Despierta

Sábado, 3 de agosto

—Llévate más agua. —Vita se vuelve hacia el frigorífico con puerta de cristal que tiene detrás y saca un par de botellas que me pasa por encima del mostrador—. Toma.

Es sábado por la mañana, relativamente temprano, poco más de las siete, y Vita ha insistido en que me coja el día libre. Ya llevo casi dos semanas aquí y no he vuelto a tomarme un somnífero desde aquel terrible viaje cuando acababa de llegar.

He trabajado la mayoría de los días, más por elección que porque me lo exigieran. Al principio lo hacía solo para dejar de darle vueltas a la cabeza, pero no tardé en caer en la cuenta de que atarme el delantal rojo del restaurante alrededor de la cintura y coger la libreta y el bolígrafo tiene algo de liberador; deja cualquier terapia de pago a la altura del betún. Me he quitado el tono azulado de la piel a base de tostarme en la playa durante un par de horas casi todas las mañanas y, a la hora de comer, me he puesto unos pantalones cortos y me he aplicado un poco de brillo de labios para transformarme en la copiloto de Vita. La mayoría de las noches he terminado charlando con Jonah por Skype, con los pies apoyados en la barandilla del balcón y la mirada clavada en las estrellas. Es una rutina sencilla que me alimenta el alma. Limpia y catártica, como si milagrosamente hubiera acabado justo donde necesitaba estar, en un lugar seguro donde esconderme de mis dos vidas.

En los momentos menos ajetreados, Vita y yo nos hemos refugiado del calor en el interior para intercambiar historias y fotografías. La he visto hace ocho años, el día que se casó con Petar, un hombre de pocas palabras pero buen corazón. Sé que tiene cinco hermanos y hermanas, y más de diez sobrinos, y que Petar y ella están deseando tener un hijo. A su vez, ella se ha enterado de la noticia de Elle y el bebé, ha visto fotos de mi familia y es más o menos consciente de que me dedico a organizar cosas en el ayuntamiento. Estoy segura de que también es consciente de que hay partes de mi vida del tamaño de un elefante que todavía no he sido capaz de compartir, y le agradezco muchísimo que no haya preguntado. A decir verdad, siento una especie de veneración del tipo «culto al héroe» hacia ella. Qué no daría por tener aunque fuera la mitad de su serenidad; irradia fuerza y buen humor de un modo que la convierte en una compañía adictiva para mí. Da la sensación de que regenta el restaurante con poco más que algún que otro chasquido de dedos y una sonrisa. Estoy convencida de que podría regentar el país de la misma forma si se lo propusiera. Qué suerte tiene Petar y, durante un tiempo, qué suerte estoy teniendo yo.

—¿Te acuerdas de por dónde se va?

Asiento.

—Creo que sí.

Voy a visitar algunos puntos turísticos de los alrededores, y me llevo el ciclomotor de Vita para ahorrarme el paseo. No creo que lo hubiera conducido de haber venido aquí con Freddie, él habría escogido la moto más grande del lugar y habría pedido un segundo casco para mí. Es liberador conducir sola, como una vecina más. La gente de por aquí ya se ha acostumbrado a mí y me saluda llamándome por mi nombre gracias a mi estatus de amiga de Vita.

—Es una carretera recta —me dice—. No tengas prisa en volver. —Pongo los ojos en blanco. Es sábado, así que el restaurante se llenará aún más, y no siento especial necesidad de tomarme el día libre—. Y no refunfuñes. —Sonríe—. Te estropea esa cara tan bonita. Tienes que ver los sitios turísticos mientras estés aquí.

—Hablas como mi madre.

—En ese caso, tu madre es una mujer muy sabia. —Mete la mano debajo del mostrador para coger la llave de la moto—. Tiene suficiente gasolina si quieres explorar.

—Volveré pronto, antes de la hora de comer.

—Que no.

Nos miramos a los ojos y luego nos reímos cuando me echo la mochila al hombro. Me sigue afuera, hasta donde tiene aparcada la moto, y mete una bolsa de papel en la cesta delantera. Atisbo el extremo de una baguete que asoma.

—Tu comida —dice sin sutileza.

Paso una pierna por encima del sillín de la moto y me abrocho el casco bajo la barbilla.

—Luego te veo —digo.

Vita asiente, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Aquí estaré.

No soy creyente, pero, a sugerencia de Vita, me encuentro aparcando en el santuario de Vepric, a las afueras de la localidad. Aún es bastante temprano, de modo que reina una calma que intensifica el chirrido de los grillos y la sensación de paz generalizada. El santuario se halla enclavado a los pies de una montaña boscosa. Es como si Croacia hubiera sido creada con una caja de pinturas turquesa vivo y verde exuberante, y nunca me había parecido más evidente que aquí, mientras subo los anchos escalones de piedra hacia el santuario. Hay un par de personas más deambulando por aquí, tan silenciosas en su observación como yo en la mía.

Delante del santuario, hay un espacio lleno de bancos de madera. Ahora mismo están vacíos, así que me acomodo en el primero unos minutos y respiro.

Dentro del santuario, una especie de cueva natural, se alza un altar de piedra, y una estatua de la Virgen María, pintada con delicadeza, lo preside desde un nicho situado en lo alto de una de las paredes. La sensación de serenidad es realmente espectacular. Me empapo del silencio y recorro la escena con la mirada, y al cabo de unos minutos una mujer menuda se acerca y ocupa el banco de al lado. Agacha la cabeza y retuerce cuentas oscuras entre los dedos mientras reza. Desde el accidente, he pasado por momentos en los que he deseado con toda mi alma creer en Dios o en alguna entidad suprema; debe de aportar consuelo sentir que aquí abajo las piezas se mueven por alguna razón superior. Yo no tengo ese tipo de creencias, pero eso no quiere decir que no pueda obtener solaz de un lugar como este. La gente cree que este santuario sana. ¿Repara también corazones rotos?

Permanezco sentada pensando en los últimos dieciocho meses. Reconozco lo lejos que he llegado desde la muerte de Freddie, y lo mucho que aún me queda por viajar. Décadas, si tengo suerte.

Pienso un instante en Nueva York: un desastre, todo lo que no debería haber sido. No sé cuándo me sentiré lo bastante fuerte para volver, y hay preguntas más importantes en los límites de mi conciencia a la espera de una respuesta.

Cuando cierro los ojos y levanto la mirada hacia el sol, me recuerdo de forma consciente que sigo aquí, anclada. Que tengo los pies, calzados con unas zapatillas deportivas, plantados en esta tierra seca, polvorienta, que mi carne y mis huesos descansan en este sencillo banco de madera. Puede que, dentro de mi pecho, mi corazón sea una bomba de relojería que no tiene claro si pertenece a alguien, pero yo sigo aquí. Tomo bocanadas de aire lentas, medidas, y me concentro en el olor de las agujas de pino y el parloteo de los pájaros hasta que una sensación firme, universal, de sacralidad me envuelve como un escudo invisible. Es la seguridad de la mesa de la cena de mis abuelos y la fuerza del abrazo de mi madre. Es Elle agarrándome de la mano y Freddie haciéndome el sándwich de beicon y remolacha perfecto, es Jonah al piano en el Prince en Nochevieja. Es todas esas cosas y todas esas personas, con tanta certeza como si ocuparan los bancos que me rodean. Es la serenidad de Vita y la bondad de Petar, y es Dawn y Ryan cubriéndome las espaldas en el trabajo. Es Kris al no esperar nada de mí, y las flores de segunda mano de Julia. Pero, además y por encima de todo, soy yo. Justo aquí, en este preciso instante, en este banco, todas y cada una de mis versiones. Mis hombros quemados por el sol, mi pelo demasiado largo retorcido en un moño en lo alto de mi cabeza, mi cara sin maquillaje, las trenzas de algodón deshilachado que le compré a un vendedor ambulante en la playa y que me rodean la muñeca, el esmalte verde descascarillado de mis uñas, soy yo, soy yo, soy yo.

Siento una marea que crece en mi interior, una percepción de mí misma como un ser completo, amado, como dueña de mi propio corazón, un susurro y luego un rugido.

«Yo. Yo. Yo.»

Si estuviera en cualquier otro lugar que no fuera un santuario, gritaría a pleno pulmón «Soy Lydia Bird y sigo aquí».

Cuando aparco el ciclomotor en la plaza de Vita, me encuentro con Petar fregando la acera de delante del restaurante.

—¿Lo has encontrado? —pregunta apoyándose en el palo de la fregona.

Me bajo de la moto y me desabrocho el casco.

—Sí, es un lugar increíble, ¿verdad?

—Me encanta. ¿Has rezado?

Frunzo la nariz como pidiendo disculpas.

—Rezar no es lo mío.

Asiente con aire filosófico.

—Cada uno es de una manera.

—Sí, aunque sí que he sentido algo… No sé cómo expresarlo.

—¿Que no estás sola? —sugiere.

Lo pienso.

—Algo así, pero no es exactamente eso. Es algo más parecido a… —Me llevo las yemas de los dedos al pecho—. Más parecido a la aceptación. He encontrado a mi antigua yo, que seguía aquí dentro, y a mi nueva yo sentada justo a su lado. Nos hemos hecho amigas.

—Tu antigua yo y tu nueva yo —repite despacio.

No espero que lo entienda, porque tampoco estoy muy segura de entenderme yo misma.

—Creo… Creo que me he esforzado demasiado en serlo todo para todo el mundo —digo mientras avanzo por el batiburrillo de mis pensamientos tanto por el bien de Petar como por el mío propio—. Cuesta aceptar que la vida siempre sigue adelante, ¿no? Siempre hacia delante, nunca hacia atrás. Me vi obligada a cambiar cuando la vida se transformó de repente a mi alrededor, pero, aunque eso no hubiera ocurrido, yo habría terminado siendo otra de alguna manera, antes o después, ¿verdad? La gente cambia, ¿a que sí? Nadie permanece inmutable para siempre. Todo es muy frágil, ¿no te parece? Tomamos decisiones dependiendo del día, del tiempo, de nuestro humor, de las fases de la luna, de qué hemos desayunado… No puedo seguir replanteándome las opciones que podría o podría no haber tomado, culpándome por ser demasiado blanda con unas cosas y demasiado dura con otras. Ahora me doy cuenta de que he estado caminando en círculos, siguiendo rumbos disparatados. —Me callo y cojo aire—. Tengo que caminar en línea recta, Petar.

Él se queda mirándome, sorprendido por mi diatriba. No tengo claro hasta qué punto me ha entendido, ni hasta qué punto me he entendido yo.

—No siempre es fácil aceptar las cosas que no puedes cambiar. —Me coge las llaves de la moto y el casco—. Vete a descansar un rato.

Vita ha entrado en mi habitación durante mi ausencia y ha dejado un tarro con flores silvestres y una nota para decirme que me ha cambiado la ropa de cama y repuesto las provisiones de agua embotellada. Me tumbo en las sábanas limpias y pienso en las palabras que acaba de decirme Petar. Es una frase tópica sacada de un millón de pósters e imanes de nevera, pero el concepto de aceptación va calando en mí.

Hoy, en el santuario, me he sentido casi como dos personas distintas. La antigua yo, la chica que era antes de que Freddie muriera, y la nueva yo, la mujer en que me he convertido desde el accidente. Seguro que parece una ridiculez, pero, mientras estaba allí sentada en silencio esta mañana, ha sido como si esas dos versiones de mí se acercaran cada vez más la una a la otra en el banco hasta que al final, por fin, se han convertido en una persona completa.