Miércoles, 29 de enero

Estuve a punto de no mandar la carta, porque no estoy segura de que nuestra amistad pueda sobrevivir a ella. Estaba haciendo cola en la oficina de correos, nerviosa, y delante de mí, un niño pequeño levantó una mano y se agarró a la de su madre. Me recordó a la piedrecita gris que me deslizaron entre los dedos para que me diera buena suerte, y eso me confirió el valor necesario para seguir adelante con el envío.

De eso hace más de tres semanas, y no me ha contestado. Me he imaginado mil razones por las que no lo ha hecho. A lo mejor la carta se ha perdido en el correo, y Jonah sigue en Los Ángeles pensando que ni siquiera me he tomado la molestia de leer el guion… O, aún peor, que lo he leído y lo detesto. O a lo mejor le ha llegado y está muerto de vergüenza porque he malinterpretado todas las señales y no sabe cómo decírmelo sin humillarme. O quizá se haya mudado a Las Vegas y se haya casado con alguna cabaretera mientras mi carta sigue esperando en el felpudo de su casa. Si se trata de esto último, espero que alguien tenga la amabilidad de garabatear «Devolver al remitente» en el sobre.

—Ojalá tu madre no me hubiera metido en esta mierda —dice Ryan mientras desenvuelve su galleta de menta.

Está comiendo con disimulo detrás del mostrador de información de la biblioteca, rompiendo mi prohibición de comer y beber dentro de la sala. No me importa; de vez en cuando baja a pasar con nosotras su hora de la comida, atraído no solo por mí, sino también por Flo y Mary, sospecho. Ambas están aquí esta tarde, sentadas una a cada lado de Ryan tras el mostrador.

—¿Cómo te va con Kate? —pregunto.

Lleva una temporada saliendo con Kate, la doble de Uma Thurman que organizó la actividad de citas rápidas. Se encontraron en el supermercado un par de meses después del evento; según la versión de Ryan, sus miradas se cruzaron por encima de los pepinos, pero creo que adorna la verdad en beneficio de la comedia.

—Bien. —Se le enrojecen las orejas—. Le gusta… —Deja la galleta en la mesa mientras piensa—. ¿Conoces ese sitio que hay en el centro al lado de la tintorería?

Frunzo el ceño mientras intento recordar la calle principal.

—¿La carnicería?

—Los mejores pasteles de cerdo en kilómetros a la redonda —dice Mary.

Ryan pone cara de hartazgo.

—Al otro lado.

—¿La tienda de disfraces? —pregunto.

Ryan asiente.

—A Kate le van esas cosas.

Flo se frota las manos.

—¿Quiere que te disfraces de Batman?

Ryan se pone pálido, y todos nos echamos a reír a pesar de que contárnoslo ha sido una indiscreción terrible por su parte.

—Voy a recolocar este lote en la sección infantil. —Cojo un montón de libros—. No se os ocurra disfrazaros de nada mientras no estoy.

Le he cogido mucho cariño a mi biblioteca. La sección infantil es mi refugio; está situada en una sala aparte para contener el ruido y tiene unos elegantes ventanales con vistas a la calle. Ya he colocado los libros y limpiado las mesas, así que me tomo un descanso de unos minutos en uno de los asientos que hay junto a la ventana para contemplar el paisaje callejero empapado por la lluvia. Gente que va, gente que viene. No me doy cuenta de que hay otra persona en la sala hasta que me vuelvo y veo a Jonah Jones apoyado contra el marco de la puerta, envuelto en su grueso abrigo, mirándome.

La sorpresa de verlo aquí me deja paralizada por completo; nos quedamos mirándonos en silencio durante unos segundos, cada uno en un extremo de la sala. Su mirada de ojos oscuros me dice que ha cruzado el océano para verme y que ahora que está aquí no sabe cómo enfocar esto, y yo no puedo ayudarlo porque tampoco lo sé.

Es el primero en hablar.

—He cambiado el final.

—¿Sí?

Se acerca a mí, tanto que casi puedo tocarlo.

—Tenías razón. Hay más de un final feliz para cada persona.

Trago saliva con la boca seca.

—¿Le ha gustado más al estudio?

—Les encanta —dice con suavidad, y al bajar la mirada veo que tiene las pestañas empapadas de lluvia.

—¿Y a ti? —Me siento encima de las manos porque estoy desesperada por tocarlo—. ¿A ti te ha gustado?

Vuelve a mirarme a los ojos.

—Me preocupaba que quedara demasiado de cuento de hadas —dice—. Demasiado tópico. Pero no es así. Él le dice que la ama desde que tiene memoria. Que quiere que sea sus viernes por la noche y sus mañanas de Navidad, y que todas las canciones de amor que ha escrito en su vida son sobre ella. Le dice que quiere ser quien la abrace hasta que se duerma todas las noches. Que quiere que su final feliz sea con ella. —Me levanto del asiento de la ventana y doy un paso hacia él—. Y entonces, como ella le ha dicho que hay más de un final feliz para cada persona, él la besa.

—Uau —susurro—. Esa película va a ser un bombazo. Me encanta.

Me acerco a él y Jonah me envuelve en su abrigo, tan pegado a mí que noto el latido de su corazón contra el mío. Seguro que el estudio ambienta el beso final fuera, bajo la lluvia torrencial, y lo acompaña con una banda sonora romántica, pero no lograrán captar ni por asomo la veneración que transmite la mirada de Jonah cuando baja la cabeza, ni el temblor de sus labios cuando rozan los míos, ni el precioso anhelo de nuestro primer beso lento. No es el beso adolescente y agridulce que nunca nos dimos. Es adulto y eléctrico, suave y, sin embargo, urgente. Le sujeto la cara con las manos y me estrecho contra él, y Jonah suspira mi nombre y levanta la cabeza lo justo para verme la cara. Nos miramos a los ojos, sin aliento, maravillados, y me doy cuenta de que no es lluvia lo que le moja las pestañas. Está llorando.