Limón decide comenzar su búsqueda en la parte delantera del tren y se dirige primero al vagón número cuatro. Intenta recordar cuál es el aspecto de la maleta robada.
Cuando iba a la escuela primaria, su tutor le dijo a sus abuelos que Limón solo recordaba aquellas cosas en las que estaba interesado. «Es capaz de recordar qué artilugios usa Doraemon en cada uno de los ejemplares del cómic — explicó el tutor con frustración—, pero no sabe cuál es el nombre del director de la escuela». Él no entendía qué molestaba tanto al tutor. Entre el nombre del director y los artilugios de Doraemon, estaba claro qué era más importante.
La maleta debía de medir alrededor de medio metro de altura y un poco menos de ancho. Tenía un mango. Y rueditas. Era negra y estaba hecha de un material duro y frío al tacto. Y tenía un cierre de combinación de cuatro dígitos, aunque Limón y Mandarina desconocían cuáles eran.
—Si no sabemos cuál es la combinación, ¿cómo diantre vamos a pagar el rescate? — Limón había sido incapaz de reprimir la pregunta cuando el hombre de Minegishi les trajo la maleta—. No podemos enseñarles a los secuestradores que tenemos el dinero, ¿cómo espera que llevemos a cabo el encargo?
Fue Mandarina quien contestó.
—No son los secuestradores quienes les preocupan, sino nosotros. Piensan que podríamos huir con el dinero — repuso con su sensatez habitual.
—¿Pero qué diablos? Si no confían en nosotros, ¿por qué aceptamos el encargo de estos idiotas?
—No te preocupes de eso. Si supieras la combinación, ¿no querrías abrir la maleta?
Más adelante, Mandarina sugirió marcar la maleta de algún modo, de manera que agarró una calcomanía infantil del bolsillo y la pegó junto al cierre.
«Eso es, la maleta tiene la calcomanía de Mandarina».
Delante de la entrada al vagón número cuatro, Limón se encuentra con la joven azafata del carrito de aperitivos.
Parece estar comprobando el inventario y anotando algo en un pequeño dispositivo que sujeta en la mano.
—¡Oye! ¿Has visto a alguien con una maleta negra así de grande?
—¿Cómo? — La chica parece desconcertada—. ¿Una maleta? — El delantal azul que lleva sobre el uniforme le confiere una apariencia doméstica.
—Sí, una maleta. Ya sabes, para llevar cosas. Una maleta negra. La había dejado en el compartimento portaequipajes, pero ya no está.
—Lo siento. No creo haberla visto. — A la chica parece incomodarle la mirada de Limón y se coloca detrás del carrito para que se interponga entre ambos.
—¿No crees haberla visto, Oye? — Limón sigue adelante y entra en el vagón número cuatro. El suave zumbido de la puerta automática al deslizarse a un lado le recuerda el interior de una nave espacial que vio una vez en una película.
No hay muchos pasajeros. Recorre el pasillo inspeccionando a derecha e izquierda el hueco que hay debajo de los asientos, así como las maletas que hay en las bandejas portaequipajes. Tampoco hay muchas, lo que le facilita comprobar que la negra que está buscando no se encuentra ahí. Sí distingue una bolsa de papel que le llama la atención en la bandeja portaequipajes de la derecha, más o menos a mitad del vagón. Es una bolsa de papel de un tamaño considerable. No puede ver su interior, pero se pregunta si la maleta podría estar dentro. En cuanto se le ocurre esta idea, actúa sin mayor vacilación y se dirige a la hilera en la que se encuentra la bolsa. Un hombre va sentado en el asiento de la ventanilla. Los otros dos asientos están vacíos.
A primera vista Limón piensa que el hombre es un poco mayor que él y que debe de rondar los treinta años. Está leyendo un libro. Podría ser un estudiante de posgrado, aunque va vestido con un traje.
Limón se sienta en el asiento del pasillo y se voltea hacia el hombre.
—¡Oiga! — exclama, colocando una mano en el reposabrazos más cercano al hombre e inclinándose hacia él—. Esa bolsa de ahí arriba... — dice señalando la bandeja portaequipajes—, ¿se puede saber qué es?
El hombre parece tardar un momento en darse cuenta de que alguien está hablando con él. Por fin, se voltea hacia Limón y luego levanta la mirada hacia la bandeja portaequipajes.
—¡Ah! Nada, es solo una bolsa de papel.
—Sí, ya veo que es una bolsa de papel, pero, ¿qué hay dentro?
—¿Cómo dice?
—Perdí mi maleta. Sé que está en algún lugar del tren, de modo que la estoy buscando.
El hombre tarda un momento en procesar esto.
—Espero que la encuentre — replica primero, pero luego parece darse cuenta de lo que Limón está sugiriendo—. ¡Ah! No, su maleta no está en mi bolsa. Yo no la tomé. Mi bolsa está llena de caramelos.
—Es una bolsa muy grande. ¿Lleva caramelos muy grandes?
—No, pero hay muchos.
El hombre parece un individuo reservado y tímido, pero se muestra extrañamente impertérrito.
—Bueno, pues déjeme verlos. — Limón se pone de pie y levanta las manos en dirección a la bandeja para agarrar la bolsa. El hombre no muestra ninguna señal de enojo o preocupación y vuelve a posar la mirada en su libro. En su rostro parece atisbarse incluso una plácida sonrisa. Esta compostura desconcierta a Limón.
—Cuando haya mirado su interior, le agradecería que volviera a dejar la bolsa donde estaba.
Limón la agarra, la coloca en el asiento y la abre. Dentro hay un montón de caramelos, probablemente adquiridos en la estación de Tokio.
— ¿Son regalos para alguien o qué? Compró un montón.
—No sabía qué caramelos escoger, de modo que al final compré muchos distintos.
—A nadie le importa tanto lo que le lleve.
—Lamento no poder ayudarle. — El hombre sonríe afable—. ¿Podría volver a dejar la bolsa donde estaba?
Limón se pone otra vez de pie y arroja descuidadamente la bolsa a la bandeja portaequipajes. Luego vuelve a sentarse, esta vez en el asiento del medio, junto al hombre. Se siente algo intranquilo y no deja de balancearse hacia delante y hacia atrás.
—¿Está seguro que no sabe dónde está mi maleta?
El hombre mira a Limón, pero no dice nada.
—La mayoría de la gente se asustaría o se enojaría si alguien aparece de repente y exige revisar sus pertenencias. Usted, en cambio, permanece aquí sentado en la más absoluta calma. Es como si hubiera estado esperándome. Igual que un criminal con coartada que no se pone nervioso cuando los polis lo interrogan. «¡Oh, no, detective! En ese momento me encontraba en el bar tal y tal». Usted actúa igual. Sabía con exactitud qué decir cuando aparecí, ¿verdad?
—¡No sea ridículo! — El hombre entrecierra los ojos y le lanza una mirada penetrante. En ese momento, Limón repara en lo que está leyendo: Bufets de hoteles, un libro profusamente ilustrado con fotos de platos culinarios—. Eso es como los juicios esos de brujas en los que decían que el hecho de que la mujer negara ser bruja era la prueba misma de que lo era. ¿Cree que hay algo sospechoso en mí solo porque no le tengo miedo? — El hombre cierra el libro—. A decir verdad, me ha sorprendido. Salió usted de la nada y se sentó a mi lado exigiendo ver el interior de mi bolsa. Me sentí tan desconcertado que no supe cómo reaccionar.
«Pues no lo parece», piensa Limón, y luego le pregunta:
—¿A qué se dedica?
—Soy profesor en una pequeña escuela extracurricular. Una pequeña.
—Profesor, ¿Oye? Nunca me he llevado bien con los profesores. Aunque claro, todos mis profesores me tenían miedo. Ninguno de ellos se comportaba con la misma calma que lo hace usted. ¿Es que está acostumbrado a tratar con delincuentes juveniles o algo así?
—¿Acaso quiere usted que le tenga miedo?
—No, la verdad es que no.
—Solo estoy intentando comportarme como un ser humano normal. No es que vaya por ahí intentando específicamente no tener miedo. — El hombre parece ahora un poco desconcertado—. Pero si no lo tengo — prosigue—, puede que se deba a que hace algún tiempo me vi involucrado en una situación violenta. Desde entonces, he notado que mi comportamiento se ha vuelto algo temerario. Puede que la experiencia me insensibilizara.
«¿Situación violenta?». Limón frunce el ceño.
—¿Es que algún alumno malo le dio una paliza?
El hombre vuelve a entrecerrar los ojos y tuerce el gesto. Acto seguido, sin embargo, en su rostro se dibuja una amplia sonrisa que le hace parecer un niño pequeño.
—Al morir mi esposa conocí a gente poco recomendable y pasaron muchas cosas... Pero lamentarse no sirve de nada — dice, adoptando de repente el mismo tono de voz que tenía antes—. Solo estoy intentando vivir como si estuviera vivo.
—¿Como si estuviera vivo? ¿Qué diantre significa eso? ¿Cómo puede uno vivir de otra manera?
—En realidad, la mayor parte de las personas viven sin ningún rumbo, ¿no le parece? Sí, interactúan entre sí y se divierten, pero tiene que haber algo más, no sé...
—¿Como qué? ¿Aullar a la luna?
El hombre sonríe y asiente vigorosamente.
—Eso es. Aullar a la luna haría sin duda que uno se sintiera vivo. Y comer muchas cosas buenas. — Abre el libro y le muestra a Limón una fotografía a dos páginas del bufet de un hotel.
Limón no sabe qué decir y cae en la cuenta de que no puede entretenerse más con este hombre. Se pone de nuevo de pie y sale al pasillo.
—¿Sabe qué, profesor? Me recuerda usted a Edward.
—¿Quién es Edward?
—Una de las locomotoras de vapor amigas de Thomas. La número dos. — Y entonces Limón se pone a recitar automáticamente la descripción del personaje que ha memorizado—: Una locomotora muy amigable, amable con todo el mundo. Una vez ayudó a Gordon a subir una colina y en otra ocasión salvó a Trevor del deshuesadero. Todo el mundo en la isla de Sodor sabe que puede contar con Edward.
—¡Uau! ¿Se ha aprendido todo eso de memoria?
—Si Thomas formara parte del temario de los exámenes de acceso a la universidad, habría entrado en la de Tokio. — Y, tras decir eso, Limón sigue adelante y sale del vagón número cuatro.
En el vestíbulo, examina las maletas que hay en el compartimento portaequipajes.
Nada.
A la altura de la mitad del vagón número seis se encuentra con el chico.
No sabe bien de dónde sale. Parece surgir de la nada y, de repente, ambos se encuentran cara a cara en el pasillo. Debe de tener unos trece o catorce años. Es uno de esos guapitos que tanto abundan últimamente. Ojos claros, nariz proporcionada... Parece un muñeco de sexo indefinido.
—¿Qué diantre quieres? — Limón no está seguro de cómo debería actuar para dejarle claro que es un tipo duro. El chico tiene un aspecto tan espléndido que le recuerda a Percy, la locomotora verde.
—¿Estás buscando algo? Te vi echando un vistazo al baño.
El chico da la impresión de ser un estudiante sobresaliente, lo cual hace que Limón se sienta incómodo. Nunca fue capaz de llevarse bien con los lumbreras.
—Una maleta. Negra. Así de grande. ¿La has visto? Imagino que no.
—Pues la verdad es que sí.
Limón se acerca un poco más a él.
—¿Ah, sí? ¿La has visto?
El chico retrocede un poco, pero no está asustado.
—Vi a alguien que llevaba una maleta de ese tamaño — replica, imitando las dimensiones con las manos—. Una maleta negra — añade, y señala con el dedo la parte frontal del tren. Justo en ese momento, este acelera un poco y Limón no puede evitar tambalearse un poco.
—¿Qué aspecto tenía?
—Pues... — El chico se lleva los dedos a la barbilla, ladea la cabeza y mira hacia arriba, como dando a entender que está intentando recordarlo. «Es una actuación que haría una chica adolescente», piensa Limón—. Veamos, iba vestido con unos pantalones oscuros y una chamarra tejana.
—Así que una chamarra tejana... ¿Y cuántos años tenía?
—Diría que veintimuchos o treinta y pocos. ¡Ah, y llevaba puestos unos lentes oscuros! Era un tipo más bien apuesto.
—Gracias por la información.
El chico hace un gesto con la mano como diciendo «no fue nada» y a continuación le mira con una sonrisa tan deslumbrante que ilumina todo el vagón.
Limón también sonríe, pero con ironía.
—¿Sonríes así porque tienes un corazón hecho de oro puro o porque estás tomándole el pelo a un adulto?
—Ninguna de esas dos cosas — contesta el chico sin vacilar—. Simplemente, es mi forma de sonreír.
—¿Acaso estás intentando que los demás chicos del Shinkansen sonrían como tú, con esa inocencia y ese brillo en la mirada?
—¿Le gusta el Shinkansen, señor?
—¿A quién no le gusta el Shinkansen? Bueno, la verdad es que prefería la serie 500, pero el Hayate también está bien. En cualquier caso, si quieres saber qué tren prefiero, es el personal del duque de Boxford.
El chico se muestra desconcertado.
—¿Cómo? — dice Limón—. ¿No conoces a Spencer? ¿Es que no ves Thomas y sus amigos?
—Creo que lo hacía cuando era pequeño.
Limón suelta un resoplido.
—¡Pero si todavía eres pequeño, maldita sea! Tu cara me recuerda a la de Percy. — Y a continuación, se dirige hacia al siguiente vagón para comenzar a buscar a la persona que el chico le ha descrito. Pero se detiene al ver el pequeño letrero digital que hay en la pared, justo encima de la puerta del vagón: en él pueden verse los titulares de las principales noticias desplazándose de derecha a izquierda. Limón las lee distraído. El primer titular le informa de que han robado una serpiente en una tienda de animales de Tokio. Al parecer, se trata de una especie rara. Se desconoce el motivo, pero Limón murmura para sí que en esos momentos probablemente alguien debe de estar intentando vender la serpiente. Luego aparece el siguiente titular:
TRECE MUERTOS EN LA MATANZA DE FUJISAWA KONGOCHO. LAS CÁMARAS DE SEGURIDAD QUE HABÍA EN EL LUGAR DE LOS HECHOS HABÍAN SIDO DAÑADAS CON ANTERIORIDAD
«¿Fueron trece?» El número no le despierta sentimiento alguno. La habitación subterránea estaba oscura y él había disparado a un hombre armado tras otro, de modo que no tenía clara la cantidad final. A pesar de toda la sangre y los cuerpos masacrados, verlo escrito de ese modo hace que parezca algo anodino.
—¡Trece personas! ¡Vaya carnicería! — dice el chico, que se encuentra de pie detrás de Limón y, al parecer, también está leyendo las noticias.
—Yo liquidé al menos seis, es muy probable que más. Mandarina se encargó de los demás. No son pocos, pero tampoco es para tanto.
—¿Qué?
Limón lamenta de inmediato haber pensado en voz alta y procura cambiar de tema.
—¡Oye! ¿Sabes cuál es el nombre oficial de ese aparato? Dispositivo de transmisión de información para viajeros. ¿Lo sabías?
—¿Cómo dice?
—El letrero que transmite las noticias.
—¡Ah! — El chico asiente—. Sí. Me pregunto de dónde las sacan.
Una sonrisa se forma en los labios de Limón.
—Yo te lo diré — dice con satisfacción—. Hay dos tipos de noticias. Unas proceden del mismo tren y otras de la estación central de Tokio. La del tren son cosas como «Pronto llegaremos a la estación tal y tal». Todo lo demás (anuncios, noticias, todo eso) se envía desde la estación central. ¿Sabes cuando hay un accidente en alguna vía y los horarios sufren cambios? Ese tipo de información en tiempo real se redacta en Tokio y aparece en el dispositivo del tren. Y las noticias también. Se transmiten en rotación procedentes de los seis periódicos principales, lo cual impresiona mucho. Y eso no es todo...
—Creo que estamos en medio — anuncia de repente el chico, atrayendo a Limón hacia sí. El carrito de los aperitivos está justo detrás de ellos. La azafata se encoge al ver a Limón, alarmada por el hecho de encontrarse con este tipo allá donde va.
—¡Pero si tengo más cosas interesantes que contarte!
—Cosas interesantes, ¿Oye? — Está claro que el chico tiene sus dudas.
—¿Es que no te pareció interesante lo del dispositivo de transmisión de información para viajeros? ¿No te ha impresionado? — pregunta Limón con la más absoluta sinceridad—. Bueno, da igual. En cualquier caso, gracias por tu ayuda. Si encuentro mi maleta será gracias a ti. La próxima vez que te vea, te compraré unos caramelos.