7

 

La denuncia

 

 

 

Durante meses Zaida ha sentido un miedo difuso: miedo a la obsesión de Lezcano, a que arruinara su carrera, a cruzarse con él o que le montara un espectáculo humillante… No son temores infundados, pues en más de una ocasión Lezcano ha actuado contra ella, como las veces que se habían cruzado y él le había ordenado ponerse firmes porque sí, u otra ocasión en que la abroncó a voz en grito en el patio del cuartel por llevar las manos en los bolsillos.

Pero todo se reducía a eso. Hasta la agresión de junio, Zaida sólo había sentido miedo físico a su presencia el día ya relatado en que un comandante tuvo que interponerse entre ella y un Lezcano agresivo que parecía a punto de atacarla. Desde que dos capitanes amigos la escoltaban por la base había estado más tranquila, a pesar de que ellos le recordaban la necesidad de ser cautelosa a diario: «Zaida, no vuelvas a salir sola; si tienes que bajar al edificio de mando o salir para hacer algo, nos avisas y vamos contigo». Ojalá aquel día luminoso de junio les hubiera hecho caso…

El terror psicológico que Lezcano le infundió desde el primer momento fue evolucionando hacia el miedo físico, el temor a una agresión. Y como una de esas ironías del destino, tras haberla agredido, el miedo no se alejaba de ella; antes al contrario, crecía cada vez más. Cada peldaño que Lezcano había subido en su escalada de agresiones, le había concedido mayor impunidad y había hecho que Zaida se sintiese más vulnerable.

Las palabras de Lezcano mientras la agredía la acompañaban en todo momento: «Si mi carrera se ve afectada, acabaré contigo». Le ha pegado y debe protegerse más que nunca, pero tiene que hacerlo sola porque ha decidido no contarle a nadie la paliza recibida. Ni siquiera a su marido que se encuentra fuera de casa. También es militar y Zaida no quiere que la tensión estalle entre ellos. Por descontado, tampoco se lo va a decir a su padre; teme que en su impotencia decida ir a por Lezcano. Debe hacerlo sola. La digestión emocional de este día siniestro es asunto suyo y sólo suyo. Las imágenes vuelven a su cabeza una y otra vez, la luz deslumbrante, y el espejo retrovisor como símbolo de lo que es a partir de ahora su vida: los ojos siempre en el espejo vigilando su espalda, y tomar un camino distinto cada día.

 

 

Al día siguiente Zaida solicita al teniente coronel tomarse todos los días que le quedan: de vacaciones, asuntos propios y los acumulados por maniobras. No quiere volver a estar allí, ni verle, ni cruzarse con él y arriesgarse a que le haga una vez más el signo de una pistola apuntándola con los dedos. Su jefe le pregunta a qué se debe esa decisión y ella le cuenta la agresión. Andrade, una vez más, sólo acierta a quitarle hierro al asunto, como si se tratara de algo rutinario:

—Ah, claro, por eso le vi salir nervioso, bajando las escaleras del edificio de abajo… Le dije si quería ir con nosotros a Valencia y contestó que no. Claro, claro, ahora lo entiendo.

—Mi teniente coronel, este hombre ha llegado ya a la agresión física. ¿Es que no ve lo que está pasando? Un día me va a pegar un tiro en la cabeza. ¿No ve que es un mentiroso?

—Sí, eso es verdad. Es capaz de estar hablando conmigo y decirme que esta pared es de color negro. —Y señala el blanco níveo del tabique a sus espaldas…

—¿Entonces?

Unos días después, Andrade le cuenta lo sucedido a otro teniente coronel pero nada hacen al respecto. La cobardía, y la prelación de sus carreras sobre todo lo demás, paraliza a los mandos. En las Fuerzas Armadas Españolas, caer bien a los jefes y no causar molestias constituyen méritos innegables. Obviamente, Zaida se ha convertido en un incordio, un grave problema, y ningún superior quiere mancharse las manos asumiendo el conflicto andante que ella representa. Un teniente coronel con aspiraciones y contactos se ocupa de preservar, sobre todo, sus posibilidades de ascenso. No puede esperar ninguna ayuda de sus jefes. Sin embargo, Zaida no imagina que aún le tienen reservado un castigo personal, pensado ad hoc para ella.

 

 

PRIVADA DEL MANDO

 

Zaida alberga la esperanza de que cuando asciendan a Lezcano a coronel lo manden a otro destino y la pesadilla toque a su fin, al menos para ella. Pero mientras llega o no ese momento no puede permanecer como si nada. Por eso decide irse lejos de Valencia a hacer cursos largos y huir de la situación. Pasa el verano fuera de la base y, al incorporarse en septiembre, lo hace directamente a los exámenes del curso de Transmisiones, que tiene lugar en Madrid. Ese día, se acerca a ella el teniente Santana, el mismo que hizo la pintada en su tienda la aciaga noche de las maniobras Beta.

El teniente le cuenta que ha visto publicado en la orden de la Unidad que le han quitado el mando de su unidad. Y así es cómo ella se entera. No puede creerlo; le pregunta varias veces para confirmar la noticia que acaba de darle. Significa que no sólo sus jefes no van a protegerla, sino que el nuevo coronel, el coronel Torres —aquel que luego andaría por la base con una fusta de caballo con la que daba toquecitos a sus subordinados—, ni siquiera tiene arrestos para llamarla y comunicarle que le quitan el mando de su unidad. No pierden esa oportunidad de humillarla, y tampoco le permiten despedirse de su unidad y dar un relevo coherente a quien cubra su puesto.

Aquello se convierte para ella en una segunda agresión, más dolorosa que las anteriores. Lezcano le ha propinado los golpes físicos, mientras que el coronel Torres le asesta el golpe psicológico que más podía dañarla: su perjuicio profesional. Unos días después, Zaida se presenta en su unidad para pedir explicaciones. Le aseguran que le privan del mando por el curso de Transmisiones y Guerra Electrónica, pero éste sólo dura un curso académico. Ella alega que, por ese motivo, pueden quitarle el mando de manera provisional, pero no definitivamente. Además, arguye, debemos respetar las formas. Insiste en pedir que le dejen despedirse de su compañía, con la que lleva casi cuatro años trabajando, pero no se lo conceden: se justifican prometiéndole que a la vuelta recuperará el mando, pero ella sabe que eso no ocurrirá. Por las mismas fechas le quitan también el mando a otro capitán inscrito en el mismo curso. A él se lo devolverán unos meses después; a Zaida, no.

Tampoco consigue que le den una vacante relacionada con ese curso. De hecho, cuando aquel día en la base, después de su queja, pide que le den algo que hacer, le dicen que se siente en una silla, como si fuera una invitada molesta, como si no perteneciera ya definitivamente y no hubiera ningún encargo para ella. Aquella orden de quedarse sentada y de no hacer nada equivale a un rito tribal de repudio. Su unidad, la comunidad humana a la que ha pertenecido y a la que se ha entregado en cuerpo y alma los últimos cuatro años de su vida, la expulsa porque los jefes de la tribu lo han dispuesto así y nadie puede contradecirles. Esto es sólo el comienzo de la humillación y el castigo que quieren infligirle. Lo peor es la sensación de que están arropando a Lezcano. El coronel Torres, que acaba de llegar para desempeñar el mando del regimiento, sólo acierta a explicarle que no es personal. Le falta añadir, como en El Padrino, son sólo negocios.

Esta nueva afrenta se suma a la ya larga lista de agravios sufridos.

He sido acosada sexualmente, después hostigada en lo laboral y en lo personal. He sido, incluso, agredida físicamente. Pero todavía quieren ir más allá. Quieren castigarme y que aprenda una lección: no puedo decir no e ir con la cabeza alta por el cuartel. No puedo denunciar con mi sola presencia que hay una manzana podrida y que los mandos no se atreven a resolver el problema. Por eso me transmiten, sin sutilezas, que la apestada soy yo, que es de mí de quien se avergüenzan y no de su compañero. No me permiten ser la víctima, quieren tratarme como si yo fuera la culpable a quien hay que expulsar. Me prefieren lejos para que no les complique la vida, ni nadie piense por un momento que la versión de una capitán va a ser más creíble en ninguna circunstancia que la de un teniente coronel.

 

 

De vuelta a Madrid, a medida que pasan los días, Zaida comprende que la distancia no sirve de nada: Lezcano seguirá haciéndole la vida imposible. Un día, estando en clase, un comandante recién llegado de su regimiento en Valencia se acerca a ella para transmitirle otro mensaje.

—Cuando vuelvas no te van a devolver el mando de la compañía… Y me gustaría que preguntaras quién quiere ser destinado al regimiento en tu lugar.

—¿Cómo es posible? Si yo estoy haciendo este curso precisamente para cubrir una vacante que había allí.

—Zaida, no te quieren. Es una putada, pero es así.

La situación evoluciona incluso peor de lo que ella ha previsto. Esto va mucho más allá de una vacante, esto equivale a expulsarla de su puesto de trabajo, aquel en que meses antes había recibido una medalla al mérito militar por su desempeño. Le cuentan también que Lezcano va echando pestes de ella, como siempre. Lo novedoso es que ahora ataca a su madre muerta, al achacar el comportamiento de Zaida a una mala educación. La sigue desprestigiando sin que nadie se lo impida; además hace mobbing a los miembros de su unidad. Aquello es mucho más de lo que puede tolerar. En ese momento, piensa: «Se acabó; conmigo vale, pero con los míos, no».

Siente que se asoma a un abismo de incertidumbre inesperado. José y ella están bien asentados en Valencia, han comprado una casa y están pensando en tener hijos. Los currículos de ambos hacen que sean perfectos candidatos para quedarse en Valencia o en Madrid, por el tipo de plazas que existen en estos dos destinos. Pese a lo accidentado de la vida militar, han alcanzado un punto de sus carreras en que ya pueden planificar con cierta estabilidad sus vidas, por supuesto a expensas siempre de algún imprevisto relacionado con las necesidades del servicio o del país. De pronto, todo desaparece, arramblado por un huracán, que convierte su vida en pura improvisación. Ella está haciendo el curso de Transmisiones y Guerra Electrónica únicamente para obtener una vacante en Valencia. Si hubiera elegido de acuerdo a sus preferencias, habría hecho uno de Inteligencia. Sin embargo, los mandos de su base han decidido que, por haber sufrido un golpe, por haber sido acosada y humillada, resulta más cómodo para todos tenerla lejos y librarse de problemas. Así están las cosas. Eso es lo que puede esperar: que unos cobardes jugaran, no sólo con su integridad física, sino con su vida y con su destino; con su carrera, su felicidad y hasta con aquellos hijos imaginados.

 

 

LA DENUNCIA

 

Es el momento exacto en el que la capitán Zaida Cantera de Castro, del Regimiento de Transmisiones 21 de la base de Marines (Valencia) toma la decisión de llevar a los tribunales a su acosador: el teniente coronel Isidro José de Lezcano-Mújica Núñez. No está dispuesta a permitir que este castigo colectivo quede impune.

Al salir de clase, llega a casa y teclea en Google: «abogados militares» y así encuentra al letrado Antonio Suárez Valdés. Le explica por teléfono rápidamente lo que le está sucediendo. El abogado sólo acierta a decir:

—Qué bárbaro.

Ella le cuenta que ha empezado a anotar todo lo que le ha ocurrido en el último año y medio, para que no se le olvide ni un solo detalle. El abogado le da cita para unos días después y le pide que siga escribiendo todo cuanto pueda recordar, pues eso les ayudará para luego redactar la denuncia. Esa tarde y los días siguientes Zaida escribe varios folios, de manera que cuando José llega a casa el viernes por la tarde encuentra una forma sencilla de contarle el dolor que ha sufrido desde la agresión: le entrega los papeles que ha escrito.

José empieza a leerlos. Aunque sabe algunas cosas del incidente de Valladolid y del acoso personal posterior en la base, allí hay mucho más: la agresión a plena luz del día de un energúmeno que ha cogido a Zaida en volandas y la ha lanzado contra el capó del coche; la tarde que pasó llorando en la bañera; las consecuencias; la pérdida del mando de su unidad; la expulsión de Valencia. Ante sus ojos desfilan una por una todas las pérdidas de Zaida de los últimos meses, las que ella habría querido reservar para sí hasta que no ha aguantado más. José se siente mal.

—Pero ¿cómo no me has contado nada de esto? ¿Te pegó? ¿Te pegó, Zaida?

—Sí…

—Joder, Zaida. ¡Y me lo cuentas ahora! ¡Y un abogado se entera antes que yo!

—No quería que te preocuparas, no quería meterte en líos… Tú también eres militar, podía pasar cualquier cosa, podríamos haber tenido una reacción que nos arruinara la vida…

José entiende lo que ella quiere decir, pero no lo comprende… No, definitivamente no lo comprende. Ella siempre aseguraba que todo iba bien; tan sólo le contaba incidentes menores. No había querido compartir sus sentimientos con nadie. El enfado de José es tan monumental que se va al salón con los folios escritos. Aquella noche duerme en el sofá y Zaida ve que un nuevo riesgo asoma en su vida: la posibilidad de que toda aquella mierda que le está tocando vivir se lleve por delante su relación de pareja. Le cuesta conciliar el sueño un poco más de lo habitual.

A la mañana siguiente, ambos se esfuerzan por que las aguas vuelvan a su cauce. El enemigo externo resulta bastante amenazador para dividirse ellos. Se trata de una cuestión de supervivencia.

Entonces pueden mantener la conversación necesaria para ambos. José le desaconseja que denuncie.

—Sabes que eso significa acabar con tu carrera, ¿verdad? Eso lo tienes claro, ¿no?

—Probablemente sí.

—Yo lo viví en mi propia unidad —le cuenta José—. Una soldado tuvo problemas con el teniente, y todo el mundo creyó la versión del teniente, porque esto funciona así y tú lo sabes muy bien, Zaida. El que tiene más rango tiene mayor credibilidad. ¿Con qué cuentas para demostrar lo que te ha hecho ese hijo de puta?

—Hay muchos testigos.

—Buf, ya sabes lo que pasa luego con los testigos, se rajarán. ¿Se jugarán su carrera por ti? ¿Se enemistarán con los jefes?

Zaida también es consciente de todas esas dificultades. No tiene ningún papel, ningún documento, nada escrito. Claro, ¿cómo iba un acosador a dejar por escrito que ella era una «secretaria de falda corta»? ¿Cómo iba a entregar un recibo de sus repugnantes manoseos? ¿Acaso Zaida iba a grabar un vídeo cada vez que Lezcano se cruzaba con ella y la hostigaba? No. No tenía facturas de su sufrimiento. Sin embargo, lo sabe toda la unidad. Ella ha acudido a sus mandos una y otra vez para quejarse de lo que ocurría; ellos eran los testigos más fieles de la actuación de Lezcano, porque conocían cada uno de sus pasos. También los subordinados lo han visto. Todo el batallón ha presenciado la traca ante la tienda de Zaida y la pintada denigrante, el «Zaida, no vuelvas», y los insultos y los gritos, y la pistola imaginaria…

Ambos saben que en el cuartel impera el régimen de la impunidad, y que los testigos son válidos hasta que deciden no presentarse por miedo. Ellos son conscientes de que eso puede ocurrir. De hecho, saben que pedir ciertas cosas puede complicar mucho la carrera militar de un subordinado. Además, casi nadie quiere sacrificarse en balde. Si al menos sirviera para algo… José sabe que cuando pidan ciertos testimonios a compañeros éstos les contestarán: «¿Para qué? Si se demuestra que ha cometido un delito, el castigo será mínimo. Y si no se demuestra, no le ocurrirá nada, pero vendrán a por mí y a por todos los que declaremos. ¿Para qué, pues?». Ése es el sistema perverso que incentiva los abusos de poder. Forma parte de las normas no escritas y está profundamente arraigado.

—¿No hay posibilidad de arreglarlo internamente, Zaida? —José insiste una última vez, sabiendo que aquella decisión va a cambiar sus vidas; las de ambos, no sólo la de ella.

—No hay ninguna posibilidad, lo he intentado todo. Ya ves, lo último que han hecho es quitarme el mando de la unidad e impedirme que vuelva a Valencia. Vuelven a separarnos.

Es noviembre del año 2009, y entre los dos toman una decisión que marcará sus vidas. Se miran y se abrazan sabiendo que van a librar una dura guerra y que la batalla más difícil probablemente no sea la judicial. La agresión ha hecho mella en Zaida, que ha empezado a adelgazar. En los meses siguientes, llegará a perder veinte kilos. La guerra psicológica también hay que ganarla, y aunque se ha preparado para muchas batallas, en ningún curso le han explicado cómo defenderse de un superior que amenaza tu integridad física y moral.

No te enseñan a hacer la guerra contra uno de los tuyos.

 

 

NUEVO DESTINO FORZOSO

 

El curso en Madrid sirve al menos para que Zaida disfrute de un paréntesis en el que estar lejos de su acosador y poner en marcha el procedimiento judicial contra él. Sin embargo, como todo en esta vida, toca a su fin: el curso finaliza en junio de 2010 y Zaida debe regresar a la base de Marines, a la que sigue adscrita, para esperar órdenes y destino. Sabiendo que no le van a dar la vacante deseada ni le van a devolver el mando, regresa con ganas de huir cuanto antes.

No se imagina que se encontrará a Lezcano en una de las primeras reuniones a la que asiste. Zaida ya le ha denunciado ante los tribunales togados militares, y en el regimiento todos están al tanto de los acontecimientos, entre otras cosas porque ella ha hablado con gente para recabar sus testimonios con vistas al juicio. ¿Cómo será la reacción de Lezcano cuando vuelvan a verse cara a cara? Zaida se imagina lo peor; ya ha comprobado su comportamiento impulsivo y violento.

Sentada en la sala de reuniones, lo ve venir desde el fondo de un largo pasillo. La sala está llena y sólo queda libre la silla justo enfrente de la suya. De pronto, Lezcano aparece de frente y se dirige hacia ella. Zaida le ve acercarse recorriendo el pasillo y se da cuenta de que lleva una pistola. Se trata de algo absolutamente anormal, pues en la base nadie porta armas encima. Aquel día, en cambio, Lezcano se ha puesto el chaleco de combate, una prenda que también se usa exclusivamente en maniobras, y lleva la pistola encima. Zaida se queda estupefacta pensando: «Este hijo de la gran puta es capaz de sacar la pistola y meterme un tiro». Siente miedo, de nuevo siente mucho miedo.

Lezcano llega hasta la mesa y se sienta justo enfrente de Zaida; ni siquiera la mira. Comienza la reunión y poco a poco van hablando unos y otros. Zaida se va tranquilizando al ver que Lezcano no hace intención de disparar. Pero entonces, ¿para qué lleva la pistola encima? Ella tiene unas instrucciones muy claras para esa reunión, y las ejecuta. Él no se atreve a mirarle durante toda la reunión. No levanta los ojos del papel. Pese a su fingida indiferencia, el gesto de la pistola le delata: quiere atemorizar a Zaida un día más, una última vez; estrategias de terror psicológico propias de un sádico que, al haber sido denunciado, ha visto mermada su impunidad. Por primera vez en dos años Lezcano es plenamente consciente de que tiene un juicio por delante y seguramente su abogado le ha aconsejado que se aleje de Zaida todo lo posible. Puede amedrentarla, pero no atacarla. Llevar la pistola encima forma parte de su último gesto amenazador.

Algunas semanas después, en septiembre de ese mismo año, a Zaida le comunican su traslado forzoso a la base del Copero en Dos Hermanas (Sevilla), donde se dispone a emprender una nueva vida. A la capitán entregada a su trabajo ni siquiera le permiten despedirse de su unidad, como es habitual. El coronel no se presenta, ni Zaida puede hablar con ningún superior. Su gente, subordinados y compañeros, sí se acercan aquellos días a despedirla, pero no hay acto oficial. Soldados, suboficiales y colegas le trasladan su calidez, pero nadie más. Se va como una fugitiva, tratada como si se hubiera comportado de forma deshonrosa. Le duele, porque siente el peso de los códigos internos tradicionales del Ejército. Fue la última herida de su paso por la base de Marines. Es el precio que se paga por denunciar.

Sevilla nunca había entrado en sus planes, pero a esas alturas ya sabe que cualquier posibilidad de un futuro mejor pasa por alejarse de Valencia y empezar de nuevo.