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Dice el coronel

 

 

 

Zaida está decepcionada. Las reacciones a la publicación de la sentencia hacen que sienta de nuevo el vacío de sus jefes. Le duele la falta de empatía hacia su sufrimiento y la preocupación exclusiva por aplacar el ruido mediático. Lejos de respaldarla, sus superiores le transmiten que ella vuelve a ser, simplemente, un enorme problema. Lo más práctico para ellos es ponerse de perfil… Un déjà vu que no augura nada bueno. Zaida ha aprendido algunas lecciones de tan traumática experiencia. Primero llega el abandono de sus mandos, después la persecución. Las consecuencias son impredecibles y serán inesperadas como cuando le quitaron el mando de su compañía en Valencia.

Zaida, quien durante el juicio presumió de que en Sevilla se había reencontrado con el Ejército que amaba, se siente cada vez más débil e incapaz de resistir lo que intuye a la vuelta de la esquina. Sin querer, piensa en los procedimientos de tortura que se aplican al enemigo. Los manuales explican que es fundamental dejar que el prisionero se recupere, que vuelva a sentirse fuerte. De esta manera, al reanudar posteriormente el maltrato, se logra una quiebra brutal: el ánimo no puede resistirlo. Se ve a sí misma como en un potro de tortura.

El estrés del juicio ha contribuido asimismo a doblegar su resistencia. Nada más regresar a la base de Dos Hermanas empieza a sufrir problemas de sueño, que ella achaca a la intensa carga emocional del juicio, pero los días pasan y Zaida no logra recuperar sus rutinas, ni siquiera dormir con normalidad.

Durante el día aguanta como puede, pero al caer la noche todo su sufrimiento pasado irrumpe en tromba y le impide conciliar el sueño. Su memoria fotográfica le hace revivir cada uno de los detalles, los encontronazos, las agresiones, las humillaciones… Es como si hubieran ocurrido apenas dos semanas antes. Por la noche, vuelve a recordar las preguntas que le hicieron en el tribunal; son como fogonazos que nublan su mente, y se enfrasca sin querer en un bucle de elucubraciones inútiles sobre cómo habría podido evitar todo lo sucedido. «Si aquel día en que bajé sola hubiera ido con mis compañeros, no me habría pegado; si aquel día que llevaba las manos en los bolsillos, no las hubiera llevado…; si me hubiera cortado el pelo…; si hubiera accedido a sus deseos…; si no hubiera…»

Busca una respuesta, una justificación, pero no la encuentra. Sólo consigue oír el ruido de este pensamiento recurrente, rayano en lo obsesivo, en busca del momento exacto del pasado que ella no supo evitar y que había torcido su vida. Noche tras noche, le da vueltas a las mismas ideas sobre cómo las cosas podrían haber sido diferentes. Tras horas de vigilia, quizá consigue cerrar los ojos quince o veinte minutos y logra desconectar, pero es algo más parecido a una meditación profunda que al sueño. Pero enseguida se despierta de nuevo. Por el día, prosigue con su trabajo y sus actividades vespertinas: correr, montar en bici, hacer deporte; sin embargo, por las noches, en la residencia, los pensamientos reiterativos no le permiten dormir.

Hasta que un día su cuerpo simplemente se quiebra. Está bajando las escaleras de su edificio cuando de repente siente un mareo. Aún tiene suficientes reflejos para sentarse enseguida en la escalera y evitar una caída. Sufre un leve desvanecimiento durante unos instantes, pero enseguida vuelve a abrir los ojos. Se encuentra fatal, pero por suerte nadie la ha visto. En cuanto puede levantarse, se dirige a la consulta del comandante psicólogo. Acudir a su consulta es el signo de debilidad que durante todos estos años ha querido eludir, como harían la mayoría de los militares. Pero ya no aguanta más.

—Buenos días, ¿qué le ocurre?

—¿Que qué me ocurre? —pregunta Zaida—. Qué no me ocurre, en realidad…

Le relata de forma muy sucinta el reciente juicio: el psicólogo no necesita saber mucho más. Llama enseguida al médico de la base y le inyectan a Zaida dos dosis seguidas de algún tranquilizante. Dos compañeros la llevan en su coche a la residencia, ubicada junto a la plaza de España de Sevilla. Zaida cae rendida en la cama y duerme durante horas. No recuerda cuántas, posiblemente cerca de un día y medio.

Tan pronto como se restablece, vuelve a la consulta y el psicólogo le recomienda que visite a un psiquiatra para que le dé medicación. Ella no quiere ansiolíticos ni antidepresivos, sólo algo que le permita conciliar el sueño. Sigue resistiéndose a coger la baja, de modo que comienza una terapia semanal con el psicólogo mientras sigue trabajando. Él trata de darle herramientas para combatir aquello a lo que ha tenido que enfrentarse y que no ha superado. Le explica sus procesos mentales: «Estás preparada para muchas batallas, Zaida, muchísimas, muchas de las cuales la gente normal no soportaría. Pero una de las cosas para las que no estabas preparada era enfrentarte a esto».

De este modo van desmadejando el sufrimiento que Zaida ha soportado: buscan las heridas, las sacan a la superficie, las curan. En sucesivas sesiones, Zaida le explica que el día de la agresión se sintió indefensa y desorientada como si le hubiera pegado su padre en su propia casa. Había ocurrido en el cuartel, los dos iban vestidos de uniforme, y aquel teniente coronel era el hombre que —si hubieran estado en una guerra— debía protegerla a ella, así como ella debía protegerle a él. Aquella agresión vulneraba los códigos más elementales de la lógica militar, esos que no sólo forman parte de los valores de la milicia, sino que además garantizan la supervivencia de su unidad. Debían cuidar los unos de los otros, y especialmente un militar de jerarquía inferior tenía derecho a la certeza de que sus superiores velarían por él. En lugar de eso, ella había recibido humillaciones, vejaciones, sevicias, golpes… No resultaría sencillo superar ese quebranto. No disponía de herramientas mentales para poder hacerlo. Día tras día, el psicólogo busca con Zaida los puntos más traumáticos vividos en el pasado y le enseña a enfrentarse a todo ello.

Echa la vista atrás, y no entiende cómo ella, una militar perspicaz, entrenada para anticipar los ataques del enemigo, no lo vio venir. No se lo explica e incluso se lo recrimina a sí misma: «Pero si era obvio, ¿cómo no lo vi venir? Estaba tan claro que iba subiendo poco a poco el diapasón de su amenaza, ¿por qué no lo vi? ¿Qué me pasó?». Y entonces el psicólogo tiene que explicarle una vez más que ella no esperaba ser agredida por uno de los suyos, y que eso es motivo suficiente para descartar la idea de que ella es en parte culpable de lo que le ocurrió, por negligencia o cualquier otra acción. Es un sentimiento común en todas las víctimas: hay momentos en que se sienten culpables. Le costará un tiempo superar una herida como ésta. Es un proceso largo, pero de momento la terapia semanal le ayuda y puede seguir en su puesto y en perfecto estado de revista.

En marzo de 2012 Zaida tiene que hacer su IPEC ordinario. Para estos IPEC, los mandos de personal establecen algunas recomendaciones relativas a las puntuaciones, pues éstas resultan decisivas para los ascensos. Tras la realización de un curso, son estas puntuaciones las que determinarán la lista según la cual, en estricto orden, irán ascendiendo al siguiente rango. Por supuesto, si el IPEC no se supera o se obtiene una mala calificación, podría impedir el ascenso. El IPEC que le tocaba pasar a Zaida estaba relacionado con su promoción a comandante, cuyo proceso empezaba ese año. El Mando de Personal del Ejército de Tierra recomendaba en esa ocasión no otorgar más de tres A, la calificación máxima, salvo que el examinado fuera alguien con aptitudes excepcionales. Pues bien, pese a su deterioro psicológico y a la dureza del momento que está viviendo, Zaida obtiene seis A, once B y una C. Se siente orgullosa una vez más. Interiormente se encuentra mal, pero los de fuera la ven en plena forma.

Zaida mantiene en secreto sus visitas al psicólogo y sólo informa de su terapia a la comandante, pues se trata de su superior directa y es necesario confiárselo. Sin embargo, pronto puede comprobar su incapacidad para la empatía, con motivo de unas maniobras con prácticas de tiro, que debían hacer, como es preceptivo, al menos una vez al año. Dado que Zaida está tomando la medicación para dormir, advierte a su comandante que no debería hacer las prácticas. Resulta peligroso, porque en estos ejercicios se utiliza fuego real: si sufre un desvanecimiento o cualquier percance momentáneo puede herir a algún compañero fácilmente, ya que tiran en grupo.

La comandante decide, en efecto, que Zaida no realice estas prácticas. Sin embargo, no se lo explica al teniente coronel y al comandante encargados del ejercicio, y cuando éste se da cuenta, empieza a preguntar en público por qué Zaida aún no ha tirado, lo cual la pone en un aprieto. Se siente fatal cuando oye que pregunta por ella. No puede hacerlas por razones médicas, pero las cosas se están complicando de forma tan tonta que a Zaida le espanta la idea de tener que explicárselo ella misma al teniente coronel y delante de todo el mundo. La comandante corre a hablar con él de forma discreta, le menciona que la capitán está tomando una medicación (no especifica qué tipo de tratamiento es) y salva la situación rápidamente.

Si la comandante hubiera obrado con mayor diligencia desde el principio, a Zaida le habrían ahorrado un mal trago, pero parece que nadie es capaz de ponerse en su piel. Tiene miedo de que cualquier pequeño percance cotidiano afecte a su trabajo o merme su profesionalidad. La posibilidad de que su debilidad psicológica momentánea quede al descubierto la angustia enormemente.

Aquel año, la Feria de Abril no fue divertida, pero José y Zaida planean un gran viaje por Grecia y todas sus islas en agosto, porque unos amigos se casan allí. De forma inesperada, se publica en el Boletín de Defensa la orden que llama a Zaida a realizar el curso de ascenso a comandante, llamado CAPACET. Este ascenso requiere un curso específico para aprender las nuevas capacidades. El curso constaba de la llamada «fase a distancia», que comenzaría en menos de una semana tras la publicación del curso, y concluiría el 3 de agosto. Después, le seguiría, a finales de ese mismo mes, la llamada «fase de presente» que tendría lugar en la Escuela de Guerra de Zaragoza. Allí pasarían casi cuatro meses y, una vez superado el curso, podría ascender a comandante con los primeros de su promoción, lo que ocurriría en los meses siguientes.

Su perspectiva, por tanto, en aquella primavera de 2012, pasaba por convertirse en comandante del Ejército de Tierra en algo más de un año, una vez satisfechos los requisitos. Sin embargo, el viaje de vacaciones que ya han planeado y comprado dificulta su entrada en el CAPACET en la fecha ordinaria de finales de agosto, motivo por el que pide el aplazamiento. Dada la nula antelación con la que se ha avisado, y puesto que hay un turno que empieza un par de meses después (previsto para los que regresan de misiones internacionales), Zaida decide solicitar un cambio de tanda y habla con un coronel del Mando para la Doctrina (el MADOC). Éste le explica de manera informal que probablemente le permitan incorporarse en la segunda tanda, y le pide que mande la solicitud formal para tener constancia escrita y tramitárselo.

A partir de ese momento, no obstante, una madeja burocrática kafkiana y una cadena de decisiones de sus jefes empiezan a complicarle la vida. Por un lado, están las fechas del CAPACET, por otro las de las vacaciones. Pese a encontrarse a la espera de saber si tendrá que incorporarse o no al curso a finales de agosto, sus jefes le indican que pida sus días de vacaciones y ella lo hace: solicita del 3 al 28 de agosto, porque éstos son los únicos días posibles desde que termina la fase a distancia del CAPACET hasta que empieza la fase de presente. Sin embargo, para las vacaciones Zaida debe turnarse con la comandante y ésta también quiere marcharse en agosto por motivos personales que extrañamente van cambiando a lo largo de la conversación que tienen ambas.

En vista del atasco en el que se encuentran ella y la comandante, Zaida decide hablar con su teniente coronel, Rodríguez Bellas, para pedirle simplemente que esperen a ver en qué fecha exacta se incorporará al CAPACET. Lo más probable es que no sea finalmente en agosto —tal como le han explicado a Zaida— y, por tanto, que no haya problema con las vacaciones de la comandante. Sin embargo, él considera que deben resolverlo en ese momento, y sin contar con el aplazamiento. Las insta a arreglar las fechas de vacaciones entre ellas, pero van transcurriendo los días y no consiguen llegar a un acuerdo. En su experiencia militar, Zaida sabe que en todos los cuarteles las necesidades del servicio se anteponen a cualquier otra consideración y en este caso, las fechas de Zaida vienen impuestas por una exigencia del propio ejército: su curso. En un año tan duro como el que había vivido, no podía ni plantearse renunciar a irse de vacaciones: su necesidad de descansar y desconectar de todo aquello habría sido incuestionable en cualquier circunstancia.

Normalmente, cuando se dan discrepancias de este tipo por cuestiones personales, o se llega a un acuerdo o se cubren los días repartiéndolos entre los dos afectados. En este caso, habría sido lo normal. Sin embargo, Rodríguez Bellas, al ver que la comandante y la capitán de su unidad no llegan a un acuerdo, decide reunirse con ellas. Y ni corto ni perezoso le dice a Zaida que debe tomarse las vacaciones en julio:

—No puedo, mi teniente coronel, porque estoy haciendo la fase a distancia del CAPACET.

En efecto, en la fase a distancia, los aspirantes deben dedicar una serie de horas al día de su jornada a estudiar los temas del curso, resolver exámenes y mandar envíos en fechas determinadas, por lo que sería imposible realizar un viaje en esas condiciones y, si no lo hiciera, suspendería la fase a distancia.

—Bueno, hay mucha gente que se coge vacaciones para hacerla —contesta Rodríguez Bellas.

—Mi teniente coronel, habrá gente que necesite vacaciones para estudiar, pero no es mi caso. Y considero que si es parte de mi formación, no es lógico que le dedique mis vacaciones, pues nuestra formación está concebida para hacerla mientras trabajamos. Las normas del curso publicadas en el Boletín de defensa dicen que durante la fase a distancia los alumnos tienen que hacerse en la unidad.

Lo cierto es que Zaida necesita unas auténticas vacaciones, y no por el viaje a Grecia, que de todos modos ya ha cancelado para evitar complicaciones añadidas, sino sobre todo porque, tras el juicio, necesita un descanso mental profundo, que sólo conseguiría con su mes de vacaciones. Para ella supone un esfuerzo extra realizar el CAPACET en esas condiciones, pero no quiere dejar pasar sus posibilidades de ascenso ese año. El teniente coronel le pide, sin rodeos, que dedique sus vacaciones a estudiar. Cualquier consideración sobre el estado psicológico de Zaida no se baraja siquiera. Puesto que la comandante tiene un rango superior, él da por hecho que es Zaida la que debe renunciar, algo que ella no está dispuesta a hacer.

—Entonces te quedarás sin vacaciones, me temo.

—Hay una alternativa, mi teniente coronel. A mí no me importa trabajar en agosto y cogérmelas todas a partir del 20 de diciembre, una vez concluya el curso.

Esa opción tampoco es posible, puesto que para entonces la comandante Campos Cuesta ha solicitado voluntariamente una misión en Líbano, tras ser eximida por el coronel Villanueva de ir forzosa a Afganistán «por motivos personales» apenas unos meses antes, y cuyo puesto tuvo que ocupar otro comandante de manera forzosa. A Zaida sólo le permiten coger un turno en Navidad, como es habitual, o bien el de Nochebuena, o bien el de Reyes, pero si guarda hasta esa fecha las vacaciones tendrá que irse un mes entero y eso trastocaría los demás turnos. Turnos no contemplados en la normativa. Quieren imponerle a toda costa que coja sus vacaciones mientras hace la fase a distancia del CAPACET. Finalmente, ése es el plan: que Zaida se sacrifique. Ante la negativa de ella, el teniente coronel decide zanjar la disputa.

—Pues no podrás disfrutar de tus vacaciones, se debe a necesidades del servicio, y así lo ha dicho el coronel Villanueva.

—¿Necesidades del servicio? Si hay que cubrir agosto lo podemos repartir entre tres oficiales y que cada uno haga un tercio.

Zaida no da crédito. Precisamente su curso forma parte de esas necesidades del servicio, y le viene impuesto por una autoridad superior a su general, su coronel, su teniente coronel y su comandante. Harta, pide conducto reglamentario:

—Mi teniente coronel, me gustaría hablar con mi general.

Zaida sabe que un teniente coronel incapaz de organizar en tiempo de paz las vacaciones de su unidad sólo demostraría ser un auténtico inepto en una situación real de crisis, por lo que intentará que estas discusiones no lleguen más arriba.

—Ya veré lo que hago —contesta el teniente coronel.

 

 

Con esta cuestión aún sin resolverse, un asunto mucho más grave se cruza en el camino de Zaida. A su padre le han descubierto un tumor y deben operarle de inmediato. Por tanto, al mismo tiempo que registra su solicitud de vacaciones, pide un permiso de cinco días, los que le corresponden legalmente «por enfermedad grave de un familiar». Sin embargo, el coronel de la base de Dos Hermanas considera que se trata de una buena ocasión para chantajearla: por un lado, para castigar su empecinamiento con las vacaciones; por otro, para devolverle el favor a su amigo Lezcano, al que ella ha conseguido que condenen.

A estas alturas, Zaida ya no tiene dudas de que el coronel Villanueva quiere hacerle la vida imposible. Lo ha demostrado a la primera ocasión que ha encontrado, apenas unos días antes. Un general ha elegido a Zaida para hacer una comisión de servicios en Madrid, pues su prestigio en el terreno de las transmisiones es de sobra conocido en el Ejército de Tierra. Sin embargo, el coronel Villanueva informa negativamente esa comisión, alegando de nuevo falsas necesidades del servicio. En contra de los deseos de ella, pero sobre todo en contra de lo solicitado por el general y sin preocuparse por la solución más eficiente para la institución, le niega la posibilidad de marcharse a Madrid. A partir de ese momento, no se privará de mostrarle a Zaida toda su indiferencia y desprecio cuando coincidan en las reuniones.

Unos días más tarde, el teniente coronel Rodríguez Bellas —tras asegurarse la presencia de la comandante— transmite la insólita orden del coronel Villanueva, cuyo objetivo no es otro que fastidiar a Zaida. Rodríguez Bellas comienza con estas palabras: «Dice el coronel», la consabida fórmula de quienes no asumen una orden injusta pero carecen del coraje necesario para explicárselo al superior que la ordena. «Dice el coronel» es, en palabras de una militar experimentada como Zaida, «un acto de cobardía», la frase del mando que no quiere ser responsable de sus actos y se tiene a sí mismo por simple mensajero, consciente de que es más sencillo coaccionar al subordinado que explicar la legalidad a un superior. «Dice el coronel» es el escudo con el que el teniente coronel se protege de la vergüenza.

—Dice el coronel que si tienes un papel que justifique que tu padre esté gravemente enfermo…, que si no lo tienes no te da el permiso.

—Mi teniente coronel, ¿usted cree que yo tengo que justificar que mi padre está enfermo como excusa para irme de vacaciones? Tengo días de asuntos propios y no tendría que decir ni para qué son. No necesito hacer esto.

—Bueno, bueno, tú trae el papel

—¿Que yo traiga un documento, mi teniente coronel? ¿Me está pidiendo un papel en el que diga que la enfermedad de mi padre es grave? Eso no te lo dan en ningún hospital.

—Sí, ya sabes que la ley habla de «enfermedad grave». ¿Cómo de grave es realmente la enfermedad de tu padre? No lo sabemos… Necesitamos ese documento.

El enfado de Zaida crece por momentos. Lo más que podría obtener sería un justificante de la operación quirúrgica con la fecha, sin que se especifique la enfermedad, pues se trata de un dato confidencial protegido por la ley: la gravedad que le piden con énfasis no va a figurar en ningún documento. Existe además un claro agravio: nunca ha visto nada igual, nunca ha sabido de ningún compañero a quien le hayan pedido ese justificante.

—¿Usted sabe, mi teniente coronel, lo que me está pidiendo? ¿Usted sabe el lío en que se pueden meter con esta orden, porque esto no es legal? Usted me da los días o no me los da, yo actuaré en consecuencia.

—Bueno, lo pensaré.

—Que sepa usted que todavía quiero seguir hablando con el general —insistió en su petición de unos días antes.

Se lo cuenta a algunos compañeros que no dan crédito. Jamás, a ninguno de ellos, les habían pedido justificar por escrito la gravedad de la enfermedad de un familiar. Ni a un soldado le contestaban así al contar que su padre iba a entrar en quirófano. Ni a un perro… El coronel quiere hacer daño a Zaida y lo ha conseguido. Está tratando de doblegarla con un chantaje sutil: si insistes en no ceder en lo de las vacaciones y en hablar con el general, te joderemos y no podrás ver a tu padre enfermo. Por más circunloquios que hubieran buscado para transmitírselo, aquella disyuntiva cruda deja ver a las claras su situación: Zaida no es del agrado del coronel, quien no sólo no va a contribuir a resolver las cosas, sino que claramente ha optado por perjudicarla.