La nadadora que quiso ser militar
La primera vez que Zaida vio a militares en acción no fue en televisión, ni en el cine, tampoco en YouTube. Fue en la vida real, en una época en la que aún se permitía acampar en los aledaños del pantano de Sacedón, en la provincia de Madrid. Allí pasó varios veranos con su familia, disfrutando de la naturaleza con su padre, al que le encantaba jugar en el agua con la pequeña Zaida. Años después se revelaría como una nadadora de élite, pero a sus nueve años disfrutaba como una niña bañándose y chapoteando en el pantano. Zaida recordaba con toda claridad aquel caluroso día de agosto en el que su padre les estaba enseñando a bucear.
De repente, empezaron a caer paracaidistas del cielo. Se trataba de unas maniobras y el cielo se llenó de aviones de los que saltaban aquellos hombres parecidos a superhéroes. Niños y adultos dejaron lo que estaban haciendo, pendientes únicamente de ver cómo tomaban tierra en el bosque cercano. Aparecieron en el pantano lanchas neumáticas a gran velocidad para recoger a los que habían puesto pie en el agua. Zaida estaba sorprendida. ¿Quiénes eran?, ¿qué hacían?, le preguntó a su padre. Él, simpatizante comunista, miembro del Comité de Empresa de Pegaso y con algunos años de militancia clandestina a cuestas, no derrochó especiales elogios, pero tampoco dio rienda suelta a sus prejuicios. La parca descripción de su padre no evitó que Zaida comenzara a soñar con ser paracaidista: volar sola, planear lentamente hacia la tierra hasta caer cerca de un pantano y lograr la admiración de ojos inocentes fue algo que le quedó grabado en la memoria.
Poco tiempo después, y en aquel mismo pantano, cambió de parecer. Uno de aquellos veranos comenzaron a relacionarse con una familia vecina. El padre era buceador del Ejército y los chicos le preguntaban con fascinación acerca de aquellas gafas tan especiales, o sobre el cuchillo envainado en el cinturón con el que parecía que fuera a matar a algún tiburón despistado que llegara al pantano de Sacedón. Entonces la pequeña Zaida decidió que quería ser buceadora. Por tierra, mar o aire, su vocación iba abriéndose paso en su conciencia, fuertemente asociada a valores morales como los que su padre le había enseñado desde niña y que ella veía reflejados en aquella gente dispuesta a sacrificarse por proteger a los demás.
También en uno de esos veranos descubrieron sus cualidades como nadadora. Zaida tenía once años y alguien que la vio nadando en el pantano sugirió a su padre que le buscase un buen club. Se apuntó al Canoe y pronto empezó a competir a muy alto nivel para sorpresa de sus entrenadores: consiguió el récord de España en braza y fue campeona de España varias veces, representando a la Comunidad de Madrid.
A lo largo de su adolescencia, los triunfos iban alimentando su ego, y Zaida se daba cuenta de que las demás chicas la miraban de forma especial: ella era la campeona de España y por tanto la rival a batir, pero no les resultaba fácil. Por equipos, también con el Canoe, batieron algunos récords y fueron campeonas nacionales varias veces. Al mirar el medallero que le construyó su padre, Zaida recordaba aquellos años. Al principio, había ido guardando las medallas en una casa de muñecas, que acabó cediendo por exceso de peso. En el tablero de su casa de San Fernando, también hay medallas de kárate, baloncesto y balonmano, pero el deporte en el que destacó fue la natación. Participó en competiciones europeas e internacionales, formando parte de la selección española.
A pesar de todo, Zaida no se sentía enteramente feliz: la natación le resultaba demasiado individualista. Se dio cuenta de hasta qué punto el alimento incesante de su vanidad le estaba perjudicando el día que ganó una competición y, al terminar y ver el marcador, iracunda, le pegó un puñetazo a la pared de la piscina: le habían faltado unas centésimas para clasificarse para un campeonato europeo. La competitividad sana estaba tornándose rivalidad incluso en los entrenamientos con otras compañeras.
Su reacción denotaba soberbia y no se gustó. Pero aquellos años habían impuesto la dinámica en la que ella estaba inmersa. Gracias a gestiones de la federación abandonó el colegio público de San Fernando de Henares —al que siempre habían asistido su hermana y ella— para pasar al Montserrat, cercano a las piscinas del Canoe y de las instalaciones del Mundial 86. De esta forma, entrenaba por la mañana, luego iba a clase y, al salir, volvía a entrenar. Tras la última ducha, se untaba de crema hidratante, como antídoto a tantas horas sumergida en agua clorada. Nunca tuvo problemas con la piel ni con los estudios, pues lograba sacar buenas notas aun dedicándole no mucho tiempo. En ningún caso se puede decir que viviera una adolescencia normal, y sus padres estaban muy agradecidos al deporte: desde que canalizaba sus energías a través de tanto ejercicio, la niña rebelde que tiraba canicas a los tubos fluorescentes para mejorar su puntería se había vuelto algo más modosita.
Ahora, en medio del tormento en que han convertido su vida, le parece increíble la ilusión con la que aquella adolescente decidió ingresar en el Ejército. Al recordar a aquella chiquilla inquieta y sacrificada, dispuesta a comerse el mundo, le parece que se trata de otra persona. Casi podría decirse que lo era. A los diecisiete años rebosaba energía a raudales. Entonces albergaba una gran ambición respecto a su vida profesional, y la idea de estudiar una carrera, sin exigirle actividad física a su propio cuerpo, le sabía a poco. Aquella jovencita inquieta contaba orgullosa que había nacido el 6 de junio, el mismo día del Desembarco de Normandía, como si intuyera alguna conexión sutil que la encaminaba hacia la vida militar.
Quería seguir haciendo deporte, pero no continuar con la natación: había sido una adolescente excepcional y quería ser una adulta normal. Pasar las mañanas en el instituto y las tardes nadando le restaba tiempo para esas nimiedades imprescindibles en la vida de una adolescente: pintarse los labios por primera vez, coquetear con los chicos sin saber cómo hacerlo, estrenar unas medias y unos tacones, preguntar a las amigas cómo se besa en los labios y luego contarles los primeros intentos…
Un día, su padre sufrió un accidente de tráfico mientras iba de camino a casa. Resultó tan grave que estuvo varios días en coma y le quedó como secuela una amnesia profunda. Cuando despertó fue poco a poco reconociendo a su mujer y a una de sus hijas. Sin embargo, al posar la mirada en Zaida, le dijo:
—¿Y tú? ¿Tú quién eres?
La chica que se subía al podio con naturalidad, se colgaba medallas como si fueran collares y no recordaba su vida sin aplausos cambió el gesto. Sintió el vacío como cuando en sueños caía desde un precipicio elevado. Ver hablar a su padre en ese estado le rompía el corazón, y no por el sentimiento de ser rechazada, pues Zaida entendía lo que sucedía a pesar de su juventud. Se sintió culpable y expulsada del corazón de una de las personas a la que más quería. «He debido de ser muy trasto para que mi padre no se acuerde de mí», pensó.
Allí, parada al lado de la cama, miraba a su madre en busca de una explicación. Sentía un gran dolor al ver el estado tan grave de su padre y formar parte de sus secuelas. El individualismo que la natación había estimulado en ella empezó a quebrarse hasta quedar triturado en aquel trance. La amnesia del padre era grave, aunque recuperable, y tanto a Zaida y a su hermana como a su madre les pareció un precio aceptable a pagar teniendo en cuenta que había estado al borde de la muerte. La rehabilitación resultó larga y costosa: tuvo que volver a aprender todo desde el principio, desde donde te enseñan a sumar dos más dos. Por supuesto, quedó incapacitado para trabajar pero, por fortuna, recuperó la memoria y Zaida lo recuperó a él.
Poco tiempo después del accidente, apenas concluida la rehabilitación de su padre, la madre de Zaida enfermó de cáncer. Así pues, en su recorrido diario del colegio a la piscina y viceversa, entró definitivamente la vida hospitalaria. Su madre seguía educándola en el sacrificio y en el cumplimiento del deber, aun en aquellos momentos difíciles. Si se presentaba en el hospital en víspera de exámenes, por más que tuviera ganas de estar con ella, su madre la mandaba a casa a estudiar. Sin embargo, no le quedó otro remedio que ausentarse de algunos entrenamientos. Poco a poco, a medida que iba comprendiendo la gravedad de la situación familiar, se fue desapegando de la natación de forma natural. Los dos duros golpes que habían recibido sus padres la habían convertido en una mujer madura y responsable. La urgencia de la vida se anteponía a las medallas. En ese momento decisivo en que se eligen las opciones vitales, decidió que el éxito para ella pasaba por desarrollar una carrera en la que pudiera servir a los demás al tiempo que obtenía una seguridad laboral y un futuro profesional despejado. Los médicos afirmaban que a su madre no le quedaba mucho tiempo de vida y en casa sólo se ingresaba la pensión de invalidez de su padre. La incertidumbre era enorme, aún mayor para Zaida, que debía elegir una profesión justo en aquellos difíciles momentos.
Con algunas amigas acudió a Aula, la exposición sobre profesiones que se celebraba anualmente en Madrid. Charló un rato con buceadores del Ejército que habían puesto un stand para reclutar jóvenes animosos que quisieran servir a la patria. Le encantaron. En su cabeza se mezclaban las imágenes de los paracaidistas aterrizando en el pantano de Sacedón con las de su madre recibiendo quimioterapia en el hospital. Recordaba a aquel vecino también buceador que nadaba en Sacedón con un puñal ceñido al muslo y que le había dado una lección de integridad cuando unos niños trataron de engañar a otro sordomudo. Ella se identificaba con su rectitud moral y con el cumplimiento del deber. Admiraba a los militares, su espíritu de sacrificio y de servicio.
Sabía que su deber era proporcionar algo de estabilidad a su familia, corroída por la tristeza y la certidumbre de que su madre moriría en poco tiempo y que su padre nunca volvería a ganar un sueldo. De algún modo intuía que, ante la duda, la elección correcta era la más difícil. El Ejército le ofrecía todo cuanto ansiaba: podría seguir haciendo deporte y estudiar una carrera. Al mismo tiempo la carrera militar le daba un porvenir de certezas, la seguridad de un futuro profesional al terminar los estudios. Lo tenía claro.
Habló con su padre. No sabía cómo lo encajaría un viejo comunista recuperado de una amnesia que, por momentos, se había llevado hasta los recuerdos de la clandestinidad. Su padre la apoyó sin reservas. Carecían de antepasados militares en la familia, pero ni siquiera se mostró sorprendido, tan dispuesto como estaba a que su hija decidiera libremente su futuro.
—Papá, creo que voy a ingresar en el Ejército.
—Tú eres la que tienes que tomar esa decisión. No importa lo que a mí me parezca. En la vida, uno toma decisiones y afronta las consecuencias de esas decisiones. Yo lo único que puedo hacer es aconsejarte.
—¿Tú qué opinas, mamá?
—No sé si debes dejar la natación, estoy muy orgullosa de todo lo que has conseguido.
—Siento que esa etapa ya ha terminado, quiero hacer otras cosas.
—Bueno, piénsalo, pero en todo caso, si lo decides, hazlo. Es mejor hacer algo y arrepentirse, que arrepentirse de no haberlo hecho.
Su padre se informó de todos los trámites necesarios y, frisando los dieciocho años, Zaida se apuntó a una Academia en la que estuvo unos meses preparando su ingreso en el Ejército, como era habitual. Se preparaba también para un cambio de vida, pues en aquella época ingresar significaba trasladarse a la Academia de Zaragoza, donde los cadetes vivían en régimen de internado. Tuvo que pasar tres tipos de pruebas: primero teóricas, con conocimientos de física, matemáticas, inglés; después, psicotécnicas, y finalmente físicas. Resultaban durísimas, pues en aquella época exigían las mismas marcas a hombres y mujeres. Ya desde ese momento, a Zaida empezó a perjudicarle en su carrera el ser mujer, aunque no imaginaba entonces hasta qué punto eso le marcaría. Tenía que saltar el caballo, aquel aparato de gimnasia alargado con el que, al parecer, se ponía a prueba el ímpetu del saltador si no se acobardaba cuando llegaba el momento del salto… La natación la resolvió sin problemas y finalmente tuvo que correr un kilómetro, una distancia complicada por cuanto ni es resistencia ni es fondo. Mientras Zaida recorría aquellos mil metros a toda velocidad, sintiendo sus gemelos arder, pensaba: «Quién me habrá mandado a mí meterme en esto». En aquel momento le dolía todo. Y es curioso, pero no volvió a preguntarse qué hacía allí hasta que fue víctima del acoso sexual y laboral del teniente coronel Lezcano. Aquello no se lo perdonaba: haberle robado las ganas de trabajar, la ilusión por servir, el deseo de cumplir bien con su trabajo y con sus compañeros.
De hecho, había albergado tanta ilusión por ser militar mientras se preparaba que los días en que esperaba los resultados se le hicieron eternos. Aunque la nota se hacía pública, su padre iba todos los días al ministerio a mirar el Boletín de Defensa. El día que los vio, la llamó de inmediato a casa:
—¡¡Zaida!! ¡¡Has aprobado!!
Ella sintió que le daba un patatús. Y colgó. El corazón le latía a toda velocidad, como si estuviera corriendo de nuevo aquel endemoniado kilómetro.
El padre se quedó perplejo oyendo el bip, bip, bip, y volvió a marcar:
—Espero que me hayas colgado por el nerviosismo…
—Sí, sí, papá, perdona.
Pero, al conocer la calificación final, Zaida sufrió una pequeña decepción. Los puntos de aquellas pruebas no le permitían ingresar en la Armada, como era su deseo; y aunque el Ejército de Tierra también tenía un buen cuerpo de buceadores, su sueño era la Armada… Sus padres habían gastado mucho dinero en la Academia e intentarlo de nuevo al año siguiente, con la consiguiente pérdida de tiempo y el gasto añadido de dinero, le parecía una opción pésima para lo que quedaba de su familia. Su madre acababa de morir y la incertidumbre económica era alta. Disponían de dos pensiones, la de viudedad y la de incapacidad, pero el importe no era equivalente a dos sueldos y la casa estaba por pagar. No podía posponer el ingreso.
Pudo elegir entre el Ejército de Tierra y la Guardia Civil. No dudó. En aquel momento, la Benemérita era un cuerpo desprestigiado, ahora piensa que se equivocó, que la Guardia Civil es un gran cuerpo poco conocido, y que sería una de sus primeras opciones en la actualidad. Muchos años después, paradojas de la vida, la Guardia Civil se convertiría en el ente protector en el que podría buscar amparo cuando se desesperaba ante la impunidad de Lezcano. En las conversaciones con sus compañeras, «vamos a la Guardia Civil» llegó a asemejarse a un grito desesperado, la última salida frente al abuso de poder.