Los testigos
El juicio sigue desarrollándose con la declaración de los numerosos testigos llamados por las partes, hasta un total de veintiséis.
El sargento que vio la agresión en el aparcamiento no se amedrenta y resulta un testigo fundamental para Zaida. En efecto, confirma cómo la zarandeó y golpeó. Se hace evidente el profundo desconocimiento del Ejército por parte del abogado de Lezcano, que le pregunta al sargento por qué, tras ver la agresión, no se dirigió al teniente coronel Lezcano para llamarle la atención diciéndole «Oiga, ya somos mayorcitos para enzarzarnos en peleas…» Perplejo, el sargento responde: «¿Decirle yo a un teniente coronel que ya somos mayorcitos?».
Por su parte, la capitán enfermera ya mencionada acredita haber reconocido a Zaida y que su situación anímica requería la intervención de un especialista, pero que la propia capitán no quiso divulgar lo que sucedía.
Tanto el comandante como los capitanes de su unidad ratifican los hechos tal como los ha explicado Zaida. Particularmente meritoria es la declaración del comandante, quien confirmó, pese a la desagradable situación, que hubo de interponerse entre Zaida y Lezcano por miedo a que éste la agrediera.
Sin embargo, cuando empiezan a desfilar los testigos de mayor graduación, los fallos de memoria se suceden. Se ve que la amnesia selectiva causa estragos entre los jefes del Ejército. Los coroneles y tenientes coroneles llamados por Lezcano aseguran no recordar nada de lo narrado por Zaida. No dicen que fuera mentira, simplemente no «recuerdan». Brines llega a afirmar que no se cree que a la capitán le hayan sucedido todos esos encontronazos que se han relatado allí a pesar de que reconoce que se lo contó y pidió ayuda. Nada menos que dos coroneles —Torres y Andrade— también sufren fallos de memoria en ciertas ocasiones, mientras que en otras se sienten suficientemente seguros para negar categóricamente los hechos. Es, por ejemplo, el caso del coronel Torres, quien llegó como jefe de regimiento y no se molestó en valorar la versión de Zaida porque le bastaba con la de Lezcano. Otro valiente que resultó premiado con un destino en el extranjero gracias a sus fallos de memoria…
Por su parte, el general Acuña niega incluso que Zaida le pidiera ayuda y afirma no haber estado informado de lo que sucedía bajo su mando. La actitud del general durante su declaración ofrece nuevas evidencias de las distorsiones de la justicia militar: no saluda al fiscal cuando éste le da las buenas tardes y su ademán rezuma arrogancia. Su lenguaje corporal deja claro que él es general, mientras que el fiscal que le interroga sólo es teniente coronel. Por tanto, espera se le rinda pleitesía de acuerdo a las normas de la jerarquía militar y no a las que rigen en un tribunal de justicia.
Los suboficiales habían recibido presiones que resultan muy visibles en la declaración de la sargento Amanda Ruiz Galán. Sus falsedades quedan pronto a la vista, porque niega incluso haber hablado nunca del asunto con nadie, algo increíble teniendo en cuenta lo notorio del caso y habiendo sido citada como testigo. El abogado de la acusación le recuerda que está bajo juramento y le pregunta si ha recibido amenazas. Finalmente acaba admitiendo que llamó al sargento testigo de la agresión física, aunque dice no recordar para que le llamó… Es decir, que fue además utilizada para presionar a testigos.
La más penosa muestra de cobardía la ofrece el subteniente Pajares, encargado de la gestión del personal del batallón que mandaba Lezcano. Pajares había ofrecido su ayuda a Zaida antes del juicio, pues aseguraba conocer muchos casos y sentirse avergonzado. Sin embargo, ante el tribunal afirma no acordarse de nada, salvo de que Lezcano nunca se sobrepasó. Al acabar la jornada, José se lo topa en el pasillo y le pregunta:
—¿Cuántos años tiene?
—Cincuenta y dos.
—¿Y no te da vergüenza, con tu carrera ya terminada, venir aquí a mentir? ¿Qué ventajas vas a obtener? ¿No tienes honor ni vergüenza? ¿Qué educación vas a dejar a tus hijos?
Sollozando, sólo acertó a contestar que no podía seguir hablando y se marchó.
Aquel día, a José se le terminan de abrir los ojos respecto a los supuestos valores que los mandos defienden en aquella institución en la que había creído y confiado. Ante él, de manera inequívoca, acaban de desfilar el deshonor y la mentira con sus medallas. Ni los tenientes coroneles, ni los coroneles, ni los generales —es decir, los más altos responsables de los cuarteles— sienten el menor respeto a la verdad. Han actuado claramente en bloque, de manera que la cúpula del cuartel donde todo ocurrió parece haberse conjurado para ofrecer una versión exculpatoria de quien está acusado de graves delitos. «Ni conocen el significado de la ética ni los valores morales que permanentemente invocan ante la tropa y el resto de los mandos —piensa José—. Tampoco tienen sentido del compañerismo, pues para ellos la lealtad siempre es entendida respecto a los compañeros con más alto grado. No les importa mentir en un juicio para conseguir una medalla, un mejor destino, un mejor IPEC, o quizá simplemente una palmadita en la espalda.»
«No tengo cabida en un ejército como éste, y en estas condiciones, no quiero pertenecer a él.» Así piensa José después del bochornoso espectáculo y a pesar de los veinte años de servicio que lleva a sus espaldas.
Con razón, en las conclusiones finales, el abogado de Zaida se congratuló irónicamente de que hubiera en el Ejército de Tierra militares con grado distinto al de teniente coronel o coronel, «porque al llegar a cierta edad, la memoria se vuelve quebradiza», aseguró.
El fiscal no duda en afirmar que toda la cadena de mando estaba al tanto de que Lezcano se propasó con Zaida. El general insaculado no ahorró incluso una reprimenda a los altos mandos, al reprocharles que por haber restado importancia a este asunto —es decir, por ser negligentes en su responsabilidad— habían llegado hasta los tribunales. La responsabilidad de los superiores quedaba sentada de forma visible. El reproche moral más sutil lo formula el abogado del Estado, que se abstiene de realizar una intervención final —en la que se habría esperado que defendiera a Lezcano—, afirmando: «Mi papel no es sólo defender al Ministerio de Defensa, sino al Estado en su conjunto». Únicamente incide en que la indemnización sea la mínima posible y que el Estado no sea responsable subsidiario para no castigar al erario público.
José no olvidará nunca el estremecimiento que sintió cuando uno de los generales del tribunal se dirigió, visiblemente contrariado con lo que estaba pasando, y le espetó a Lezcano: «Me avergüenzo de vestir el mismo uniforme que usted».