El testimonio de Zaida
La mañana de la segunda jornada del juicio se dedica íntegramente al testimonio de Zaida. Ahora es ella la llamada a prestar declaración. Se siente nerviosa ante la perspectiva de volver a encontrarse con su agresor. El presidente del tribunal se percata enseguida.
—Que pase la capitán del Ejército de Tierra doña Zaida Cantera de Castro.
La avisan y Zaida entra en la sala, vistiendo su uniforme, de pantalón, y con la boina verde en la mano.
—Si quiere puede sentarse —le dice el general.
—A la orden —contesta ella.
El breve intercambio es un buen reflejo —aunque anecdótico— de las anomalías de la justicia militar. La capitán acude como víctima, pero no se sienta hasta que se lo ordenan y responde a las peticiones del tribunal con los formulismos debidos a un superior, a pesar de que, desde el punto de vista jurídico, ellos están ahí para amparar sus derechos y no para darle órdenes. Del mismo modo, la arrogancia de Lezcano frente al fiscal se explica por su rango superior. El hecho de que también en la justicia militar impere la jerarquía la hace ineficiente e injusta. Un tribunal no puede ser independiente si se le pide que juzgue a un general que quizá, el día de mañana, tenga poder de decisión sobre el futuro profesional de alguno de los que están allí juzgándole.
A pesar de ello, el general Gutiérrez de la Peña, presidente del tribunal, hará en todo momento gala de una gran empatía hacia Zaida. Después de tres años y medio desde que comenzara la pesadilla con el teniente coronel Lezcano, ella se encuentra a su lado, a menos de dos metros de su agresor, ahora coronel. El juez la mira y se dirige a ella:
—¿Está usted intimidada?
Zaida no contesta, se queda unos segundos como paralizada. El juez insiste:
—¿Se siente usted violenta por esta declaración?
Zaida susurra un monosílabo:
—Sí.
—Haga por tranquilizarse, por favor, y recuerde que ha de decir la verdad.
—Sí, mi general.
El interrogatorio comienza con las preguntas del fiscal y se extenderá durante más de tres horas. El fiscal se remonta al principio, a los hechos constitutivos de acoso sexual.
—De aquellas reuniones en Valladolid, ¿qué le reprocha al teniente coronel exactamente?
A Zaida le cuesta arrancar, se siente nerviosa. Ver a una mujer fuerte y valiente como ella en esa situación es la prueba evidente de la vulnerabilidad que le hizo sentir Lezcano. Al fin contesta, aunque no sin titubeos:
—Le reprocho su actitud grosera, el haber invadido mi intimidad, durante las reuniones de las tardes… eh… —titubea, habla muy despacio, las palabras le fluyen a duras penas—. Me tocaba la pierna, el brazo… eh… y por más que me apartaba no era posible…
Poco a poco, a medida que avanza el interrogatorio, sus palabras son más fluidas. Los parones y los titubeos van desapareciendo de su discurso, la tensión se va aplacando.
Le preguntan por cómo se presentó ante el teniente coronel Lezcano.
—Él me dijo que iba «como su secretaria» y añadió «sí, sí, como esas de falda corta».
Vuelve a relatar lo que tantas veces ha contado, aunque sabe que ese día no puede equivocarse. No puede dudar, no puede caer en vaguedades ni imprecisiones, porque ese día se lo juega todo. Por eso está nerviosa, mucho más de lo que estaba al contárselo a cualquiera de las escasas personas que conocen la historia. Le ha costado conciliar el sueño y tiene allí a la bestia que le amargó dos años de su vida. Debe esforzarse por construir bien el relato para que resulte comprensible y para no olvidar ni un detalle. Sumida en la máxima tensión, va avanzando a través del bosque de hechos, fechas, personas… Declara que desde un principio puso en conocimiento de su superior, teniente coronel Andrade, y también de sus compañeros oficiales, todo lo sucedido.
—El teniente coronel Lezcano me dijo en el tren, de camino a Valladolid, que quería aclarar algunas cosas y que nos viéramos en el vagón-cafetería. Yo llevaba un suéter; él se aproximaba en exceso y tenía una mirada improcedente. Invadía mi espacio y… —Zaida se dirige al fiscal— usted ahora me está mirando a los ojos, ¿verdad? Pues él no…
Zaida siente cierto rubor; el fiscal acude en su ayuda.
—¿Le miraba los pechos?
—Sí, mi teniente coronel.
—Pero ¿la miraba como a una persona o como un objeto de deseo?
—Como un objeto —contesta Zaida sin dudarlo.
—¿Se sintió usted molesta?
—Bastante, de hecho retrocedí en varias ocasiones y él seguía avanzando.
El fiscal lamenta tener que ser tan explícito a la hora de preguntarle sobre la tarde en que «le tocó el muslo». Zaida detalla cómo estaban sentados y se pone al descubierto una de las primeras mentiras de Lezcano.
—Él se sentó a mi lado y empezó a tocarme la pierna, luego la espalda. La capitán estaba explicando la estructura de transmisiones de la unidad. Él estaba en medio. En un momento de la explicación me tocó toda la pierna, hizo así. —Zaida, sentada ante el tribunal, muestra con gestos lo sucedido: desliza su mano sobre su propia pierna, de manera que queda bastante claro para aquellos que lo están viendo.
—¿Y usted qué hizo?
—Me levanté para beber agua, creo, no lo recuerdo muy bien, me sorprendí, me aparté, aparté la silla primero, y creo que, acto seguido, me levanté, recuerdo que me levanté a por agua.
—¿Y cuál fue su sentimiento en ese momento?
Zaida calla, se queda en silencio unos segundos que se hacen eternos, baja la cabeza, no contesta. El fiscal insiste:
—¿Cómo se sintió?
—Humillada… Yo soy capitán y…
—¿Usted había dado pie al teniente coronel para que se tomara esa libertad?
—Ninguno.
—¿Tenía alguna amistad que lo justificara?
—No. De hecho, la capitán que lo estaba viendo, me dijo que no lo tolerara.
El fiscal vuelve a pedirle detalles de lo que ocurrió en el tren, de las reuniones en Valladolid y prosigue con la siguiente reunión en la que se produce un nuevo incidente entre ellos, la de la BRITRANS. Zaida explica la conversación que ambos tuvieron al salir de aquella reunión en que ella había tenido que matizar una opinión de Lezcano:
—Él me agarró por el brazo y me dijo: «Mira, Zaida, yo soy teniente coronel y soy muy amigo de tu teniente coronel. Te tienes que llevar bien conmigo. No me puedes llevar la contraria, ya sabes que tu teniente coronel te firma los IPEC y eso es bueno para tu futuro». —Zaida se siente mal, está sollozando y casi no puede continuar—. Me agarraba por el brazo, mientras decía esa frase. Yo me fui hacia atrás.
El interrogatorio prosigue hasta que Zaida relata el día en que le frenó en seco con aquella frase: «Mientras vista de uniforme, para usted soy una capitán, y no una mujer. Téngalo presente. A mí no me toca nadie más que mi marido».
—¿Qué contestó él? —pregunta el fiscal.
—Me dijo: «Te arrepentirás».
Lezcano escucha inmutable toda la declaración de Zaida. Sólo alguna vez, en ciertos pasajes, se revuelve en la silla. Aunque está sentado en paralelo y no mira a Zaida, se le percibe especialmente incómodo cuando dirige su mirada en sentido opuesto a donde está ella, hacia una pared, como hace justo en ese momento.
El relato de Zaida se va abriendo paso con todos sus pormenores. Relata cuando él le advirtió que acabaría de teniente, de soldado o en la calle; cuando se cruzó con ella y le hizo el signo de una pistola humeante; el rosario de faltas de respeto, humillaciones, reprensiones públicas ante los subordinados de Zaida, algo especialmente mal visto en el Ejército, en la medida que resta autoridad a una oficial sobre sus subordinados. Se habla asimismo de las maniobras Beta, y el golpe de mano dirigido contra Zaida, con la pintada en la tienda…
—¿Cuál era el objeto de esa pintada?
—Ridiculizarme y humillarme.
Relata también con detalle la escena en la que un comandante tuvo que interponerse para que Lezcano no le pegara. Zaida explica que Lezcano estaba enrojecido de ira y casi con lágrimas en los ojos. Bajo su aparente compostura pétrea, es obvio que el tribunal se conmueve con el relato. No hay un tipo de humillación, intimidación o amenaza que Lezcano no practicara con ella: empezó con las de tipo sexual, pero después recorrió cada uno de los matices del maltrato verbal, el acoso psicológico. En cada uno de esos incidentes, el fiscal le pregunta si dio cuenta de ello —parte verbal, en términos castrenses— a sus superiores. Ella explica cómo, en todas y cada una de las ocasiones, se lo relató a su superior, el teniente coronel Andrade, y que casi siempre hubo algún compañero presente. El odio creciente de Lezcano hacia Zaida y la inacción de los mandos sólo podía desembocar en agresión. El fiscal le pregunta:
—¿Es cierto que la agredió?
Zaida baja la cabeza, para ella es el momento más duro de recordar, el minuto más difícil de aquel doloroso interrogatorio que le está haciendo revivir la pesadilla. No contesta. Calla. Tiene miedo. Vuelve la cabeza en sentido opuesto a Lezcano, como si quisiera hacerlo desaparecer. Quiere imaginar que no está ahí, ni en ningún sitio, que no ha existido. El presidente del tribunal trata de ayudarla y con voz queda le dice:
—Tranquilícese, capitán. ¿Quiere un poco de agua?
Zaida afirma con un movimiento de cabeza. Un ujier se levanta y le sirve agua, pero a ella le tiembla hasta el pulso y cuando coge el vaso se da cuenta y vuelve a dejarlo en la mesa. No son sólo nervios, teme realmente que Lezcano se levante de la silla y le pegue, de que vuelva a agredirla. No puede beber, toda ella tiembla. El tribunal lo advierte.
—Tranquilícese. Y conteste tranquila a lo que se pregunta.
—Sí, mi general.
Al fin Zaida recupera la voz y puede continuar. Se enjuga las lágrimas con la mano y la seca en el uniforme. José observa la escena desde la segunda fila del público: si en algunos momentos durante el interrogatorio a Lezcano ha llegado a sonreírse de los disparates que decía, sugiriendo que Zaida mandaba en el regimiento, ahora siente un punzón en el alma. Sabe cuánto ha sufrido su mujer, y él con ella. Siente la rabia y la ira de los heridos: piensa que ojalá lo fusilaran. La expulsión con deshonor debería estar todavía vigente. En lo más hondo de sí, experimenta también —y no es la primera vez— el bochorno de pertenecer a un Ejército en el que ser un sinvergüenza no tiene consecuencias.
El fiscal vuelve a tomar la palabra.
—¿Recuerda la pregunta que le he hecho? Es para no volver a repetirla y que no resulte tan agresivo este trance…
—Sí, mi teniente coronel —contesta Zaida con la voz trémula.
—¿Es cierto?
—Sí.
El fiscal le pide que cuente los pormenores y ella relata la agresión con todo detalle. Su memoria fotográfica le ayuda a reproducir cada instante: cómo bajó del edificio de mando, cómo caminó hasta su coche, cómo dejó los bultos en el maletero y al volverse lo vio allí, frente a ella. La precisión de su memoria hace aún más doloroso evocar los hechos. Sigue contando cómo la agarró, escenificándolo con gestos. Describe el momento en que la lanza contra el coche y cómo vuelve a levantarla y forcejean. Se le entrecorta la voz, pero sigue adelante, hasta relatar entre sollozos, casi sin poder pronunciar la frase final, aquella con la que Lezcano le propinó el último golpe, la amenaza que siguió a la agresión: «Si mi carrera se ve afectada, acabo contigo».
—¿Estaba usted obsesionada?
—No
—¿Sentía temor?
—Sí, llegué a tener miedo. Salía de la base mirando a ver si me seguía, en las rotondas miraba a ver si venía, miraba por el retrovisor…
A lo largo del interrogatorio, la inacción de los superiores va quedando escandalosamente patente y Zaida insiste cada vez que le preguntan en que no dejó de transmitir los encontronazos con Lezcano. No podían decir, desde luego, que no lo sabían.
—¿Sintió usted rencor hacia sus superiores?
—Rencor, no. Pero no entendía…
—¿Tenía la impresión de que sus superiores no la creían?
—Impresión, no; es que tenía que justificarme una y otra vez, y con testigos, de cada incidente que les contaba.
El fiscal ataca entonces un asunto espinoso, quizá difícil de entender desde fuera para quien ignore los modos del Ejército, las promociones, los ascensos, por un lado, pero también los valores: el honor, el sentido de la lealtad, la jerarquía. Se trata de un comportamiento tan interiorizado para un militar que antes de transgredir esos valores a quien los siente de verdad se le quiebra en su fuero interno un vínculo especial con el Ejército.
—Si no sentía rencor —prosigue el fiscal—, ¿por qué razón desde que se empiezan a producir estos hechos ha soportado usted esto hasta que lo ha denunciado en los tribunales?
—Al principio, creía que lo podía controlar. Me creía lo de la igualdad, me decía: puedes controlarlo, no digas nada, tranquila, sé leal con la institución. —Hace una pausa—. Lo comentaba con mis compañeros, mis amigos, que me decían: si lo denuncias vas a salir en la prensa y el coronel puede que no ascienda a general y el teniente coronel puede que no ascienda a coronel…
—¿Pensaba que le podía perjudicar personalmente a usted?
—Sí, ya habían pasado cosas…
—¿Y le ha perjudicado?
—¿Ahora? No. ¿En qué sentido?
—Profesionalmente.
—Bueno, al estar destinada forzosa en el REW-32… ¿Estoy perjudicada? No, no, estoy en un regimiento que es una maravilla.
Cuando habla de su trabajo en el presente, a Zaida le cambia la expresión.
—¿Y en lo personal?
—Mucho. Le voy a poner un ejemplo. —Ahora Zaida quiere detenerse a explicar cómo el sufrimiento de estos años le ha cambiado su visión del Ejército—. El teniente coronel Rodríguez Bellas nos reunió y después de darnos órdenes nos preguntó sobre los famosos IPEC que están ahora en boga. Nos preguntó si teníamos dudas de que nuestros jefes habían transmitido lo que pensábamos sobre los IPEC. Yo dije que sí. En otro tiempo, esto no me habría ocurrido. Yo estoy a gusto en Sevilla, pero… —vuelve a entrecortársele la voz y detiene su explicación unos instantes—, pero en algunos momentos he sentido vergüenza de vestir el uniforme, porque yo decía: a ver, qué estoy haciendo, mis jefes, estoy intentando decirles «quítenme a este hombre de encima», y no…
—¿Se ha sentido desasistida? —pregunta el fiscal
Con lágrimas en los ojos, sollozando, Zaida clama, enfática:
—¡Me he sentido abandonada!
A lo largo del interrogatorio, otro de los asuntos recurrentes será por qué Zaida no tiene ningún justificante médico de lo que le ocurrió, por qué no acudió a ningún facultativo para contarle lo que estaba padeciendo. Su fortaleza le juega en este caso una mala pasada, pues todos son conscientes de que un informe médico reforzaría su testimonio, aunque lo cierto es que el desgarro con que relata lo sufrido no puede dejar lugar a dudas en el tribunal. Sólo se dirigió, de manera informal, a una capitán enfermera que le había recomendado un compañero. A ella le contó lo que le estaba pasando y que, a consecuencia de ello, no podía dormir. Le aconsejó tomar valeriana. De vez en cuando la capitán enfermera la llamaba por teléfono para ver cómo iban las cosas y Zaida le ponía al corriente de sus problemas. El fiscal inquiere:
—¿Y por qué no pidió ayuda médica?
—¿A un psiquiatra? —pregunta Zaida.
—Sí, o psicólogo.
—Ahora pongamos esto —describe Zaida—. Capitán del Ejército de Tierra español, que tiene bajo su mando a más de cien hombres y mujeres, con más de doscientos días al año de maniobras en el campo… ¿Y que ese capitán esté mal de la cabeza?
—No quería usted darse de baja…
—No, hay que dar ejemplo. —El compromiso de Zaida con su trabajo queda patente para el tribunal—. Intentamos que los soldados no abusen de triquiñuelas de este tipo; no va a ser su capitán el primero… De hecho, yo casi no podía ir a trabajar, yo llegaba a la puerta de la base y me ponía una máscara, trabajaba, todo iba bien y… —se le quiebra la voz de nuevo— al llegar a casa…
Se hace un inmenso silencio. Zaida llora. Al cabo de unos segundos, el fiscal retoma de nuevo el interrogatorio.
—Le voy a hacer una pregunta que para los que estamos aquí resulta obvia, pero que me gustaría que contestara: ¿le gusta a usted su trabajo?
—Me gustaba mucho, mi teniente coronel. —Al decirlo, Zaida no puede ocultar su pena.
—Lo dice en pasado…
—Porque ahora estoy empezando a valorar otra vez lo que es mi trabajo, pero estuve pensando irme, buscar cualquier cosa fuera… Ahora empiezo a disfrutar como antes, disfrutando de levantarme por las mañanas y no pensar en una excusa para no ir a trabajar. Llegar y decir a la compañía: venga, vamos a correr. Y no como entonces, mandar la unidad a correr y yo meterme en el despacho a dormir un rato porque no podía con mi alma.
Los demás interrogatorios completan el primero. Su abogado defensor le hará precisar algunas cuestiones, como la pulmonía que sufría mientras tuvieron lugar los golpes de mano en las maniobras Beta. También hace algunas preguntas interesantes respecto a quién es Zaida, como persona y como militar.
—¿Cuántas veces ha estado usted en zona de operaciones?
—Dos veces, en Kosovo y en Líbano.
—¿Y fueron misiones complicadas, sencillas? ¿Cómo fueron?
—Las misiones siempre son complicadas, pero diría que la de Kosovo fue más dramática.
—¿Y ha sufrido alguna afectación psicológica por las mismas?
—No.
—¿Puede explicar cuántas medallas ha recibido?
El abogado de Lezcano plantea una protesta, pues le parece que esa pregunta no es relevante. Sin embargo, el juez permite proseguir al abogado de Zaida, aunque hace que conste en acta la protesta. Ella explica que a lo largo de su carrera ha recibido tres medallas, una mención honorífica y entre nueve y diez felicitaciones.
—No lo sé exactamente, nunca las he contado.
El abogado llega a una cuestión íntima y compleja respecto a los sentimientos de Zaida.
—Parece usted una persona valorada, que le gustaban las Fuerzas Armadas, pero que no estaba usted preparada para un ataque que viniera de los suyos…
Zaida se detiene un momento. Toma aire.
—Nunca estoy preparada para que en mi casa me ataquen y en mi casa mi padre no me defienda… —prosigue con la voz entrecortada—. El cuartel es mi casa, es mi lugar de trabajo, puedo esperar cualquier cosa, pero no de un militar que viste el mismo uniforme que yo. Y que yo lo transmita a mis mandos una y otra vez y nada cambie…
Zaida sigue sollozando. Aún no comprende la pasividad de sus jefes. No se explica cómo pudo ocurrir aquel ataque brutal para el que, en efecto, no estaba preparada. Porque era uno de los suyos, ocurrió en el cuartel y además resultaba invisible. A ella la estaban bombardeando, y sin embargo seguía en pie, pero sangraba por dentro, se encontraba anímica y físicamente destrozada y, por más que se lo contaba a los mandos, ellos no veían nada, no oían nada, no decían nada. Una omertà a la siciliana había sumido el sufrimiento de Zaida en una gran niebla y lo había multiplicado. Su abogado continúa con el interrogatorio:
—¿Esto le llevó a coger todos sus días libres disponibles?
—Yo he estado trabajando con la mano escayolada de tanto que me gusta mi trabajo. Pero esto me llevó a sufrir un dolor en el pecho… porque no quería volver, porque sabía que a la vuelta él no había salido destinado. Si me hubieran dicho que yo no iba a querer volver a la base, jamás en la vida lo habría creído.
—¿No podía soportar la idea de coincidir con él?
—No podía casi entrar ni en la base —responde Zaida sollozando—. Me levantaba por las mañanas pensando en una excusa para no ir a trabajar. Me decía: venga, llama, y di que se te ha estropeado el coche, que no puedes ir… Ahora no me pasa, me levanto con ganas. Allí no.
La fuerza del testimonio de Zaida ha creado en la sala de vistas una atmósfera que permite casi respirar su credibilidad. No sólo eso. Transmite tal fortaleza en sus convicciones y tal rectitud moral que si a alguno de los miembros del tribunal les hubieran preguntado en ese momento si creían que la capitán mentía, probablemente habrían contestado que eso era imposible. Sumado al dramatismo de los acontecimientos narrados, hace aún más difícil la tarea de los abogados que se supone deben formularle preguntas incómodas.
Hasta tal punto es así que el abogado del Estado se disculpa antes de empezar. Por razones difíciles de comprender para el contribuyente, el abogado del Estado, o sea, el que defiende el interés general y el bien del Estado, ha de interrogar como si estuviera del lado de Lezcano. Al parecer el Estado se siente ofendido por las acusaciones que se le hacen y no por el sufrimiento que le ha causado a Zaida. Su papel es sin duda complicado, y su intervención inicial deja ver que aquel hombre hubo de contradecir aquel día lo que su conciencia le indicaba: «Quiero manifestarle mi simpatía hacia usted, pero le advierto que debo hacerle preguntas que quizá no le gusten y le pido disculpas de antemano».
Lo cierto es que no fue demasiado duro en el interrogatorio. Por el contrario, el abogado defensor de Lezcano despliega una estrategia rayana en lo miserable: trata de desacreditar a Zaida sugiriendo que su pareja está en la sala y que éste tal vez le haya contado lo que Lezcano declaró el día anterior. También trata de establecer contradicciones en el testimonio de Zaida que en realidad no han existido. Enseguida queda claro que su línea de defensa no existe, y que todo su afán se centra exclusivamente en desacreditar a Zaida. De hecho, el presidente del tribunal le interrumpe en numerosas ocasiones, porque no se entienden sus preguntas o porque se repite. Después de todos los interrogatorios, lo ocurrido no deja ya lugar a dudas, pero el abogado de Lezcano pretende sembrar la desconfianza e insiste en el acontecimiento que mayor sufrimiento ha causado a Zaida: la agresión en el aparcamiento.
—¿Y por qué no fue usted después de aquello a contárselo a un superior? ¿Dio parte?
—Di parte en cuanto pude. Le dije…
De nuevo se queda en silencio. Rompe a llorar, cabizbaja. Para cualquiera que la haya visto durante casi tres horas que dura el interrogatorio, es evidente que rememorar los incidentes y mostrar sus debilidades en público constituyen de nuevo un sufrimiento para ella. El presidente del tribunal trata de consolarla sin perder la compostura.
—Beba un poco de agua.
Pero Zaida continúa:
—A mi teniente coronel le dije que si ese hombre en ese momento hubiera tenido una pistola, yo no estaría allí…
Le sirven agua, bebe, pero sigue llorando.
El abogado defensor se resiste a continuar, tampoco es fácil para él en esas condiciones.
—Si quiere espero —le dice a Zaida—, la veo…
Tercia de nuevo el juez:
—Capitán, ¿quiere que cortemos la declaración y descansa un rato?
—No, no, estoy bien. —Se limpia las lágrimas, levanta la cabeza y sigue adelante. Lo había hecho tantas veces…
El abogado insiste en regresar al momento inmediatamente posterior a la agresión.
—¿Acudió usted al botiquín de la base, a una clínica, a algún sitio? ¿Se le ocurrió?
—Eso fue a última hora de la tarde. Ni se me ocurrió. Sólo pensé en salir de allí, irme a mi casa, encerrarme en mi casa con todas las puertas cerradas para que nadie pudiera cogerme, seguirme, nada… Eso es lo que se me ocurrió.
El abogado defensor de Lezcano insiste con preguntas y más preguntas respecto a por qué Zaida no acudió a un médico para que le curara las heridas y las contusiones. Da vueltas y más vueltas, intentando sembrar la idea de que no serían tan graves los golpes si no fue al médico, pero sus esfuerzos resultan baldíos. Queda claro que Zaida fue presa del pánico y sólo pensó en huir.
Cuando acaban las preguntas de las partes, es el turno de los miembros del tribunal. El presidente le pide aclaración sobre el momento en que Zaida quiso dirigirse al entonces jefe del regimiento, el teniente coronel Brines. Ella responde sobre la actitud del teniente coronel Andrade sin dudar:
—Mi teniente coronel no me quiso acompañar. Me dijo: «Aquí están pasando demasiadas cosas y no me quiero implicar».
La mañana de la segunda sesión del juicio toca a su fin. La última frase queda resonando entre las paredes de la sala de vistas: «No me quiero implicar». A esas alturas, cualquier observador imparcial no sólo ha determinado ya la culpabilidad de Lezcano y el doble castigo que sufrió Zaida; asimismo ha quedado acreditado que quien encarna a la perfección lo mejor de los valores militares es ella. La voluntad de servicio, el honor a la palabra dada, la honestidad y, por encima de todo, esa incorruptible honradez visible en cada una de sus frases.
Por encima de galones, estrellas y jerarquías, Lezcano, pero también todos los altos mandos que no actuaron, quedan aquel día convertidos en enanos morales. Zaida encarna los mejores valores del Ejército, y a lo largo de su interrogatorio también se ha evidenciado que uno de sus errores fue creer en ellos ciegamente y confiar en que todos sus compañeros de milicia eran como ella.
Pese al miedo y al nerviosismo, Zaida pudo narrar su terrible historia ante quien podía hacer justicia de una vez por todas, pero no salió indemne de aquel interrogatorio. Aquella noche, en su casa familiar de Mejorada, donde se instaló durante los días del juicio, apenas puede conciliar el sueño. La viveza de los recuerdos se lo impide. Esa memoria fotográfica suya le permite recordar con precisión, pero también le acarrea un intenso dolor: le asaltan idénticas emociones a las que experimentó en el pasado. En noches sucesivas persisten sus problemas para conciliar el sueño.
El juicio se reanudaba al día siguiente con las declaraciones de testigos que no eran parte y, por tanto, podían realizar aportaciones fundamentales.