—Os veo mañana —digo mientras agito la mano como una loca para despedirme de Elle y de Charlotte hasta que mi hermana finaliza la llamada.
Está creciendo a una velocidad absurda —Charlotte, digo—, rellenando todos sus pliegues con preciosas y comestibles lorzas de bebé. Mañana pasaremos el primer día del año juntas, comiendo en casa de mamá. Stef también estará. Ya lo he visto varias veces, por suerte con la camisa puesta, y me cae muy bien. No es muy hablador, pero cuando hace algún comentario suele ser bastante sarcástico; me gusta su humor negro.
Esta noche, sin embargo, somos solo yo y una copa de champán. Jonah sigue en Los Ángeles; hablamos hace un par de días e incluso bromeamos con el hecho de que este año no podrá presentarse en mi casa y aporrear la puerta en plena Nochevieja. Madre mía, tengo la impresión de que ha pasado mucho más de un año desde entonces. Me siento como una serpiente, como si me hubiera despojado de toda una capa de mí misma y hubiera resurgido igual pero distinta, dejando parte de mí atrás.
Han transcurrido tres meses desde que crucé por última vez la puerta de mi otro universo. He pensado mucho desde entonces; hasta he asistido a un par de sesiones con una terapeuta. Se lo he contado todo —incluso lo de los somníferos, todo el percal—, y hay que reconocerle el mérito de que no metiera la mano debajo del escritorio en busca del botón del pánico.
He hecho las paces con el hecho de que nunca sabré a ciencia cierta si las pastillas rosas me permitían de verdad moverme entre dos mundos, si iluminaban sin querer la vía aérea que desembocaba en un mundo más allá de este.
También he hecho las paces con la posibilidad de que fuera una sofisticada estrategia de supervivencia, sueños vívidos y lúcidos en los que mi subconsciente desenmarañaba sus pensamientos, superponiendo mi vida real a una versión alternativa de la misma. Podría tratarse de eso; esa es sin duda la opinión de mi terapeuta. Pero ¿sabes qué? Yo no pondría la mano en el fuego por ello.
Me asomo por la puerta de atrás de mi casa antes de irme a la cama y escudriño el cielo nocturno. Está despejado, así que, si Jonah estuviera aquí, podría señalar los planetas y las constelaciones lejanas, pero yo me conformo con levantar la mirada y pasearla despacio por la oscuridad. La verdad es que es asombroso. De vez en cuando, si entorno los ojos y me esfuerzo mucho, me parece captar un atisbo de algo, el sutil contorno de una puerta entreabierta. Me imagino allí, tan cerca de ella que alcanzo a oír voces distantes; el rumor de una risa conocida, el grito de emoción de un niño. Sonrío mientras cierro la puerta con cuidado, y después echo la llave y la dejo alejarse flotando entre las estrellas.