CAPÍTULO 14

—¿Estás segura? —preguntó mi hermana, no por primera vez; ni siquiera por enésima vez.

—Sí.

—No me gusta que estés tan segura.

—Lo sé. —Me senté en la cama de la habitación extra de su suite y contemplé cómo terminaba de hacer mi maleta. Prácticamente había ordenado mi ropa interior por orden alfabético—. Y te adoro por eso.

Soltó un suspiro y dobló una de mis camisetas premamá por tercera vez.

—Yo también te quiero. Siento muchísimo que terminara así. Parecía sentir algo por ti. Estaba convencida de que al final superaría sus miedos.

—Supongo que hay personas que son espíritus libres. Que están mucho mejor solos. Necesitan su independencia más que el amor o una compañía. Mejor haberme dado cuenta ahora que continuar con una relación que desde el principio estaba condenada al fracaso porque es incapaz de confiar y comprometerse con nadie. —Esbocé la misma sonrisa valerosa de «qué se le va a hacer» que llevaba pegada a la cara las últimas veinticuatro horas. Me dolían las mejillas. Un poco más y se me congelaría el rostro.

—No digas tonterías —suspiró.

Sonreí un poco más.

—Deja de simular que te lo estás tomando tan bien. Sé perfectamente que ese gilipollas te ha arrancado el corazón del pecho y te lo ha pisoteado con sus enormes botas negras.

—Qué imagen más agradable.

—Le odio. La próxima vez que cenemos todos juntos le clavaré un tenedor.

—No vas a hacer eso. —Le di una palmadita en la mano—. Serás la educación en persona y te comportarás como siempre.

Entrecerró los ojos y me lanzó una mirada testaruda que dejaba claro que no iba a dar su brazo a torcer.

—Hazlo aunque solo sea por Mal —traté de convencerla—. Iré a casa y me dedicaré a preparar la habitación del bebé. Estaré bien, Anne. En serio.

—Deja que me vaya contigo.

—No. —Negué con la cabeza determinada—. Ni se te ocurra. Nunca has estado en Europa y llevas meses esperando este viaje. Serán solo seis semanas. Me las arreglaré sola. Además, si te soy sincera, ahora mismo necesito tener mi propio espacio.

Dejó caer los hombros en señal de derrota.

—Prométeme que me llamarás si lo necesitas.

Levanté la mano.

—Lo juro solemnemente.

—Mmm….

Killer y yo nos lo vamos a pasar muy bien juntos.

—Sí, desde luego estará encantado de salir del hotel para mascotas. Es lo único bueno de todo esto. Las últimas veces que lo he llamado, se ha negado a hablar conmigo.

—Anne, es un perro. No puede hablar.

Frunció el ceño.

—Pero antes solía hacer esos pequeños gruñidos y me ladraba. Sabes a lo que me refiero. Me preocupa que se sienta abandonado. Es un animal muy sensible. En el fondo, es como Mal.

—Es un lunático que se persigue la cola en círculos hasta que cae agotado —repuse yo—. Sí, tienes razón, es como Mal.

—Cierto —acordó Anne, mirándome pensativa.

—Bueno, te prometo que haré uso de todos mis conocimientos de psicología para solucionar su posible sensación de abandono antes de que volváis. —Bajo mi punto de vista, solo hacía falta un paquete de galletas para perros y dejarle morder a su antojo una de las Converse de Mal para que Killer fuera feliz. Y acababa de robar del armario una de las zapatillas nuevas de mi cuñado con ese propósito. El animal volvería a su habitual estado de meneo de cola/alegría total en un abrir y cerrar de ojos.

Por desgracia, mi sensación de abandono tardaría un poco más en curarse.

Al día siguiente, Stage Dive viajaría a Montreal y de ahí a Europa. Yo por mi parte, un poco antes, y sin que nadie lo supiera, regresaría a Oregón. Esa misma noche todos irían al concierto para oírles tocar en directo otra nueva canción. Supongo que habían creado una nueva tradición con eso de presenciar el estreno de las canciones. Parecía que a David le había venido bien estar de gira a la hora de sacar su faceta más creativa. Pues bien, mientras todos estuvieran fuera, llevaría a cabo mi salida furtiva. Anne no sabía nada de mis planes, creía que me marcharía por la mañana. Pero al final lo entendería. Ya habíamos tenido suficiente drama. Una despedida en plan emotivo no ayudaría a nadie. Al menos no a mí. Estar en la misma ciudad que Ben las últimas veinticuatro horas me había puesto de los nervios. Quería apartarme cuanto antes de él y de su mundo. No porque fuera tan ingenua como para pensar que el dolor que sentía no subiría conmigo en el avión, sino porque tenía la sensación de que no podría seguir con mi vida hasta que no viera aquella ciudad disminuyendo hasta desaparecer por la ventana del avión. Esa sería la única forma de pasar página que tendría.

Además, Seaside, la pequeña localidad situada en la costa de Oregón, era una maravilla en esa época del año. Y un lugar en el que nadie esperaría encontrarme, mucho menos la prensa. Iría hasta allí con mi Mustang y conseguiría una habitación con vistas al océano. Un paisaje tan imponente como aquel me ayudaría a recomponerme, a superar aquel desengaño y prepararme para ser una madre soltera. La lentejita y yo estaríamos bien allí. Y Killer, por supuesto.

—¿Entonces te vas a ir directa a la cama? —preguntó Anne mientras cerraba la cremallera de mi maleta y la bajaba de la cama.

—Sí, primero me daré una ducha y después a dormir. Gracias por ayudarme con el equipaje. Será mejor que te vayas. Queda poco para que los chicos suban al escenario y ya sabes cómo es el tráfico de Nueva York.

Me dio un beso en la coronilla antes de volverse loca y revolverme el pelo con las dos manos como hacía cuando teníamos catorce años.

—Dios, ¿cuándo vas a crecer? —me quejé, retirándome los largos mechones de la cara.

—Buenas noches —se despidió con una sonrisa de oreja a oreja. El matrimonio con Mal le había devuelto la infancia que no pudo disfrutar gracias al egoísmo de nuestros padres. Era fantástico, aunque a veces un poco molesto también. La próxima vez que la viera me resarciría estirándole por sorpresa las bragas hacia arriba.

—Buenas noches.

Salió de la habitación agitando la mano.

Me quedé sentada en silencio, a la espera de que sonara el clic de la puerta al cerrarse. Después, para asegurarme, esperé otros diez minutos más. Entonces… sí. La operación «Salir por patas» estaba en marcha.

Me puse las bailarinas negras, me recogí el pelo, me coloqué una gorra de béisbol negra y agarré el mango de mi maleta con ruedas. Perfecto. Ya tenía reservado el billete de ida a casa. Lo había hecho durante una visita particularmente prolongada al baño. Por lo visto, el inodoro era el único sitio en el que ningún alma preocupada me interrumpía cada dos minutos con preguntas tales como: «¿Tienes hambre?» No. «¿Te apetece beber algo?» No. «¿Quieres recordar los terribles acontecimientos de anoche antes de una buena sesión de llanto sobre mi hombro?» Para nada, pero gracias por preguntar.

Adoraba a esas chicas. Os lo juro. Pero ahora necesitaba alejarme de todo el mundo.

Asomé la cabeza por la puerta. Nada. Ningún miembro de seguridad a la vista. Normal; les había prometido quedarme en mi habitación y solo se podía acceder a la planta con una llave especial. Fui hacia el reluciente ascensor. Una vez abajo, crucé a toda prisa el atestado vestíbulo tirando de la maleta. El vuelo salía en poco más de dos horas. Incluso con los increíbles atascos de Nueva York, tenía tiempo de sobra de llegar al aeropuerto y pasar los controles.

En la calle, la brisa nocturna era cálida, llena de luces y vibrantes colores. Sin duda, Nueva York se merecía el apodo de «la ciudad que nunca duerme».

—¿Puedo ayudarle en algo, señorita? —preguntó el amable portero. Extendió la mano enguantada hacia la maleta.

—Sí, gracias. Necesito un taxi que me lleve al aeropuerto JFK.

—Por supuesto, señorita. —Levantó una mano y un taxi apareció como por arte de magia.

Antes de darme cuenta, mi equipaje estaba en el maletero y yo instalada en el asiento trasero con el cinturón de seguridad abrochado.

Y ahí fue cuando todo empezó a torcerse.

La puerta del vehículo se abrió y un hombre alto que olía a sudor se sentó a mi lado. Si hay algo en el mundo de la música que rara vez se comenta pero que es una verdad como un templo de grande es que, del mismo modo que los cowboys huelen a caballo y estiércol, las estrellas del rock apestan a sudor después de un concierto. Punto. Qué decepción, ¿verdad? Aunque en este caso me proporcionó una importante pista sobre quién podía tratarse.

—Hola, Liz.

—¿Vaughan?

—¿Qué tal?

Parpadeé sorprendida. Y después volví a parpadear porque todavía seguía ahí, fastidiando mi plan de escape. Mierda.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Sin molestarse en responder, Vaughan le pidió al taxista que nos llevara al estadio donde esa noche tocaba Stage Dive. El billete de cien dólares que le pasó mientras le daba las instrucciones captó por completo la atención del hombre. Yo ya no tenía ni voz ni voto.

—¿Se puede saber por qué estás secuestrando mi taxi? —pregunté.

—Iba a venir Conn, pero resulta que no le conoces. Así que pensamos que te asustarías menos si me encargaba yo.

—Sí, de acuerdo —asentí—. Pero eso no contesta mi pregunta.

—Bueno, los chicos están ahora mismo en el escenario, así que tenía que hacerlo uno de nosotros. —Se echó hacia atrás el pelo empapado de sudor con una mano y me miró con una sonrisa—. Hay algo que quiero enseñarte.

—¿El qué?

—Ya lo verás. —Se rio por lo bajo.

Yo también solté una risita.

—Qué lástima. Voy a echarte mucho de menos después de matarte y tirar tu cadáver por el puente de Brooklyn.

—Venga, no seas así. Si no te gusta lo que ves, te prometo que me aseguraré personalmente de que llegues al aeropuerto a tiempo para embarcar en tu vuelo.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Apoyé el codo en el borde de la ventana, intentando mantener la calma aunque sin mucho éxito. Fuera, las luces de la ciudad volaban a nuestro paso.

—Por la misma razón que sabía que te ibas a escapar del hotel —explicó él—. Por Sam.

—Ah. —Tenía que haber imaginado que el súper agente secreto iría un paso por delante de mí. Imbécil.

—Da igual. El caso es que pensaron que si me encargaba yo, tendría más posibilidades de convencerte.

—¿Ah, sí? —Le mostré los dientes. El gesto podía haberse malinterpretado como una sonrisa, pero como ya os dije, Vaughan no era tonto.

—Liz, por favor. Si creyera que no mereciera la pena, no hubiera dejado que me metieran en esto. No tengo ningún interés en que me odies.

Solté un sonoro suspiro.

—Mira —dije, usando el tono de voz más serio que tenía—. Lo único que quiero ahora mismo es dejar atrás todo esto lo más pronto posible. Estoy cansada de estar aquí. Cansada de la banda, del rocanrol y harta de estar sonriendo todo el rato. Creo que eres un chico muy mono y te felicito por lo que sea que estás intentando hacer. Pero esto se acabó para mí. No aguanto más.

—Bah —Se recostó en el asiento y sonrió mirando a través de la ventanilla, hacia las luces de Manhattan—. Supongo que crees que yo soy todo lo contrario a ti, ¿verdad? Estás harta y no ves el momento de largarte de aquí. Pues para mí también se ha terminado, solo estoy intentando arañar unos segundos más a mis quince minutos de gloria. Tu estrategia parece mejor. Aunque también es normal, teniendo en cuenta que estás estudiando psiquiatría.

—Psicología —le corregí con aire ausente. Se me había olvidado que no era la única que estaba pasando por una ruptura—. He oído que os vais a separar, pero no creo que esto sea el fin de tu carrera, ¿no? Te he visto en el escenario, eres todo un artista.

Vaughan sonrió con tristeza.

—No sabes cómo funciona esto del rocanrol, ¿verdad? Has sido testigo de las mieles del éxito pero sin ver los entresijos de la industria. Por cada Stage Dive que triunfa hay un centenar de Down Fourth que se la pegan. Mil. Hemos tenido un par de éxitos y nos ha apoyado un grupo de renombre, sí. Si nos hubiéramos aferrado a eso y hubiéramos conseguido un contrato con una gran discográfica, ¿quién sabe? Tal vez habría funcionado. Estrellas del rock, discos de platino, una portada en la revista Rolling Stone. Pero no hemos podido permanecer unidos. Demasiados egos y discusiones de mierda nos han llevado a un punto en el que apenas nos soportamos. Lucas se va a un proyecto más importante, seguro que lo consigue. Pero los demás tendremos que empezar desde cero. Y al final, los últimos diez años no habrán servido para nada. Estoy cansado, Liz. Cansado de dormir en hoteles de mala muerte, pasarme todo el día en la carretera y tocar de pueblo en pueblo para ganar el dinero suficiente para conseguir un poco más de tiempo en un estudio de grabación. Quiero volver a casa con mi familia, despertarme y saber dónde estoy. Quiero encontrar una forma mejor de hacer esto sin que me cueste la cordura y sin joderme el hígado cada noche de la semana.

—Tienes razón, nunca lo había visto de esa manera.

Se frotó la cara con las manos y volvió a esbozar la misma sonrisa alicaída.

—La música es mi pasión. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Pero puede que no esté hecho para esta presión constante para conseguir ser lo bastante importante como para tocar en un estadio.

—Puede que no.

—Puede que al final encuentre una chica que todavía no esté embarazada y que cuando me sorprenda desnudo no me pida que me tape.

Me eché a reír, cubriéndome la cara con las manos.

—Espero que la encuentres, Vaughan. Eres un tipo estupendo. Te mereces lo mejor.

—Gracias. Bueno, ya basta de hablar de mis desdichas. Ven conmigo al concierto —dijo con voz queda—. Tal vez sea la última locura que hagas con un roquero y la última que haga yo como roquero. —Sonrió, pero sus ojos seguían tristes.

Se le veía resignado.

Poco a poco, yo también me fui resignando. Respiré hondo por la nariz y expulsé el aire por la boca.

—Será mejor que no pierda ese vuelo, Vaughan.

—Ven conmigo. Y si algo de lo que ves u oyes no te gusta, me lo dices y al instante te meto en la limusina de Stage Dive para que te lleve directa al aeropuerto, ¿trato hecho?

—¿Sabes? Deberías dejar el rocanrol y dedicarte a la psicología —mascullé—. Trato hecho.

 

 

Detrás del escenario todo seguía igual. Un montón de gente de un lado para otro y equipos por doquier.

Pasamos el control de seguridad sin ningún problema. Uno de los hombres de Sam se colocó detrás de mí y nadie nos hizo preguntas. Vaughan se encargó de llevar mi maleta; creo que más que para echarme una mano para evitar que saliera corriendo. Nunca imaginé que volvería a encontrarme en esa situación: acceso a todas las áreas y escoltada por los pasillos y escaleras hasta un lateral del escenario. Ya no era la novia de ningún miembro del grupo. No era nadie.

Así que, ¿de qué demonios iba todo aquello?

El grupo estaba tocando Last Back, uno de los grandes éxitos de un álbum anterior. Anne, Ev y Lena estaban en el lateral opuesto. Qué raro. Yo me quedé donde me dejaron, prácticamente sola, excepto por algunos técnicos y Pam, la fotógrafa oficial de la gira. Era una mujer muy simpática que estaba casada con Tyler, uno de los técnicos de sonido favoritos de la banda. Ambos llevaban años trabajando con Stage Dive.

Cuando Anne me vio alzó la cabeza curiosa y me saludó con la mano.

Yo le devolví el saludo, pero me quedé donde estaba.

La canción fue in crescendo hasta alcanzar un volumen ensordecedor antes de terminar con un frenesí de acordes atronadores. Un final que penetró a quemarropa por mis tobillos, haciendo vibrar toda mi columna vertebral. El público enloqueció.

—Damas y caballeros —ronroneó Jimmy con su voz más seductora. Iba vestido con unos pantalones negros y una camisa del mismo color arremangada, mostrando alguno de sus tatuajes—. Esta noche tenemos preparado algo especial.

El estadio al completo se puso a gritar enardecido. Me tapé los oídos, pero no fui lo bastante rápida. Dios bendito. Volví a sentir esa extraña sensación en el vientre.

Seguro que no era nada.

—Benny, nuestro bajista, quiere decir unas palabras.

Y yo que había intentado no mirarle con todas mis fuerzas. Los ojos me ardían y picaban y tenía la sensación de que la cara se me resquebrajaría de un momento a otro. Ben pasó a uno de los técnicos su bajo favorito, el Gibson Thunderbird. Su mirada se desvió en mi dirección mientras se acercaba al micrófono. Sabía que estaba allí. A pesar de la oscuridad que reinaba fuera del escenario, me vio.

Jimmy le dio un apretón en el hombro y se hizo a un lado. Ben extendió una mano para sostener el micrófono; aunque tenía el rostro girado hacia la multitud, clavó la vista en mí. Cerré los puños, tenía las palmas sudorosas y no precisamente por la cálida temperatura de la noche.

De acuerdo, todo estaba controlado. Seguro que no se trataba de nada especial. Una especie de despedida a lo roquero. Estos chicos siempre hacían las cosas a lo grande. Puede que hasta hubieran escrito una canción de «siento que todo se fuera a la mierda» especialmente dedicada para mí. Qué bonito.

Ben llevaba sus típicas botas negras, jeans azules y una descolorida camiseta gris con el nombre de alguna banda. Su habitual uniforme. Si hubiera dejado de mirarme, todo habría sido más fácil. Pero sus ojos me paralizaron. No podía moverme. Apenas podía respirar.

—Hola —dijo. Su voz, amplificada mil veces más, inundó el ambiente. El público volvió a enloquecer. Algunos empezaron a corear su nombre, gritando un sinfín de «te quiero» y cosas por el estilo. ¿Quién podía competir con aquello? La admiración de las masas. Que una multitud de esa magnitud lo idolatrara. Supe que nunca había tenido la más mínima oportunidad.

—Sé que últimamente se han publicado un montón de noticias sobre mí en los medios. Rumores sobre que iba a ser padre. —Cualquiera que fuera el producto que se había echado para domar su cabello había fallado. Mechones de pelo oscuro le caían por la cara, rozándole la barba—. Esta noche quiero arreglar las cosas.

Más gritos frenéticos por parte del público.

No podía estar más confundida. Todo aquello podía haberlo hecho sin contar con mi presencia. Joder, hasta podía haber convocado una rueda de prensa al día siguiente, cuando yo estuviera en la otra punta del país lamiéndome las heridas e intentando reconstruir mi vida. ¿Qué necesidad había de aquello? Ya me había dejado pisotear bastante.

Me di la vuelta, dispuesta a irme, pero Vaughan me agarró del brazo y me detuvo.

—Dale un minuto —dijo.

—Venga ya, ¡joder! —Me volví de nuevo, tratando de contener la rabia. Ni siquiera me preocupó haber soltado el taco. Puto Ben Nicholson. Bien podía irse a la mierda. Claro que podía. Y sin necesidad de soltar ninguna otra palabrota.

Volví a prestar atención al escenario y me lo encontré mirándome, taladrándome con esos intensos ojos oscuros a pesar de la distancia. Un minuto. Solo le daría un minuto. Y si se había percatado de la determinación con la que apreté los labios, él también lo sabía.

—Te quiero, Lizzy —dijo.

Todo a mi alrededor se paró. Como si todo el mundo estuviera conteniendo el aliento. Al menos yo lo hice. Me había quedado atónita.

—He sido un completo imbécil por no habértelo dicho antes. —Los nudillos de la mano con la que apretaba el micrófono se pusieron blancos y las arrugas que marcaron su expresión dejaron claro la tensión que estaba sintiendo—. Pero todo iba tan rápido que... que me asusté.

Toma declaración a lo grande. Dios mío. El mutismo en el que se había sumido el público llegó a su fin. Los gritos y silbidos de apoyo estuvieron a punto de ahogar sus palabras.

Por mi parte, apenas podía creerme lo que escuchaban mis oídos.

—Puedes tener mi tiempo. Y mi atención —señaló despacio y con sumo cuidado—. Puedes tener todo lo que quieras, preciosa. Te lo prometo. Lo que necesites. No más contención. No más temores. Y si todavía necesitas subirte a ese avión esta noche, entonces nos iremos juntos.

Tomé una profunda bocanada de aire, en busca del oxígeno que mi cuerpo necesitaba con tanta desesperación. Los puntos blancos que entorpecían mi visión se desvanecieron y volví a verle nítidamente, delante de mí, ofreciéndome todo lo que había soñado. Me tambaleé hacia atrás; la extraña sensación en el vientre que tuve antes se hizo más intensa, más contundente. Vaughan y el chico de seguridad me agarraron de ambos brazos, enderezándome.

Ben se acercó corriendo, me rodeó la cintura con un brazo y me llevó hasta el escenario, bajo el calor de las brillantes luces de los focos. Podía oír el clamor de la multitud, pero sonaba distante, como si viniera de otro planeta.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben aterrorizado.

—Se está moviendo —dije, con una mano en su hombro y otra en mi abdomen—. La niña se está moviendo, Ben. La siento. Nuestra hija se mueve.

Enterró la cara en mi pelo y me atrajo hacia sí, sosteniéndome.

—Había tenido esta sensación antes, pero no sabía de qué se trataba. Es ella. ¿No te parece increíble?

—Sí, es alucinante.

—Tu voz se oía tan fuerte que ha debido de reconocerte. —Le sonreí fascinada.

Me levantó en brazos y me llevó hacia el centro del escenario.

—Es estupendo, Liz. De verdad. Pero, preciosa, necesito saber si tú también has oído lo que te he dicho.

Hice un gesto de asentimiento y le acaricié la cara, disfrutando de su barba.

—Sí, lo he oído.

—¿Y qué dices?

Me detuve un momento a pensarlo. Las decisiones cruciales que te cambian la vida merecen al menos un segundo de reflexión.

—Que no hace falta que subamos a ese avión.

—De acuerdo —soltó un fuerte suspiro y sonrió.

—Y que yo también te quiero.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Sé que voy a cagarla de vez en cuando, pero no me dejes, ¿de acuerdo? No quiero hacer nada sin ti. Ir a ningún sitio sin ti. Nunca más.

—Vamos a lograrlo.

—Sí. —Me cubrió los labios con los suyos y me besó hasta dejarme sin aliento—. ¡Gente! —dijo al micrófono tras unos segundos. Su voz volvió a llenar el estadio—. Esta es Liz, mi chica. Saludadla. Vamos a tener un hijo.

Y así fue como sucedió todo.