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La agresión

 

 

 

En el mes de mayo de 2009 se celebra la ceremonia de imposición de medallas en el cuartel de Zaida. Mientras el regimiento al completo se encuentra en formación en el patio de armas, ella recuerda el bochornoso espectáculo de unos días antes, cuando estando todos formados por la mañana, se habían repartido las felicitaciones relativas a las últimas maniobras. Una le cayó a una soldado perteneciente al círculo de favoritas de Lezcano. Al leer el suboficial la orden con su nombre, un murmullo espontáneo se propaga por la formación, como una ola suave que quisiera ser escuchada y lograr comprensión. La soldado premiada era la conductora de Lezcano y su trabajo durante las maniobras había consistido básicamente en hacer los deberes propios de un conductor. Las maniobras habían resultado arriesgadas y duras para todos: habían conducido con peligro, de noche, con luces de guerra… La soldado premiada, en cambio, había dormido todas las noches mullida. Además, se justificaba la felicitación por su actitud en «el planeamiento» de la maniobra, lo cual era absurdo, porque los encargados de planificar las maniobras nunca son los soldados sino los oficiales.

El agravio es evidente y la ola de estupor se extiende aún más. Justo antes de romper filas, otra soldado, sin preocuparse de poner sordina a su voz, exclama: «Vaya limpieza de sable que le habrá hecho al teniente coronel». Todo el mundo lo oye. Zaida está junto a uno de sus tenientes. Se miran sin saber qué hacer. En teoría, aquella exclamación constituía un acto de insubordinación, pero nadie iba a arrestarla, porque sólo había dicho en voz alta lo que muchos pensaban. Nadie quería complicar más las cosas.

En el juicio que posteriormente tuvo lugar, el comandante Gude, encargado de realizar la planificación de esas maniobras, declaró en actitud sumisa que la soldado merecía la felicitación cuando el resto de los oficiales afirmaron que nunca una soldado se encarga del planeamiento. ¿Quizá durante las maniobras la soldado se había ocupado del planeamiento mientras el comandante había hecho de chófer para el teniente coronel?

El malestar flota en el ambiente mientras todos esperan el comienzo de la ceremonia. Es 30 de mayo, y hace un día luminoso y mediterráneo. Zaida espera en formación el momento de ser nombrada. Está a punto de recibir la medalla al mérito militar con distintivo blanco, la deseada «Cruz blanca». Es una distinción que la llena de orgullo. Como es habitual, han ensayado para que el acto tenga la solemnidad y la pompa requerida en estas ocasiones. Cuando llega el momento de la verdad, Zaida no consigue dejar de pensar en su acosador; no puede sacárselo de su cabeza ni de su vida.

Zaida había tratado de llegar al general Acuña a través del «conducto reglamentario», pero se lo habían impedido. Se trataba del general de la unidad, sí, pero ella había trabajado con él cuando aún era coronel y tenían cierta familiaridad. Acuña, por su parte, sentía una alta consideración hacia la capitán: admiraba el celo y la profesionalidad que ponía en su trabajo. Sin embargo, alguien le había contado una versión distorsionada de los hechos y, por desgracia, al general le resultó suficiente: no quiso oír la de Zaida ni siquiera para contrastarla. Una vez más, se puso en evidencia una máxima que se aplica de manera sistemática en el Ejército: si un soldado habla mal del capitán, éste tiene razón. Pero si un capitán se queja de un teniente coronel, el capitán no tiene razón. Así funciona: cuantos más galones, mayor credibilidad.

Sin embargo, el general Acuña no se había quedado conforme. No quería problemas, pero probablemente algo en su conciencia le musitaba que no estaba actuando con la imparcialidad obligada dada su responsabilidad. Mientras Zaida se aproxima donde va a recibir la medalla, ve que el general Acuña es el encargado de imponérsela. Nota en sus ojos que le va a decir algo. Al acercarse, él le pregunta:

—Capitán, ¿qué tal estás?

—Mal, mi general, muy mal —contesta ella al tiempo que él le impone la medalla—, he pedido conducto reglamentario para hablar con usted.

—Ya lo sé.

Y eso es todo. Éstas son las últimas palabras que Zaida intercambia con él, pues nunca quiso escuchar la versión de ella y jamás volvieron a hablar. Es posible que el general intuyera lo que estaba pasando, pero prefirió no verlo.

«Mal, mi general, muy mal», son las últimas palabras con las que pide un salvavidas por los cauces previstos, pese a ser consciente de que las posibilidades de solucionar internamente los conflictos provocados por Lezcano son prácticamente nulas. Ella sabe que si hace ruido y estos problemas se conocen más allá de su unidad, a Lezcano muy probablemente no le asciendan a general. Ha tratado de evitarlo por lealtad al Ejército, en el que sigue creyendo, y también por lealtad a Acuña, quien, como responsable último y conocedor del asunto desde que era coronel, debería figurar en cualquier pliego de acusaciones, aunque sólo fuera por omisión. No obstante, la razón más poderosa para eludir el enfrentamiento abierto estriba en que ella es capitán y, sobre todo, mujer. Las posibilidades de que la crean a ella y no a su acosador son escasas. Por otro lado, en un mundo como el militar, que no es masculino, ni androcéntrico, sino netamente viril, explicar qué siente una mujer acosada, transmitir la sensación de humillación, temor y abuso, y además confiar en que lo entiendan, significaba esperar demasiado. Por eso había soñado reiteradamente con que retiraran al teniente coronel de su puesto. Le habría bastado eso para seguir cumpliendo con su trabajo. Habría sido realmente fácil de solucionar si alguno de aquellos hombres con estrellas hubiera estado dispuesto a ponerse en la piel de una mujer. No hubo nadie. ¿Quién era Lezcano, qué influencias tenía para que nadie, absolutamente nadie, moviera un dedo? Tiempo después Zaida conocería los nombres de los amigos de Lezcano y, lo más importante, sus apellidos.

Desde que se supo que a Zaida le iban a conceder la Cruz Blanca, muchos compañeros de su unidad sostenían que los celos de Lezcano se habían multiplicado, pues las felicitaciones que ella recibía beneficiaban al batallón de Andrade, y no al suyo. Este tipo de competiciones entre tenientes coroneles no son infrecuentes, pues del desempeño de su batallón, además de los contactos personales adecuados, depende que un teniente coronel reciba determinados apoyos para llegar a coronel y después a general. La aversión de Lezcano hacia Zaida encontraba su motivación sobre todo en no haber podido someterla sexualmente, pero las medallas y reconocimientos que ella obtenía para su unidad una vez tras otra, sin duda, lo envenenaban y le predisponían a aborrecerla aún más.

Unos días después de la imposición de medallas, en torno a la fecha del cumpleaños de Zaida, algunos de sus soldados están preparándose para marcharse a una zona de operaciones en Afganistán; los separan del resto de su unidad para recibir una instrucción específica. Zaida les ha comprado material, poniendo incluso dinero de su bolsillo, porque se van a un puesto sin medios y ella quiere ayudar comprando algunos aparatos, con el permiso de su teniente coronel. Adquieren una pequeña nevera, una sandwichera, una televisión por satélite, un receptor… Ella les pide que lo prueben todo antes de llevárselo, para asegurarse de que funciona, cautela lógica en una capitán de transmisiones. Los aparatos llegan al edificio de mando y ella ordena a sus soldados que vayan a recoger el material y lo comprueben. Falta un conector.

Cuando sus soldados la avisan de que han terminado el trabajo es la hora de comer. Todo el mundo se encuentra en el comedor y apenas hay gente en el patio ni en la zona exterior de la base de Marines, que Zaida recorre en coche hasta llegar al edificio de mando. Los responsables ya han conseguido el conector y han hecho las pruebas. Sólo queda recoger los aparatos para incluirlos en el envío que los trasladará hasta Afganistán.

Zaida baja, coge el equipo y sale. No ve a nadie mientras se dirige a su coche, porque va mirando el equipo, absorta comprobando cables. Cuando llega, coloca todo en el maletero y lo cierra. Al darse la vuelta, de pronto, ve a Lezcano frente a ella. No sabe por dónde ha llegado, pero está claro que ha ido a por ella, aprovechando que es la hora del almuerzo y que no hay testigos. Zaida no tiene tiempo ni de aterrorizarse: en una décima de segundo Lezcano la agarra por ambos brazos, la zarandea en el aire y la lanza violentamente contra el coche. Ella se queda aturdida, un dolor intenso le recorre la columna vertebral, en la que sufrirá una herida profunda y le saldrá un hematoma, además de quedarle una cicatriz para el resto de su vida. En ese momento, por toda arma tiene las llaves en la mano. Su mente calcula a toda velocidad cómo defenderse, pero de nuevo no le da tiempo a reaccionar. Lezcano vuelve a agarrarla y la sujeta frente a sí. Zaida es una mujer alta y fuerte, entrenada para el combate y que ha practicado artes marciales desde la adolescencia. Sin embargo, la agresión ha sido inesperada y violenta; y el golpe, brutal. Está aturdida, sólo puede forcejear mientras él la agarra y la acerca a su cara, diciéndole estas palabras: «Si mi carrera se ve afectada, acabaré contigo». Ella consigue zafarse y huir.

Todo ocurre a plena luz del día en la base de Marines del Ejército de Tierra. El teniente coronel está tan crecido en su impunidad que ni siquiera busca un lugar resguardado donde agredirla de forma brutal y calculadora. En el recuerdo de Zaida hay una luz cegadora, probablemente porque el sistema nervioso animal hace que se dilaten las pupilas instantáneamente en una situación de máxima tensión. Cuando se zafa de Lezcano, su instinto le ordena que se ponga a salvo, que huya. Sube al coche a toda prisa para volver a su edificio. La pierna izquierda le tiembla, su pie bailotea sobre el embrague. Al salir hacia atrás a toda velocidad, nota que golpea algo. Por un momento, duda de si será él lo que ha golpeado, pero no se detiene. Está aterrorizada. Un sudor frío le recorre todo el cuerpo. Siente palpitaciones aceleradas, como cuando terminaba una competición de natación. Entonces podía mirar hacia su pecho y ver el latido del corazón a través de la piel a velocidad extrema. En ese momento, experimenta una sensación idéntica, pero sin calor muscular, porque no ha hecho ningún esfuerzo físico. Siente el más brutal fruto del estrés. El corazón se le va a salir por la boca, pero la sensación es extraña, de velocidad detenida, de aceleración fría. La asedia una luz intensa, que casi le daña la vista.

Al llegar al edificio de su compañía, se queda sentada en el asiento de su coche. Intenta tranquilizarse. Duda de si lo habrá matado al dar marcha atrás. Sale a mirar las llantas y ve que hay unos cuantos arañazos debido al bordillo. Se queda dentro del coche sin moverse porque empieza a marearse. Su respiración es tan acelerada que podría ocasionarle algún trastorno físico; está hiperventilando. Como militar que es, ha estudiado su cuerpo y sus reacciones. Sabe que tiene que rebajar sus pulsaciones. Piensa: «Me va a dar algo». Se esfuerza por tranquilizarse y recobrar la calma. Intenta a toda costa relajarse para que desaparezca el mareo y se reduzcan las pulsaciones, pero también lo hace por orgullo: no quiere que nadie la vea en esa situación de debilidad. Todavía no sabe que ha habido un testigo.

Al cabo de un rato, cuando logra estabilizarse, ve que la compañía está empezando a formar, como cada día a esa hora. Decide salir del coche e ir a su despacho. Uno de sus tenientes entra y ella le pide que vaya dando las instrucciones: «Yo saldré ahora», le dice. Al rato, cuando ya se ha calmado y sabe que nadie puede percibir nada, sale. En el patio, se encuentra con un sargento:

—Mi capitán, ¿cómo se encuentra? ¿Cómo está?

—¿Como que cómo estoy?

—Sí, he visto lo que ha ocurrido…

—Bien, bien, estoy bien.

—Mi capitán, ¿seguro que está bien?

Zaida se siente incómoda y se dirige al sargento con unas palabras que buscan protegerle aunque suenen a reproche:

—Tú a lo tuyo, que bastante tienes con lo de Afganistán.

—Pero…

—No te metas, no merece la pena.

Zaida se sobrepone y concluye su jornada, como si nada hubiera ocurrido. Al llegar a casa, está sola. José se encuentra esos días en Madrid, realizando un curso. Ahora sí puede relajarse. Llena la bañera de agua caliente, se desnuda y se mete lentamente. El calor le aporta cierta protección, aunque le escuece mucho la herida. Empieza a llorar. Pasa horas en la bañera, sola, llorando. Su abuela ha muerto dos días antes y, en ese momento, parece que todos los caminos conducen al infierno. Instintivamente, sabe que esa tarde su vida ha doblado un cabo. Algo ha cambiado radicalmente y ya no hay vuelta atrás.

Su imagen recuerda al animal atacado, desamparado, que se lame solitario las heridas en un recodo del bosque, antes de seguir su camino. Zaida tiene miedo, más miedo del que con frecuencia ha sentido en un país donde escuchar disparos forma parte de lo cotidiano, pero por ese mismo motivo decide no tirar la toalla.

Al secarse la espalda, Zaida acusa el escozor de la herida. Se estremece. No logra dejar de llorar.

 

 

Unos meses después, la revista femenina Mujer Hoy entrevista a la ministra de Defensa Carme Chacón, que asegura en tono celebratorio: «Nuestras Fuerzas Armadas han demostrado una capacidad ejemplar al integrar a las mujeres a un mundo hasta hace veinte años reservado a los hombres. Hoy los Ejércitos cuentan con 16.400 mujeres. Son el 12 por ciento, un porcentaje bajo, pero que nos sitúa a la cabeza de Europa. Y ya tenemos la primera teniente coronel. No obstante, seguimos haciendo esfuerzos para que la igualdad sea más efectiva».

Lo que no cuenta en su entrevista es que las mujeres ocupan más puestos en cuerpos como los de médicos, abogados, ingenieros, que tienen distintos procesos de ascenso. Desde ellos no se puede llegar a la cúpula de las Fuerzas Armadas, algo reservado a los militares de las armas, lo que se entiende por un genuino combatiente, que manda soldados, hace maniobras y maneja armamento. Estas cifras globales distorsionan la realidad, porque, incluso dentro de los combatientes, hay mayor presencia de mujeres en la tropa. En el caso del Ejército de Tierra, de sus 25.017 cuadros de mando «combatientes» (oficiales y suboficiales de carrera) sólo 663 son mujeres; de éstas, sólo 90 son oficiales, es decir, representan el 1,1 por ciento según datos oficiales de las propia Fuerzas Armadas en 2014. El cargo más alto que tiene hoy día una mujer «combatiente» en el Ejército es el de comandante, pues no hay ninguna teniente coronel, ni coronel, ni general. En suma, faltan lustros para que una mujer pueda llegar a jefe del Estado Mayor, la más alta responsabilidad a que puede aspirar un militar.