El viaje a Valladolid
Zaida se incorpora a la base con la mente llena de buenos recuerdos. Su teniente coronel le ha comentado por teléfono la escasez de oficiales que padecen y ella ha aceptado volver antes de tiempo. En la base hay otro teniente coronel, Isidro José de Lezcano-Mújica al frente del I Batallón, al que ella no ha tratado, pues llegó destinado cuando ella se encontraba en Líbano. Pronto conocerá algo más que su nombre.
En Valladolid se celebran unas conferencias bajo el título «Las transmisiones en el siglo XXI». Oficiales de todos los lugares de España, pertenecientes a distintos regimientos y unidades, intercambiarán conocimientos durante un par de días acerca del papel de las comunicaciones en los nuevos ejércitos y en las nuevas guerras. Zaida recibe la orden de su jefe:
—Estarás comisionada para acudir con el teniente coronel Lezcano a Valladolid, Zaida. Así que preséntate ante él y entérate del asunto. Necesita un capitán y el suyo no puede ir, ha surgido un problema.
—A la orden, mi teniente coronel.
En la base de Marines la vida cotidiana no resulta muy diferente a la de otras bases militares. La jerarquía y la disciplina son más acentuadas en las relaciones entre los militares españoles de lo que suelen ser en las Fuerzas Armadas de otros países. El Ejército de este país tiene, de hecho, fama internacional de ser especialmente tradicional en esos aspectos. Lo cierto es que, en los códigos internos de comportamiento, la disciplina es una cualidad altamente apreciada, aunque también susceptible de ser interpretada para beneficio de los mandos, como ocurre a menudo.
Zaida se dirige al despacho de Lezcano. No sabe nada de él, apenas algunos detalles de su desempeño que le ha contado un capitán amigo suyo con quien se ha carteado con frecuencia estando en Líbano. Al parecer, en su promoción le llamaban «el feo». Cuando Zaida lo mira de cerca enseguida entiende por qué. Tendrá unos cincuenta años, es desagradable, bizco.
—A la orden, mi teniente coronel. Soy la capitán Zaida, de Transmisiones. Acabo de regresar de zona de operaciones en Líbano.
—Sí, sí, toma asiento. ¿Cómo ha ido?
Zaida le cuenta los pormenores de cortesía sin entrar en detalles y prosigue con las instrucciones de su jefe:
—Me ha indicado el teniente coronel Andrade que estoy comisionada para viajar con usted a Valladolid.
—Así es.
—¿Cuáles serán mis funciones?
Lezcano la trata con displicencia desde el primer momento.
—Pues está claro. Tú vienes como mi secretaria.
Con la misma brutalidad, una frase irrumpe en la mente de Zaida: «¡Tócate los cojones! Este tío, ¿quién se cree que es?».
De forma instintiva, se reclina hacia atrás en la silla. Un sentido primario le aconseja que mantenga la distancia, como medida de protección. Lezcano ha inclinado su torso sobre la mesa hasta el punto de que ella casi puede notar su aliento en la cara. Se le ocurren un millón de posibles respuestas, pero no quiere pasar por histérica o suspicaz. Una mujer militar ya sabe —casi desde su ingreso en la Academia— que en el mundo cerrado del Ejército debe proteger su reputación. Todo se sabe y todo puede ser utilizado en contra de ellas. Podría frenar su avance explicándole que lo acompaña en este viaje como capitán, pues ése es su cargo y su función. Sin embargo, sólo acierta a repetir:
—¿Cuáles serán mis funciones?
—Pues ya sabes, como una secretaria, una de esas secretarias de falda corta.
Zaida se queda demudada. Los pensamientos empiezan a sucederse en su cabeza a borbotones:
Vaya, parece que los peores rumores sobre este tipo se confirman… Se creerá gracioso con ese tono machote. No nos conocemos de nada y se permite hablarme de este modo… ¿Qué debo hacer? ¿Tomarme en serio sus palabras? Quizá sólo sea un inepto gastando una broma inaceptable y excesiva. Seguramente. Pero yo no he estudiado cinco años en la Academia para esto. Y no he dedicado mi vida al Ejército tampoco para esto. A mí no se me murió en los brazos el soldado Luis para ahora tener que aguantar esta actitud. No he ido a zona de operaciones a jugarme la vida para que me llamen «secretaria de falda corta». Si yo le dijera lo que pienso de él con la misma desfachatez…
Al término de la reunión se dirige a hablar con su teniente coronel, Andrade. Perpleja e incrédula, le relata la conversación que acaba de mantener con Lezcano. Dos capitanes presentes participan en la charla. Son compañeros y amigos de hace años. Se entienden a la perfección. Toman café juntos, salen a correr, colaboran en muchas tareas… Hablan el mismo lenguaje y todo fluye cuando trabajan juntos. En la base los apodan los Dragones Rojos, en referencia al cordón que llevan en la pechera, del color de su batallón. La unión existente entre ellos es visible para todos.
Zaida se explica ante Andrade, su teniente coronel, sin alzar la voz. Es su jefe directo, el único que puede sancionarla. Ella es oficial del Ejército de Tierra, y tiene suficiente rango y experiencia en transmisiones para asistir a unas conferencias realizando una aportación propia.
—En suma —concluye ante Andrade—, no soy secretaria de nadie, y menos de falda corta. Soy una profesional y considero que todo lo que me ha dicho el teniente coronel es una falta de respeto.
Andrade guarda silencio unos instantes. No reprueba las palabras de Zaida. Podría habérselas recriminado: «No exageres, no te refieras así al teniente coronel». Pero no lo hace. Nada le sorprende; pero tampoco le indigna. Parece encajar todo con relativa normalidad. Le resta importancia.
—Bueno, sería en broma, mujer.
Uno de los capitanes tercia demostrando conocer bien a Lezcano:
—Buf, a mí no me lo parece. No me sorprendería que te tirara los tejos en Valladolid, Zaida. Ten cuidado —añade con sorna andaluza.
Andrade se ríe. Sin embargo, no es la primera vez que Zaida escucha comentarios respecto a Lezcano y su comportamiento con soldados mujeres. Este capitán incluso le ha contado que Lezcano le ofreció a un mando darle cuatro soldados varones a cambio de una agraciada cabo primero a la que quería para su batallón. Cuando se lo negaron, insistió por la vía de mejorar su oferta de carne humana brindando a un sargento para el intercambio. Una cabo primero a cambio de un sargento, sin duda, constituye una transacción interesante para un mando falto de suboficiales, como era el caso, pero la transacción finalmente no tuvo lugar. Cuando el capitán lo comentó con la cabo primero, ella no puso ninguna pega porque, como todos sabían, Lezcano le había prometido grandes ventajas si se iba a su unidad. Su destreza en intercambios denotaba una larga experiencia en la materia, que en muchos casos le había funcionado sin problemas.
Otra compañera de Canarias también le ha contado a Zaida que allí hay otra mujer a la que le ofreció ponerle un piso para que accediera a sus requerimientos, y cuando ella se negó comenzó a hacerle la vida imposible.
Estas y otras anécdotas son secretos a voces en la base. El personaje está plenamente caracterizado para todos. A algunos su actitud les parece más reprobable que a otros pero, en general, los jefes gozan de tolerancia. En la escala de valores de Lezcano, tolerancia equivale a impunidad.
Zaida alude a la historia del intercambio de personas y a ese afán de tener a la cabo primero bajo su mando ante su teniente coronel. Recrimina esa actitud de mercadeo que tiene Lezcano con las personas, como si fueran mercancía para comerciar. Para su sorpresa, Andrade no lo desmiente, pero vuelve a restarle importancia:
—Sí, sí, bueno; que siga, que siga intentando esos cambalaches… Se encontrará conmigo.
Andrade tiene claro que puede ofrecer resistencia a las repugnantes peticiones de Lezcano. No le agrada, probablemente preferiría que no ocurriera, pero tampoco le violenta; al fin y al cabo, es de su mismo rango y es hombre. En ningún sentido supone una amenaza para él. Sin embargo, para Zaida, la situación es muy diferente: es mujer y de rango inferior. Enfrentarse a un superior no resulta tarea sencilla en el Ejército, ni siquiera para una oficial como ella, que no se arredra ante los gritos de un comandante si se trata de salir en defensa de sus soldados. Plantar cara a un superior sin escrúpulos puede perjudicar de forma irreversible su carrera y su prestigio. Lo sabe perfectamente. Incluso puede amenazar su libertad. Por un momento se imagina de qué forma podría defenderse una pobre cabo primero si Lezcano lograra su intercambio de negrero y la tuviera bajo su mando. Le repugna sólo pensar en ello. Ese trato de cambiar a la gente como si fueran ganado, canjearlos como mercancía… Todo destila cierto tufo feudal.
En el Ejército español, la tropa no tiene un contrato de trabajo propiamente dicho, sino que firma un llamado «compromiso», que se somete a renovación cada dos años. Cuando vence, se puede rescindir la relación, alegando falta de capacidad, con una breve explicación. Basta con no renovar. Es la mayor empresa de trabajo temporal. El hecho de que hasta el momento ninguna soldado en la unidad haya denunciado acoso sexual probablemente esté relacionado con su situación precaria dentro del Ejército. Hacerlo equivale a estar en la calle en poco tiempo. Es muy sencillo despedir a un soldado: basta con un simple parte que acabe en arresto para que sirva de excusa y el «compromiso» quede roto. En cuestión de semanas o meses, irán a la calle de forma automática. En esas condiciones, las posibilidades de que una soldado se plantee denunciar a un superior son nulas. Incluso con pruebas, una denuncia por acoso sexual o cualquier otro tipo de acoso es inverosímil.
Zaida emprende el viaje a Valladolid con Lezcano. Una vez en el tren, él le pide que se reúnan en el vagón-cafetería para ultimar algunas cuestiones relativas a su ponencia. Ambos visten de paisano, y parecen dos profesionales civiles en viaje de trabajo, como los de cualquier empresa. Sin embargo, la estructura fuertemente jerarquizada del Ejército favorece cualquier situación de abuso y complica la decisión de hacer algo contra ello o no. Lezcano inicia su acoso al poco de encontrarse cerca de Zaida.
Al principio se trata de miradas lascivas, sonrisas insinuantes, ese tipo de gestos masculinos de acercamiento que cualquier mujer sabe interpretar a la perfección. Se acerca a ella apoyando los codos sobre la mesa, se balancea hacia delante, se aproxima como si fuera un predador listo para saltar sobre su presa. Le mira los pechos con ojos lascivos, o al menos con uno, el bueno, que apunta claramente en una dirección.
Zaida se siente incómoda. Su lenguaje corporal es inequívoco. Se encuentran en una reunión de trabajo en un lugar público; él es el jefe y ella es la inferior en la jerarquía: ¿cómo podría alguien siquiera pensar en comportarse así? Ahora ella comprende que los comentarios que ha oído sobre él no sólo resultan verosímiles, sino que se quedan cortos. Retrocede unos pasos, pero sólo consigue que él siga avanzando.
El acecho continúa al llegar a Valladolid. En el hotel celebran conferencias por las mañanas y reuniones por las tardes. En una sala dispuesta para una de estas reuniones se encuentran Zaida y otra capitán en torno a un ordenador portátil para trabajar. La capitán va a explicarles a ella y al teniente coronel Lezcano cómo es la arquitectura de las transmisiones en su unidad, de reciente creación. Lezcano entra en la sala y se sienta entre ambas; la capitán comienza su explicación.
Zaida nota de pronto cómo Lezcano le toca la pierna en un movimiento que pretende pasar como casual, pero que persiste hasta subir por la entrepierna. En cuanto percibe el contacto, Zaida da un respingo y mueve bruscamente la silla para alejarse. Finalmente, se levanta y sigue la explicación de pie. La segunda capitán presente en la sala no sale de su asombro.
A partir de entonces, Zaida evita sentarse cerca de él, pero Lezcano siempre se aproxima hasta invadir su franja personal, ese territorio fronterizo que se mueve con nosotros, y que todo el mundo respeta como si estuviera ocupado. Lezcano invade líneas básicas de seguridad, pese a los signos ostensibles de incomodidad y disgusto de Zaida. Ella sólo trata de distanciarse, se vuelve a sentar alejada de él; intenta eludirle, simplemente eludirle. Él, por su parte, cuando la ha tenido cerca, la invade y la toca; cuando la tiene lejos, le dirige miradas lascivas que no pueden interpretarse más que de un modo. La situación llega a tal punto que la capitán, sin conocer de nada a ninguno de los dos, pero percibiendo lo obvio para cualquiera, le dice a Zaida en un aparte:
—Pero a este baboso, ¿qué le pasa contigo? Está encima de ti todo el rato.
—No tengo ni idea. No le conozco de nada.
—Es que no te deja un momento.
—Ya, me han contado unas cosas de él… Me han prevenido mis compañeros y todo se está confirmando.
—Este tío está mal de la cabeza… No es normal lo que hace.
Eso mismo piensa Zaida:
Llevo diez años en el Ejército y nunca he vivido nada parecido. Esto no es normal. ¿No es normal? Pues el baboso actúa como si lo fuera. Qué desfachatez… No hay duda, lo de «secretaria de falda corta» no me lo dijo en broma. En su mundo todas las mujeres, todas las militares, somos secretarias de falda corta a su servicio, para atender sus necesidades más allá de lo militar si es preciso. Puaj. Qué asco. Qué repugnancia. Es tan ofensivo… Y qué descaro, hasta ella se ha dado cuenta. No, no es normal aunque él se crea así. Esto es acoso sexual y no es ninguna broma. Y encima yo, en lugar de estar concentrada en mi trabajo, tengo que estar pensando en alejarme de él para que no me ponga sus sucias manos encima. Dios, qué pesadilla. A ver si volvemos a la base y esto termina. Yo no soy uno de sus juguetes…
La fama de acosador de Lezcano ha dejado una huella indeleble en varios de los destinos por los que ha pasado. Sin embargo, su hoja de servicios es intachable porque las únicas medidas adoptadas contra él han consistido en sugerirle, en cierta ocasión, que cambiara de destino. Su comportamiento cotidiano es el de un delincuente impune; sobre el papel, un inmejorable servidor de España.
A pesar de que Lezcano y Zaida no están en ningún momento a solas y que todo ocurre a la vista de personas que se hallan presentes en las reuniones, los demás militares callan y actúan como si nada de eso les concerniera. Zaida no sale de su asombro. Ser testigo de un delito implica encontrarse en un dilema: o denuncias o te conviertes en cómplice. Si no, al menos intervienes. Pero claro, él es un teniente coronel y ella una capitán. Eso zanja todas las disquisiciones morales acerca de los hechos.
Lezcano no se conforma con Zaida, y en esta etapa incipiente del acoso también repara en otra militar allí presente y, sin reprimirse lo más mínimo, dice en voz alta: «Vaya, ¡cómo está!», aludiendo a su aspecto físico. Zaida cree que quizá ahora que se ha fijado en otra presa ella podrá tener un pequeño respiro. Con sus palabras y sus actos, con su actitud, Lezcano parece confirmar que ve a las mujeres tan sólo como objetos sexuales, que están en el mundo para su alborozo. De cuando en cuando, intenta echar el guante a alguno. Y pronto dejará claro a Zaida que ofrecerle resistencia significa complicarse la vida.
Nada más regresar a la base de Marines, Zaida comenta el asunto con su superior, el teniente coronel Andrade, a quien da cuenta pormenorizada de lo sucedido. Ella no quiere un conflicto abierto. Piensa que quizá Andrade, quien parece plenamente consciente de cómo es el miserable de Lezcano, pueda hablar con él de hombre a hombre, de teniente coronel a teniente coronel: «Oye, venga, tío, deja ya en paz a la capitán. Vamos a evitar problemas». Así, entre colegas, como quien no quiere la cosa, tomando un día una cerveza en la cantina. Quizá quede aún una posibilidad de solucionarlo.
Zaida, como cualquier militar del Ejército español, sabe que cuando se tiene un verdadero problema con un superior hay que buscar las mil formas indirectas de solucionarlo antes de ir de frente por una razón fundamental: en la carrera militar, la opinión de tus superiores tiene un peso específico en el informe de evaluación anual que se realiza, el llamado IPEC (Informe Personal de Calificación). Contar con una valoración negativa en este informe disminuye las posibilidades de obtener un ascenso, o, en el peor de los casos, implica directamente no ascender.
Lo único que quiere Zaida es permanecer lo más lejos posible de Lezcano. Ella irá por un lado, él por otro. Hasta tal punto está decidida a actuar así que cuando en la base circulan rumores de que él necesitará un capitán y la quiere a ella en su batallón, Zaida corre a asegurarse con su teniente coronel de que en ningún caso la dejarán marchar, aunque Lezcano la pida. Ella no quiere mandar ninguna compañía más que la suya, y por nada del mundo desea depender de su acosador. Su teniente coronel se muestra comprensivo. La tranquiliza: «Descuida, no te dejaré marchar a otro batallón».
Por desgracia, pocos meses después, a primeros de julio de 2008, unas nuevas jornadas sobre el futuro de las transmisiones en el Ejército hacen que Lezcano necesite de nuevo a Zaida para acudir con él al Cuartel General de la Brigada de Transmisiones, también en Valencia, en la localidad de Bétera. Antes de partir, la capitán le recuerda a su jefe cómo está la situación y la posibilidad de que haya problemas. Él asiente. «Ve con cuidado», es todo lo que acierta a decir. Se trata de la continuidad de las jornadas de Valladolid y es razonable que Lezcano la haya pedido a ella: debe ir aunque no quiera. Ella piensa: «No se trata de que vaya con cuidado, sino de que alguien haga algo».
Zaida no tarda en comprobar que Lezcano va a continuar en el mismo punto en que lo había dejado. En la primera reunión de trabajo, Zaida entra en la sala en último lugar. Sólo queda libre una silla junto a la de Lezcano, lo cual resulta extraño, pues normalmente en reuniones de ese tipo la gente se agrupa en función de su rango. Está claro que él se ha preocupado de guardarle sitio.
Todo se repite punto por punto, como fruto de la coreografía siniestra que Lezcano había decidido ejecutar una y otra vez con Zaida: los acercamientos, el pavoneo, las miradas lascivas, las caricias en el brazo, los tocamientos en la pierna… En una de las ocasiones, cuando otro teniente coronel presente en la reunión le formula una pregunta, Lezcano posa su mano sobre el antebrazo de Zaida y responde explicando su postura, que, según él, es la del coronel. Zaida sabe que es falso: el coronel les ha dado justo las instrucciones contrarias. Pero Lezcano busca la aprobación de Zaida para reforzar su autoridad en la reunión. Mirándola y sin quitar la mano de su brazo le dice:
—¿Son o no ésas las órdenes que hemos recibido, mi capitán?
Es una pregunta comprometida para ella. A la incomodidad física, se suma la intelectual y profesional, pues él está dando una información falsa que afecta a su regimiento y además está pidiendo a Zaida que sea cómplice de su mentira. Ella trata de salir airosa:
—La verdad es que no tengo un conocimiento completo de la posición que sustenta nuestro coronel. No puedo pronunciarme, mi teniente coronel.
El resquicio por el que Zaida consigue salir del paso, sin contradecirle, pero también sin mentir, ofende a Lezcano que, airado, retira la mano del brazo de Zaida para evidenciar su disgusto. Contiene la ira hasta el final de la reunión y al salir la aborda en el aparcamiento exterior del cuartel, mientras ella va caminando hacia el coche. Lezcano se acerca por detrás y la toca para que se detenga. A continuación le regala una lección acerca de cómo debe comportarse para triunfar:
—Mira, Zaida, yo soy teniente coronel y soy muy amigo de tu teniente coronel. —La agarra del brazo y, mientras le habla, se lo acaricia lentamente—. Te interesa llevarte bien conmigo porque eso es bueno para tu carrera. No te conviene desdecirme como has hecho antes. Ya sabes que tu teniente coronel es el que te pone los IPEC, y lo importantes que son para tu futuro…
Poco a poco ha ido subiendo la mano y le está acariciando el hombro, el cuello…, no deja de mirarla con ojos encendidos de deseo. La repugnancia que siente Zaida es indescriptible. Detesta que la toquen, y él se ha acercado tanto que casi puede oír su respiración. Ya no se trata de insinuaciones ni de lenguaje corporal, sino de actos explícitos. Se trata de acoso sexual claro y directo, acompañado de una extorsión planteada sin rodeos: si accedes a mis requerimientos, te beneficiaré en tu carrera.
Zaida se siente desorientada. Su cabeza va a mil por hora; duda si reaccionar bruscamente y apartarle con un gesto violento o no hacerlo. No sabe cómo actuar. Se siente inerme. Finalmente se aparta dando un paso atrás y responde a la recriminación de Lezcano como si se tratara sólo de una discrepancia con las órdenes del coronel:
—No puedo dar mi aprobación cuando el coronel nos ha dado directrices contrarias a las que usted estaba explicando en la reunión.
Se marcha azorada. En el coche sigue dándole vueltas al marasmo en que se encuentra.
¡Este baboso hijo de puta acaba de proponerme una transacción sexual! ¡Acostarse conmigo! Sin ambages, sin pudor. ¡Qué asqueroso! Abusando de su poder y de su condición de hombre… Es que no me lo puedo creer… ¿Y qué hago yo ahora? ¿Cómo resuelvo esto? En cuestiones profesionales, alguna vez he tenido que corregir a algún superior y no me ha costado hacerlo. Cuando he tenido que salir en defensa de mis soldados, también lo he hecho. Sé manejarme bien en ese terreno, sé cómo intervenir y responder, con firmeza pero sin faltar al respeto a un superior. ¿Qué puedo hacer frente a éste? No sé cómo reaccionar… Yo estoy muy bien en mi trabajo, no quiero que esto cambie. Quiero seguir como siempre, con los míos. Trabajamos muy bien juntos. Desde que ingresé en el Ejército he sabido que tendría que demostrar mi profesionalidad un poco más que los hombres. Como tantas mujeres, supongo. Siempre he estado dispuesta a librar esa batalla. Sin embargo, en esta guerra estoy desorientada. ¿Cómo puedo resolver esta situación? Si alguna vez me he equivocado en mi trabajo, al menos siempre he sabido cómo actuar, pero ahora tengo la incómoda certeza de que todo esto puede dañar gravemente mi carrera. Todo aquello por lo que he luchado desde que ingresé en la Academia puede irse al traste por culpa de este hijo de puta que está jugando con mi vida, con mi lucha, con mi carrera. Tanto si le hago frente como si no, yo llevo las de perder. Me angustia la idea de que todo pueda irse por la borda sólo por el capricho de un baboso repugnante… ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?
«¿Qué hago?» es la pregunta recurrente que se hace Zaida aquellos días en que finge no darse por enterada para evitar el enfrentamiento abierto. Pero siente impotencia y rabia. Sabe que Lezcano puede arruinarle la vida.
Mientras ella intenta alejarse, Lezcano no ceja en su empeño. La busca, cada día de forma más explícita y abierta. ¿Qué hacer? ¿Cómo pararle los pies? Zaida se siente cobarde, pues ya no alberga la menor duda respecto a lo que Lezcano quiere. Ha eludido reiteradamente el asunto, como si no se diera cuenta del chantaje que él plantea y como si el sexo no estuviera de por medio.
No ha de esperar mucho para un nuevo encontronazo. Al día siguiente, ocho de julio, al concluir las jornadas, tiene lugar un pequeño convite en el cuartel del regimiento al que habían ido a ver una exposición de materiales para los participantes. Dos superiores de Zaida, con los que ha trabajado en otras etapas de su carrera, charlan amistosamente con ella, recordando su eficiencia y haciendo bromas sobre su carácter inquieto.
—Ahora se te ve más tranquila, más pausada —dice el coronel Acuña, jefe del regimiento, que, además de un gran respeto profesional, parece que siente un enorme aprecio por Zaida.
—Bueno, es sólo apariencia, mi coronel, pronto volveré a acelerarme. Es el cansancio de la misión —contesta ella entre risas.
El tiempo pasa y hay que regresar a la base. Lezcano y Zaida salen del lugar del convite y allí, a pocos metros de la puerta, él vuelve a agarrarla del brazo y le da media vuelta para ponerla frente a él. Ella piensa que la va a reprender, pero no es así. En un tono entre zalamero y amenazador, le dice:
—Ya he visto que tienes mucha confianza con el coronel. Hombre, una capitán no debería tener tanta confianza con un coronel. Tú con quien tienes que tener confianza es conmigo, que soy amigo de tu teniente coronel, que es el que te hace los IPEC…
Su cara de lascivia repugna a Zaida. Está cansada, harta de sentirse violenta cada día con un tipo tan repulsivo y que no da muestras de cambiar de actitud por más que las negativas de ella resulten evidentes.
¿Por qué lo hace otra vez? Ayer le di una respuesta profesional para zanjar el incidente ignorando su oferta de mercadear con el sexo… Y si él ve que no le hago caso, ¿por qué insiste? Él sabe que yo sé cuáles son sus intenciones y no estoy reaccionando de forma contundente… Puede que lo haya interpretado mal. Me comporto como una cobarde… Yo no soy así… Nunca eludiría a un enemigo, me lo enseñaron en la Academia. Ha llegado demasiado lejos y tengo que hacerle frente, aunque sea peligroso. No tengo otra opción.
En una fracción de segundo, se zafa de él con un ademán brusco.
—Mi teniente coronel, soy capitán y, mientras vista de uniforme, para usted soy una capitán del Ejército español y no una mujer. Téngalo presente. A mí no me toca nadie más que mi marido.
Lezcano se queda pétreo unos segundos. Se acerca a su cara y murmura una frase que suena a sentencia:
—¡Te arrepentirás!
Zaida estará de vacaciones unas semanas, por fin puede cogerse los días que tenía pendientes desde la misión. Aún disfruta de unos días tranquilos en casa, fantaseando con la posibilidad de que su mensaje haya quedado suficientemente claro a Lezcano y que éste se haya olvidado de ella a su vuelta.