—Está muy quisquillosa, no se va con nadie que no sea yo —dice Elle—. Ni siquiera con David.
Anoche cogí un vuelo a última hora y he venido directa a su casa esta mañana. Llevo aquí diez minutos y no puedo librarme de la sensación de que Elle tiene ganas de que me marche. Supongo que debería haber llamado para avisar; la casa está algo desastrosa, y da la sensación de que mi hermana lleva días con la misma camiseta manchada. Es muy impropio de Elle; sé lo poco que le gusta tener un aspecto tan deslavazado.
—¿Puedo ayudarte? —Me siento muy inútil. Charlotte está roja como un tomate de tanto llorar y parece tener la capacidad pulmonar de un caballo pequeño—. Podría… no sé, ¿lavar la ropa o algo así?
A Elle se le llenan los ojos de lágrimas.
—El desorden es inevitable, Lydia. Intenta cuidar de otro ser humano después de haber dormido solo dos horas, interrumpidas, claro, y luego me dices si te apetece limpiar.
—¿Te preparo una taza de té?
Voy con pies de plomo tratando de averiguar si es mejor que me quede y ayude o que me vaya.
—No tendré leche hasta que David vuelva del trabajo —dice, y luego se ríe, con los ojos como platos y vacíos—. A menos que cuentes estas. —Se señala las tetas, con la niña retorciéndose apoyada contra su hombro—. Porque esta central lechera no puede cerrar jamás, ni de noche ni de día, a puñetera demanda.
—Me acerco en un momento y te compro. —Me alegra haber encontrado una tarea—. ¿Necesitas algo más?
Resopla con desdén.
—¿Dormir una noche del tirón? ¿Más de cinco minutos para mí? ¿Que mi hermana no se hubiera largado justo cuando más la necesitaba?
—Elle, lo siento… No me di cuenta de que las cosas fueran tan… —Me siento fatal—. Dime qué hago, cómo te ayudo…
Me interrumpe con un gesto impaciente de la mano.
—¿Crees que yo sabía qué tenía que hacer cuando Freddie murió? ¿Cómo ayudarte a pasar por lo peor que te había ocurrido en la vida? Ya te contesto yo: no. No tenía ni puta idea. Pero ¿sabes qué no hice? ¡No cogí un avión y me fui a Croacia, joder!
Me hace daño. Quiero replicarle, decir que perder a alguien y ganar a alguien no son cosas ni remotamente comparables, pero no lo hago porque mi hermana está hecha polvo.
—Es la hora del baño —dice en tono cortante mientras se cambia el peso de la niña de un hombro al otro—. Será mejor que lo haga antes de que le entre hambre otra vez o se pondrá hecha una fiera.
Capto la indirecta; me está pidiendo que me vaya. Trago saliva con dificultad.
—¿Puedo ayudarte a bañarla?
Suspira como si se hubiera quedado sin fuerzas.
—Hoy no, ¿vale, Lyd? Lo haré más rápido sola.
Como no tengo otra opción, cojo mis llaves.
—¿Puedo llamarte más tarde?
Ladea la cabeza para señalar al bebé.
—Es mejor que me escribas, por si está dormida.
Deduzco que quiere decir que también es mejor porque así no tendrá que hablar conmigo.
Diez minutos después, cuando aparco en el camino de entrada de la casa de mi madre, veo un coche que no reconozco. Sin embargo, tengo tantas ganas de darle una sorpresa que apenas reparo en él.
Abro la puerta y me quito las Converse junto a la entrada antes de encaminarme hacia la cocina. Y me topo con mi madre en sujetador y vaqueros dándose un buen magreo con Stef, el reparador de ordenadores, que ahora mismo no lleva camisa. Al verlos, las manos que había levantado en el aire para gritar «sorpresa» se quedan paralizadas, y ellos se apartan el uno del otro de un salto, como si les hubiera dado un calambrazo.
—¡Me cago en la leche, Lydia! —exclama mi madre medio a gritos, colorada como un tomate y tapándose de forma absurda con un paño de cocina.
Stef se mete literalmente debajo de la mesa de la cocina y sale por el otro lado con el jersey del revés y la blusa de mi madre en la mano. Ella se la arranca de entre los dedos y se la pone con brusquedad sin decir una sola palabra.
—Me alegro de volver a verte, Lydia, cariño —masculla Stef, y después pasa a mi lado y cruza el vestíbulo a toda velocidad para largarse.
No lo culpo; mi madre tiene pinta de estar a punto de montar en cólera.
—Nueve semanas —grita todavía aturullada—. Desapareces durante nueve semanas, ¿y de repente te plantas aquí sin llamarme por teléfono siquiera para decirme que has vuelto?
Me quedo mirándola. Sabía que tanto Elle como mi madre estaban molestas, pero no pensé que reaccionarían así de mal a mi regreso.
—Quería darte una sorpresa.
—Bueno, pues está claro que lo has conseguido.
—Perdón —farfullo.
Suspira y se pasa las manos por el pelo para arreglárselo.
—¿Cuándo has vuelto?
—Anoche. —No le digo que la casa estaba más fría que nunca cuando por fin llegué alrededor de las seis, ni que había una carta formal de Phil en la que me decía que habían tenido que coger a alguien para cubrir mi puesto y que lo llamara, ni que el tiempo que he pasado fuera ha cambiado algo en mi interior—. Siento haberme marchado tantos días.
Me doy cuenta de que se debate entre la rabia y el alivio de que esté de nuevo aquí.
—No deberías haberte marchado tanto tiempo.
Asiento con tristeza.
—¿Has visto a tu hermana?
—Ahora mismo.
—¿Cómo estaba hoy?
La pregunta da a entender que en estos momentos la salud de Elle cambia de un día para otro. Elle, la organizada, la tranquila, la fiable.
—Parecía estresada. La niña estaba llorando y no me he quedado mucho rato.
Mamá resopla, no sé si porque yo no me he quedado mucho rato, porque Elle está estresada o porque la niña lloraba.
—No es solo estrés, Lydia. Lo está pasando muy mal. Lo sabrías si hubieras estado aquí.
Ah, o sea que resoplaba por mí, claro.
—No me había dado cuenta.
—No —replica mi madre—, claro.
Es como si mi prolongada ausencia hubiera absorbido cualquier residuo de compasión que pudieran sentir aún por mí y lo hubiera tirado por el desagüe.
—Siento haberos interrumpido… Ya sabes.
Baja la vista hacia su blusa, sabedora de que se ha abrochado mal los botones.
—Pobre Stef —dice sacudiendo la cabeza.
—Perdón.
—¿Quieres dejar de pedir perdón de una puñetera vez? No sirve de nada.
Me quedo callada, sin saber qué decir ni qué hacer.
—¿Has comido? —acaba por preguntarme.
Niego con la cabeza. Hacer la compra era el siguiente punto de mi lista de tareas para hoy; tengo la despensa vacía. Mi madre abre el frigorífico y saca un plato de lasaña medio vacío que me pone en las manos.
—Toma. Llévatelo.
Miro el plato con unas ganas ridículas de echarme a llorar, porque las dos personas más especiales de mi vida me han echado hoy de su casa.
—Gracias.
Mamá asiente y luego se pone a mirar por la ventana.
—Me marcho, entonces —digo—. ¿Te llamo mañana?
Vuelve a asentir, con los labios apretados.
—Me alegro mucho de verte, mamá —digo en voz baja—. Te echaba de menos.
Me doy la vuelta para marcharme y ella no me retiene.
Me subo al coche, llorosa y rechazada, y mientras recorro las calles familiares que me llevan hacia mi casa, sé que por fin ha llegado el momento de volver.