Dormida

Martes, 25 de diciembre

—Es oficial: tu madre es la reina de las comidas de Navidad. No tendré que volver a comer hasta el año que viene —gime Freddie a mi lado en el sofá.

—Creo que ambos sabemos que antes de las ocho estarás babeando por un sándwich de pavo —digo.

Supongo que, como todos los años, habremos vuelto a casa pertrechados con sobras suficientes para hacer sándwiches, sopa, curris y hamburguesas de pavo al menos hasta mediados de febrero. Con firmeza, intento apartar de mi cabeza los recuerdos de la comida de Navidad que he tenido que obligarme a tragar.

—Me parece increíble que Elle vaya a tener un bebé —comenta.

O sea que también está pasando en este mundo.

—Lo sé. —Suspiro.

—Y eso quiere decir que vamos a tener una dama de honor embarazada.

Hace el gesto de tener una barriga enorme. Se parece más a Don Glotón, el personaje de los libros infantiles, que a una mujer embarazada, pero me río igual.

—Pues sí.

La verdad es que me ilusiona bastante la idea de tener a Elle embarazadísima y resplandeciente en nuestras fotos de boda. Una boda y ahora un bebé. Es como si alguien hubiera tocado un silbato en el éter: «todas a cambiarse, chicas, todas a cambiarse». Por suerte, hay cosas que no cambian: en Navidad siempre nos reuniremos en torno a la mesa de mi madre. El año que viene solo tendremos que apretarnos un poco para hacer sitio a una trona. Soy consciente, por supuesto, de que el bebé todavía no se sentará en una trona en esa época. Es solo una fantasía, un pensamiento profundo y significativo que una futura tía algo achispada tiene todo el derecho a albergar.

—¿Crees que nosotros tendremos hijos algún día? —pregunto en un tono pensativo inducido por el champán al tiempo que coloco los pies sobre el regazo de Freddie.

La verdad es que pensar en ello me resulta insoportablemente agridulce.

Él enciende el televisor y va saltando de un canal a otro.

—¿Doctor Who?

No contesto. ¿Está evitando mi pregunta? No lo creo; hemos hablado a grandes rasgos de tener hijos muchas veces, y se da más o menos por hecho que seguiremos ese camino. ¿No? ¿O he llegado a una conclusión precipitada? Me digo que me estoy comportando como una tonta. La paranoia del pavo comienza a afectarme.

Ajeno a mi contrariedad, Freddie se estira y coge la caja de dulces surtidos que hay encima de la mesita de café.

—Creía que estabas lleno —le digo.

—Nunca estoy demasiado lleno para un tofe.

Es una de los muchos millones de razones por las que somos compatibles: él se come los tofes, yo los bombones rellenos. No creo que pudiera vivir con alguien con quien tuviera que pelearme por los bombones rellenos de naranja, me pasaría todas las Navidades medio enfadada.

Niego con la cabeza cuando me ofrece la caja.

—Venga —me provoca—. Sabes que no puedes negarte a una de estas delicias de fresa.

—Quizá más tarde —digo, y Freddie agita la caja abierta delante de mí.

—¡Eh, Lydia! —exclama con una vocecita tonta—. ¡Aquí abajo! ¡Cómeme! ¡Sabes que lo estás deseando!

—Qué mal imitas a los bombones rellenos de fresa —digo riéndome a mi pesar.

—Era de naranja, y has herido sus sentimientos —replica Freddie muy serio.

Pongo los ojos en blanco.

—Vale —cedo—. Dámelo.

Vuelve a agitar la caja para que me sirva yo misma, y cuando bajo la mirada por fin entiendo por qué está insistiendo tanto.

—Freddie —suspiro mientras saco el regalo de entre los dulces que brillan como joyas—, ¿qué es esto?

Se encoge de hombros.

—Debe de habértelo traído Papá Noel.

Habíamos acordado no gastarnos mucho el uno en el otro este año; las facturas de la boda se nos están acumulando una barbaridad, y además están la casa y el coche… En este momento, todo resulta un poco abrumador. Aun así, creo que a Freddie le han encantado los gemelos que le compré en la tienda de antigüedades de la calle mayor. Le gusta ser el hombre mejor vestido en todas las reuniones, dice que eso le da ventaja antes incluso de que cualquiera empiece a hablar. También le gusta llegar el primero, un consejo que aprendió en un documental sobre Barack Obama. No oculta el hecho de que es ambicioso, pero, al contrario que muchos de sus colegas, no es despiadado, y eso, en realidad, lo convierte en una amenaza aún mayor.

El regalo está muy bien envuelto en un papel con dibujos diminutos de la torre Eiffel y atado con una cinta azul oscuro.

—Ábrelo entonces —dice mirándome, claramente desesperado por que abra el regalo.

—¿Lo has envuelto tú?

—Por supuesto —contesta, pero lo hace con una sonrisa traviesa, porque ambos sabemos que ha engatusado a alguien para que se lo envolviera; seguro que a alguien del trabajo.

No puedo mentir, estoy entusiasmada.

—No tendrías que haberme comprado nada —digo al tirar de la cinta.

—Sí, claro que sí.

—Pero yo no tengo más regalos para ti.

—Puedes compensarme de otra forma. —Esboza una gran sonrisa, pero me doy cuenta de que está impaciente por que vea lo que contiene el paquete.

Soy una de esas personas a las que les gusta abrir los regalos despacio, quitando el celo y alisando los bordes arrugados del papel, sin mirar a hurtadillas para ver si adivino lo que es. Freddie es todo lo contrario: lo palpa a toda prisa, afirma que es un libro, una camiseta o bombones, y luego arranca el papel de regalo como si tuviera cinco años. Lo vuelvo loco. De hecho, lo estoy volviendo loco ahora mismo, pero disfruto demasiado de esta parte para acelerarla.

—¿Quieres adivinar qué es? —dice, ansioso por agilizar el proceso.

La caja rectangular es estrecha y poco profunda, aproximadamente del tamaño de una tableta de chocolate grande.

—¿Una cámara? ¿Un juego de cubiertos? Más te vale que no sea un juego de cubiertos.

—Prueba otra vez.

Quito el celo con sumo cuidado.

—¿Un perrito?

Cuando aparto el precioso papel de regalo, veo una sencilla caja gris y me quedo callada. Muevo los dedos con lentitud extrema mientras abro la tapa. Estoy tomándole el pelo a Freddie, aunque en realidad me muero de ganas de saber lo que hay dentro.

—¿Quieres abrir la puñetera caja de una vez? —dice casi gritando, y se echa hacia delante como si no supiera lo que contiene.

Hago lo que me pide y luego lo miro con incredulidad.

—Freddie —susurro. Ha conseguido dejarme sin aliento—. No podemos permitirnos ir a París.

Hace un gesto de indiferencia.

—He vendido mi guitarra.

—¡No!

Soy incapaz de contener la exclamación. La Fender lleva con él aún más tiempo que yo.

—¿Cuándo fue la última vez que la toqué? —dice—. Estaba criando polvo en el desván.

—Pero la adorabas —digo todavía conmocionada.

—Te adoro más a ti.

Y ya ha vuelto a hacerlo, ya me ha iluminado de nuevo con su luz. Saber que nunca volverá a tocar su Fender hace que se me encoja el corazón, pero, al mismo tiempo, saber que la ha vendido para darme una sorpresa hace que se me hinche hasta que casi se me sale del pecho. Debo de haber mencionado París un millón de veces, pero no me lo esperaba para nada.

Lo miro a los ojos, y lo único que veo en ellos es un amor tan brillante como las estrellas.

—Me has dado una sorpresa enorme, Freddie.

—Solo hago mi trabajo. —Me coge las yemas de los dedos y me las besa.

Giro la mano y le agarro la mandíbula.

—Conque tu trabajo, ¿eh?

Me besa en la palma.

—Hacerte feliz.

—Para eso no te hacen falta viajes caros.

—Ya me conoces, soy un tipo sofisticado. —Sonríe y luego me mira, muy serio—. Solo quería regalarte algo especial, nada más.

—Bueno, pues lo has conseguido. Siempre consigues hacerme sentir especial de narices, Freddie.

—Genial. —Me da un golpecito en la nariz—. ¿Puedo ver ya Doctor Who?

Vemos la serie y después la película que la sigue, con un plato de sándwiches de pavo equilibrado en el sofá entre los dos.

—¿Has preparado tú estas cebollas en vinagre? —pregunta casi llorando y apretando la mandíbula de lo fuertes que son.

—Sí —miento.

En realidad las ha hecho Susan; Phil llevó una caja llena de botes al trabajo y nos suplicó que se las quitáramos de encima.

—¿Con ácido de batería?

—Qué maleducado —murmuro, e intento no estremecerme al morder una; están muy, muy avinagradas.

—Menos mal que no me caso contigo por tus habilidades culinarias —dice.

—Ni con la plancha.

En nuestra casa se plancha muy poco, y lo poco que se plancha suele hacerlo Freddie.

—Soy un hombre progresista.

—Y haces muy buenos regalos —añado.

—Madre mía, qué suerte tienes.

Deja el plato vacío en la mesa y me tumbo con la cabeza apoyada en su regazo.

—Sí. —Sonrío cuando cierro los ojos—. Sí que tengo suerte.

Estoy adormilada, en ese estado extático que solo alcanzas al final de un día especial con personas especiales. Freddie juega distraídamente con mi pelo, se enreda mechones largos en los dedos como si estuviera haciendo el juego del cordel.

—Solo para que lo sepas, Lyds, la respuesta es sí —susurra—. Algún día tendremos hijos. Muchos. Toda una camada, algunos tan listos como tú, y otros con mi bocaza y a los que tendremos que pasarnos la vida defendiendo cuando se metan en líos en el colegio.

Durante unos preciosos instantes, casi alcanzo a verlos, a oír sus pasos en las escaleras. «Por Dios, Freddie Hunter —pienso más dormida que despierta—. Mi corazón late por ti.»