—¿Algún libro para bebés gruñones?
Levanto la vista de la caja de libros que estaba desempaquetando y veo a Elle de pie delante de mí. Tiene mucho mejor aspecto que hace unas semanas, con las mejillas sonrojadas por el frío y menos agotada gracias a que Charlotte ha empezado a dormir más horas seguidas. Me asomo al interior del carrito y atisbo a la niña bien arropada, con una apariencia totalmente angelical mientras duerme.
—No tolero que digas una sola palabra en su contra.
En las últimas semanas, he pasado todo el tiempo que he podido con ellas, ansiosa por compensar las que estuve ausente. Elle y yo hemos superado casi por completo el bache momentáneo de nuestra relación; nos necesitamos demasiado la una a la otra para permitir que se alargue. El fin de semana pasado nos tomamos un par de copas de vino y lloriqueamos juntas viendo una película, y también encontré las palabras necesarias para decirle lo mucho que sentía no haber estado con ella cuando me necesitaba.
—Mamá creía que tenía depresión postparto —me dijo—. Pero yo sabía que no era eso. Solo era que estaba cabreada de narices contigo por haberme abandonado y demasiado hecha polvo para convencerme a mí misma de dejarlo correr.
Hasta entonces no había entendido el daño que mi ausencia le había causado. A ella y también a mi madre.
—¿Podrías cuidar de Charlotte durante media hora o así? —me pregunta mi hermana—. La semana que viene es el cumpleaños de David y sería capaz de cualquier cosa por no tener que entrar en las tiendas con el carrito.
—¿Ahora mismo? —pregunto con una sonrisa en los labios, puesto que mi día acaba de dejar de ser un aburrimiento para convertirse en una maravilla: es la primera vez que me pide que cuide a mi sobrina.
—Salvo que estés muy liada…
Niego con la cabeza.
—No, has sido muy oportuna, es mi hora de comer.
Elle me bombardea con un montón de instrucciones acerca de cremas para el culete y biberones por si Charlotte no para de llorar, y yo intento escucharla, pero en lo único en lo que consigo pensar es en lo contenta que estoy de que mi hermana vuelva a confiar en mí y en si es posible coger en brazos a un bebé dormido sin despertarlo, porque me muero de ganas de hacer arrumacos a la niña.
Y entonces nos quedamos las dos solas, Charlotte y yo. La paseo despacio en su carrito por los pasillos de la biblioteca, la llevo distraídamente por las secciones de no ficción y me dirijo poco a poco hacia el rincón de libros infantiles. Cuando aparto la manta y me asomo al carrito, mi sobrina me devuelve la mirada, con los ojos como platos y rodeados de pestañas oscuras.
—Hola, preciosa.
Sonrío y la saco del capazo. Sigue siendo tan pequeñita como una muñeca, delicada a pesar de llevar puesto un mono acolchado. Clava en mí sus ojos solemnes, igualitos que los de Elle, y me siento con ella en uno de los sillones.
—Tú me conoces —le recuerdo—. Soy el primer ser humano al que viste.
Me gusta pensar que lo recuerda, que está feliz entre mis brazos porque me reconoce como un puerto seguro.
—¿Qué hacemos ahora? —susurro a pesar de que no hay nadie a quien molestar en esta parte de la biblioteca—. ¿Quieres que te lea?
Me da la sensación de que es lo más adecuado, teniendo en cuenta dónde estamos, así que cojo un libro que conozco bien de mi propia niñez.
—Es un cuento sobre una oruga —digo mientras me coloco el libro abierto en equilibrio sobre las rodillas—. Es un animal bastante glotón, por lo que recuerdo.
La acomodo de forma más segura contra la sangradura de mi codo y ella me mira con atención mientras le cuento que la oruga salió del cascarón el domingo, se comió una manzana el lunes, dos peras el martes y tres ciruelas el miércoles. Juro que lo está entendiendo. Le cuento que la oruga come tanto queso, tarta de chocolate y salami que se encuentra mal, pero entonces llega el domingo y repite todo el proceso hasta que no tiene hambre y tampoco es pequeña.
Cierro el libro y vuelvo a colocarlo en su sitio a pesar de que el cuento no ha terminado todavía. Todo el mundo sabe cómo termina.
—Y entonces, Charlotte, la oruga se teje un capullo y se queda dormida —le digo—. Y mientras duerme, sueña con todas las cosas maravillosas que va a ver, la mágica vida que va a vivir y todos los lugares lejanos a los que va a ir.
Le acaricio la palma de la mano y cierra los dedos en torno a los míos, una flor que cierra sus pétalos, lo mismo que hizo la mañana en que nació. Sus dedos ya son más largos, menos translúcidos, y su presa, más firme.
—Y al cabo de un tiempo ya ha dormido suficiente, así que se despierta y estira las alas nuevas para ponerlas a prueba, y luego echa a volar en busca de nuevas aventuras.
Y es entonces cuando esta niña diminuta, preciosa, me sonríe. Lleva semanas sonriendo a Elle y a mi madre, pero a mí me ha hecho sudarlo, es el precio que he tenido que pagar por haberla dejado en la estacada, supongo. Le devuelvo el gesto y después me río, y ella sigue dedicándome esa sonrisa ridícula que le ha dividido la cara en dos como si fuera la de una ranita arbórea.
—Eres todo un personaje, ¿sabes? —le digo con un nudo en la garganta—. Gracias por estar aquí.
Y se lo agradezco de verdad. No sé si Charlotte me habría causado tanto impacto si yo no hubiera estado allí para ayudarla a venir al mundo, si ella no hubiera respirado por primera vez entre mis manos. Pero lo hizo, y en ese momento posó sus manitas en el borde de mi mundo onírico y lo alejó lo justo para hacer que mis viajes hasta allí se volvieran peligrosos.
Mientras crezca, estaré a su lado para ayudarla a que se aprenda los colores, para llevarla al cine y para aconsejarla sobre chicos, pero creo que nunca seré capaz de enseñar a esta niñita tanto como me ha enseñado ella a mí con solo estar aquí.
—Mi pequeña mariposa —digo.