Volver a casa
Cualquier militar sabe que regresar de una misión internacional constituye siempre un momento de extraña felicidad. Es abril de 2008, y la capitán Zaida Cantera de Castro experimenta también esa emoción al volver de Líbano. No es euforia exactamente, pero siente una alegría inmensa al ver de nuevo a los suyos después de casi seis meses de vida castrense, mezclada con esa atípica sensación de percibir extraño lo propio, notar como ajena la luz de tu ciudad o la temperatura local al bajar del avión en el aeropuerto.
En ese momento sabes que el peligro ha terminado. De pie ante la cinta, mientras esperamos el equipaje miro a mi alrededor. Hemos vuelto todos. Estamos en casa, a salvo. No siempre ocurre. Hemos esquivado el peligro.
Zaida y toda su compañía visten aún el uniforme; los viajeros los miran con extrañeza. Se pone de puntillas tratando de encontrar un rostro querido tras las puertas, pero sólo ve una multitud de gente. La mayoría son familiares de los militares que vuelven ese día. Se impacienta. Evoca el olor de casa, una ducha en su baño, dormir envuelta en la fragancia de sus sábanas. Piensa en unos huevos fritos con jamón y unos torreznos. Ansía esos huevos fritos, que están restringidos en zona de operaciones.
El ruido de las mochilas que emergen mecánicamente en la cinta rompe su ensueño y vuelve a fijar su atención en lo inmediato. Las mochilas, todas iguales en apariencia, sólo se diferencian por una cinta de distinto color que identifica cada compañía. Los soldados las agrupan por colores. La de Zaida es roja y negra. Ella espera a que todos sus subordinados, esos hombres y mujeres con los que ha trabajado los últimos meses y a los que ha traído indemnes de vuelta del peligro, cojan su equipaje. Cuando comprueba que todo está en orden, coge la última mochila de su unidad, la suya. Misión cumplida.
Entonces cruza las puertas correderas y ve la sala de espera moteada de uniformes de color verde oliva fundidos en abrazos con sus mujeres, sus maridos, sus hijos, sus familiares, un padre joven que coge a su hijo en brazos. Zaida hace un rastreo rápido con la mirada: busca a los suyos. Por fin, ahí están. Ve a su padre con los ojos brillantes, acuosos; ella sonríe emocionada y se dirige hacia él. También se abrazan. Su padre y su hermana le quitan la mochila de la espalda sin preguntarle si pesa; necesitan volver a cuidarla: «¿Cómo estás? Te veo más delgada. Estarás cansada, ¿no? Ahora comes algo rico y te echas un rato. O date primero un baño, que te sentará bien, y luego descansas».
Volver a casa se reduce a esto: un abrazo, unos huevos fritos, un baño, los olores de siempre que huelen nuevos… Y la misión cumplida.
Su padre y su hermana preguntan, preguntan muchas cosas, pero no por la misión. Saben que a Zaida no le gusta hablar en casa de su trabajo. Prefiere ser ella la que haga las preguntas: «¿Cómo están “los nanos”? —sus sobrinos—, ¿y los perros?, ¿y el gato…?». «Todos bien, todos bien. Ya verás cuando te vea Zar…»
Se siente muy feliz de reencontrarse con su familia después de haber estado seis meses fuera, aunque echa de menos a su marido, destinado en Valencia, y al que verá en unos días. Nadie como él para comprender su experiencia, pues participó en la misma misión, en la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano (UNIFIL, por sus siglas en inglés), y estuvo entre los primeros militares españoles destacados en la que después sería la base Miguel de Cervantes, en Marjayoun, al sur del Líbano, apenas un año antes. Está deseando intercambiar con él impresiones y experiencias vividas pero, sobre todo, disfrutar de algún tiempo juntos, ese tiempo que ha sido tan escaso en los últimos dos años.
Llevaban apenas unos meses juntos en Valencia —José en la Unidad de Coordinación Cívico-Militar y Zaida en la base militar de Marines— cuando, cosas de la vida, el grupo armado chií Hezbolá llevó a cabo incursiones en el norte de Israel, provocando el bombardeo israelí en el sur del Líbano. Los militares saben que éstas son el tipo de noticias que pueden cambiarles la vida, y así lo comentaban Zaida y José mientras disfrutaban de los primeros calores del verano en la costa valenciana:
—La ONU tiene allí una misión desde hace tiempo… Cuando paren los bombardeos, es muy probable que necesiten más cascos azules —dijo José.
—Sí, igual España decide participar y nos toca…
En efecto, les tocó.
Sumergida en la bañera, ya en su casa y a salvo tras haber formado parte de un contingente permanente de en torno a mil cien efectivos en el sur del Líbano, la «capitán Zaida», tal como consta en la etiqueta de su pechera, pues prefiere ser llamada por su nombre y no por su apellido, hace balance de lo bueno y lo malo que ha vivido en los últimos meses.
Ella y sus compañeros han atravesado momentos complicados. Los cascos azules allí destinados tuvieron que desempeñar múltiples funciones —desde supervisar el cese efectivo de hostilidades, hasta facilitar a la población civil ayuda humanitaria— bajo una frágil calma, pues habían sido acusados de espiar para Israel, y eso significaba que podían considerarse un objetivo. De hecho, las tropas españolas sufrieron el peor atentado de toda la misión. Una bomba activada contra un convoy que patrullaba de forma regular había causado la muerte de seis compañeros y herido a varios más. Los periódicos publicaron duras imágenes de dolor y pánico, tomadas inmediatamente después del atentado, que conmocionaron al país.
Zaida piensa que seguramente debido a ese sacrificio, que periódicamente aflora en forma de muertes por todo el mundo o tal vez por esa sensación de que sus miembros dan mucho y piden poco a cambio, el prestigio de las Fuerzas Armadas se mantiene alto entre la población española desde hace años. Y también en el exterior: las alabanzas por parte de altos mandos internacionales y de otros ejércitos —con los que el nuestro trabaja estrechamente— sobre el buen desempeño, la profesionalidad y la dedicación de las tropas españolas son abundantes. En la Brigada Multinacional Este, Zaida lo ha comprobado sobre el terreno: su relación cercana y sincera con la población de la aldea de Blat ha sido uno de los aspectos más enriquecedores de su estancia en Líbano. Los soldados estadounidenses van repartiendo chocolatinas a los niños y no les creen; nosotros repartimos mucho menos, pero tenemos más credibilidad entre la gente.
La responsabilidad de Zaida como capitán del Regimiento de Transmisiones consiste en establecer de forma adecuada las comunicaciones de una unidad, batallón o regimiento. No obstante, en misiones de estas características, es esencial prestar ayuda a las poblaciones afectadas por los conflictos. En el caso de Blat, la unidad capitaneada por ella les regaló el primer teléfono del que disfrutaba aquella aldea, un teléfono fijo por pulsos como los que aún se veían en España hace veinticinco años. Se instaló para su líder religioso, un musulmán que constituía un nodo evidente en las redes sociales de la población. Era, sin duda, un importante servicio para la comunidad, que por primera vez tenía comunicación telefónica fija. «Es como si lo hubieran puesto en la casa de un cura en un pueblo español en los años cincuenta», me comentó Zaida.
Es duro pasar tanto tiempo fuera de casa y lejos de los tuyos, pero Zaida disfruta tanto con su trabajo que se siente recompensada. Y eso que a menudo su compromiso supera con creces lo sensato. A finales de 2007 se encontraba en la base Miguel de Cervantes en Marjayoun redactando su hoja de servicios, un resumen de toda la actividad profesional que los militares realizan una vez al año, y que allí lejos le servía para ordenar los recuerdos, cuando cruzó la puerta el sargento Flores, que también andaba haciendo memoria esos días:
—¿Qué pasa, mi capitán?
—¿Qué tal?
—Le apuesto una cerveza a que este año he estado más días en el campo que usted.
Zaida se quedó pensativa un instante y enseguida aceptó.
—Me apuesto esa cerveza, otra más y una pizza que nos comamos juntos…
Rió maliciosamente. Comenzaron a echar la cuenta y el sargento dijo primero:
—Yo, 273 días.
—Pues yo 277 —sentenció Zaida.
Flores no se lo creía. Y ella le enseñó su hoja de servicios. 277 días significaba no haber cogido ni los fines de semana y vacaciones de rigor. Hacían cábalas mientras se tomaban las cervezas y la pizza, la boina azul que los identificaba como miembros de una misión de la ONU sobre la banqueta… Zaida había echado de menos a su propia gente, pero lo cierto era que el personal de su unidad había trabajado muy bien en Marjayoun.
En cierta ocasión, un comandante necesitaba que se prepararan ordenadores y una pantalla para una conferencia que iba a impartir en la base a las once de la mañana. Los soldados encargados de hacerlo fueron los de Zaida. Lo montaron todo y estuvieron allí desde las nueve, tal como ella les mandó, para probar el equipo con el comandante en cuestión. No quería que nada fallara. Él, en cambio, llegó dos minutos antes de la hora y al conectar su pendrive las transparencias se movían de modo que no podían verse.
Comenzó a dar gritos como un energúmeno, delante incluso de mandos internacionales.
—Sois unos inútiles, ¿qué pasa aquí? ¿Por qué cojones no funciona esto?
Uno de los soldados salió literalmente corriendo a buscar a Zaida. Cuando ella entró por la puerta de la sala él seguía gritando. Rápidamente Zaida apartó a sus soldados con el brazo mientras les decía que se echaran a un lado y ella se ponía en firme frente al comandante.
—Estoy hablando con ellos —dijo él.
—No, no está usted hablando con ellos, mi comandante, les está faltando al respeto.
—Les estoy dando una reprimenda porque han hecho mal su trabajo.
—No se reprende a los subordinados en público, mi comandante, mucho menos gritándoles. Lo dicen las Reales Ordenanzas. Y si sigue haciéndolo voy a tener que dar parte de usted.
Zaida tenía ganas de gritarle al igual que lo estaba haciendo él, pero consiguió controlar su ira, lo cual irritó aún más al comandante.
—Pues entonces es usted la que ahora me está faltando al respeto en público.
—No, mi comandante. Yo le estoy hablando en un tono normal, y porque usted ha iniciado esta discusión en público, yo me veo obligada a defender a mis soldados en público. No le estoy faltando al respeto, sólo le digo que me explique a mí cuál es el problema. Si le falta al respeto a mis soldados me veré obligada a…
—El problema es que esto no funciona, no se pueden poner las transparencias porque han hecho mal el trabajo.
—Lo solucionaremos, por eso no se preocupe. Mis soldados están aquí desde las nueve de la mañana por si surgía cualquier complicación. No obstante, lo arreglarán ahora.
Enseguida se dieron cuenta de que era una simple incompatibilidad de los documentos del pendrive con el proyector, nada achacable a los soldados. Sin embargo, ellos habían tenido que soportar la vejación pública y los malos modos de un comandante, aunque también tuvieron la suerte de que Zaida los había respaldado ante aquel energúmeno. No todos los oficiales asumen su responsabilidad hasta el límite casi físico de colocarse allí donde están cayendo los gritos para pararlos, pero Zaida era así, y por eso tenía fama de militar con carácter.
Al salir de la bañera hace un esfuerzo por recordar dónde guarda las toallas. No es la primera misión de la que regresa y sabe que se sentirá desubicada en su propia casa los primeros días. En zona de operaciones, durante seis meses uno se levanta sabiendo exactamente lo que tiene que hacer cada día; pero ahora es momento de reinventar la rutina, de esforzarse en descansar y aprovechar las vacaciones de misión previstas para quienes regresan del extenuante trabajo internacional.
Sin embargo, éstas serán más cortas de lo esperado: las necesidades de su unidad la obligan a incorporarse a su puesto en la base de Marines apenas una semana después de poner un pie en España, mucho antes de cumplir el período de descanso que le correspondía. No le importa. Lo cierto es que durante los meses pasados en Líbano ha echado de menos a su equipo, con el que tiene una sintonía total. El año previo a esta misión había resultado uno de los más satisfactorios de su vida profesional desde que ingresara en las Fuerzas Armadas: divertido, excitante, un aprendizaje continuo. Está convencida de que ha tenido mucha suerte con su unidad, con la entrega de sus hombres y sus mujeres.
Nunca les había engañado. Desde el primer día en que obtuvo el mando se había presentado ante ellos con estas palabras: «Soy Zaida y soy muy exigente como capitán. Os voy a pedir que hagáis vuestro trabajo siempre con precisión y entrega para que nada falle nunca. Pero también yo os voy a dar todo lo que me pidáis y esté a mi alcance».
Había cumplido: les había exigido y les había dado. Ellos le pedían cursos, pues la formación es un factor clave para la promoción en el Ejército. Ella se los concedía siempre que podía, convencida de que, cuanto más formados estuvieran, mejor harían su trabajo. También le pedían participar en maniobras: salir del cuartel no sólo es un reto para los militares, sino también una fuente de aprendizaje, así como una retribución extra que no es gran cosa, pero suma algo a un sueldo escaso. Como miembros del Regimiento de Transmisiones, su misión siempre giraba en torno a las comunicaciones y a los sistemas de información. Aunque en otros regimientos, como en los de Infantería o Caballería, el enemigo no es real sino ficticio, en el de transmisiones la ejecución siempre resulta real, pues deben establecer comunicación de forma efectiva con la base, o con otra unidad que haya salido también de maniobras. A veces pasaban penurias, trabajando bajo el frío, tirando cables, montando aparatos. Pero la capitán estaba muy orgullosa porque su unidad nunca fallaba. Conseguía que la comunicación no se perdiera ni en las circunstancias más adversas…
Cada vez que volvía de unas maniobras recibía una felicitación. Un día el coronel le dijo:
—Te voy a mandar siempre a ti. Cada vez que vas, vuelves con una felicitación.
—Gracias, mi coronel. Yo facilito, pero son siempre mis tenientes, mis suboficiales, mis soldados los que hacen el trabajo duro.
—Bueno, la felicitación es para ti y, por ende, para la compañía. Estamos muy contentos.
—Gracias, mi coronel.
Sonreía y no insistía más en la cuestión, pero eran ellos en efecto los que estaban ahí, pasando frío u otras calamidades. Y a pesar de eso, siempre estaba deseando volver a salir de maniobras. Hasta que Zaida se marchó a Líbano, su ritmo habitual de trabajo había consistido durante muchas semanas en regresar con su unidad el viernes por la tarde de unas maniobras y dar instrucciones para preparar otras con salida el lunes. El fin de semana que estaba en casa lo dedicaba a lavar la ropa, y vuelta al campo, porque los soldados rotaban, los suboficiales también, pero la capitán siempre era la misma. En aquel año intenso, había salido de maniobras con el Mando de Operaciones Especiales, con cuyo general, a quien llamaban «Caballo Loco», pasaron ratos especialmente divertidos; también con la Agrupación Logística de Valencia; con el REW-31 (el Regimiento de Guerra Electrónica n.º 31). A cada regreso, una felicitación, hasta el punto de llegar a provocar una confusión administrativa en la unidad que las tramitaba. Un comandante le había dicho en cierta ocasión:
—Ya no sé cuál de tus felicitaciones estoy tramitando. Me vuelvo loco.
Aquel año en Marines había sido auténticamente feliz. Acababa de llegar a Valencia, no tenía muchos amigos allí, y su marido se encontraba en zona de operaciones, de modo que entregarse a su trabajo resultó lo más natural; además de una recompensa evidente, no sólo en forma de méritos para la hoja de servicios, sino también por el buen trabajo que había llevado a cabo con sus subordinados, de los que se sentía realmente orgullosa. Así que cuando la llamaron para reincorporarse antes de tiempo se sentía alegre y confiada en experimentar la misma satisfacción de la que había disfrutado antes de marcharse a Líbano.
Como de costumbre, su desempeño en Líbano le ha hecho acreedora de otra felicitación, pero el reconocimiento que le hace mayor ilusión es la medalla UNIFIL de la ONU, de la que se siente muy orgullosa. Zaida le concede especial valor, precisamente porque no depende del arbitrio de un coronel, sino que se concede por haber formado parte de esa misión durante seis meses, por haber vivido en el sur del Líbano, un lugar peligroso, sirviendo a tu país y evitando, junto al resto de los integrantes de la agrupación, nuevos estallidos de violencia. También por haber sobrevivido. Siempre que la mira recuerda a los seis compañeros que murieron en ese atentado.
No, realmente no le molesta adelantar la vuelta al trabajo. Ha disfrutado al máximo de una semana de vacaciones y tiene ganas de volver a esa vida que le sonríe. En ese momento no imagina que es la última vez, no sabe que éstos han sido sus últimos días de tranquilidad y que en España, en unas pocas semanas, conocerá el infierno. Y no precisamente el de la guerra, sino otro más íntimo y lacerante, capaz de quebrar una felicidad tan radiante como la suya.