—¿Lydia?
¿Sabes ese tipo de sueño en el que te sumes después de haberte pasado con el alcohol durante el día, ese que es como dormir en el fondo del mar? Estoy a varias brazas de la superficie cuando oigo que Freddie me llama, y emerger del fondo requiere toda mi concentración; me impulso con las piernas con violencia para salir del agua y llegar hasta él antes de que se marche.
—Madre mía, Lyds, estabas en coma. —Freddie me ha apoyado una mano en el hombro y me sacude ligeramente—. ¿Has salido de compras con Elle?
Me revuelvo hasta sentarme en un extremo del sofá y me froto el cuello para aliviar el calambre que me ha producido la postura en que me había desplomado. Soy incapaz de calcular qué hora es, si llevo fuera de combate cinco minutos o cinco horas. Me palpita la cabeza, y también el corazón de ver a Freddie.
—Me estás mirando de una forma muy rara.
«Tú también lo harías si fueras yo —pienso—, pero no lo digo, sino que me limito a aclararme la garganta.»
—¿Me traerías un vaso de agua? —pregunto con la voz ronca.
Frunce el ceño y me mira con más detenimiento; luego se echa a reír.
—¿Ya os habéis puesto hasta arriba de vino? Vaya, Lyds, eso es bestia hasta para vosotras.
Cuando vuelve con un par de pastillas, además del vaso de agua, me dice:
—Ten, tómate esto también.
Las acepto, una por una, y me las trago enseguida.
—Pareces una extra de Zombies Party: Una noche de muerte. —Sonríe y me mete un mechón de pelo detrás de la oreja—. No habrás estado llorando, ¿verdad?
Me fijo en el reloj de pared. Son poco más de las dos de la tarde, no debía de llevar mucho rato dormida. Repaso el tiempo transcurrido desde que Elle y David me han dejado a la entrada de casa; el intento fallido de dormir en el sofá a pesar de que me dolía hasta el cerebro; el último recurso a un precioso somnífero rosa con el alcohol todavía borboteando en mi organismo.
Y ahora esto. Vuelvo a estar completamente despierta en sueños y Freddie se encuentra aquí, riéndose de mí por haber bebido demasiado con Elle. Tiene muy poco sentido decirle que también he estado bebiendo con Jonah Jones y que hemos sido incapaces de encontrar algo que decirnos, porque no se creería ni una palabra, ¿por qué iba a hacerlo? En realidad no tengo ni idea de qué he estado haciendo aquí, en este mundo. A lo mejor sí que he salido a relajarme yendo de compras y a tomarme un par de copas de vino mientras comía con mi hermana.
—No te lo tomes a mal, Lyds, pero a lo mejor quieres quitarte el rímel de los mofletes, porque Jonah va a venir a ver el partido conmigo dentro de… —Se interrumpe para consultar el reloj de pulsera—. Diez minutos. Llega tarde, para variar.
—¿Y si mejor haces algo conmigo? —propongo—. Llevarme a algún sitio, a donde sea. Solos los dos.
—Cada día suenas más a Ed Sheeran cuando hablas —dice mientras se saca el móvil del pantalón trasero de los vaqueros, no me cabe duda que para mandarle un mensaje a Jonah.
Pero vuelve a guardárselo en cuanto oímos que se abre la puerta de atrás.
—Llegas justito. —Freddie esboza una gran sonrisa cuando Jonah entra en el salón con una caja de cervezas debajo del brazo—. Dime que al menos ha sido por una mujer.
Jonah me mira de reojo y estoy convencida de que va a decir: «Sí, estaba con Lydia».
—¿Vas a presentarte al casting de The Living Dead, Lyds?
Me quedo mirándolo, tratando de averiguar si está interpretando un papel. Si es así, no se me ocurre ningún comentario mucho más cruel que el que me ha hecho. A ver, en serio, ¿The Living Dead?
—Gilipollas —mascullo, y él esboza un ligero gesto de sorpresa.
—Gruñona —replica, y después sonríe.
—Se acaba de despertar —dice Freddie al coger las cervezas—. Necesita cinco minutos para volver a ser el sol de siempre.
Me guiña un ojo y se va a la cocina muerto de risa.
Jonah se deja caer en el otro extremo de mi sofá, con los brazos estirados sobre el respaldo. No debería estar aquí, ¡es mi sueño! Estoy casi segura de que eso quiere decir que tengo derecho a tener a Freddie solo para mí. Experimento con la idea de tomar las riendas de la situación e intento expulsar mentalmente a Jonah del salón. Casi espero que se levante de un salto y se marche caminando de espaldas, como si alguien hubiera pulsado el botón de rebobinado en un DVD. Pero no lo hace. Continúa apoltronado en esa postura invertebrada suya, como si siempre estuviera tirado en alguna playa, con una cerveza en la mano y los dedos de los pies enterrados en la arena.
—Bueno, ¿qué me cuentas, Lyds?
Vale, o sea que vamos a seguir con este rollo. ¿No podría salirse del personaje ahora que no está Freddie delante?
—Ya sabes —susurro inclinándome hacia él, poniéndolo a prueba—. ¿En el pub, hace un rato? ¿Vino, ginebra, vodka y brandy?
Se me queda mirando, desconcertado.
—¿Esta mañana? Joder, Lyds, no está nada mal.
Lo observo sumida en un silencio especulativo y me percato de que no hay ni el menor rastro de comprensión en su límpida mirada de ojos marrones. Solo reflejan perplejidad, y después atisbos de incomodidad cuando el silencio comienza a alargarse. Incluso de vergüenza. Me encojo un poco y me hago un ovillo en mi extremo del sofá, consciente de que el aliento debe de olerme como la moqueta de un pub y de que es probable que mi aspecto sea el de alguien a quien deberían clavar una estaca de plata en el corazón.
—No me hagas caso —digo, y me tapo la cabeza con un cojín—. Actúa como si no estuviera aquí.
No se me escapa la ironía de mis palabras. Es imposible que esté aquí.
—¿Quieres que ponga agua a calentar? Puede que te siente bien tomarte un café.
Combato el impulso irracional de mandar a Jonah a la mierda por intentar ayudar. Me quito el cojín de la cara, enderezo la espalda y me froto las mejillas justo cuando Freddie vuelve y se desploma en el sillón.
«Freddie.» Quiero encaramarme a su regazo. Quiero llenarme la cabeza con su olor, que me rodee con los brazos y que me bese en los labios. Quiero que Jonah Jones se marche, aunque acabe de aceptar la cerveza que Freddie le tendía por encima de la mesita de café y ambos se enfrasquen en una conversación relajada. Me recuesto en el sofá durante un par de minutos, con los ojos cerrados, fingiendo desinterés mientras observo a Freddie a través de las pestañas. Y entonces abro los ojos de par en par cuando oigo a Jonah decir:
—Voy a comprarme una moto.
Estoy atónita, consternada. Freddie siempre estaba hablando de comprarse una moto, siempre con prisa por ir más lejos, más rápido, pero Jonah nunca me había parecido de esos. Desde el accidente de Freddie, la idea de que alguien se someta de manera voluntaria a cualquier tipo de peligro en la carretera me aterroriza. El mero hecho de volver a sentarme al volante del coche ya fue todo un logro para mí.
—Es solo que a veces me apetece cambiar el Saab —dice en confianza, de hombre a hombre. Jonah conduce un viejo Saab descapotable negro, un acorazado con ruedas tapizado de cuero que, sin motivo aparente, le encanta—. Empieza a estar bastante cascado, puede que haga un cambio.
—Ni se te ocurra —suelto en voz demasiado alta, demasiado nerviosa.
Ambos me miran, sobresaltados por mi arranque inesperado.
—Una decisión espontánea. Había un cartel de «se vende» colgado en el tablón de anuncios de la sala de profesores —dice mientras aparta la mirada despacio de mí y la desvía hacia Freddie. Ha decidido no hacer ningún comentario sobre mis palabras, debe de pensar que he perdido la cabeza—. Era de Garras Grimes, nada más y nada menos.
Freddie estalla en carcajadas.
—¿Le vas a comprar una moto a Garras Grimes?
Garras Grimes fue nuestro profesor de matemáticas. Se ganó el apodo por cómo agarraba a los alumnos por la parte de atrás del cuello de la camisa para sacarlos a rastras de clase; a Freddie más a menudo que a ningún otro. Es raro que Jonah hable de los profesores que nos aterraban cuando éramos pequeños como sus compañeros de trabajo actuales.
—No te lo vas a creer cuando la veas. —A Jonah le brillan los ojos—. Una Classic Norton Manx. Apenas la ha sacado del garaje desde que se la compró, nueva.
Por lo que recuerdo de Garras Grimes, no era precisamente de esos tíos de patillas al viento y carretera en medio de la nada.
—Siempre llevaba un Volvo blanco, viejo y desvencijado —recuerda Freddie.
Jonah asiente con la cabeza.
—Sigue haciéndolo, tío.
—¡Venga ya!
Jonah vuelve a asentir.
—Le hace revisiones dos veces al año y lo cuida muchísimo. Está hecho para durar, como su esposa, dice.
Si ya me sorprende que el Garras siga vivo, lo de que todavía haga chistes más bien propios de la década de los setenta acerca de la sufridísima señora Grimes ni te cuento. Ya debía de haber superado la edad de jubilación cuando nos daba clase a nosotros, así que el hecho de que continúe trabajando, y más aún el de que siga conduciendo, me deja estupefacta.
Freddie cambia de canal para poner la previa del partido: los comentaristas en las bandas, cada uno con un micrófono más grande que el anterior, como si compitieran, entrevistando a todo aquel al que puedan echar mano. De repente me entran calor y ganas de vomitar; la resaca y hablar con su prometido muerto tienen ese efecto en cualquiera. Me pongo en pie con dificultad, mascullo algo sobre ir al baño y echo a correr hacia las escaleras.
Diez minutos después, me agarro al lavabo y me pongo de pie, aliviada una vez que el agua de la cisterna arrastra el contenido de mi estómago por el desagüe. Me enjuago la boca y me miro en el espejo del armario que hay encima del lavabo. Madre mía, estoy horrible. Los rastros recientes de las lágrimas provocadas por el vómito surcan las manchas de rímel que ya tenía en las mejillas. Y es entonces cuando advierto que llevo al cuello el colgantito esmaltado de un pájaro azulejo que me regaló mi madre por mi decimoctavo cumpleaños. No me lo había puesto esta mañana. Imposible.
Lo perdí hace cinco años.
—¿Estás mejor? —pregunta Freddie, que levanta la vista hacia mí cuando vuelvo abajo.
Asiento y esbozo una sonrisa apagada.
—Creo que necesito comer algo.
—Tienes el estómago vacío —dice Freddie, ya concentrado de nuevo en el partido.
—¿Pizza? —Jonah señala con un gesto de la cabeza la caja abierta sobre la mesita de café.
La imagen del queso solidificado hace que se me revuelva de nuevo el estómago.
—Creo que mejor me conformo con unas tostada.
Me aferro con la yema de los dedos al azulejo que descansa en el hueco que forman mis clavículas. Cómo me alegro de volver a verlo. Lo perdí en una discoteca; ni siquiera lo eché de menos hasta el día siguiente. No tenía ningún valor especial para nadie que no fuera yo, pero, como no podía ser de otra manera, no lo habían devuelto. Mi cerebro está tratando de reconstruir lo que significa que lo conserve aquí.
Sentada a la mesa de la cocina, apoyo la cabeza en los brazos cruzados y escucho: los animados comentarios que hace Freddie sobre el partido y a Jonah diciéndole entre risas que se calme antes de que le dé un ataque al corazón; el tintineo de los botellines de cerveza que se abren y se deslizan por la mesita de café de cristal que Freddie adoraba y que a mí nunca ha llegado a gustarme; la vida que solía dar por sentada y que sigue adelante a pesar de que él murió hace cincuenta y ocho días.
Es demasiado para que mi cerebro resacoso lo procese. No quiero tostadas, ni agua, ni despertarme y descubrir que Freddie no está, así que vuelvo al salón, me siento en el suelo junto a su sillón y apoyo la cabeza en su rodilla. Me acaricia el pelo con aire distraído y bromea acerca de que no sé beber; está demasiado absorto en el partido para notar la mancha húmeda que le dejan mis lágrimas en los vaqueros. Me tapo la cara con el pelo y cierro los ojos, demasiado cansada para hacer cualquier cosa que no sea apretujarme contra su cálida solidez. No creo que quede mucho partido; intento mirar mi reloj de pulsera, pero tengo los ojos llorosos. «Vete a casa, Jonah Jones —pienso—. Vete a casa para que pueda tumbarme en el sofá al lado de Freddie y preguntarle cómo le ha ido el día.» Necesito el rumor de su pecho en mi oído mientras me habla. Se enrolla mechones de mi pelo en los dedos, y yo lucho, lucho de verdad, por no quedarme dormida, pero no sirve de nada. Tengo los párpados forrados de plomo. Es como si no pudiera levantarlos, aunque estoy desesperada por mantenerme despierta, porque ya lo echo de menos.