La primera baja, la primera derrota
Dios mío, ¿qué me pasa? No puedo más. Durante cuatro años, he aguantado en pie. Desde el día en que ese cabrón comenzó a acosarme, he dedicado toda la fortaleza de mi mente primero a sobrellevarlo, después a sobrevivir. Creí que la sentencia condenatoria enterraría esta maldición que me ha caído encima, pero todo sigue mal…
Zaida no deja de llorar mientras les da vueltas a estos pensamientos, que el psicólogo, unos días después, calificará de «pensamientos negativos» o «intrusivos».
No puedo más, no aguanto más, no puedo seguir. No puedo estar aquí ni un minuto más. La pesadilla vuelve a empezar. Me fui de Valencia, pero me persiguen hasta Sevilla… ¿Nunca voy a librarme de él? ¿Tengo que enfrentarme a un ejército personal de acosadores por delegación que no me van a dar respiro si doy con alguno en un cuartel? No puedo creerlo, no es posible que esto me esté ocurriendo a mí…
Realmente no era cuestión de mala suerte haber caído bajo el mando de un compañero de promoción de Lezcano, sino algo perfectamente normal. A lo largo de una carrera de treinta años, todos los militares pasan por muchos destinos y van haciendo amigos o aliados. Además existe una cuestión puramente corporativa que, sin duda, preocupaba a los altos mandos del Ejército. Una capitán se había atrevido a denunciar a un teniente coronel y había conseguido condenarle. Los altos mandos habían comprobado que eran vulnerables, si se hacía un mínimo de justicia. Cuestión harto complicada, porque la justicia militar no era dada a condenar a las altas jerarquías, pero el caso de Lezcano ponía de manifiesto que sí podía ocurrir. Si la osadía de Zaida no era castigada de alguna manera, los gerifaltes no volverían a sentirse a salvo. Había que darle su merecido y demostrar así a los subordinados que su palabra nunca merecería la misma credibilidad que la de un superior, pues eso rompía uno de los principios básicos de la impunidad de los mandos. Y en el caso de que alguna vez alguien lograra traspasar esa impunidad, tenía que quedar claro que no les merecería la pena, que convertirían su vida en un infierno y arruinarían su carrera militar. Ese castigo ejemplar vendría muy bien a oficiales de menor rango, pero también a suboficiales y a la tropa.
El coronel Villanueva se sabe poderoso por otra vía adicional: su hermano, el teniente general jefe del mando de apoyo logístico, Luis Villanueva Barrios, despacha a diario con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra (JEME), máximo responsable del Ejército, y se puede contar con los dedos de ambas manos quienes tienen esa cercanía con el JEME. Asimismo, el coronel Villanueva tiene motivos —es decir, relaciones y anclajes— suficientes para pensar que ascenderá hasta lo más alto, dentro de la dinámica de clanes del Ejército. No hubo ninguna conjura planificada, porque no fue necesaria. Simplemente las alianzas e intereses de quienes sentían pertenecer al mismo estamento que el acosador condenado funcionaron de forma natural. Las amistades personales, los clanes, las familias, y, en definitiva, el viejo do ut des hicieron el resto.
En aquellos días del verano de 2012 Zaida sólo piensa en cómo salir de la base de Dos Hermanas, cómo hacer para no ver más al coronel que ya le ha demostrado que está dispuesto a amargarle la vida obligándole a no coger vacaciones y que promete seguir haciéndolo. Al final llega a la conclusión de que lo mejor para ella es cogerse una baja. Pero ¿cómo hacerlo? No puede fingirlo, pues no sabe mentir. En su desesperación sólo ve clara una opción: romperse una pierna, algo que no le resulta difícil conseguir. El edificio de la residencia militar es antiguo: tiene una de esas viejas escaleras con un enorme hueco cuadrado y peldaños irregulares. En alguna ocasión, al volver de correr y subir los escalones de dos en dos, como tiene por costumbre, ha tropezado precisamente porque algunos están desgastados, otros son más altos o más bajos que el anterior, etc. Piensa que, si se emborracha para a continuación subir y bajar las escaleras un par de veces, caerá rodando y se romperá la pierna fácilmente. Ese mismo día lo pone en práctica.
Compra una botella de vino y se la bebe entera en su cuarto. Sin embargo, no está acostumbrada a beber: tres cuartos de litro es mucho vino para una persona casi abstemia. Cuando se pone en pie para salir de la habitación todo le da vueltas, está tan mareada que no se tiene en pie. Abre la puerta, pero la cierra de inmediato y se queda tirada en la cama. Despierta al día siguiente, tras quince horas durmiendo, con una resaca impresionante, pero sin haber logrado lesionarse como pretendía. El episodio tiene un punto cómico, pero para Zaida no lo es en absoluto. De hecho, le sirve para darse cuenta de su desesperación. El incidente con el coronel Villanueva a propósito de las vacaciones la ha destrozado. Había acudido al psicólogo durante dos meses, entre marzo y mayo, y después se limitó a tomar pastillas para dormir. Ahora vuelve a sentirse rota. Se dirige al comandante psicólogo de su base, al que llevaba dos meses sin ver, enviándole el siguiente correo:
A la orden mi comandante,
Estaba muy tranquila estudiando el CAPACET, de ahí que no haya necesitado verle, pero otra vez empiezo a estar un poco mal, con nuevas cosas dando vueltas. Le escribía por si no está de vacaciones, porque me ha parecido verle aquí, para ver si podemos concretar cita.
Después de sugerir una fecha y ponerse de nuevo a sus órdenes, como pie de firma se leía una cita de Arturo Pérez-Reverte que llamó la atención del psicólogo, quien la anotó en el informe:
«No hay nada más digno de respeto que un soldado honrado ni nada más despreciable que uno que no lo es».
El psicólogo debió de quedarse preocupado y confirmó la cita para el 10 de julio.
Cuando Zaida acude a la consulta, llega antes de hora pues está realmente preocupada por una escena que ha recreado en su mente: al romper filas, distingue de lejos al coronel Villanueva, bajito, feo y cabezón, como en la canción de Mecano. De repente, imagina sobre la pared encalada del edificio la cabeza aplastada del coronel y una mancha enorme de sangre. La rabia le incita a dejar la defensa y pasar al ataque. Pero se conoce a sí misma y no es una persona agresiva. Por eso sabe enseguida que aquellos pensamientos significan que necesita ayuda urgente. «No puedo estar pensando en pegarme con un coronel», se dice. Acude de inmediato a la consulta.
El psicólogo hace el siguiente diagnóstico: «Puede tratarse de un trastorno de estrés postraumático, que se considera provocado por el acoso sexual, el maltrato psicológico al que ha estado sometida durante tanto tiempo y la agresión sufrida». El estrés postraumático no resulta un síndrome ajeno para los militares; de hecho, en Estados Unidos se ha dado mucho entre los veteranos de Vietnam. Los militares suelen padecerlo como consecuencia del fuerte sufrimiento psicológico vivido en una guerra o en una situación extrema que deja en su psique una herida profunda. Que Zaida padeciera estrés postraumático a consecuencia del acoso sexual y laboral da idea de la magnitud de éste.
El psicólogo ve que Zaida presenta claros síntomas depresivos y ansiosos, causados por el temor a encontrarse de nuevo con su acosador, que parecía reproducirse como una monstruosa hidra de siete cabezas apareciendo en cualquier cuartel en cualquier momento para destrozarle la vida. Si cualquier compañero de Lezcano, con el que haya compartido promoción, destinos o misiones, va a hacer suya la causa de él y va a hostigarla para que expíe el crimen de haberse atrevido a denunciarlo…
—¿Qué tal estás, Zaida?
—Al borde de la catástrofe —contesta.
En su informe, el psicólogo describe así lo ocurrido durante esos dos meses: «Ya no aguanta más la persecución de la que manifiesta estar siendo objeto, ya que, a raíz de la sentencia condenatoria del coronel que la acosó y agredió, por parte de sus mandos actuales no recibió ninguna muestra de apoyo, muy al contrario, según ella, han intentado que se sienta lo más incómoda posible en su destino […]. Manifiesta que la manera de dirigirse a ella su coronel es degradante, despectiva e incluso agresiva, por lo que se siente humillada en el trato».
Se siente desesperada, sola y sin fuerzas. Las nuevas amenazas la quebrantan con más fuerza, como la segunda tanda de golpes destruye al torturado. La machacan justo ahora que empezaba a sentirse ilusionada y con energía para comenzar de nuevo. El psicólogo hace la siguiente descripción de su paciente: «Crisis de angustia e ideas de autolisis, todos los pensamientos son muy negativos, catastrofistas con un incesante llanto, taquicardia, sensación de ahogo y dolor en el pecho que se extiende hasta el brazo». Para él constituye una alerta seria, pues las ideas de autolesión en los pacientes son un síntoma de grave deterioro mental.
En vista del pésimo estado de deterioro en que se encuentra Zaida, el comandante llama al teniente coronel médico, pues sabe que la crisis de angustia sólo se reducirá con fármacos. El médico le inyecta Valium en vena y le da también paroxetina sublingual. El efecto de ambos medicamentos la van tranquilizando poco a poco. Cuando ya está un poco más calmada, el médico le recomienda un tratamiento «al menos durante seis meses con paroxetina 20 mg, ludiomil 10 mg, y Lexatín». No obstante, le indica que acuda a la consulta de psiquiatría para que le confirmen este tratamiento. Por último, recomienda una baja laboral de al menos veinte días.
Zaida contesta que no quiere una baja por trastornos psicológicos. Para una militar como es ella, evidencia debilidad y sabe que sus compañeros y sus jefes lo interpretarán así, pero el psicólogo no le da opción. Debe alejarse de lo que él llama «la fuente del estrés».
Para ella, todo esto equivale a una derrota. Paradójicamente la primera derrota llega después de la gran victoria de haber conseguido que condenasen a Lezcano. Se siente vencida. Pensó que se había demostrado quién fue la víctima y quién el verdugo, pero no. Aún quedaba una retaguardia poderosa luchando en el bando de su acosador y han contraatacado cuando ella estaba segura de su victoria y desprevenida.
Cuando llega a Madrid busca una psiquiatra, quien también le recomienda alejarse de la fuente de estrés, «para no agravar el cuadro clínico y no obstaculizar su recuperación». Es decir, no acercarse a los mandos —y en especial al coronel— que le desencadenan los síntomas ansioso-depresivos. Zaida tramita la baja psiquiátrica mediante un representante legal, que se encarga de todos los trámites burocráticos, para que ella ni siquiera tenga que pasar por Sevilla para papeleos.
Al conocer lo ocurrido, José, el marido de Zaida, viaja de urgencia allí: no podía estar sola. En cuestión de días se marchan a Madrid, donde ella se queda en su casa familiar. Para no preocupar demasiado a su padre, le dice que está de vacaciones.
Algunos amigos le contarían tiempo después cómo a Villanueva, el coronel perseguidor, le irritó aquella baja. Según le dijeron, había bramado algo como «esta hija de puta cree que se va a librar de mí; ésta se ha cogido la baja para irse de vacaciones». En realidad, a nadie se le ocurriría hacer eso, pues marcharse de vacaciones estando de baja, como sabe cualquier trabajador, es arriesgarse a una sanción. Al coronel le habría bastado con consultar al comandante psicólogo de la base para saber qué ocurría de verdad, pero con mucha frecuencia el poder hace que la gente reafirme sus prejuicios y se resista a la verdad. Cuando el coronel Villanueva debe anotar en la baja sus «observaciones como jefe de la unidad», restringe los movimientos de Zaida, ordenándole que durante la baja no salga del domicilio familiar. En la práctica, esto equivale a un arresto domiciliario, ante el cual la psiquiatra que enseguida empezará a atender a Zaida se rebela. La doctora no sólo coincide con el diagnóstico que Zaida trae de Sevilla, sino que además asegura que se ha agravado por la conflictividad laboral. Le recomienda que se mueva con libertad y le aconseja explícitamente salir de casa, hacer deporte, pasear, etc., para mejorar su estado anímico.
Zaida se establece en su casa familiar de Mejorada del Campo (Madrid). Se trata de un agradable chalet de los años ochenta, con árboles frutales y una larga piscina. Mientras vuelve a hacer allí sus largos, Zaida recuerda las interminables horas de entrenamiento siendo una adolescente. Le relaja el agua, le gusta bucear porque se parece a desaparecer.
Confía en recuperarse poco a poco, lejos de Sevilla. No obstante, sus superiores han decidido no darle respiro. Enseguida comienza desde la base una nueva modalidad de acoso: el hostigamiento burocrático a distancia. Zaida recibe un burofax remitido por ellos. No da crédito. En primer lugar, porque había otorgado a dos compañeros subtenientes plenos poderes para actuar como sus representantes legales y, por tanto, son ellos quienes deben recibir toda su correspondencia, tal y como establece la normativa. En segundo lugar, porque el domicilio oficial de Zaida para el Ejército de Tierra es, a todos los efectos, no el de su padre, sino el suyo propio. Por más que Zaida haya informado de dónde está, eso no da derecho al coronel a remitirle correspondencia, y mucho menos de carácter confidencial, al domicilio de su padre. De nada sirve que ella llame a sus compañeros para hacerles reparar en la ilegalidad que están cometiendo. Alguien de muy arriba ha dado órdenes que no pueden contravenir, según le explican: los burofax siguen llegando.
Un día, estando ella en la ducha, llama el cartero. Su padre sale a la cancela. Trae un burofax. En el sobre figura: «Ejército de Tierra, Regimiento de Guerra Electrónica 32». Es todo tan obvio que hasta el cartero exclama:
—¡Esto parece de la guerra de las galaxias…!
El cartero conoce al padre y a toda la familia desde hace años, pero acaba de enterarse hace poco de que Zaida es militar. En sus palabras se percibe que está al tanto de lo que está pasando con Zaida, y sólo puede saberlo por la documentación que el Ejército está remitiendo a casa de su padre por burofax, pues en la oficina los funcionarios tienen acceso a los textos remitidos.
—¿Qué tal está tu hija?
—Bien, bien… ¿Cómo va a estar?
Le entrega el burofax y el padre empieza a leerlo mientras vuelve dentro. Zaida le había mantenido al margen de todo para no disgustarle, pero descubre de esta forma súbita y brutal que su amadísima Zaida está de baja psicológica. Su querida hijita, su valiente oficial, su pequeña capitán ha sufrido acoso sexual, laboral y moral hasta límites tan salvajes que la han dejado fuera de combate. Le han diagnosticado estrés postraumático sin haber salido de un cuartel, no a consecuencia de su estancia en Kosovo o en Líbano, sino en Dos Hermanas. Aquello que él leyó que padecieron los soldados estadounidenses tras la primera guerra del Golfo lo está sufriendo su hija como resultado del fuego amigo. No puede soportarlo. Resulta que Zaida no está de vacaciones sino que ha ido a refugiarse a su casa. El padre comienza a llorar mientras sube al primer piso, buscándola. Zaida acaba de salir de la ducha y se lo encuentra de frente, con los ojos bañados en lágrimas. En ese momento se conjura contra quienes están causando tan extremo dolor a los suyos.
Malditos enfermos… Mi padre está recuperándose de su operación mientras espera la siguiente y vienen con este burofax a multiplicar su dolor. Nunca podré olvidar la imagen de mi padre llorando a lágrima viva con el burofax en la mano preguntándome: ¿qué te han hecho, hijita, qué te han hecho? Le abrazo: papá, no pasa nada, tranquilo, ¿lo ves? Estoy bien, no pasa nada, me estás viendo, estoy aquí y estoy bien…
Pero nada le consuela. Se abrazan y permanecen un rato en silencio… Zaida no deja de darle vueltas. Está impresionada. Es la primera vez en su vida que ve llorar a su padre.
No tienen derecho a hacer esto. La información médica es confidencial y está protegida por la ley, pero ellos la han puesto en conocimiento no sólo de mi padre, sino de toda la oficina de Correos, del cartero y vete a saber de quién más. Seguro que toda la base está al tanto de mis problemas… Si no tienen escrúpulos en hacer esto, ¿qué no estarán diciendo y haciendo a mis espaldas?¿Cuántas leyes están vulnerando? No voy a perdonarlo, nunca le voy a perdonar.
Cuando, años después, se le pregunta a Zaida cuál fue el peor de todos entre los terribles momentos que vivió durante los años de acoso y persecución en el Ejército, contesta sin dudar que aquél. El día que vio llorar a su padre supo que sus enemigos iban a por sus seres queridos. Asumía que esta guerra era suya y no le había quedado más remedio que defenderse y librarla, pero involucrar a su padre enfermo… Eso no lo hacían ni los peores tiranos: la Convención de Ginebra obliga a respetar a la población civil.
El coronel había dado órdenes —según le contaban sus compañeros de la base— que vulneraban hasta dos leyes, la de Protección de Datos y la propia normativa del Ejército respecto a la información reservada, sin preocuparse de los posibles daños colaterales. Lanzar aquellos torpedos en forma de burofax a la propia casa del padre infligía daño a civiles que no estaban luchando, que ni siquiera sabían que había una guerra.
Queda claro que en la mente del coronel Villanueva cualquiera cercano a Zaida es susceptible de convertirse en su objetivo. Ese día, a ella le pareció ver un reguerillo de sangre junto a su padre lloroso, parado en medio de la escalera. Sin duda, le han herido.
Ella también está tocada: en aquel mes de julio de 2012, llega a estar tan afectada por el estrés que lo somatiza físicamente en forma de dolores musculares y articulares. De nuevo acude a Urgencias, donde el reumatólogo le da un relajante muscular y calmantes adicionales a los que ya le había prescrito la psiquiatra.
Absolutamente convencida de que debe salir de Sevilla, pide multitud de vacantes, en distintos lugares de España, para huir de Villanueva. Todo se repite. Cuando ya no puede confiar en sus superiores ni para que la dejen marchar, vuelve la vista a los responsables políticos pidiendo ayuda. Convencida de que el coronel va a boicotear su salida, igual que ha hecho ya con la comisión de servicios, se dirige al ministro de Defensa, Pedro Morenés, amparada en su derecho de petición como ciudadana, derecho fundamental que ejerce desde la desesperación.
En su carta relata al ministro todos los antecedentes de su caso, incluso cómo distintos coroneles de la promoción de Lezcano habían asistido al juicio para mostrar su apoyo al acosador. Igualmente informa de la pertenencia a esa promoción del coronel Villanueva y de cómo la está acosando, motivo por el cual pide al ministro que interceda para conseguirle alguna vacante desde la que pueda seguir trabajando lejos de las garras de los compañeros de la promoción de Lezcano. En su carta al ministro, Zaida enfatiza el hecho de que, en cuatro años de dificultades graves, no ha cogido ni una vez la baja. Sin embargo, explica su situación actual con estas palabras:
Cuando el coronel Villanueva me comunica por escrito que, por necesidades del servicio, no me concede ninguno de los días de vacaciones solicitados, esta oficial se derrumba moral y psicológicamente.
Los últimos cuatro párrafos resultan tan desgarradores que cuesta comprender cómo una carta así puede llegar a la mesa de un ministro y que él conteste como lo hizo. Zaida invocaba el Derecho de Petición para en virtud de él suplicar al ministro:
Primero, que aun siendo consciente de que el hecho de haber denunciado al entonces teniente coronel Lezcano-Mújica tendrá unas consecuencias irreversibles en mi trayectoria profesional actual y futura, y que seré gravemente perjudicada en mis informes personales, ascensos o promociones, mi intención actual pasa por continuar con mi vocación.
Las experiencias sufridas […] me hacen temer que cada vez que coincida bajo el mando de un oficial que haya tenido relaciones personales o profesionales con el coronel Lezcano se tomarán decisiones arbitrarias con el único objeto de perjudicar mi carrera o mi vida personal.
A continuación Zaida enumera hasta cuatro vacantes que están disponibles en ese momento, y menciona cualquier otra que pudiera existir, para sustanciar su petición al ministro:
Que tenga a bien concederme algún destino en la plaza de Madrid, ajeno a la orgánica del Ejército de Tierra durante el tiempo que la mayoría de los componentes de la promoción del coronel Lezcano continúen en activo, con objeto de rehacer mi vida personal y proseguir una trayectoria profesional de una forma digna.
No era tanto lo que pedía. Seis meses después, y ya en otro destino de los solicitados por ella, le llegaría la respuesta de la directora general de Personal del Ministerio de Defensa, con su decisión de «no acceder a la solicitud formulada por doña Zaida Cantera de Castro». El motivo argüido en una farragosa respuesta de tres folios puede resumirse así: el Ejército de Tierra tiene definidos y regulados los procedimientos por los que se otorgan los destinos, y el ministro no puede hacer nada fuera de esos procedimientos. En cuanto a los hechos que ella denunciaba respecto al acoso profesional que sufría, le indicaban que ya sería adecuadamente investigado por el órgano competente.
La respuesta del ministerio es un prodigio de la literatura burocrática que habría asombrado al mismísimo Josef K., un monumento a la justificación de prácticas políticas deplorables como eludir responsabilidades, mirar para otro lado y desistir de reparar las injusticias. Ésa fue la respuesta del ministerio, unida a la insinuación de que si veía delitos, los denunciara.
Los días transcurren sin que Zaida pueda apenas estudiar, pero el 1 de agosto se desplaza a Zaragoza, a la Escuela de Guerra del Ejército de Tierra, para realizar el examen de la fase a distancia del CAPACET. La psiquiatra militar la autoriza a viajar, y ella era la única que debía evaluar si podía o no hacerlo. En los informes realizados por la doctora queda constancia de cómo el acoso burocrático ha empeorado el estado de Zaida. Sin embargo, a esas alturas, también ve con bastante claridad que el contacto con el Ejército le beneficia, pues la capitán ama su trabajo, siempre que se mantenga lejos de su fuente de estrés. El curso de comandante sería una buena ocupación.
Zaida lo empieza con buen pie y obtiene una de las mejores notas en el examen de ingreso. La alta calificación mejora su autoestima, algo de lo que está muy necesitada. En el informe de la psiquiatra queda constancia de que ella autoriza su desplazamiento para ir al examen así como para salir de casa. La psiquiatra sabe que el coronel Villanueva había ordenado a Zaida no salir de su casa; sin embargo, está convencida de que no se atreverá a refutar el criterio médico, el único relevante en las circunstancias de Zaida. Lejos de ser así, el coronel Villanueva lo interpreta como una desautorización personal, una intolerable desobediencia que debe ser castigada para salvaguardar la disciplina. Para un observador imparcial está claro que aquella orden de Villanueva, además del puro fastidio de arrestar en su domicilio a Zaida, significaba extender su poder sobre ella y no renunciar a su capacidad de hacerle daño. Incluso a distancia quería seguir dominando a aquella rebelde capitán. Sin embargo, él no ha contado con que la autoridad de la psiquiatra estaba por encima de la suya en el caso de una paciente de baja y lo cierto es que ella la autoriza a desplazarse a Zaragoza.
Los amigos y compañeros de Zaida y José en distintos destinos del Ejército no dejan de darles información. Según algunos de ellos, la ira del coronel le llevó a viajar hasta el Palacio de Buenavista, donde trabajaba su hermano, un teniente general. Allí se dirigió a un general del Mando de Personal y estuvo haciendo indagaciones respecto a «cómo se puede echar a una oficial del Ejército». Le explicaron que había dos posibilidades: la primera, consistente en abrirle un expediente por pérdida de condiciones profesionales, lo que podría determinar que no daba la talla como militar. Para lograrlo, debía hacer pasar a Zaida una de las evaluaciones periódicas (IPEC) de forma extraordinaria y conseguir que obtuviera bajas calificaciones. La segunda opción era abrirle un expediente médico por pérdida de aptitudes psicofísicas. En este caso, tendría que demostrarse que ella carecía de las condiciones físicas y mentales para seguir en el Ejército. Con esta información en el bolsillo, y siempre según fuentes cercanas al Mando de Personal, el coronel Villanueva empieza a trabajar para poner en marcha ambos procedimientos, y así atacarla por tierra, mar y aire.
Unos días después, reciben una información que confirma estos datos. Un comandante amigo de José, y perteneciente al mismo regimiento que Zaida, el REW-32 de Sevilla, le cuenta que la comandante Campos, aquella cuyos hijos Zaida había cuidado y con la que había tenido buen trato hasta que el conflicto de las vacaciones se cruzó en su camino, ha recibido la orden del coronel de hacerle a Zaida un IPEC extraordinario. El examen de evaluación periódica se realiza obligatoriamente en marzo, pero los mandos pueden encargar uno de forma extraordinaria si lo consideran necesario. Ahora bien, no habían pasado ni cuatro meses desde el anterior.
La comandante Campos, según le cuentan a José sus informadores, va llorando por las esquinas, diciendo a sus compañeros: «Fíjate, la orden que me ha dado el coronel, me obliga a hacerle a Zaida un IPEC…». Ella es consciente de que se trata de una irregularidad. Sin embargo, lo hace; un hecho muy revelador de cómo funciona el poder en el Ejército. El coronel de una unidad puede ejercer como señor feudal, sin cuyo favor no se consigue nada. Eso no significa que todos los coroneles lo sean, ni mucho menos, sino que apenas existen controles respecto a quienes quieren ejercer su poder de forma arbitraria. Los subordinados saben que dependen de él no sólo para los ascensos, sino incluso para el sueldo, pues hay complementos que puede modificar a su capricho. Y sobre todo, él tiene todo el poder en una cuestión mucho más decisiva para la vida cotidiana de un militar: los destinos. Desobedecer la orden de un coronel, o simplemente sugerir su irregularidad, puede tener la consecuencia inmediata de ser expulsado de la unidad para, posteriormente, ser enviado forzoso a otra ciudad de España. Algo que no parece sencillo a simple vista, lo es para el hermano de un teniente general. Cuando se tienen familia, hijos, colegios y vida social, un traslado utilizado a modo de represalia puede frustrar la vida de cualquier militar.
A pesar de que la comandante Campos pone en marcha el procedimiento para el IPEC extraordinario, Zaida ya ha conseguido una vacante en Madrid, lo cual debe zanjar el asunto, pues, al cambiar de destino, ya ningún responsable de su base está autorizado para someterla al IPEC. Se siente satisfecha pensando que, en cuestión de unos días, quedará fuera de su alcance. Sin embargo, la apisonadora burocrática puesta en marcha desde Dos Hermanas avanza y Zaida impugna el IPEC por cuestiones de forma y de fondo: ni cumple los plazos ni ellos han justificado —como están obligados a hacer— los motivos por los que deciden encargar esa evaluación extraordinaria. Sin embargo, los recursos no le sirven de nada. Le hacen el IPEC saltándose los plazos; y sin explicar qué «cambio de actitud» en la capitán aconseja realizar una nueva evaluación. Le habría costado mucho explicarlo, porque la decisión de hacer un IPEC se toma cuando Zaida llevaba ya un mes de baja, de modo que ¿cuándo habían notado ese supuesto cambio de actitud? Por desgracia, y a pesar de todas las irregularidades, el IPEC quedó incorporado al expediente de Zaida, con unas notas pésimas, de las peores que se han dado nunca en el Ejército de Tierra, tan exageradas que rayaban lo inverosímil.
Por otro lado, debe someterse también al chequeo pericial, pues el coronel Villanueva no aprueba los dictámenes que los médicos militares le están dando a Zaida. Un comandante médico la llama a su teléfono personal, cosa infrecuente, para decirle que acuda a la base de Retamares, en Boadilla del Monte (Madrid), para realizarle un reconocimiento. Ella se extraña puesto que, siguiendo las pautas establecidas, ha remitido cada informe que va elaborando la psiquiatra que la trata y hace apenas unas semanas que está de baja. Zaida no puede conducir y le acompaña José. Al entrar por la puerta, el comandante médico, un hombre casi a punto de jubilarse, le dice:
—Chiquilla, ¿tú a quién has matado?
Zaida se encoge de hombros…
—Normalmente —prosigue el médico—, a mí me mandan a los soldados cuando llevan cuatro o cinco meses de baja, para que los vea… Pero tú no llevas ni un mes. ¿Qué pasa aquí? Es imposible que te haya hecho efecto ningún tratamiento.
Zaida cuenta sucintamente la medicación que está tomando. Como José también es comandante, de igual a igual, le pide que le informe si tiene alguna novedad. La llamada se produce al día siguiente. El médico le cuenta a José que lo están presionando para que cambie el informe: «Tened cuidado, que van a por Zaida. Me dicen que le lleve la contraria a la psiquiatra y me lo piden con urgencia. Tened cuidado».
Cuando José le pide al médico si estaría dispuesto a testificar eso en un juicio, él les dice: «Por supuesto».
Unos días después, otro médico —esta vez de la base de El Pardo— llama a Zaida para hacerle otro reconocimiento, lo que indica que probablemente el coronel Villanueva, al ver que no había conseguido del primer médico el informe que él quería, ha decidido hacer un nuevo intento.
Según el diccionario, prevaricar consiste en «tomar decisiones injustas a sabiendas». Y es un delito. La persecución que sufrió Zaida estuvo cuajada de actos de prevaricación, muchos de los cuales dejaron su huella burocrática o telefónica. En menos de seis meses desde la publicación de la sentencia, el dossier Cantera, con todos los datos sobre la persecución de que fue objeto ya constaba de los siguientes episodios, todos ellos protagonizados de forma directa o indirecta por el coronel Villanueva: le habían impedido tomarse las vacaciones, le habían chantajeado con el permiso por enfermedad de su padre, le habían denegado una comisión de servicio, habían tratado de imponerle un arresto domiciliario ilegal, y le habían hecho un IPEC extraordinario de forma irregular en cuanto a motivación y plazos.
Cuando Zaida evoca aquellos meses suele decir: «Los perros de Ingenieros en el cuartel recibían mejor trato que yo».