Despierta

Jueves, 14 de marzo

¿Es raro hacer un pícnic en el cementerio? Supongo que un poco sí, pero es mi cumpleaños y pienso hacer lo que me venga en gana. Además, tampoco es exactamente un pícnic, solo he sacado la manta que llevo en el maletero para sentarme en ella porque el suelo está frío y me he traído un termo con café. También tengo un trozo de tarta; todos mis compañeros se han reunido en torno a mi escritorio justo antes de que saliera del trabajo y me han cantado, desafinando un poco, mientras me lanzaban un globo de helio y me miraban con expresión de disculpa y esperanza a un tiempo. Me han regalado flores y una botella de algo con burbujas. Les agradezco el gesto. He dejado el globo y la botella en el coche, una fiesta en el asiento del pasajero, absolutamente fuera de lugar aquí, entre el granito silencioso. Las flores las he sacado para dejárselas a Freddie. Iba a ir a comprarle un ramo en una floristería, pero, como estas me las han regalado a mí, ahora se las regalo yo a él. ¿Suena extraño que me parezca que así comparto con él una parte minúscula de mi cumpleaños? Sin embargo, he aprendido a no cuestionar mis propias acciones y pensamientos de una manera demasiado profunda: a veces no queda más remedio que dejarte llevar por lo que sea que te ayude a superar el día.

—Hola, Freddie. —Me llevo las rodillas al pecho y las rodeo con los brazos—. Soy yo otra vez.

Cierro los ojos y me sumo en el silencio para imaginármelo sentándose en la manta a mi lado. Siento el peso de su brazo sobre los hombros y sonrío cuando entierra la cara en mi cuello y me desea feliz cumpleaños. Es una tarde fría y despejada; casi siento la calidez de su cuerpo apretado contra el mío.

—¿Qué crees que habríamos hecho esta noche? —le pregunto.

Me responde que es un secreto, y unas lágrimas lentas comienzan a rodarme por las mejillas, porque oigo su risa tranquila en el aire inmóvil que me rodea.

—Dios, cómo te echo de menos. —Es un eufemismo como la copa de un pino—. Estoy bien la mayor parte del tiempo. Lo estoy llevando bien a pesar de que es complicado, Freddie, de verdad que sí. Pero hoy… —Me quedo callada, incapaz de encontrar palabras lo bastante significativas—. Es que es difícil de narices, ¿sabes?

Me tapo la cara con las manos, y en mi cabeza él me abraza y me dice que se siente igual, que a él también le resultan difíciles los días sin mí.

—Hola.

Me sobresalto al notar que alguien me roza el hombro con la mano. Alguien real. Levanto la mirada y veo a Jonah. Se acuclilla a mi lado y me escudriña con sus ojos oscuros y bondadosos.

—¿Te apetece un poco de compañía?

No he vuelto a ver a Jonah desde que me dejó plantada en Nochevieja. He empezado a escribirle una o dos veces, pero he borrado el mensaje antes de apretar el botón de «Enviar», y tampoco es alguien con quien suela cruzarme en mi día a día. Excepto aquí, al parecer.

—Vale —digo y me enjugo los ojos mientras me hago a un lado para dejarle sitio en la manta.

Se pasa un rato sin hablar, con la vista clavada en el nombre dorado de Freddie.

—Un año —dice al final.

—Sí. —Trago saliva—. Un año entero sin él.

—¿Cómo te ha ido? —me pregunta.

Capto su tono bajo, inseguro; se refiere a las semanas largas y frías que han transcurrido desde el día de Año Nuevo.

Asiento.

—Bien, en general —respondo—. El trabajo me mantiene ocupada, y el embarazo de Elle la tiene hecha polvo, así que también he pasado bastante tiempo con ella.

No es mentira. Elle lo ha pasado realmente mal y he ido a verla casi todos los días después del trabajo para hacerle compañía hasta que llega David. Sé que no es lo que me estaba preguntando Jonah en realidad, pero no puedo ofrecerle más que la logística de mi vida.

—¿Y a ti? —le pregunto—. ¿Cómo te ha ido?

Se encoge de hombros levantando solo uno, como si le faltaran las fuerzas.

—Bien, ya sabes. El instituto… lo de siempre.

Bebo un poco de café.

—¿Y Dee?

Jonah arranca briznas de hierba del suelo duro, una por una. Observo el movimiento —tirones fuertes, intencionados— mientras medita su respuesta.

—A veces —dice—. Nos lo estamos tomando con calma, a ver qué pasa. Me gusta su risa.

Hay más en las palabras que no decimos que en las que sí. No quiere contarme que las cosas le van bien con Dee porque sabe que yo estoy en un momento muy distinto de la vida.

Jonah imita mi postura sobre la manta y se lleva las rodillas al pecho. Va vestido de negro, seguramente porque es su configuración por defecto más que una elección lúgubre y consciente por el día de hoy. También lleva su gorro de lana azul marino, pero ahora se lo quita y se lo guarda en el bolsillo del abrigo.

—Perdóname, Lyds —dice desolado, con la mirada clavada en el frente—. Por lo de Nochevieja. No sabía lo que decía. No sentía lo que te dije.

Estudio su perfil, tan conocido. Está blanco como el papel y, aunque los pómulos altos siempre le han aportado una adustez clásica, hoy lo parece aun más. Tiene el pelo tan alborotado como de costumbre, y las pestañas le proyectan una sombra oscura en las mejillas mientras contempla la lápida de Freddie y suspira con fuerza. No recuerdo haberlo visto nunca tan abatido.

—He intentado mandarte un mensaje. Un par de veces, en realidad, pero era incapaz de encontrar las palabras acertadas, así que los borraba —le digo.

—Yo igual. —Asiente y se toma unos segundos antes de explicarse—. Lo intenté porque lo siento de verdad. Siento haberme presentado en la puerta de tu casa como un imbécil desconsiderado, y no haber entrado cuando me lo pediste, y haberte dejado sola, llorando, en Nochevieja. Eso es. Te pido perdón por todo eso, Lyds. Por todo.

—¿Dijiste en serio lo de que estar conmigo empeora las cosas?

Se aprieta el puente de la nariz con los dedos.

—Dios, no. Estar contigo me recuerda a él. —Jonah señala la lápida de Freddie—. Y eso a veces es duro, pero también reconfortante, ¿sabes? Esto, nosotros. Es reconfortante.

Le paso mi café. Se calienta las manos antes de beber un poco, y entonces se echa a reír, sin ganas.

—La próxima Nochevieja me iré fuera, me aseguraré por partida doble de no plantarme en tu casa. Me iré a algún lugar remoto, a tumbarme en la playa y olvidarme por completo hasta de que es Nochevieja.

—Vale. —Le lanzo una mirada triste cuando me mira—. Ya tenemos plan.

El alivio le relaja la postura tensa de los hombros. La Nochevieja nos ha pesado más de lo que creía a ambos.

Jonah me acompaña hasta el aparcamiento y me sujeta la manta mientras abro el coche. Su Saab está aparcado al lado.

—Ostras, pero si es tu cumpleaños, ¡pues claro! —dice avergonzado al ver el globo de papel de aluminio rojo que se mece en el interior del coche junto a la botella de espumoso y el resto de la tarta—. No lo había pensado.

—No estoy de humor para cumpleaños, si te digo la verdad.

Me distraigo cuando, al abrir la puerta, se me cae el termo de café. Me agacho para cogerlo antes de que se meta rodando debajo del coche y, con tanto lío y tanto rebuscar, el globo de helio consigue darse a la fuga. Ambos tratamos de agarrar el cordel metálico, pero no tenemos nada que hacer contra los elementos.

—Mierda —digo más enfadada conmigo mismo que otra cosa.

No es que quisiera el globo, es que no está bien que haya tenido que escaparse justo en este lugar. Nos quedamos de pie en silencio y lo observamos ascender, una mancha de color rojo chillón recortada contra el gris, y entonces, de pronto, se convierte en algo que en realidad está perfectamente bien. No soy para nada de liberaciones simbólicas de globos, pero resulta que sí soy de las accidentales. Seguimos contemplándolo hasta que desaparece, perdido en la neblina baja.

Permanecemos callados unos instantes, y cuando me vuelvo hacia Jonah él me está mirando de hito en hito.

—Siempre serás importante para mí, Lydia —dice—. No quiero que perdamos nuestra amistad de nuevo. Ya hemos perdido demasiado.

Asiento, otra vez al borde de las lágrimas, porque esto es lo que debería haber ocurrido en Nochevieja. Esta conversación sanadora entre dos viejos amigos, no aquella movida destructiva que nos hizo daño a ambos.

—Tú también serás siempre importante para mí, Jonah Jones —digo, y me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla fría.

Apoya la mano en la puerta del coche mientras me siento.

—Feliz cumpleaños —dice en voz baja, y espera hasta que me pongo el cinturón de seguridad antes de cerrar la portezuela—. Ve con cuidado.

Asiento y levanto la mano, y cuando salgo del aparcamiento alzo la vista al cielo para ver si vislumbro el globo por algún lado. No queda ni rastro de él.

Ya estoy a medio camino de casa cuando tengo que frenar para que una mujer cruce un paso de cebra y, cuando pasa despacio ante mí, me doy cuenta de que es Maud, la del taller de duelo. Va encorvada y tira de uno de esos carritos de la compra con ruedas.

Bajo la vista hacia la tarta de chocolate que llevo en el asiento del pasajero y, no sé qué es lo que me impulsa a hacerlo, pero bajo la ventanilla y grito su nombre cuando llega a la acera.

—¡Eh, Maud! —digo en voz alta, y detengo el coche junto a ella—. Me alegro de volver a verte.

Ella se asoma al interior para mirarme.

—Yo no te he visto en mi vida —gruñe.

—Que sí. Nos conocimos en el taller de duelo, el verano pasado en el instituto, ¿te acuerdas?

Mueve la mandíbula de un lado a otro varias veces mientras desentierra el recuerdo.

—Chorradas modernas.

—Ajá —digo—. A mí tampoco me volvió loca, si te soy sincera.

Se me queda mirando, sin hacer el más mínimo esfuerzo por entablar conversación.

—Bueno —continúo sintiéndome un poco ridícula—. Hoy es mi cumpleaños y…

—¿Tan desesperada estás por tener amigos que vas molestando a extraños por la calle? Pues te has equivocado de persona, yo odio los cumpleaños.

—Vaya, es una pena. Porque me he acordado de que te gustaban las tartas y me preguntaba si querrías esta.

Señalo con la cabeza la tarta de chocolate que tengo en el asiento de al lado. Maud desvía la mirada hacia ella y tuerce la boca.

—La de chocolate no es mi favorita —dice con desdén.

—Ah, vale. Entonces nada.

—Me atrevería a decir que podría tolerarla. —Ya está desabrochando la solapa de su carrito—. Si tuviera algo que me ayudara a tragarla.

Clava la mirada en la botella de espumoso que hay junto a la tarta y no puedo evitar reírme de su descaro. Le paso ambas y espero mientras las guarda.

—Podría ir contigo y ayudarte a comértela —propongo intentando ser amable por si se siente sola.

—Búscate otra fiesta —dice al enderezarse—. Estás en un paso de peatones, ¿sabes? Está prohibido parar.

Y se acabó. Se aleja arrastrando el carrito y ni siquiera se gira cuando le grito un alegre «¡Adiós, Maud!» al arrancar. Estoy segura de que no le gustaría saber que me ha alegrado el día una barbaridad.