BEN: Hola, ¿qué tal?
BEN: ¿Todo bien? ¿Cómo van los estudios?
BEN: Venga, Liz. Dime algo. Sigo siendo tu amigo.
BEN: Supongo que nos veremos en la boda, ¿no?
—No irá a ponerse uno de esos monos de raso blanco de Elvis, ¿verdad?
Mi hermana se encogió de hombros.
—Si eso le hace feliz.
—Sí, pero es tu boda.
—«Nuestra» boda —me corrigió ella. Se aplicó una capa final de pintalabios y retiró el exceso presionando con cuidado un pañuelo papel contra su boca.
—Dios, Anne. ¡Estás espectacular!
Y lo estaba. El vestido de encaje estilo vintage era sublime. Y con el cabello pelirrojo brillante peinado hacia atrás de forma magistral se la veía tremendamente elegante. Tuve que parpadear un par de veces para alejar las lágrimas que humedecían mis ojos. Teniendo en cuenta todo el tiempo que me había dedicado la maquilladora, no quería arruinar su arduo trabajo.
—Gracias. —Extendió la mano y agarró la mía para darme un apretón—. Tú también estás impresionante, cumpleañera.
En realidad, mi cumpleaños había sido el día anterior. Anne había insistido en esperar a que tuviera la edad legal para poder disfrutar al máximo de una boda en Las Vegas. Lo que supuso una grata e inesperada sorpresa, ya que tratarme como una adulta no era algo que se le diera muy bien a mi hermana.
Ev, Lena, Anne y yo habíamos celebrado mi cumpleaños dentro del jacuzzi de una de las villas del hotel Bellagio, comiendo aperitivos exquisitos y bebiendo un sinfín de cócteles mientras nos trataban como auténticas reinas. Porque obviamente la villa incluía mayordomo privado. Ah, y la chimenea exterior estaba encendida, ya que en el desierto, en diciembre y por la noche, también hace frío. Y por último, aunque no menos importante, también tuvimos cake pops, ¿qué puede haber en este mundo mejor que una bola de bizcocho pinchada en un palo y decorada con esas coberturas tan deliciosas?
Soy adicta a esos dulces.
Me alisé la falda del vestido, un Dior azul oscuro hasta la altura de la rodilla, también de estilo vintage, que encontramos hacía unas semanas un sábado que salimos de compras. Era precioso. Muy femenino pero nada recargado. El atuendo lo completaba con un sencillo y elegante recogido.
Me pregunté qué le parecería a Ben.
No era que me importase mucho. A mí me gustaba y eso era lo importante. Mi mundo no se reducía a esperar la aprobación de ningún hombre. Aunque hasta que mis sentimientos por Ben se enfriaran un poco, prefería evitarlo en lo posible, o por lo menos no tener contacto visual con él. Incluso un corazón tan terco como el mío terminaba dándose por vencido tarde o temprano. Había estado muy liada con las clases y el trabajo. Con Anne enfrascada en los preparativos de la boda, Reece me había pedido que hiciera horas extra en la librería, lo que me había mantenido bastante ocupada. Ben Nicholson apenas había sido un pensamiento esporádico en mi cabeza. Más o menos. Esa noche me apetecía salir y desmelenarme un poco. Ver qué me podía ofrecer Las Vegas.
Sam se puso de pie y me hizo un gesto con la cabeza. Había llegado la hora. Cualquier pensamiento que tuviera sobre Ben se esfumó, dando paso a una vibrante emoción. Desde el salón nos llegó el murmullo de conversaciones y el leve sonido de una melodía.
—Está bien, futura señora Ericson. Ya ha llegado todo el mundo, así que…
—¡Calabaza! —gritó una voz demasiado familiar—. Calabaza, ¿dónde estás?
Mi hermana, la imagen perfecta de la tranquilidad, se volvió hacia el umbral y respondió también a voz en grito:
—Aquí.
Las puertas se abrieron de golpe y entonces apareció Mal, vestido con un increíble traje negro y con unas Converse a juego. Estaba soberbio. A petición de la novia, llevaba el pelo rubio suelto, cayendo sobre los hombros. Aunque ya le consideraba como mi hermano, tenía que reconocer que ese hombre era un dios andante.
—Se supone que no tienes que verme antes de la ceremonia —dijo Anne.
—No me gusta seguir las reglas.
—Sí, me he dado cuenta.
Se acercó hacia mi hermana esbozando una leve sonrisa.
—¿Sabes? Esta noche estoy que te cagas de bueno. Pero tú, Calabaza, estás mil veces mejor.
Anne le devolvió la sonrisa.
—Gracias.
—¿Te vas a casar conmigo?
—Cómo lo sabes.
Y sin más, enterró la cara en el cuello de mi hermana que, segundos después, soltó un chillido y le dio un golpe en la espalda.
—No se te ocurra hacerme un chupetón antes de la boda, Mal, o te mato. —Una risa maníaca inundó la estancia—. ¡Lo digo en serio!
—Te amo. ¡Venga, vamos a casarnos! —Como si estuviéramos en medio de una película, la alzó en volandas y se fue hacia la puerta, pero antes de salir hizo una breve pausa—. Tú tampoco estás nada mal, Lizzy. ¡Qué empiece la fiesta!
Recogí el ramillete de Anne y el mío y les seguí con una sonrisa en los labios. Esa boda tenía toda la pinta de ser de las que hacían historia.
Fuera, en el salón súper lujoso, habían retirado todos los muebles para dejar el espacio suficiente para la ceremonia y al Elvis con el atuendo de Santa Claus que iba a celebrarla. El tipo llevaba un cinturón con tanta pedrería que era increíble que todavía llevara los pantalones en su sitio. Esa cosa tenía que pesar una tonelada. Todas las superficies estaban llenas de jarrones con rosas rojas, cuyo aroma impregnaba el ambiente. Un fuego crepitaba en un rincón. Todo era perfecto y alrededor solo se veían rostros conocidos, llenos de felicidad, que querían compartir aquel momento tan especial. Mi hermana por fin tenía la familia que se merecía.
En otro rincón, un cuarteto empezó a tocar y Santa Elvis se dispuso a cantar. Su interpretación de Love Me Tender fue espectacular. O eso me dijeron más tarde.
Ben estaba a un lado junto con Jimmy y David, todos vestidos con trajes oscuros similares. El único que no llevaba americana y corbata era Ben. Se había remangado la camisa blanca, dejando expuesta parte de los tatuajes que tenía en sus musculosos brazos. Dios, era magnífico. Tan… masculino, a falta de una palabra mejor. A mi alrededor, todo se desvaneció. Estaba tan atractivo. Cómo dolía. Estuviera enfadado o no, tendría que habérselo dicho, pero mi lengua se negó a cooperar.
En ese momento alzó la vista y me sorprendió mirándole. No vi ningún rastro de reproche en sus ojos, pero me avergoncé igualmente y enseguida sentí cómo se me ruborizaban las mejillas. Entonces él también me miró. Si me hubieran dicho que en ese instante nuestros corazones latían al mismo ritmo, no me hubiera sorprendido. Sí, era una tontería. A esas alturas ya debería saberlo.
Pero ahora solo estábamos él y yo.
Oí de fondo cómo alguien decía algo y luego la risa de mi hermana.
Ben bajó la mirada hacia mi vestido y luego volvió a centrarse en mi cara. Varias arrugas aparecieron en las esquinas de sus ojos y su expresión se endureció. En cuanto a mí, me dolía horrores la mandíbula por todo lo que quería decirle, por todas esas palabras no pronunciadas. O tal vez era más de lo mismo, la imperiosa necesidad de convencerle de que entre nosotros había algo real; algo por lo que valía la pena arriesgarse. Una mezcla de atracción sexual, amistad y Dios sabía qué más. La famosa conexión de la que todo el mundo hablaba.
Aunque, con toda probabilidad, a él no le gustaría oírlo. Ese hombre me producía un tremendo dolor de cabeza… y de corazón.
—No, no lo estás haciendo bien.
Aquella declaración interrumpió mis pensamientos. Miré al frente. Algo estaba pasando en el paraíso de las bodas.
—Lo haré yo mismo —dijo Mal a Santa Elvis.
El Rey hizo un gesto de indiferencia. Le daba igual con tal de que le pagaran.
—Por supuesto que tú, Anne, me tomas a mí, Mal como esposo —procedió el novio con mi hermana todavía en brazos—. Eres mi calabaza, todo mi mundo. Entiendes mi música y mis extraños estados de ánimo, crees que soy divertido cuando otros se ponen a mover la cabeza, preguntándose qué demonios me pasa. Me pareces adorable cuando te cabreas, pero si necesitas que te escuche o que me lo tome en serio, te prometo que lo haré. Estás conmigo en los buenos y en los malos momentos, y yo contigo. Pase lo que pase, lucharemos codo con codo para que esto funcione, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió mi hermana antes de limpiarse una lágrima que le caía por la mejilla.
—Eres la única mujer que quiero o necesito y evidentemente nunca vas a sentirte atraída por ningún otro hombre porque me tienes a mí que soy la leche. ¿Estamos?
—Estamos.
—Muy bien —concluyó Mal—. Pues ya estamos casados.
—¡Ya son marido y mujer! —gritó Santa Elvis, haciendo un giro de cadera.
La música volvió a sonar y la estancia se inundó de aplausos y felicitaciones, mientras las bocas de Anne y Mal se fundían en un apasionado beso. Quería eso, quería lo que tenían juntos y no me cabía la menor duda de que la espera terminaría mereciendo la pena. Después de pasar siete años creyendo que el amor era una mierda, ahora que volvía a creer en él no podía darme por vencida. Sí, esa era la verdad. Un día encontraría a alguien que me haría sentir lo mismo que Ben.
Solo tenía que ser paciente.
Santa Elvis empezó a moverse al ritmo de Viva Las Vegas y todos los presentes se volvieron locos. Todos menos Ben y yo. Joder. Me había perdido casi toda la ceremonia. Menos mal que el padre de Mal parecía haberlo grabado todo. Era la peor hermana del mundo. Me dispuse a aplaudir, igual que los demás, hasta que recordé que tenía los dos ramilletes en las manos. Sí, mejor no.
Estaba rodeada de rostros felices y sonrientes… excepto uno. Oh, perfecto, mi madre estaba allí. La vi al otro lado del salón con los labios apretados y el ceño fruncido. Por lo visto, la falta de atención que había prestado a los novios no había pasado del todo desapercibida. Su mirada voló de Ben a mí y puso peor cara todavía. Sería mejor que evitara a mi madre el resto de la noche. O quizá toda la década, por si acaso. Lo último que necesitaba era que Jan decidiera volver a entrometerse en mi vida justo ahora.
No, gracias.
—¡Hermanita! —gritó Mal, acercándose a mí con los brazos abiertos.
Por fin había dejado a Anne en el suelo, que ahora estaba ocupada recibiendo sendos abrazos de David y Ev. Mi nuevo cuñado me atrajo hacia sí y me levantó por la cintura, dándome un abrazo de oso. ¿Quién quería respirar, con lo pasado de moda que estaba?
—Nos lo vamos a pasar en grande. Siempre he querido tener una hermana pequeña. Las hermanas mayores están bien, no me malinterpretes. Pero las hermanas pequeñas siempre han sido más divertidas, ¿verdad?
Asentí prácticamente sin aliento.
—Y espera a ver lo que te tengo preparado por tu cumpleaños. El-mejor-regalo-del-mundo.
—Será mejor que la bajes antes de que te la cargues —indicó Ben con cierta urgencia.
—¿Qué? —Mal me dejó en el suelo.
Gracias a Dios.
Me froté las costillas, intentando recuperar la respiración.
—Ha sido un abrazo demasiado cariñoso.
—Ups. Lo siento, hermanita.
—No pasa nada. —Aunque todavía me costaba respirar, esbocé una sonrisa de oreja a oreja—. Enhorabuena.
—Eso, hombre, felicidades —dijo Ben. Se dieron un caluroso apretón de manos, seguido de unas cuantas palmadas en la espalda.
—Gracias, amigo.
Sin más preámbulos, Mal se fue hacia otra víctima a la que dedicar sus «amorosos» abrazos y me dejó sola con Ben. Nos volvimos a mirar. Nada extraño.
—Estás muy guapa, Lizzy.
—Tú también. —No podía seguir contemplando sus ojos oscuros por más tiempo, así que bajé la vista a sus zapatos. Un lugar mucho más seguro. Las enormes botas negras contrastaban considerablemente contra el suelo de mármol color crema.
No dijo nada.
Recordé que no quería saber nada de él.
—Buenas noches, Ben.
—Liz, espera…
—Tengo que atender a los invitados.
Me sujetó del brazo.
—Espera. Quiero hablar contigo.
—No creo que sea una buena idea. —Me zafé de su mano.
—Por favor.
Esas dos simples palabras me hicieron dudar. Era una blandengue sin remedio.
—De acuerdo. Quizá más tarde.
—Sí, más tarde.
En esta vida es bueno desear cosas. Aunque eso no implica necesariamente que termines consiguiéndolas. Aun así, la idea de oír lo que tuviera que decirme despertó en mí una intensa sensación de ansiedad. Pero las damas de honor siempre están muy ocupadas y esa noche tenía muchas responsabilidades. Ben Nicholson podía esperar. Ese no era mi momento, ni el de él, ni el de la situación sin resolver que nos traíamos entre manos. No. Sin contar con Santa Elvis ni el cuarteto de cuerda, en ese salón había unas veinticinco personas. La familia de Mal, su padre, sus hermanas y los maridos e hijos de estas, mi madre (a partir de ahora conocida como «La que no debía ser nombrada»), los miembros de Stage Dive y sus parejas y, por supuesto, Lauren y Nate. Un montón de gente a la que tenía que saludar y relacionarme.
Pero primero quería hablar con mi hermana. Darle un abrazo enorme para celebrar que a las buenas personas también les pasaban cosas maravillosas y que ahora tenía toda la felicidad que siempre se había merecido.
Y eso fue lo que hice.
Después de cinco horas charlando y haciendo todo lo posible para ser la dama de honor perfecta, la recepción iba llegando a su fin. Me había ganado con creces mi noche de fiesta en Las Vegas. Había evitado a Ben y a mi madre gracias a que no me quedé mucho tiempo en ningún lugar en concreto, aunque he de reconocer que también ayudó el intento de mantener bajo control a los sobrinos y sobrinas de Mal.
Después de aquello me juré a mí misma que nunca, jamás de los jamases, tendría hijos. Sí, seguro que trabajar con ellos estaba fenomenal, pero también quería descansar al terminar mi jornada laboral. Podían ser un encanto, pero también unos auténticos psicópatas. Estaba convencida de que a Mal le incluirían en la factura al menos una de las preciosas sillas forradas con tela de Jacquard. Traté de quitar, sin suerte, el dibujo que uno de ellos hizo con el dedo lleno de paté. El «artista» todavía seguía escondido debajo de una mesa del pasillo.
Debido a la hora tardía, la deliciosa comida que habían servido y el carísimo alcohol que corría libremente, algunas de las parejas empezaban a mostrarse excesivamente cariñosas. En cuanto a mí, ¡estaba lista para salir de marcha!
—Estamos a punto de escaparnos —me informó Anne, agarrándome del codo con una mano. La otra mano la tenía ocupada alrededor del cuello de su marido.
—Ya me lo imaginaba —ironicé—. El tipo que tienes pegado como una lapa me ha abierto los ojos.
Mal no se molestó en detenerse un segundo para tomar aire, sino que siguió mordisqueando la oreja de Anne. Aunque sí que es cierto que masculló unas palabras absolutamente incomprensibles.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—Dice que tenemos que ir a consumar nuestro matrimonio —explicó Anne.
—Por supuesto. Pasadlo bien.
—Lo haremos.
Más incoherencias del hombre pegado a la oreja.
—Creía que sería una sorpresa para cuando volviera —replicó Anne.
Por fin Mal se separó de la oreja de mi hermana.
—Pero es tan increíble. «Yo» soy tan increíble. Se merece saber lo que es.
—Es tu regalo, así que tú decides. Díselo si quieres —se rio Anne.
Mal esbozó una sonrisa tan deslumbrante que temí terminar ciega.
—Te he comprado un Mustang GT de 1967 azul celeste por tu cumpleaños.
—¿En serio? —grité extasiada.
—Por supuesto. ¿A que soy el mejor? ¡Oh, Dios mío! ¡Soy la hostia! Nunca dejo de sorprenderme a mí mismo. Choca esos cinco, hermanita. —Levantó la mano.
Chocamos las palmas con entusiasmo.
—¡Vaya pedazo de regalo, Mal!
—Lo sé.
—Muchas, muchas gracias.
—No es nada —dijo moviendo la mano para restarle importancia—. De verdad.
Anne era la que parecía menos contenta.
—¿Le has comprado a Lizzy un vehículo tan potente? A mí me compraste un Prius.
Mal le enmarcó el rostro con las manos y le hizo un puchero.
—Porque tú eres mi Princesa Calabaza Prius. Las chicas como tú no conducen vehículos de gran cilindrada.
—¿Las chicas como yo?
—Las chicas preciosas, inteligentes y buenas como tú que nunca se saltan un semáforo y todo ese rollo. Además, me tienes a mí. No necesitas más potencia en tu vida.
Anne no parecía precisamente convencida, pero después de otro beso apasionado, terminó cediendo.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —me preguntó al cabo de unos segundos.
—Había pensado en salir a bailar y divertirme un rato —dije emocionada, balanceándome sobre los talones. «Las Vegas, allá voy»—. Quiero hacer buen uso de mi carné de adulta.
La sonrisa se desvaneció un poco.
—Sí, es verdad. Mira, Sam también está pensando en ir a un par de bares a tomar algo. ¿Te importaría mucho que te acompañara?
Oh, oh.
—¿Sam, el de seguridad?
—Sí. —Durante un instante, echó un vistazo a su alrededor para no tener que mirarme a los ojos—. Te prometo que no te molestará. Es un gran hombre. Además, salir sola por Las Vegas tampoco es muy buena idea. No te importa, ¿verdad? No hará nada que te incomode, en serio.
—No, tranquila, no me importa.
—Bien. —Que aceptara la dejó mucho más tranquila. Se apoyó contra Mal—. Por cierto, creo que ya han subido tu equipaje a la suite del ático. ¿Tienes la llave?
—Sí. Está todo controlado.
—Y si tienes que ir a cualquier sitio, ten cuidado no te vayas a perder en el hotel. Es gigantesco.
—Estaré perfectamente. Ve a divertirte con tu marido. —Le di un ligero beso en la mejilla—. Felicidades. Ha sido una boda maravillosa. Estabas guapísima.
—¿Y yo? —preguntó Mal.
—Preciosísimo. —Le di una palmada en la cabeza—. ¡Hasta luego!
Tenía un hombre que olvidar y toda una ciudad para descubrir.