Despierta

Viernes, 17 de mayo

—¿Y si no aparece nadie?

Ryan se mira en el móvil para ver si está bien peinado.

—Claro que vendrán. Hemos vendido treinta entradas con una copa incluida. Vendrán aunque solo sea por eso.

Siempre me pongo nerviosa en las actividades que he organizado yo, pero lo cierto es que esta vez tampoco he tenido que hacer gran cosa. La empresa que se encarga de las veladas de citas rápidas en silencio va a venir para gestionarlo todo. Yo solo he tenido que vender las entradas, supervisar a la plantilla del bar, preparar la sala, ese tipo de cosas. Me he asegurado de que las entradas se vendían al mismo número de hombres que de mujeres, pero, aparte de eso, no tengo mucha idea de qué va a pasar esta noche.

—¿Tengo aspecto de alguien con quien querrían tener una cita?

Ryan, que lleva unos pantalones estrechos, me lo pregunta con una mano apoyada en la cadera y mirando al horizonte con aire reflexivo, como en una portada taciturna de la revista GQ. Está ilusionado con lo de esta noche, siempre a la espera de que el siguiente gran amor de su vida entre por la puerta. A veces me entran dudas de si debería aconsejarle que no exponga siempre su corazón con un entusiasmo tan imprudente, pero creo que esa lección solo se aprende por medio de la amarga experiencia.

—No pararán de lanzarte besos desde el otro lado de la mesa —contesto.

—Espero no conocer a ninguna. —Finge estar horrorizado—. Sería muy incómodo tener que mirar a alguien a quien le he hecho ghosting.

—¿Ghosting?

Frunce el ceño mientras busca las palabras adecuadas para explicármelo.

—Ya sabes, es cuando no tienes narices de decirle a alguien que lo vuestro se ha acabado, así que desapareces sin más. No contestas a sus llamadas, no vuelves a ponerte en contacto con esa persona. Simplemente te esfumas de su vida.

—Ah.

Sé que le está quitando hierro al asunto, pero no puedo evitar sentirme mal por todas las personas que hayan sufrido ghosting por parte de alguien a quien quieren. Freddie no me hizo ghosting, pero sé lo que se siente cuando alguien desaparece de tu vida sin previo aviso. Hacérselo a alguien por decisión propia es una cabronada.

—Yo solo he tenido que hacerlo una vez —recula Ryan, y me doy cuenta de que se me debe de estar notando en la cara lo que pienso—. Y fue porque era una acosadora en toda regla. Después me pasé un mes durmiendo con la luz encendida.

—Da igual —digo de pronto—, hoy te irá bien, estoy segura.

Ryan es el único miembro de la plantilla que va a participar esta noche. Todos los demás están casados o soy yo.

En cuanto llegan los de la empresa de citas rápidas, disponen el salón de actos con eficacia y velocidad. Colocan quince mesas para dos organizadas en un circuito que haría llorar de envidia a los empleados de Ikea, quince manteles rojo purpúreo y quince jarrones de peonías sintéticas, todo ello en el tiempo que tardo yo en prepararles un café.

—¿Cuánto lleváis haciendo esto? —le pregunto a Kate, la jefa, cuando le paso una de nuestras tazas «solo para clientes»: lisas y blancas con un remate dorado, nada que ver con la colección de tazas descascaradas con eslóganes de publicidad y de «Mejor tía del mundo» que utilizamos en la oficina del piso de arriba.

Ella apoya el trasero en el anticuado radiador y sacude la melena, negra como el azabache. Es clavada a Uma Thurman en Pulp Fiction y se ha hecho un delineado ojos de gato con lápiz negro para enfatizarlo. Es un estilo llamativo, y puede que esa sea la clave para las citas rápidas, lograr que sea difícil olvidarte. Es baja, tiene unas curvas suaves y se ha embutido en unos pantalones de cuero que es imposible que a la vaca le sentara mejor.

—Un año, más o menos —contesta—. Antes organizábamos citas rápidas normales, pero pasamos a hacerlas silenciosas para diferenciarnos del resto. —Bebe un sorbo de café—. La gente siempre prueba las cosas al menos una vez, ¿no?

Pienso en ello. ¿Sí? Yo no tengo ninguna prisa por probar el salto base ni el toreo ni la natación en el Canal de la Mancha.

—Qué calores me están entrando —dice, y no sé si es por el café, por el radiador o por Ryan, que pasa a nuestro lado cargado con un montón de sillas extra.

—¿Tú participas? —pregunto.

Kate se ríe en voz baja.

—Ni loca.

No puede calificarse de respaldo enérgico precisamente.

—¿No?

—No estoy buscando el amor. En mi opinión está sobrevalorado.

«Eso lo ha dicho un corazón roto», pienso.

—Creo que no deberías comentárselo a tus clientes —digo entre risas.

—No suelo hacerlo. —Pone una mueca de «me has pillado»—. Y una cosa hay que reconocer, está claro que las citas rápidas silenciosas tienen algo que hace que funcionen. Existe una base científica: hay estudios que demuestran que la gente puede enamorarse de verdad si mira a otra persona a los ojos sin hablar durante unos minutos.

—Pero seguro que eso no pasa con un desconocido cualquiera, ¿verdad? —digo, porque no se me ocurre ni una sola persona que conozca de la que pudiera enamorarme en dos minutos.

Soy muy escéptica. Ay, madre… ¿Me he convertido en una cínica respecto al amor? El amor de mi vida me ha dejado, y ahora la fe en el amor me ha abandonado por completo.

—Bueno, supongo que las dos personas tienen que sentirse algo atraídas la una por la otra —dice—, y estar disponibles, claro. Pero, si están en un evento de citas rápidas, eso ya suele darse por hecho.

—Supongo que sí.

Me pasa la taza vacía y se levanta del radiador.

—Crucemos los dedos para que venga mucha gente.

Media hora más tarde, el salón de actos está hasta los topes y reina una atmósfera de expectación nerviosa mientras la gente merodea por la sala, empeñada en no separarse de su grupo de amigos y con la bebida gratis aferrada en unas manos ligeramente sudorosas. Los observo, distante pero fascinada. Ahora que las cosas están en marcha, yo ya no desempeño ningún papel en el proceso, pero me he quedado por pura curiosidad. Escucho a Kate pronunciar su eficiente discurso de bienvenida, que es una versión más detallada de nuestra charla anterior sobre la base científica que respalda el concepto de las citas silenciosas, sin mencionar su reticencia personal hacia el amor, por supuesto. Desde luego, sabe cómo animar al público. Todo el mundo presta atención, y la gente empieza a lanzar miradas rápidas y furtivas por la sala. Estoy impresionada; para cuando termina, están todos entusiasmados y dispuestos a dar una oportunidad silenciosa a todo esto. A cada uno de los participantes se le ha asignado una posición de partida y, cuando Kate se lo indica, se dirigen hacia su mesa, hacia sus dos primeros minutos de silencio inductor del amor. Me fijo en ella; tiene el ceño fruncido, y cuando sigo su mirada veo a una mujer que está metiendo los brazos en las mangas de su abrigo a toda velocidad mientras se precipita hacia la puerta. Su lenguaje corporal me dice que no quiere hablar con la ayudante de Kate, que la aborda cerca de la salida: tiene los hombros demasiado altos, tensos a la altura de las orejas coloradas.

—Joder —murmura Kate cuando se acerca a mí.

Observo el sitio vacío y al chico sentado solo a la mesa; se mueve con nerviosismo, porque si ya es bastante embarazoso que te dejen plantado en público, que te ocurra en una actividad organizada de citas a la que has pagado por asistir debe de serlo el doble.

—Participa tú, ¿vale? —me suelta Kate sin rodeos.

Me echo a reír y luego me doy cuenta de que habla en serio.

—No… No puedo —digo.

—Sería de gran ayuda —insiste—. No puedo poner las cosas en marcha con un número impar.

Su tono es pragmático; no me está pidiendo que sea romántica, solo que contribuya a sacar adelante la actividad que yo misma he contratado y que ella se encarga de llevar a cabo. Miro la silla vacía y me siento un poco desesperada. Solo tengo que seguir el recorrido por la sala y permanecer sentada en silencio; supongo que podré soportarlo. Paso un montón de tiempo sola, así que no cabe duda de que estoy bien entrenada. Entonces me llega la inspiración: si eliminamos a Ryan, volverá a restablecerse el equilibrio. Escudriño las mesas y lo encuentro al otro lado del salón. Está de cara a mí, pero no me ve: ya tiene la mirada clavada en la chica que tiene delante. Se me cae el alma a los pies. No puedo hacerlo; Ryan irradia un halo de esperanza tan brillante que siento su calor incluso desde aquí. Kate debe de percatarse de que estoy vacilando, porque me pone una mano en la parte baja de la espalda.

—No es más que silencio —susurra—. Desconecta y piensa en tu bandeja de entrada.

No llega a empujarme de verdad, pero, aun así, sus dedos en mi espalda son un «échame una mano» que no deja lugar a dudas. Suspiro, y ella lo interpreta como un sí a regañadientes.

—Eres la leche —me dice.

«¿Cómo narices me he metido en esto?», me pregunto malhumorada mientras cruzo la sala arrastrando los pies. No quiero hacerlo. En serio, no quiero hacerlo. No puedo imaginarme nada peor que lanzarme de esta forma al mundo de las citas, sean silenciosas o no. Han pasado catorce meses desde el accidente, y ni siquiera se me ha ocurrido pensar en otro hombre de esa forma. No puedo.

Mientras aparto la silla, no miro al chico número uno a los ojos. Ni siquiera soy capaz de hacerlo cuando planto el trasero en ella. Él ha pagado para mirar a los brillantes ojos de la esperanza y el romanticismo, y en lugar de eso va a llevarse dos reticentes minutos de cinismo y desesperación. Desde la parte delantera del salón de actos, Kate nos dice que la espera ha acabado: ha llegado el momento de mirar los ojos del potencial amor de nuestra vida. Pero yo sé que se equivoca. Da igual lo larga o lo breve que resulte ser mi vida, nunca amaré a nadie tanto como a Freddie Hunter.

Vale. Yo puedo. Me escondo las manos temblorosas bajo las piernas y levanto la vista. He asimilado lo suficiente del discurso de Kate para saber que se nos permite hacer lo que nos apetezca siempre y cuando no rompamos la regla del silencio. Los gestos con las manos (no obscenos) están autorizados, sonreír es bueno; podemos incluso cogernos de la mano si nos da por ahí. No será mi caso. El chico de enfrente me observa con un desinterés que da a entender que en realidad no soy su tipo. No pasa nada, él tampoco sería el mío. Si tuviera que averiguar su edad, diría que tiene veintiuno como mucho; parece recién salido de la universidad, y como si todavía no hubiera aprendido las normas básicas de la vida adulta. No me ofende su no demasiado cortés aburrimiento, ni que se muerda las uñas, que ya parecen muñones, para matar algo de tiempo. Vale, eso sí me ofende un poco. Cuando entramos en el segundo minuto, le lanzo una sonrisa tensa, de disculpa, de podría ser tu madre, desde el otro lado de la mesa, y él me contesta con un encogimiento de hombros. No me la juego si digo que el número uno no irá a rellenar el formulario para obtener mis datos.

El número dos tiene una edad más parecida a la mía, y en cuanto me siento noto que es competitivo. Permanece absolutamente inmóvil y me mira como si estuviéramos compitiendo por sostener la mirada; es más desafiante que romántico. Me hace pensar en alguien que podría participar en uno de esos programas de supervivencia extrema, con el pelo cortado a cepillo y una camiseta de camuflaje. No puedo apartar la vista. Me irrita de una manera ilógica, y si pudiéramos hablar le recomendaría que se relajase un poco si es que quiere conectar con alguien esta noche, porque transmite una imagen un poco Norman Bates. No obtengo ni la más mínima pista de quién es a través de su mirada fija, pero la verdad es que tampoco creo que él saque nada de mí. Son dos minutos muy largos.

Tanto el tres como el cuatro y el cinco encajan en la misma categoría de «yo he venido por la cerveza». Está claro que son amigos, porque no paran de mirar para ver con quién están los otros y estoy casi segura de que están puntuando a la gente del cero al cinco con los dedos por debajo de la mesa. Son los típicos chicos que se sientan al fondo del autobús y que toman como ejemplo vital las reposiciones de The Inbetweeners.

Al número seis me lo quiero llevar a casa de mi madre para que lo alimente como es debido: tiene pinta de estar muy solo y de necesitar una comida decente. Podría verle los pezones a través de la finísima camisa de poliéster que lleva puesta; no le favorece nada. ¿Quién se compra una camisa verde menta? Y, aun peor, ¿quién la combina con una corbata estampada de Regreso al futuro? Este tío. A la mitad, rebusca en sus bolsillos y saca un paquete de caramelos para niños, unos Chewits, creo. Los rechazo educadamente y lo observo mientras abre uno con gran parsimonia, luego lo mastica con la misma lentitud y me mira desde detrás de sus gafas de montura dorada. Es como estar en un documental de naturaleza. Casi oigo la susurrante voz superpuesta de David Attenborough mientras explica la extraña llamada de apareamiento masticatoria de los humanos.

En realidad esto no es tan difícil. Imagino que se debe a que no tengo ningún interés romántico en la velada, pero me parece casi ridículo cuando hago un gesto de despedida con la cabeza a Chewit Man y me siento a la siguiente mesa.

Me doy cuenta de que el número siete es alto a pesar de que está sentado, y de que tiene los hombros fuertes aunque delgados. Tiene el pelo de un rubio sucio que recuerda a los vikingos, y sus ojos grises claros irradian una especie de diversión bondadosa, como si se hubiera equivocado de camino en el bar y hubiera terminado aquí por error. Yo tampoco pego nada aquí, creo, y me siento un poquito más erguida cuando él se inclina de una manera casi imperceptible hacia delante. No sé por qué el número siete me transmite una sensación diferente a los demás. Me resulta más difícil pasar de él, tiene algo que me remueve en la mirada. No es un chaval del fondo del autobús, y dudo que haya comido Chewits en los últimos diez años. Es un hombre, no hay ni el más mínimo rastro de infantilidad en él. Diría que me saca unos años, cinco, más o menos, y no puedo evitar mirarle la mano para ver si lleva alianza o si hay alguna señal de que se la haya quitado hace poco. Me pilla haciéndolo y niega con la cabeza como respuesta a mi pregunta. Luego es él quien me mira la mano. Está vacía. Ahora llevo el anillo de compromiso de Freddie al cuello, colgado de una cadena, siempre cerca aunque no sea en el dedo. Tras un par de segundos sosteniendo la mirada al vikingo, muevo la cabeza sin hablar para confirmarle que no, que no hay nadie esperándome en casa. Es lo bastante perceptivo para leer mi compleja expresión y entonces rompe una de las reglas cardinales de Kate y me pregunta de forma casi inaudible si estoy bien. Su amabilidad inesperada desencadena algo en los recovecos más profundos y oscuros de mi alma; es como el retumbar crepitante de un motor oxidado al encenderse. Tardo unos instantes en reconocer de qué se trata: chispas. Unas chispas aterrorizadoras, inesperadas por completo.

—Tramposo —susurro, y él se echa a reír y aparta la mirada.

Es un gesto cohibido, casi avergonzado, y cobro conciencia de que es atractivo casi como si recibiese un golpe seco. Dios mío. El número siete me resulta atractivo y no tengo ni puñetera idea de qué significa eso. No me recuerda a Freddie. No me recuerda a nadie. Si pudiéramos hablar, le contaría que solo estoy aquí para que salgan los números, que no hay un formulario para pedir mis datos y que no estoy buscando el amor, ni en silencio ni de ninguna otra forma. Pero no puedo, así que intento comunicárselo todo con la mirada. Y entonces se acaba, ya han pasado nuestros dos minutos. La consternación le inunda el rostro y, justo antes de que me levante, estira una mano y me cubre los dedos con los suyos.

—Me llamo Kris —dice volviendo a romper las normas.

Nadie lo oye por encima de los chirridos y crujidos de las sillas musicales. Trago saliva con dificultad y, aunque no pretendo hacerlo, digo:

—Lydia.

Me da un sutilísimo apretón en los dedos cuando me levanto para marcharme.

—Me alegro de haberte conocido, Lydia —dice.

Estoy aterrorizada, agradecida de que haya llegado el momento de marcharme a la mesa ocho. Gracias a Dios, pienso al sentarme frente a un extraño cuya camiseta y cuerpo de levantador de pesas no dicen nada en absoluto a mi motor crepitante y chisporroteante. Yo tampoco debo de decirle nada al suyo, por lo que parece, ya que no para de lanzar miradas descaradas de «nos vemos en la barra» a la chica que acaba de dejar su mesa. Ella le devuelve la mirada sin disimulo y sonríe, lo que hace que me sienta fatal por el chico frente al que está sentada ahora. Ya ha pasado más o menos un minuto, y no creo que lo haya mirado ni una sola vez. Desconecto mentalmente, pero, al contrario que el número ocho, tengo la buena educación de fingir interés. Ambos nos sentimos aliviados cuando se acaba el tiempo.

Casi me entran ganas de besar al número nueve de puro alivio, porque cada vez queda menos para el final y porque no tengo que seguir mirando al ocho mientras él tiene los ojos fijos en otra persona, pero sobre todo porque se trata de Ryan. Me dejo caer en la silla que tiene enfrente, y él hace un gesto sorprendido de «¿Qué narices haces tú aquí?» y luego se inclina hacia delante sobre la mesa, medio riéndose e incrédulo. Me encojo de hombros, impotente, con las manos vueltas hacia arriba. Durante un momento, resulta incómodo, pero luego él se pasa la mano despacio por la cara y emerge con una expresión serena y firme. Al cabo de unos segundos, yo también me tranquilizo, preparada para jugar, y abro los ojos como platos y lo miro a los suyos con cara de póquer. Ryan hace lo mismo, pero después su expresión se ensombrece y me doy cuenta de que está pensando en lo mucho que debe de haberme costado hacer esto esta noche. La congoja le frunce el ceño; está sufriendo por mí, por empatía, y lo único que puedo hacer es agarrarle la mano con fuerza sobre la mesa y mirarlo a los ojos, de repente afectada por el hecho de que estoy en una velada de citas y he sentido algo real por alguien nuevo. Ryan tensa la boca y veo lo que piensa con la misma claridad que si lo hubiera escrito en el aire con una bengala encendida. Está orgulloso de mí. No creía que tuviera el valor necesario para hacer algo así. Me está mirando como si fuera una princesa guerrera y, cuando nuestro segundo minuto termina, me aprieta la mano con muchísima fuerza para que me acompañe en el resto de mi paseo triunfal. En ese momento, no podría quererlo más aunque fuera mi hermano. Estoy a un suspiro de las lágrimas, y él se da cuenta y articula sin voz un «Lárgate, pringada» para hacerme reír. Funciona; un resquicio residual de mi princesa guerrera interior me ayuda a superar las últimas seis mesas. Todos sus ocupantes son igual de poco memorables, al menos para mí. Solo seré capaz de recordar a uno de los desconocidos de esta noche. Al número siete. A Kris. El tramposo. El vikingo.

Kate y su equipo vuelven a tener todo el evento guardado en su furgoneta con la misma rapidez con que lo han montado, y Ryan y yo cruzamos el diminuto aparcamiento después de despedirnos de ellos y cerrar con llave.

—¿Qué te ha parecido?

Ryan se desengancha las gafas de sol del cuello de la camiseta y se saca las llaves y el móvil del bolsillo de atrás de los vaqueros.

—Bueno. —Me encojo de hombros—. Parece que ha ido bien. Al menos han rellenado bastantes formularios.

Kate se los ha llevado todos para poner en contacto a las personas que se han interesado la una en la otra. Me las he arreglado para echar un vistazo a hurtadillas a algunos cuando los recogían. Uno estaba marcado con crucecitas de verde fosforito. Me pregunto qué revelará esa elección de rotulador sobre la persona que lo ha utilizado. ¿Extrovertida, le gusta destacar? ¿Demandante, necesita llamar la atención? ¿Desordenada del tipo «es lo único que he encontrado en el fondo del bolso»?

—También hacen fiestas silenciosas en discotecas —dice Ryan.

—Eso me ha dicho Kate. —Abro la puerta de mi coche y lanzo al interior una carpeta que he cogido para avanzar algo de trabajo en casa—. No sé si me convence la idea —digo con un brazo apoyado sobre la portezuela abierta—. Para mí la música tiene que ver con compartir el entusiasmo, con bailar al mismo ritmo. —Vale, ha sonado más hippy en voz alta que dentro de mi cabeza—. ¿Has pedido los datos de alguien? —pregunto para cambiar de tema.

Ryan me lanza una mirada de «¿acaso no sale el sol todos los días?».

—Pues claro, los de todas excepto la número cuatro. Me ha dado miedo. Se ha quitado las gafas para mirarme y me ha recordado a mi madre justo antes de echarme una bronca. —Se queda callado—. Ni los tuyos, claro.

—Claro —repito en tono cortante.

No es que quisiera que marcara mi nombre, es que lo ha dicho de una forma que hace que parezca que nadie querría saber más de mí.

—No pretendía… —dice para empeorarlo.

Me echo a reír y lo dejo marcharse de rositas.

—Ya sé lo que querías decir. Yo participaba solo para que cuadraran los números.

Ryan también abre la puerta de su coche.

—¿De verdad?

—¿De verdad qué?

—Que solo participabas para que cuadraran los números. —Se le sonrojan las mejillas.

No entiendo por qué me lo pregunta. Durante un segundo horrible, pienso que está a punto de declararme su amor con palabras entrecortadas y me invade el pánico, aunque sé que es ridículo.

—Es que uno de los chicos que estaban ahí dentro me ha preguntado si podía darte esto.

Enseguida me siento aliviada como una tonta, feliz de no haberme precipitado y haber soltado alguna estupidez. Pero luego pienso en lo que sí acaba de decirme y en lo que significa de verdad y, al mirar el papel que Ryan sujeta en la mano, me pongo colorada de inmediato. Se lo arranco de los dedos como si quemara y lo meto a toda prisa en mi bolso, más para poner fin a la conversación que porque quiera saber lo que dice.

—No lo he leído —dice Ryan en un tono muy poco convincente; ni siquiera puede mirarme a los ojos.

—Y yo tampoco lo haré —digo—. Me voy ya.

Y, como es imposible que esta charla se vuelva aún más incómoda, me monto en el coche y cierro la portezuela de golpe.

Revoluciono el motor sin querer, furiosa conmigo misma. Tendría que haberme negado cuando Kate me ha pedido que la ayudara esta noche.

Una vez que pierdo el trabajo de vista, tomo un desvío equivocado a propósito hacia una urbanización recién construida y aparco a un lado de la carretera. Las casas uniformes de ladrillo rojo son anónimas e inmaculadas, pues los recién casados con aspiraciones aún deben personalizarlas con preciosas parejas de laureles, o con cortinas de red, en el caso del cotilla de turno que establece su puesto de vigilancia. Paseo la mirada por el letrero que me informa de que estoy en Wisteria Close, y entorno los ojos ante el evidente intento de añadir algo de brillo a este lúgubre rincón de la nada. Sin embargo, el cartel de la casa piloto presume de que solo quedan dos vacías, así que está claro que por aquí abunda la esperanza. Me sorprendo poniendo los ojos en blanco, rebosante de cinismo ante todo este optimismo. Pero me estoy yendo por las ramas. Me siento casi como si un latido irradiara de mi bolso en el asiento del pasajero, como si la nota estuviera conteniendo el aliento a la espera de que la abran para poder poner en marcha una cadena de acontecimientos. Cuando meto la mano en el bolso y palpo los bordes del papel con los dedos, me planteo la opción de hacerlo trizas sin mirarlo. Podría abrir la ventanilla y convertirme en la primera persona que tira basura al suelo en Wisteria Close, pero no soy el tipo de persona que hace esas cosas. Me sacan de mis casillas la gente que deja desechos y desperdicios a su paso, colillas enterradas en la playa o envoltorios de sándwiches tirados en el parque. Así que, diciéndome que es porque no soy de esa clase de personas, saco la nota y la aliso sobre el volante.

Hola, Lydia:

Me he dado cuenta de que no había ningún formulario con tu nombre, así que voy a aventurarme a pensar que no tenías intención de participar esta noche. Para que conste, en realidad yo tampoco. No es algo habitual en mí, pero podría decirse que ese es justo el motivo por el que he terminado participando: estoy intentando hacer cosas poco típicas de mí porque lo de siempre no me ha funcionado mucho últimamente. Da igual. Me preguntaba si podría invitarte a tomar un café algún día, o un té, o un chailatte desnatadísimo y vegano, si es lo que te va. Creo que me estoy haciendo un lío con todo esto y me estoy quedando sin sitio, así que este es mi número. Me encantaría volver a verte.

KRIS

Su caligrafía, con tinta azul, no es ni descuidada ni meticulosa, y al final no hay ni caritas sonrientes ni besos por los que sentir miedo o desdén. Es breve, pero cuando la leo por segunda vez, más despacio, y presto atención a lo que dice entre líneas, averiguo varias cosas de Kris. Ha pasado algún tipo de mala racha. Me descubro dudando de que su época complicada haya sido tan dura como la mía, y enseguida me siento mal por haber pensado algo así. Debería saber mejor que nadie que hay que evitar ese tipo de suposiciones.

El caso es que puedo dar por sentado que ha pasado por alguna clase de dificultad, romántica, lo más seguro, pero, teniendo en cuenta que esta noche ha acudido él solo a un evento de citas rápidas, diría que ha conseguido conservar su nivel de autoconfianza, o que es valiente, o un poco de ambas cosas. No añado que tal vez lo haya hecho por desesperación, porque lo cierto es que ninguna de las personas que han participado esta noche parecía especialmente desesperada. Y, por último, no da la impresión de tomarse a sí mismo demasiado en serio, si es que su chiste del chai-latte es base suficiente para juzgarlo. Es lo único que tengo para hacerme una idea y, junto con nuestro breve encuentro, basta para permitirle plantar el trasero en un asiento de la sala de espera de mi vida.