Despierta

Domingo, 3 de junio

No sé qué estoy haciendo aquí. Nunca me gustó mucho el instituto; es la primera vez que lo piso desde que el día en que recogí los resultados de las pruebas de acceso a la universidad. Lo cierto es que sí sé qué estoy haciendo aquí, he venido porque ayer me sentí como una bruja por portarme así con Jonah y terminé enviándole un mensaje de texto para disculparme, avergonzada, en el que le decía que tal vez no me fuera mal un poco mindfulness, a fin de cuentas. Me contestó que era o eso o clases de control de la ira, porque corría el riesgo de convertirme en Hulk e inflarme hasta reventar los vaqueros, así que le dije que entonces lo mejor sería que lo intentara, porque el verde no queda nada bien con mi color de pelo. De modo que aquí estoy, arrastrando los pies por la entrada de cemento como cuando tenía catorce años y no había hecho los deberes. Llego tarde, a propósito. Me dijo que era de diez a doce y ya han dado las once. Tengo pensado entrar cuando esté a punto de acabar, esconderme hacia el fondo y luego contarle a Jonah la mentirijilla de que llevo ahí casi desde el principio, para que podamos dejar atrás el golpe de ayer. Puede que ya no nos veamos todos los días, pero no quiero sentir que estamos peleados; me parece una deslealtad terrible hacia Freddie ponerme en contra de su mejor amigo.

Cuando abro la puerta del salón de actos del instituto, el olor nostálgico a abrillantador de suelos y aire cargado me retrotrae directamente hasta las asambleas que celebrábamos por las mañanas. Casi siento el dolor de rodillas de estar sentada en el suelo con las piernas cruzadas mientras la directora nos sermoneaba sobre el buen comportamiento, con Freddie a un lado aflojándose la corbata y Jonah al otro jugueteando con los botones de su reloj de pulsera. Esta mañana en el salón de actos no hay ni de lejos la cantidad de gente suficiente para disimular mi llegada, veinte personas, como mucho, sentadas alrededor de varias mesas con té y tarta en lugar de en filas bien alineadas. La mayoría levantan la mirada cuando llego y me quedo parada, insegura, hasta que Jonah se pone de pie y se acerca caminando hasta mí.

—Pensaba que al final habías decidido no venir —susurra—. No pasa nada si no quieres quedarte, no tendría que haberte presionado ayer.

—Tranquilo. —Echo un vistazo a la concurrencia, inquieta. Hay más mujeres que hombres, unos cuantos de mi edad, pero casi todos mayores. Me invade un pensamiento horrible: ¿y si están aquí la tía June y el tío Bob? Les encantan los talleres. Echo una ojeada a mi alrededor y suspiro de alivio cuando veo que no hay ni rastro de ellos—. ¿Cómo ha ido hasta ahora?

Asiente con la cabeza.

—Bien, ha ido bien. Son buena gente. De verdad, Lyds, no tienes por qué quedarte, puede que tengas razón en lo de que estas cosas no son lo tuyo. —Se cruje el cuello, algo que no le había visto hacer en años. Antes lo hacía cuando estaba nervioso; cuando tenía un examen en este mismo salón de actos, por ejemplo—. De hecho, cojo el teléfono y me voy contigo.

Lo miro, confundida.

—Fuiste tú quien me pediste que viniera —le digo.

Jonah abre la boca para decir algo, pero una mujer se acerca a nosotros tendiéndome la mano.

—Hola —dice—. Soy Dee. Tú debes de ser Lydia.

Ah. O sea que no me equivocaba mucho con Dee. Es morena y un poco más baja que yo, y la coleta se le balancea de un lado a otro cuando me estrecha la mano. No es increíblemente esbelta, sino que más bien encaja en lo que se ha dado en llamar «yoga curvy»; entiendo por qué Jonah podría sentirse atraído por ella. Su cordial mirada castaña no se aparta de la mía, y me doy cuenta de que ya conoce mi triste historia. Cierra las dos manos en torno a la mía con una calidez algo excesiva para mi gusto.

—Bienvenida.

—Hola —contesto con una frialdad y un estoicismo demasiado excesivos para mi gusto, y me zafo de su presa.

No sé qué me ha dado. Es solo que detesto la idea de que una completa extraña piense que lo sabe todo sobre mí.

—Me temo que te has perdido la sesión de mindfulness —dice—. Pero has llegado justo a tiempo para la tarta, que, para mí, siempre es la mejor parte.

Me guardo la desagradable opinión de que no creo que la tarta vaya a servirme de mucha ayuda y opto por decir:

—Ya me contará Jonah lo del mindfulness.

—O puedo hacerte una sesión individual algún día si te interesa —se ofrece Dee y, aunque veo que su única intención es ser amable, vuelve a sulfurarme.

¿Acaso irradio señales de SOS silenciosas? Aquí estoy yo, pensando que mantengo la compostura, y ahí están todos los demás, echándome encima paladas de ayuda hasta aplastarme. Estoy empezando a caer en que soy una persona muy reservada; prefiero esconderme detrás de una capa de barniz brillante y luego desmoronarme cuando no me ve nadie.

—Lo tendré en cuenta —digo de forma evasiva—. Pero gracias.

Dee mira a Jonah a los ojos durante unos segundos de silencio, lo justo para dar a entender «Tu amiga es dura de pelar, ¿no?». O a lo mejor me equivoco y solo lo miraba en un plan mucho más new age y filosófico, algo así como «Está claro que tu amiga tiene un largo camino que recorrer en su viaje de curación». O puede que haya sido una sencilla mirada de «¿Vamos a tomar algo más tarde?» y yo me esté interponiendo. Ojalá no hubiera venido, pero ahora ya es demasiado tarde, porque Dee me pone una mano en el codo y me guía hacia el grupo con el que Jonah estaba sentado.

Se recolocan para dejarme un sitio junto a Jonah, todos intentando no quedárseme mirando, pero ansiosos por hacerme sentir bienvenida. La mujer de enfrente me sirve un té; se llama Camilla, me dice mientras deja la taza en la mesa. Agradezco la falta de artificio de su actitud, apenas una sonrisa tensa y una inclinación de la cabeza como gesto de camaradería.

—Esta es Lydia —dice Jonah con aspecto sombrío.

Todos asienten.

—Yo soy Maud. —La mujer mayor que está sentada al otro lado de Jonah se inclina hacia delante y grita un poco, toqueteándose el audífono. Si tuviera que adivinar su edad, diría que tiene por lo menos noventa años—. Mi marido, Peter, se cayó del tejado mientras intentaba ajustar la antena de la televisión hace veintidós años.

—Vaya. —Me ha pillado por sorpresa—. Lo siento.

A juzgar por la cara de póquer de los demás ocupantes de la mesa, diría que no es la primera vez que oyen hablar de la desgracia de Peter.

—No lo sientas, yo no lo lamenté. Llevaba sus buenos diez años zumbándose a la mujer que trabajaba en la carnicería.

Uau. Esto no es lo que me esperaba, para nada.

—¿Tarta?

Me vuelvo hacia la señora que tengo sentada al otro lado, agradecida por la interrupción.

—Es de manzana y dátiles. La he hecho esta mañana. —Me tiende la bandeja—. Soy Nell.

—Gracias —digo, y cojo un plato de papel.

No estoy segura de si le estoy dando las gracias por la tarta o por ahorrarme la presión de tener que encontrar una respuesta adecuada. Su presencia tranquila me calma. Me recuerda un poco a mi madre, tanto por la edad como por la estatura, y su alianza me dice que está casada. O lo estaba.

—Te pido disculpas por lo de Maud —dice en voz baja mientras me sirve un trozo de tarta en el plato—. Imagino que te haces una idea de lo mucho que nos ha ayudado durante la sesión de mindfulness de antes. —Me mira a los ojos y su humor me relaja.

—Hay unos cuantos libros —dice Camilla. Las mejillas se le tiñen de un rojo apagado, como si el esfuerzo de hablar fuera demasiado—. Este en concreto me resultó bastante útil. —Toca la cubierta de uno de los libros relacionados con el duelo que hay esparcidos por la mesa—. En los primeros momentos, al menos.

—Últimamente me cuesta mucho leer —digo—. Siempre me han encantado los libros, sobre todo los de ficción, pero me da la sensación de que mi mente ya no es capaz de retener una historia.

No estoy segura de dónde ha salido la necesidad de compartir algo así, pero ahí está.

—Lo recuperarás —dice—. Durante un tiempo yo solo fui capaz de leer estas cosas, pero va se va haciendo más fácil. —Acaricia con los dedos el collar de perlas que lleva al cuello—. De verdad.

Alcanzo el libro que me ha recomendado, agradecida.

—¿Y a ti, Jonah? —pregunta Nell—. ¿Te gusta leer?

—Sí —contesta—. Soy profesor de lengua y literatura, así que podría decirse que son gajes del oficio. —Traga saliva con dificultad—. Con lo que tengo problemas es con la música, sobre todo.

No tenía ni idea. La música es el punto fuerte de Jonah: tocarla, escucharla, escribirla.

—Yo no pude ver la televisión después de la muerte de Peter —grita Maud—. El muy cabrón partió la antena.

Me siento dividida entre echarme a reír y querer estrangularla.

—Es comprensible —dice Camilla mirando a Jonah—. Seguro que todavía la relacionas con el accidente.

Yo no soy capaz de relacionar ambas cosas en mi cabeza. No estoy segura de cuánto les habrá contado Jonah sobre Freddie a todas estas personas antes de que yo llegara, así que parto un pedacito de tarta y dejo que la conversación me envuelva.

—Sí. —Jonah se frota la cara con las manos—. Ya no puedo escuchar la radio.

—Dale tiempo.

Nell también debe de haberse dado cuenta de que le temblaban las manos, porque le pasa un trozo de tarta.

—¿Por qué relacionas la música con el accidente? —pregunto con la mirada clavada en Jonah.

—Su amigo iba cambiando la emisora de radio en el coche —interviene Maud en voz demasiado alta—. No miraba por dónde iba.

Me cuesta arrancarme de la garganta las palabras necesarias para preguntarle a Jonah si es verdad.

—Pero en la investigación…

Me interrumpo, porque acabo de caer en la cuenta de que aquí están pasando más cosas de las que imaginaba.

Toda la mesa se sume en un silencio incómodo, y Jonah levanta la cara para estudiar la pintura desconchada del techo.

—Pensé que no ibas a venir —dice—. Has llegado muy tarde, así que pensé que no ibas a venir. —Y entonces se da la vuelta, me mira a los ojos y, en voz baja, solo para mí, dice—: Estaba trasteando en busca de una canción que pudiéramos cantar, Lyds. Ya sabes cómo era.

Frunzo el ceño, aunque sé muy bien a qué se refiere. Freddie afrontaba la conducción de la misma manera que afrontaba todas las demás cosas de la vida: a toda máquina. Su coche era un modelo deportivo con un tubo de escape ruidoso, y le gustaba llevar la música alta y cantar con más entusiasmo del que justificaba su voz.

—Pero en la investigación dijiste que no había hecho nada malo. Yo estaba allí y te oí decir que no había hecho nada malo.

Oigo que mi voz atraviesa las escalas hacia los tonos agudos.

—No quería… —dice en voz tan baja que me cuesta muchísimo oírlo—. No quería que dijeran que había muerto por conducir de forma negligente.

—No tan negligente como caerse del tejado —suelta Maud con desdén, y levanta su taza de té.

La fulmino con la mirada, a punto de estallar, pero no lo hago. Maud no es la verdadera razón por la que se me ha desbocado el corazón. Jonah y yo nos miramos con fijeza. Me pregunto qué más no me habrá contado.

—Me pediste que viniera hoy aquí —digo mientras me froto la frente con una mano—. Me pediste que viniera, y ahora sueltas esta… esta bomba, a pesar de que sabes muy bien el daño que va a hacerme.

Él empieza a negar con la cabeza antes incluso de que me dé tiempo a terminar de hablar.

—No venías, Lydia. Te había estado esperando y no llegabas, y todo el mundo estaba hablando de las personas a las que han perdido, así que, sin ni siquiera saber por qué, yo también me puse a hablar. Me sentía seguro, supongo.

Lo miro, a las palabras que le caen de la boca.

—No mencionaste la radio ni una sola vez en la investigación…

Digo que no con la cabeza porque desde el accidente me he servido del breve relato de Jonah sobre lo que pasó en el coche para intentar reconstruir los últimos momentos de vida de Freddie. Oficialmente, se hizo constar como una muerte accidental, uno de esos extraños momentos que son imposibles de predecir. Se mencionaron las condiciones climáticas adversas, que hacían que la calzada estuviera resbaladiza; había habido una ola de frío bastante extrema y es posible que incluso hubiera hielo. Yo lo escuché y asumí que se había debido a algo tan mundano como el tiempo meteorológico, pero ahora la escena que me había montado en la cabeza se está haciendo añicos delante de mis ojos.

—Mentiste —digo—. Mentiste ante una habitación llena de gente, Jonah. —Miro a Nell, a mi lado—. No les contó lo de la radio. No se lo dijo.

—A veces la gente hace cosas raras por buenas razones —dice ella—. Quizá si Jonah pudiera contarte un poco más…

Se vuelve con aire de disculpa hacia Jonah, que traga saliva con fuerza.

—No mentí —dice—. No dije ninguna mentira. Es muy posible que hubiera hielo en la carretera y, desde luego, había estado lloviendo. —Me mira—. Sabes que es cierto, Lydia.

—Pero no mencionaste la radio en ningún momento…

Ahora todos los demás guardan silencio, incluso Maud. A mi lado, Nell suspira y me agarra la mano un instante para darme un apretón en los dedos. No tengo claro si me está ofreciendo su solidaridad o pidiéndome que me calme.

Jonah emite un sonido gutural, de frustración, y cierra la mano en un puño tenso sobre la mesa.

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué diferencia habría supuesto? Freddie y yo estábamos solos aquella noche, nadie más resultó herido. Ni de puta coña iba a permitir que lo último que alguien dijera de él fuera que él mismo había provocado el accidente, que había sido negligente aunque solo fuera una milésima de segundo. —Echa un vistazo en torno a la mesa y niega con la cabeza—. Lo siento. —Suspira—. Por los tacos. —Le brillan muchísimo los ojos cuando vuelve a mirarme; me doy cuenta de que está al límite—. No quería leerlo en el periódico, no quería que imprimieran que su muerte había sido superflua, que la gente usara su historia como una advertencia para que se tenga más cuidado.

Está pasando algo en mi interior. Es como si se me estuviera calentando la sangre.

—Pero podrías habérmelo contado a mí —digo despacio—. Deberías habérmelo contado.

—¿Ah, sí? —Levanta un poco la voz, y Camilla se estremece al ver su dolor—. ¿Por qué? ¿Para que sintieras aún más angustia de la que sientes ya, para que pudieras insultarlo por ser tan imbécil, para que pudieras reproducir una y otra vez la imagen de Freddie yendo unos cuantos kilómetros por encima del límite de velocidad y toqueteando la radio?

Y entonces lo veo con nitidez. El pie de Freddie en el acelerador, la vista momentáneamente apartada de la carretera.

—Quieres decir que iba demasiado rápido para llegar a mi cena de cumpleaños, ¿no? Tampoco mencionaste que fuera por encima del límite de velocidad.

Jonah mira por la ventana hacia la verja de entrada del instituto. Cuántos años pasamos los tres entrando y saliendo por esa verja, despreocupados y seguros de que la vida duraría para siempre. Casi alcanzo a vernos, a oír el eco de nuestros pasos y nuestras risas.

—En realidad todo esto no importa —dice—. No cambia el hecho de que él ya no está.

—¡Claro que importa! —Me exaspera que Jonah ignore así mis sentimientos—. A mí sí me importa. Has dejado que creyera que la muerte de Freddie se debió al clima y, por algún motivo, esa razón sosa, cotidiana, tenía cierta lógica estúpida. —Miro a mi alrededor mientras intento entender y articular mis sentimientos en tiempo real—. ¿Y ahora me dices que todavía estaría aquí si hubiera tenido más cuidado y que iba por encima del límite de velocidad? —Me interrumpo, angustiada—. No te atrevas a decirme que no importa, Jonah Jones. Freddie debería haber vuelto directo a casa. Nada de esto habría pasado si hubiera ido directo a casa.

—¿Crees que no lo sé? —susurra—. ¿No te parece que es lo primero que pienso cada puñetero día? —Nos miramos de hito en hito. Jonah se muerde el labio inferior para que deje de temblarle—. No quería que te enteraras de todo esto —dice, en tono sombrío, atrayendo mi atención hacia su cicatriz cuando se frota la frente con la mano—. Has llegado tarde… Pensé que no ibas a venir.

—Ojalá no lo hubiera hecho —digo.

—En eso estamos de acuerdo —replica con las manos entrelazadas en un nudo delante de él.

El silencio invade la mesa. Creo que ha llegado el momento de que me vaya.

—Mi hijo murió hace un año. —Maud está mirando al techo—. Llevaba treinta y seis años sin hablarme. Por todo y por nada.

No respondo, pero sus palabras se me meten en la cabeza de todos modos. Treinta y seis años. Ambos estaban vivos y, aun así, permitieron que alguna trivialidad los separara hasta el punto de no volver a hablarse nunca.

—Eso es muy triste, Maud.

Camilla estira una mano y da unas palmaditas a la anciana en el antebrazo.

Maud aprieta los labios, se ha quedado sin comentarios ingeniosos. No creo que su razón para venir hoy aquí haya sido ni por asomo hablar de su marido descarriado. No estoy segura de si ha compartido esa información sobre su hijo para ayudarme, pero lo ha hecho, más o menos, porque sé que, si ahora me levanto y me marcho de aquí, puede que no vuelva a ver a Jonah Jones hasta dentro de treinta y seis años, o nunca más.

Permanecemos sentados, rígidos, el uno al lado del otro en silencio absoluto.

—Debería habértelo contado antes —dice él al final, sin levantar la vista de los pies.

—Sí —digo—. Pero entiendo por qué no lo hiciste.

Miro a Camilla, sentada frente a mí, y ella asiente con los ojos llorosos, un gesto de apoyo silencioso que agradezco mucho. Me resulta muy difícil controlarme, y a él le resulta muy difícil no desmoronarse.

—A esta tarta le iría bien un poco de mantequilla por encima —dice Maud—. ¿Queda?

Nell le pasa el envase desde el otro lado de la mesa.

—Llévatela, en mi casa no se comerá.

Me paso la mano por los ojos, rápido, y me levanto.

—Tengo que irme —digo, y miro alrededor de la mesa—. Ha sido un placer conoceros a todas.

Jonah me mira.

—¿Nos vemos pronto? —dice.

—Sí… —digo, aunque lo más probable es que no sea cierto.

No puedo decir que me alegre de haber venido porque no es del todo verdad, pero ser tan dolorosamente sinceros ha sido catártico para ambos. Mantengo la compostura hasta que llego a mi coche y entonces me dejo caer en el asiento del conductor con la cabeza entre las manos. Creo que no debería conducir, pero quiero irme a casa. Quiero estar con Freddie.