me reuní con un militar. Él era un representante de una asociación de militares y yo —con todo «lo que los siglos nos fueron echando encima desde antes de nacer», que diría Pedro Salinas— esperaba encontrar una mezcla de Sylvester Stallone en Rambo y Richard Gere en Oficial y caballero. Naturalmente, las referencias culturales son estadounidenses, porque el Ejército español ha despertado escaso interés en los cineastas de nuestro país, a los que no tengo nada que reprocharles excepto el camino de prejuicios que hemos compartido.
De modo que así empecé, entre el cine estadounidense y el recuerdo de mi tío abuelo mutilado, sentada frente a un hombre que me hablaba de tenientes coroneles, comandantes y sargentos, como si esa jerarquía resultara inteligible para cualquiera. Admito que no eran las mejores condiciones para ser portavoz de Defensa, pero Toni Cantó tampoco hizo la mili y a mí me apasiona la política internacional, que viene de la mano de la Defensa. Para tranquilizar a muchos, diré también que el desconocimiento me espoleó y, a día de hoy, gracias a la ayuda paciente de numerosos miembros de las Fuerzas Armadas, analistas y expertos que han compartido su conocimiento y sus sinsabores con nosotros, puedo afirmar que he visto cómo sus problemas resultan sólo una variante más de las deficiencias estructurales que sufrimos como país. También he aprendido que el término «Fuerzas Armadas» no puede emplearse como sinónimo de «Ejército», pues éste suele referirse sólo al de Tierra, aunque advierto que cuando necesite intercambiarlos significarán lo mismo en este libro.
El aprendizaje ha resultado interesante porque permite ver cómo todas las quiebras que sufre este país se interrelacionan y las malas prácticas se repiten, calcadas, en las distintas instituciones. En estos tres años me he acercado a un colectivo de gente desconocido para mí y cuyas condiciones de trabajo constituyen uno de los mayores oprobios que he visto como diputada, y en el que la combinación de silencio, impunidad y obediencia pueden crear unas condiciones de auténtica explotación que habría escandalizado a la sociedad del siglo XIX.
Por eso la historia de Zaida no es sólo suya. En este libro se narra la experiencia, brutal y traumática, de ser acosada sexualmente primero y perseguida laboral, profesional y personalmente después, a modo de escarmiento. Y este hostigamiento resultó ser para ella la lucha más cruenta, la última batalla que imaginó librar y en la que se desempeñó con más valentía. Pero se cuenta también una historia de prevaricaciones múltiples, abuso de poder y corrupción en el Ejército español. Como única vía de escape para acabar con esta sinrazón, Zaida ha solicitado la salida del Ejército. La moraleja se extrae fácilmente: nuestro Ejército expulsa a los que hacen las cosas bien, del mismo modo que nuestro país expulsa a los mejores, a esos cientos de miles de jóvenes con una gran formación académica que deambulan por el mundo buscando las oportunidades que nuestro país no les da. España a día de hoy destierra a los buenos y protege a los malos, a aquellos que incumplen la ley o corrompen la vida pública. La historia aquí narrada se parece mucho a la de Gürtel, a los EREs, a los viajes a Andorra con maletines, a la financiación de los partidos, a la justicia maniatada al poder político, a la quiebra de las cajas de ahorros… La historia de Zaida se parece a España. Las redes clientelares de la Junta de Andalucía no son muy distintas a las del Ejército de Tierra. La consideración que el PP de Valencia o de Madrid tiene de ambas comunidades como de sus particulares cortijos tampoco dista mucho de los aires de señores feudales con que caminan por sus bases muchos coroneles. La promoción de los sumisos en los partidos, que conocen poco la meritocracia, engarza con el corazón de esta historia: el precio que paga quien denuncia a un delincuente, si éste es su superior jerárquico en el Ejército. Y aquel problema que en el mundo civil se llama 3 por ciento tiene un nombre que aún no hemos podido precisar para los contratos con la industria de armamento. Es una experiencia personal pero refleja un estado de cosas que urge cambiar.
Desde el día en que conocí a Zaida, supe que había que contar su historia, pero durante mucho tiempo no fue posible. La hoy comandante Cantera se ha decidido a relatar aquí su vivencia después de superar el miedo cerval que muchos militares tienen a hablar. Las limitaciones a su libertad de expresión son severas, y hasta ahora las autoridades han tendido a interpretar la ley en la forma más restrictiva posible para evitar que se narren historias como ésta. Desde que el último mozo hizo la mili, la sociedad española le ha perdido el pulso a las Fuerzas Armadas, en las que hay enormes zonas de sombra. Sabemos poco de lo que ocurre en ese arcón herméticamente cerrado y opaco en que se han convertido los ejércitos. Este libro trata de romper esa opacidad relatando una historia personal que nunca debió ocurrir y que no se supo atender, ni desde los mandos militares ni desde los dirigentes políticos.
Que nadie espere, no obstante, encontrar una diatriba antimilitarista ni comentarios de cantina o generalizaciones anticuadas, tan casposas como ciertos hábitos castrenses que dicen combatir. Éste es un libro a favor de las Fuerzas Armadas por muchos motivos. En primer lugar, porque la Defensa es un bien público y, como tal, nos pertenece a los ciudadanos que lo financiamos y esperamos nos beneficie a todos y no a los intereses personales de unos cuantos. En segundo lugar, me ocurre con las Fuerzas Armadas lo mismo que con otras instituciones: quererlas es querer cambiarlas. En este momento histórico que vive nuestro país, no se me ocurre mejor forma de amar la democracia parlamentaria que cambiando las reglas con las que funciona un anquilosado Congreso, y no veo mejor forma de honrar a nuestras Fuerzas Armadas que modernizarlas: sustituir la impunidad y el abuso por la justicia independiente, no militar; erradicar el miedo y el silencio y sustituirlos por la transparencia; disolver los clientelares clanes atávicos y el machismo para instaurar una auténtica meritocracia; acabar con las malas prácticas de fraude, despilfarro y corrupción: si no se implantan rigurosos controles sobre el presupuesto de Defensa, en unos años puede darse la paradoja de que el gasto en Programas de Armamento acabe destruyendo el propio Ejército. Por último, la razón más poderosa para escribir a favor de las Fuerzas Armadas es la propia Zaida. No he conocido a nadie con una mayor vocación de servicio a los demás y a su país. Su generosidad, su profesionalidad y su entrega representan a muchos militares privados de derechos —en el fondo, a muchos ciudadanos— que están deseando hacer bien su trabajo en un país sano cuya vida pública no sea una charca putrefacta.
Si hay una historia hoy en el Ejército que merece ser contada, es ésta. Se trata de nuestra versión: lo que ella me ha contado y lo que yo he comprobado, he visto y he vivido junto a ella. Por desgracia, no fue posible publicarla antes y, de hecho, la amenaza de ser arrestada pende aún sobre Zaida, incluso ahora que ya tiene un pie fuera del Ejército. Advierto de antemano a quienes lean estas páginas con lápiz rojo en la mano y alma de instructor de expedientes, que tendrán que encerrarme con ella, lo cual, mientras tenga la suerte de representar en el Congreso a muchos ciudadanos, supondría un escándalo internacional.
La escritora mexicana Alma Guillermoprieto proponía «perseguir las historias hasta el final de su ciclo, no hasta el final de la historia, puesto que las historias nunca terminan». La de la comandante Cantera no termina con este libro ni lo hará cuando abandone definitivamente las Fuerzas Armadas, pues espero que los efectos de su lucha particular duren muchos años. Tampoco acabará aquí la historia del acoso sexual en el Ejército ni la del abuso de poder. Su caso constituye un hito en el Ejército, y cuando se conozca en toda su extensión, como aquí se narra, no volverá a ser posible para ningún teniente coronel abusar de una mujer gracias a su rango, ni amparándose en que muchos otros mirarán hacia otro lado. Los frutos de la lucha de Zaida los obtendrán en los próximos lustros otras mujeres, otros hombres, y, en suma, la democracia, pues ningún ejército podrá levantar orgulloso la bandera de la libertad en cualquier país del mundo si consiente (o tolera, o deja impune) el acoso sexual a las mujeres en sus filas. Sin embargo, el ciclo de su lucha sí ha terminado y tanto ella como su marido se merecen una vida mejor.
Sé que algunos días mi amiga Zaida se siente derrotada y lamenta que «estos cabrones», como nosotras los llamamos, hayan conseguido finalmente que abandone la profesión que tanto amaba. Cuando la veía posar durante la sesión fotográfica organizada por la editorial para realizar la portada de este libro, volví a identificarme intensamente con ella. Pensé con tristeza que una mujer valiente y recia como ella nunca imaginó que vestiría su uniforme por última vez en un estudio fotográfico. Me gustaría que algún día pudiera volver a las Fuerzas Armadas, no por ella, sino por todos nosotros: no podríamos estar mejor protegidos. Mientras Zaida posaba, me di cuenta también de que ya no siento compasión, sino una enorme gratitud y, sobre todo, admiración, porque ostenta una hoja de servicios brillante. En el ejemplar oficial que custodia el Ejército de Tierra, algún día incluirán la batalla más importante que ha librado, la que cuentan estas páginas.
IRENE LOZANO