CAPÍTULO 13

—Demasiada coincidencia —dijo Jim antes de añadir más salmón y brócoli al plato de Lena.

—Gracias, cariño —repuso ella, lanzándose directa a probarlo.

Resultaba de lo más tierno ver la atención que le prestaba el cantante. Estaba claro que aquella mujer era su mundo. En cuanto Lena ponía los ojos en algo, él se lo servía sin que hiciera falta decirle nada. Que se movía en su asiento, Jim corría a ponerle más cojines en la espalda. Ni una reina hubiera recibido mejor trato. Claro que ella no se quedaba atrás. El amor que reflejaban sus ojos y las sonrisas que esbozaba cada vez que le miraba me llegaban al alma. Compartían un amor tan intenso, tan transparente y sincero. Al igual que las personas, cada relación es un mundo. Y nadie ajeno a la pareja puede entender realmente cómo funciona. Aunque la gente siempre está dispuesta a juzgar, en realidad no tiene ni idea. De todos modos, no sentía la necesidad de ser el centro del mundo de Ben. Pero me conocía y sabía que sí necesitaba ocupar un lugar en su vida, por lo menos igual de importante que su música, ganarme su confianza.

Un día Ben y yo llegaríamos a ese punto. No me cabía duda.

Todas las parejas de Stage Dive eran una variación de lo mismo. Tal vez así era como los músicos y artistas amaban, cómo se comprometían. O todo o nada. Su trabajo les obligaba a estar en contacto con sus pasiones, por lo que esas pasiones terminaban desempeñando un papel fundamental en sus vidas.

Durante el concierto de esa noche, habíamos tenido la oportunidad de escuchar por primera vez en directo una de las nuevas canciones del grupo. No se trataba de una balada lenta, pero sí una que hablaba de amor. En plan amor ardiente, salvaje, a lo rock and roll, de esas de «me fascina hacerlo con mi chica». Un poco incómodo cuando conoces al chico y a la chica en cuestión, la verdad. A David le encantaba escribir canciones sobre su mujer y lo hacía de fábula. El público había enloquecido.

La banda había tenido libre el día anterior. Y como justo el día antes saltó la noticia de la fulana calculadora y caza fortunas (es decir, una servidora), Ben y yo decidimos quedarnos en el hotel. Estuvo bastante bien. Dormimos hasta las diez y luego desayunamos en la cama. Incluso me armé de valor y me ocupé de todas las llamadas perdidas de mi madre. Hubo algunos gritos y llantos por su parte y me repitió muchas veces eso de «¡qué pensarán de ti los vecinos!», pero lo cierto era que mi madre hacía tiempo que había dejado de interesarse por nosotras y tenía que dar gracias al cielo porque la hubiera dejado volver a mi vida. Me importaba bien poco lo que pensara sobre lo que hacía o dejaba de hacer, así que permití que me soltara su perorata durante cinco minutos exactos y después le dije que me tenía que ir y colgué. Mi vida ya lo era lo suficientemente complicada como para que ella echara más leña al fuego. No quería hacerle daño, pero tampoco iba a consentir que ella me lo hiciera. Punto.

Ben y yo vimos varias películas y nos pusimos al día en el asunto del sexo. Por la tarde llegaron un montón de bolsas y cajas de A Pea in the Pod, Neiman Marcus y de una tal boutique Veronique. Todas de ropa premamá. No me atreví a preguntar cuánto le había costado todo porque Ben me lanzó «La Mirada». Respetaría la necesidad que tenía de cuidar de mí y de la lentejita y fui lo suficientemente inteligente como para dejarlo estar. Además, esa noche, con mis diecisiete semanas de gestación, estaba bastante mona con los jeans para embarazadas y una túnica negra que, para variar, me quedaban perfectamente.

Pero volvamos a la conversación de la cena.

—Marty puede ser una auténtica perra cuando se lo propone —dijo Mal, con el brazo apoyado en el respaldo de la silla de Anne—. Nunca creí que fuera capaz de azuzar a la prensa en contra de nadie, pero como ha dicho Jimmy, me parece demasiada coincidencia que la noticia salte justo el día después de su visita.

Estábamos todos sentados alrededor de la enorme mesa de caoba de la suite de Ev y David, compartiendo una magnífica y cuantiosa cena. Los chefs de los hoteles de lujo sabían cómo hacer su trabajo y podían provocarte innumerables orgasmos culinarios.

—No creo que fuera ella. —David se recostó sobre el respaldo de la silla y se pellizcó los labios—. Sabe que eso también perjudicaría a Ben y, a pesar de sus muchos defectos, quiere a su hermano. Nunca volvería a joderle de esa forma.

—No ha sido ella —señaló Ben sin ningún género de duda. A juzgar por el ceño fruncido y los labios apretados, estaba un poco molesto.

Le toqué el muslo con la mano y le miré con una sonrisa en los labios. Jamás habría puesto la mano en el fuego por esa zorra psicótica, pero en ese momento Ben necesitaba que estuviera a su lado. Sin ninguna prueba en su contra, sería prudente y no la condenaría antes de tiempo.

—¿De verdad importa quién lo hizo? Lo hecho, hecho está.

Anne me miró especulativamente.

—Se iba a terminar sabiendo tarde o temprano, sobre todo estando de gira —dijo por fin mi hermana, echándome un cable—. Dios sabe cuántas personas la han visto entrando y saliendo de las habitaciones de Ben o les han visto juntos. Y ahora ya se le nota el embarazo. Al final alguien sumaría dos más dos y… Este tipo de historias vende mucho y más si hay fotos de por medio.

—Exacto. No creo que Marta esté deseando hacerme una fiesta por la llegada del bebé, pero no lleguemos a ninguna conclusión hasta que no conozcamos más detalles.

Ben me apretó la mano agradecido.

—Calabaza tiene razón. Solo era cuestión de tiempo que saliera a la luz. Lo más seguro es que nunca sepamos quién fue el desgraciado que delató a Lizzy. —Mal giró la copa de vino tinto antes de bebérsela de un trago—. Y ahora a disfrutar. La noche es joven.

La declaración fue seguida de varios murmullos de asentimiento. Menos mal.

—He oído que los Down Fourth se separan después de la gira —comentó Ben, con una mano agarrando la mía y la otra sujetando una cerveza.

—¡No jodas! —Jim le dio a Lena una fresa cubierta de chocolate.

—Aparta eso de mí o me pondré como una ballena —dijo después de comérsela.

—Gestar bebés requiere mucha energía.

—Al cantante le han ofrecido un contrato en solitario y el batería se va a unir a los Ninety-Nine —continuó Ben.

—Lo siento por Vaughan y Conn —se lamentó David.

—Ya sabes cómo funciona este mundo. Algunos grupos no son más que un paso intermedio a otro proyecto. Aunque también me ha sorprendido. Llevan mucho tiempo juntos. —Tamborileó con el índice y el pulgar sobre la mesa—. El otro día oí tocar a Vaughan con sus amigos y me di cuenta de que es un guitarrista estupendo y que no tiene mala voz. Creo que al limitarse a tocar el bajo para el grupo no ha desarrollado todas sus habilidades como músico. Tal vez la ruptura termine viniéndole bien y encuentre algo mejor.

—No hay nada malo en tocar el bajo —espetó Ben, mirando indignado al batería.

—Seamos sinceros, Benny, tampoco es la bomba. —Mal sonrió de oreja a oreja—. ¿Es verdad eso que dicen de que los bajistas no sois capaces de contar más de cuatro tiempos?

—Lo dice el gilipollas que lo único que hace es sostener dos palos.

—Basta —exigió David, alzando la barbilla—. Las chicas querían una cena tranquila y sin peleas, para variar.

—Soñar no cuesta nada —rio Mal—. Ahora en serio, que una banda se separe es lo más normal del mundo. No es tan fácil llevarse bien con gente con la que al final tienes que convivir prácticamente las veinticuatro horas del día.

—¿Esta es tu manera de decirnos que te marchas del grupo? —bromeó Jim.

—Joder, tío —dijo Ben con expresión seria—. Vamos a echarte mucho de menos.

—Espera, ¿cómo decías que te llamabas? —preguntó David, rascándose la cabeza.

Mal les sacó el dedo corazón a todos.

—Qué graciosos. Sois unos cabrones que no servís para nada. Estaríais perdidos sin mí.

David le tiró un trozo de pan.

—¡No! —gritó Ev—. Nada de lanzarse comida. A ver si, por una vez, podemos comportamos como personas adultas.

—Eres una aguafiestas, mujercita —se quejó Mal, volviendo a dejar en su plato un profiterol.

En ese momento entró un camarero vestido de punta en blanco con una bandeja de plata en la mano que contenía una sola magdalena con una cobertura blanca como la nieve. A continuación, se detuvo al lado de Lena y con gran pompa y boato le ofreció el dulce.

—¿Qué es esto? —preguntó ella a Jimmy, señalando el postre como si estuviera envenenado—. Ya lo hemos discutido.

—Sí y yo no estuve de acuerdo.

—Pues en esto no puedes discrepar. —Lena arrugó ligeramente la nariz—. Preguntaste y te dije que no. Fin de la discusión.

Con expresión imperturbable, Jimmy se recostó en la silla y se cruzó de piernas, apoyando un tobillo sobre la rodilla.

—Claro que voy a discrepar. Ponte el anillo, Lena.

Mierda, ¿cómo no me había dado cuenta? Encima de la magdalena había un anillo con un pedrusco enorme y brillante. Dios bendito, hasta Liz Taylor se hubiera muerto de envidia al verlo.

Lena le miró con ojos entrecerrados.

—Dije no. Y sigo diciendo no.

—No hay problema, cariño. No quieres casarte, no nos casaremos, pero llevarás ese anillo.

—¿Por qué? ¿Por qué es tan importante? —preguntó con un mohín de frustración. O tal vez, estaba demasiado impresionada por el tamaño de la joya. Y yo que pensaba que los anillos de Anne y Ev eran inmensos. Pero este era de los que tenías que tener cuidado con que no se te salieran los ojos de las cuencas.

—Porque eres mía y yo soy tuyo. Y quiero que todo el mundo lo sepa. —Jimmy se inclinó hacia delante y le lanzó una mirada feroz—. Te quiero, Lena. Ahora ponte el puto anillo.

—Ponte el puto anillo —murmuró la embarazadísima morena, haciendo una imitación perfecta del cantante. Después, en una discreta muestra de emoción, sorbió por la nariz—. Ni siquiera me lo has pedido por favor.

Jimmy puso los ojos en blanco.

—Por favor, Lena.

—Está bien —refunfuñó. Arrancó el anillo de la magdalena, lamió los restos de glaseado y se puso el gigantesco diamante en el dedo—. Llevaré esta estupidez. Pero no nos vamos a casar. Da igual lo que digas. Solo hace medio año que nos conocemos.

—Lo que quieras, Lena.

Ella resopló.

—Sí, eso mismo.

El resto contemplamos la escena mudos de asombro. Jimmy se puso a beber un poco de agua mineral y Lena empezó a comerse la magdalena de la discordia, como si no hubiera pasado nada.

Después de unos segundos, David Ferris se aclaró la garganta y rompió el silencio.

—¿De verdad acabáis de comprometeros?

Lena se encogió de hombros.

—Sí, eso parece —respondió Jimmy.

Ben levantó su cerveza y, sin disimular la sonrisa, exclamó:

—Felicidades, chicos.

David, Mal, Anne y yo hicimos lo mismo. Ev soltó un jadeo y se llevó las manos a la boca, con los ojos brillantes por la emoción.

—No hace falta montar tanto alboroto —apuntó Lena—. Solo es un anillo. Al paso que voy con la retención de líquidos, seguro que la semana que viene no me entra.

Jimmy dobló los puños de su camisa blanca.

—No pasa nada. Te he comprado un bonito collar a juego para que te lo pongas mientras tanto.

—Estás en todo.

—Por ti cualquier cosa, Lena.

Ella le lanzó una mirada mordaz.

—Y vosotros, ¿qué? —preguntó Mal, inclinando su copa de vino en nuestra dirección.

—Ahora sois los únicos que quedáis —señaló David, mirando con diversión a Ben.

Mi novio se puso rígido al instante, soltándome la mano. Luego se lamió los labios y se removió en la silla, visiblemente incómodo por ser el centro de atención. No me extrañaba. De las diecisiete semanas que llevaba de embarazo, solo habíamos estado juntos dos semanas. Y apenas nos habíamos conocido unos meses antes de la milagrosa concepción. Desde luego, no era el momento de meter presión con el asunto del matrimonio.

—No sé si me va mucho eso de casarme —reconoció con una risa ronca que no mostró ninguna alegría.

Mierda.

De pronto, todos menos él me miraron, a la espera de mi reacción. Ben podía haber usado mil y una tretas para salir airoso de la situación. Si hasta le hubiera bastado con una simple sonrisa. Bajé la vista, intentando concentrarme en mi plato casi vacío. Se me contrajo el estómago, produciéndome una leve sensación de náuseas. Mientras tanto, la habitación se había sumido en un silencio sepulcral.

El teléfono de Ben puso fin al mutismo. Una llamada a la que contestó con un gruñido. ¿De verdad quería casarme con alguien que respondía al teléfono con un gruñido? No lo tenía muy claro. Aunque por lo visto tampoco me vería en la tesitura de tener que decidirlo. Porque a él no le iba eso de casarse. De repente, toda la seguridad que creí haber encontrado con él me pareció excesivamente frágil. El precipicio en el que se encontraba nuestra relación empezó a desmoronarse bajo mis pies.

—Sí… claro. Déjala entrar. —Se volvió hacía mí, claramente aliviado por el cambio de tema—. Marta está aquí. Quiere disculparse contigo por lo del otro día.

Me quedé mirándole.

—Te parece bien, ¿verdad? —preguntó. Se estaba refiriendo a su hermana, por supuesto. Por desgracia, yo todavía estaba tratando de digerir su anterior declaración.

La puerta se abrió, dando paso a una Marta que entró decidida y con la cabeza bien alta con un bolso de charol grande colgando del hombro. Un destello de dolor cruzó por su mirada cuando vio a David; con Ev, sin embargo, hizo un gesto de desagrado.

Ben echó hacia atrás la silla y se levantó para ponerse al lado de su hermana.

—No metas la pata —le ordenó en voz baja.

Como si en ese momento tuviera el más mínimo interés en recibir una disculpa de esa mujer. En lo único que podía pensar era en las palabras de Ben. Sí, nunca habíamos hablado del matrimonio. Aunque supongo que en el fondo de mi corazón siempre había soñado con el final feliz añorado por toda chica. Ya sabéis, eso de ir de blanco, el tul, el amor eterno. Una o dos palomas. La tarta.

En realidad no pedía mucho. Necesitaba salir de allí. Estar sola para poner en orden mis ideas, ahora que mi brillante futuro se estaba yendo por la taza del váter.

Vi cómo Marta sacaba un par de hojas del bolso y me señalaba con ellas.

—¿Quieres que crea que no estas usando a mi hermano y a este niño para forrarte? Demuéstramelo. Firma esto.

—Marta… —le advirtió Ben con ojos consternados.

—¿Qué es? —pregunté. Mi voz sonó como si estuviera muy lejos de allí.

—El contrato que Ben mandó que redactaran los abogados en el que se estipula todo lo relativo a la custodia del niño y una más que aceptable pensión por alimentos… previa prueba de paternidad, por supuesto.

—Por supuesto.

—No debería suponerte ningún problema firmarlo. —Se acercó un poco más, todavía con los papeles en la mano—. Tu propia hermana firmó un acuerdo prematrimonial, ¿lo sabías?

—Porque Anne quiso que se hiciera así. Y tú no tienes ningún derecho a hablar de ello, Marty. —Mal se incorporó lentamente, con la mano en el hombro de mi hermana—. Adrian es un imbécil por habértelo contado.

—No me lo contó —siseó la arpía—. Pero a su nueva secretaria le gusta hablar y, por desgracia para ella, no es ninguna lumbrera.

—Fuera de aquí —exigió David—. Ahora, Marta.

—Tú no pintas nada en esto —replicó ella sin molestarse en mirarlo. Con la vista clavada en mí, continuó—: ¿Quieres demostrarme que estás enamorada de mi hermano? ¿Qué solo buscas lo mejor para él? Fírmalo.

Solo podía mirar los papeles perpleja.

—¡Marta! —David se puso de pie dando una patada a su silla.

—¿Cuándo? —pregunté a Ben. Hice todo lo posible por mirarle a los ojos, pero fallé. A lo máximo que llegué fue a clavar la vista por encima de su hombro, hacia las luces de la ciudad más allá de la ventana. Todo aquello me resultaba tan cruel, me dolía tanto—. Estuviste de acuerdo en solucionarlo por nuestra cuenta justo veinticuatro horas después de enterarte de que estaba embarazada. Así que, ¿cuándo exactamente pediste que redactaran el contrato?

Me miró sin moverse.

—Déjame adivinar, ¿decidiste tenerlo «por si acaso»?

—Lizzy. —Tragó saliva.

—¿Pensaste que no entendería tu necesidad de protegerte?

—La primera vez que te lo planteé no te hizo mucha gracia.

—En realidad no me diste la oportunidad de hacerme a la idea —exploté—. Por Dios, Ben. Casi todo el mundo se habría mostrado receloso si le hubieran amenazado con echarle a los abogados encima, ¿no crees?

—De todos modos, ¿cuál es el problema? —preguntó, apretando la mandíbula con rabia—. No te pedí que los firmaras.

—No te hagas el tonto con ella, Ben —escupió Marta—. Adrian te mando una copia hace unas semanas. Su secretaria me dijo que la semana pasada él le pidió que comprobara si todavía la tenías. No entendía por qué tanta demora.

Ben miró a Marta furioso, pero no lo negó.

—Por si acaso —repetí. Me abracé con fuerza—. ¿Por qué estamos intentando nada, Ben? En serio. Me mentiste. Estás esperando que esto se vaya a pique, ¿verdad? ¿Que no te va lo de casarte? Sinceramente, creo que ni siquiera te van las relaciones. Desde el primer momento has estado haciendo todo lo posible por evitar cualquier tipo de compromiso. Y yo he sido una imbécil por no darme cuenta.

—¿Lo ves, Ben? —dijo Marta en voz baja e hipnótica—. Esto es lo que pasa cuando ven peligrar el dinero. Sacan las garras y muestran sus verdaderas intenciones. —Se volvió hacia mí—. Venga. Monta todas las escenas que quieras, pero todo el mundo se ha dado cuenta de lo que eres.

—Dios, eres… —No había suficientes insultos para describir a esa zorra. Le quité el contrato de un tirón y lo dejé en la mesa con un golpe. Por extraño que pareciera era muy fino, apenas tres páginas—. ¡Dadme un bolígrafo!

Marta rebuscó en su bolso.

—No —espetó Ben con los dientes apretados.

Tomé el bolígrafo que Marta me ofreció. Qué curioso, ahora ya no se la veía tan satisfecha. En todo caso su expresión reflejaba confusión… cautela. Como si me importara lo que sintiera esa bruja. No quería volver a tener nada que ver con ella en la vida.

Aparté mi plato y pasé las páginas hasta encontrar la jugosa cifra con la que pretendían comprarme. Por el amor de Dios, si ya me había transferido medio millón de dólares. Era absurdo. Sin pensármelo dos veces taché el número y escribí un nítido y enorme cero. Después leí el documento, deteniéndome en lo referente a la custodia y otros detalles importantes. Ambos tendríamos la custodia compartida de la lentejita. Si la mediación fallaba, cualquier disputa se resolvería en los juzgados de familia. Bien. Todo parecía normal.

Perfecto. Leído y firmado.

Si necesitaban alguna otra cosa de mí que me lo pidieran más tarde. En un momento más apropiado, cuando no estuviera a punto de sufrir un colapso emocional con vómitos incluidos.

Su hermana se apresuró a hacerse con el contrato y a corroborar que todo estaba en orden.

—Te agradecería que me dieras una hora para poder sacar todas mis cosas de la habitación antes de volver allí —dije a Ben. Esta vez ni siquiera fingí mirarlo.

—Liz, tenemos que hablar.

—Lo has firmado —declaró Marta—. Y tachaste el dinero. —Su expresión de asombro me habría resultado graciosa si no hubiera estado intentando recoger los trozos de mi destrozado corazón. Tenía las cejas tan alzadas que puede que no volvieran a recuperar su lugar natural.

—Me importa una mierda ese contrato —rugió Ben, agarrándome la mano.

—Si eso fuera cierto, ese documento nunca habría existido. —Me zafé de él—. Y no habrías llevado ninguna copia encima.

—Preciosa…

—No. Nunca más. Jamás… Me niego a volver a pasar por esto contigo. —Respiré hondo—. No te sientas mal, Ben. Al fin y al cabo, me lo advertiste. Pero fui una estúpida al creer que podía importante tanto como tú a mí. Es culpa mía.

Marta seguía mirando el contrato aturdida.

—Me importas —replicó él, respirando con dificultad.

—Pero no lo suficiente. No lo suficiente como para ser sincero conmigo. No lo suficiente como para contarme esto, para hablarme de tus miedos… Dios, ¿de verdad pensaste que sería como ella? —Señalé a la abominación que tenía por hermana—. ¿Que te engañaría? ¿Que te usaría para conseguir dinero, jugando con tu vida?

—Quiero a mi hermano —gritó Marta.

—¡Cierra la puta boca! —Las lágrimas corrían por mis mejillas. Pero no me importó. En realidad ya no me importaba nada. Me toqué el vientre, sintiendo ese extraño cosquilleo de nuevo. Parecía que a la lentejita sí que le importaba que gritase. Bajé el tono de voz al instante—. Ya me encargaré de ti cuando esté lista y en mejores condiciones.

Marta se calló, todavía con cara de asombro.

—Nunca intenté cambiarte —continué, sacando fuerzas de donde pude para mirarle a la cara—. Solo quería que me dedicaras un poco de tu tiempo, de atención. Quería formar parte de aquello que es importante para ti.

Sus ojos oscuros eran un pozo de profunda pena.

—Quedan unas seis semanas para que termine la gira. Hasta entonces no quiero saber nada más de ti. —Le di la espalda—. Procuraré que recibas todos los informes médicos. Necesito… necesito tomarme un descanso. Apartarme de todo esto.

—¿Vas a volver a Portland? —preguntó, visiblemente descontento.

Vaya por Dios, había herido sus sentimientos. Qué lástima.

—Sí.

Como era de esperar, Anne se puso de pie y abrió la boca dispuesta a apoyarme (siempre lo hacía), pero la detuve con una mano.

—Después.

Mi hermana asintió.

A continuación, me volví hacia Marta y luché contra el impulso de cruzarle la cara con el primer objeto sólido que encontrara.

—No tengo mucha familia y, por desgracia, tu hermano parece dispuesto a tolerar el trastorno límite de la personalidad que tienes. Pero nunca trataras a mi hijo con nada que no sea amor y comprensión. ¿Está claro?

Asintió estupefacta.

—Bien.

Anne me dio la mano. Solidaridad entre hermanas y todo eso. Y no sabéis lo mucho que se lo agradecí. En ese momento la necesitaba desesperadamente. Juntas, abandonamos la habitación con Mal siguiéndonos de cerca.