Nanao

Un pasajero avanza en dirección a Nanao. Se trata de un chico más bien menudo que va vestido con un blazer. Rápidamente, cierra su celular plegable y se lo mete en el bolsillo trasero de sus pantalones cargo al tiempo que procura tranquilizarse. Mantiene el cadáver del Lobo apoyado contra la ventanilla de la puerta: si no lo sostiene bien, la cabeza comenzará a balancearse de forma inquietante.

—¿Está todo bien? — pregunta el chico, deteniéndose junto a Nanao. Sus profesores en la escuela deben de haberle enseñado a ofrecerle ayuda a la gente que parece tener algún problema. Justo lo último que necesita ahora mismo Nanao.

—¡Oh, sí! Es solo que mi amigo ha bebido demasiado y ahora le da vueltas la cabeza. — Nanao se esfuerza para no hablar demasiado deprisa. Le da un pequeño codazo al cadáver del Lobo—. ¡Oye, despierta! ¡Estás asustando a los niños!

—¿Necesita que le ayude a llevar a su amigo al asiento?

—No, no. Gracias. Estamos pasándonoslo en grande. — «¿Quién se lo está pasando en grande? ¿Yo? ¿Disfrutando del paisaje abrazado a un cadáver?».

—¡Vaya! Parece que a alguien se le ha caído algo. — El chico baja la mirada al suelo.

Es un boleto del Shinkansen. Con toda seguridad, el del Lobo. Debe de habérsele caído.

—Perdona, ¿te importaría recogerlo? — pide Nanao, pues le resultaría muy difícil reclinarse mientras sostiene el cadáver, y también porque tiene la sensación de que sería algo bueno satisfacer la patente necesidad que tiene este chico de ser amable con la gente.

El chico recoge el boleto del suelo.

—Muchas gracias — dice Nanao inclinando la cabeza.

—Desde luego, los efectos del alcohol dan miedo. El hombre junto al que estoy viajando hoy tampoco puede dejar de beber y está causando muchos problemas — explica el chico alegremente—. Bueno, nos vemos. — Y, al voltear hacia la entrada del vagón número seis, repara en la maleta que descansa solitaria junto a la puerta de enfrente—. Es suya esa maleta, ¿señor?

«¿Se puede saber a qué escuela va este chico?». Nanao quiere que se marche cuanto antes, pero el joven parece determinado a quedarse y a ayudarlo en todo lo que pueda. «¿Por qué enseñan a los chicos a ser tan atentos?». A pesar de la creciente frustración que siente Nanao, no puede evitar pensar que, si alguna vez tiene hijos, intentará llevarlos a la escuela de este chico. Ahora mismo, en cualquier caso, todo esto solo es un ejemplo más de su mala suerte. En esta situación concreta, un encuentro casual con un joven caritativo y cargado de buenas intenciones no es más que otro desafortunado giro de los acontecimientos.

—Sí, es mía, pero puedes dejarla ahí. Ya la recogeré luego. — Tiene la sensación de que su tono es algo más brusco de lo que debería, e intenta dominarse.

—Pero si la deja ahí alguien podría robársela. — Sin duda, el chico es persistente—. Si uno confía demasiado en los demás, se aprovecharán de él.

—¡Vaya! ¡Esto sí que no me lo esperaba! — dice Nanao, pensando en voz alta—. Y yo que creía que la escuela a la que vas te enseñaba a tener fe en la gente. Ya sabes, la doctrina de la bondad inherente del ser humano.

—¿Y por qué pensaba eso? — El chico sonriente parece conocer la doctrina de la bondad inherente del ser humano, lo cual hace que Nanao se sienta un poco avergonzado. «Yo acabo de conocerla por Maria».

—Es difícil explicar la razón, la verdad. — «Porque me parece que tu escuela debía de estar llena de alumnos con un comportamiento ejemplar».

—No creo que la gente al nacer sea inherentemente buena o mala.

—Se convierten en una u otra cosa con el paso del tiempo, ¿no?

—No, solo creo que el bien y el mal dependen del punto de vista de cada uno.

«Vaya con este chico. — Nanao se siente por completo desconcertado—. ¿De verdad hablan así los adolescentes?».

El chico vuelve a ofrecerle ayuda con la maleta.

—No hace falta, de verdad. — Si el chico sigue insistiendo, terminará perdiendo la paciencia—. Ya me ocuparé yo.

—¿Qué hay dentro?

—No estoy seguro — responde con sinceridad sin darse cuenta, pero el chico se ríe. Debe de creer que se trata de una broma. Sus dientes relucen en una perfecta hilera blanca.

El chico parece querer decir algo más, pero al cabo de un momento se despide animadamente y desaparece en el vagón número seis.

Con una oleada de alivio, Nanao se abraza al cadáver del Lobo y, arrastrándolo, se acerca a la maleta. Tiene que decidir qué hacer tanto con el cadáver como con la maleta. Y rápido. El propietario de la maleta, que viaja en el vagón número tres, puede que todavía no se haya dado cuenta de que desapareció, pero si se da cuenta, seguro que la buscará por todo el tren. Nanao es consciente de que, si lleva la maleta a la vista, lo más probable es que lo descubran.

Con un brazo alrededor del cadáver y la mano del otro agarrada al mango de la maleta, mira a la izquierda y derecha sin saber bien qué hacer. Primero, debería ocuparse del cadáver. Lo ideal sería dejarlo en un asiento. Repara entonces el contenedor para la basura que hay en la pared del tren. Consta de un agujero para botellas y latas, una estrecha ranura para revistas y papel y una amplia abertura con tapa para lo demás.

Luego se fija en una pequeña protuberancia que hay justo al lado de la ranura de las revistas. Parece el ojo de una cerradura, pero no se ve ningún agujero, es solo una pequeña protuberancia circular. Sin pensar, extiende un brazo y la presiona. Una pequeña manilla metálica aparece con un clic. «¿Qué tenemos aquí?».

Tira de ella.

Lo que pensaba que era una pared es en realidad un panel que, al abrirse, deja al descubierto un amplio espacio parecido a una taquilla. Un estante divide el espacio en dos niveles. Del inferior cuelga una bolsa de plástico, que es adonde va a parar la basura cuando la gente la tira. Este panel debe de usarlo el personal de limpieza para cambiar las bolsas.

A Nanao, sin embargo, le resulta mucho más interesante el hecho de que el estante superior esté vacío. Sin detenerse a pensar, sostiene con fuerza el cadáver con una mano y, con la otra, alza la maleta y consigue meterla en el estante con un único movimiento. Un segundo más tarde, cierra el panel.

Nanao nota cómo la preocupación que le recome disminuye un poco ante el inesperado hallazgo de este escondite. Luego, centra toda su atención en el cadáver que tiene en las manos y comprueba el boleto que el chico recogió del suelo. Vagón seis, hilera uno. Es la hilera más cercana del vagón más cercano. Ideal para dejar el cadáver sin levantar las sospechas de nadie.

«Está sucediendo. Las cosas están saliéndome bien. — Y luego piensa—: ¿Seguro?».

Alguien a quien suele perseguir la mala suerte no puede evitar extrañarse de haber tenido dos golpes semejantes de buena suerte (uno, haber encontrado el panel de la basura para esconder la maleta, y dos, el hecho de que el asiento del Lobo se encuentre tan próximo). Por un lado, está convencido de que las cosas se van a torcer en cualquier momento; por el otro, lamenta que, con esas dos chuzas, seguro que se acaba su buena fortuna.

El paisaje que se ve por la ventanilla de la puerta se transforma a toda velocidad. Grúas en los tejados de los edificios en construcción, hileras de edificios de departamentos, estelas de los aviones en el cielo... Todo aparece y desaparece a una velocidad uniforme.

Nanao apoya el cadáver contra su propio cuerpo. Cargar con un hombre adulto sobre los hombros llamaría demasiado la atención, de modo que coloca al Lobo a un lado, hombro con hombro, como si fueran a realizar una carrera de tres pies, y da unos pocos pasos. Esto tampoco parece demasiado natural, pero no se le ocurre otra manera de hacerlo.

La puerta del vagón número seis se abre deslizándose a un lado. Nanao entra y deja caer con rapidez el cadáver en la hilera de dos asientos que hay a su izquierda; quiere sentarse cuanto antes y dejar de estar a la vista de cualquier pasajero que deambule por el pasillo. Tras apoyar al Lobo contra la ventanilla, se acomoda en el asiento del pasillo. Por suerte, no hay nadie en la hilera del otro lado.

Se permite a sí mismo exhalar un suspiro de alivio. Luego, el cadáver del Lobo se balancea y empieza a caérsele encima. Se apresura a empujarlo otra vez hacia la ventanilla e intenta colocar los brazos y las piernas de tal forma que impidan que se mueva. Nunca ha llegado a acostumbrarse a la visión de un cuerpo sin vida. Trata de estabilizarlo para que deje de moverse de un lado a otro. Primero, apoya un codo en el alféizar de la ventana, pero el Lobo es demasiado bajito y la postura no parece natural. Al cabo de unos pocos minutos de prueba y error, encuentra una posición que podría funcionar, pero un momento después el cadáver se inclina y comienza a desplomarse como una avalancha en cámara lenta.

Nanao contiene su creciente malhumor e intenta colocar bien otra vez el cadáver. Lo apoya contra la ventanilla y procura que parezca que el Lobo está durmiendo. Por si acaso, le tapa también los ojos con la visera de la gorra.

Justo en ese instante recibe una llamada de Maria. Nanao se pone de pie y regresa al vestíbulo. Se sitúa junto a la ventanilla y se lleva el celular a la oreja.

—Asegúrate de bajar en Omiya. — Nanao sonríe amargamente. No hacía falta que le dijera eso—. ¿Y bien? ¿Estás disfrutando de tu viaje en el Shinkansen?

—No tuve tiempo de hacerlo. Estoy pasándola fatal. Acabo de dejar al Lobo en su asiento. Parece que está durmiendo. También escondí la maleta.

—¡Quién te vio y quién te ve!

—¿Sabes algo del propietario de la maleta?

—Solo que va en el vagón número tres.

—¿Nada más concreto? Sería de gran ayuda saber qué tipo de persona es.

—Si supiera algo te lo diría, pero eso es lo único que sé, de verdad.

—Vamos, échame la mano, Maria. — De pie junto a la puerta, Nanao puede sentir las vibraciones del tren en la vía. Sigue con el celular pegado a la oreja y apoya la frente en la ventanilla. Hace frío y ve pasar los edificios a toda velocidad.

En ese momento, la puerta que lleva a la parte trasera del tren se abre y alguien entra en el vestíbulo. Nanao oye entonces cómo se abre la puerta del baño. A continuación, quien sea que haya entrado vuelve a salir. Se oye un chasquido de lengua que revela la exasperación de esa persona.

«¿Alguien está buscando algo en el baño?».

Nanao echa un vistazo furtivo. Ve a un hombre alto y larguirucho. Va vestido con una chamarra, bajo la que distingue una camisa gris. Lleva el pelo revuelto como si acabara de levantarse de la cama. Y su mirada agresiva parece insinuar que está listo para pelearse con cualquiera con quien se encuentre. Nanao lo reconoce.

—¡Ah! Eso me recuerda una cosa... — dice al celular procurando que su voz suene natural, como si fuera un pasajero corriente que está manteniendo una conversación y mirando por la ventanilla. Permanece de espaldas al hombre que acaba de aparecer en el vestíbulo.

—¿Sucede algo? — Maria percibe el repentino cambio en el tono de voz de Nanao.

—Bueno, ya sabes, lo cierto es que... — Nanao sigue disimulando y haciendo tiempo hasta que el hombre entra en el vagón número seis y la puerta se cierra tras él. Luego vuelve a adoptar su tono de voz normal.

—Vi a alguien que conozco.

—¿A quién? ¿Alguien famoso?

—Uno de esos gemelos. Ya sabes, esos que se dedican a lo mismo que nosotros. Lima y limón o algo así.

El tono de voz de Maria se endurece.

—Limón y Mandarina. No son gemelos. Se parecen un poco y por eso todo el mundo cree que lo son, pero en realidad son por completo distintos.

—Uno de ellos acaba de pasar a mi lado.

—Limón es el que está obsesionado con Thomas y sus amigos y Mandarina es un tipo serio al que le gusta leer novelas. Limón es la típica persona de grupo sanguíneo B y Mandarina la típica del grupo A. Si alguna vez se casan, la cosa terminará en divorcio, eso seguro.

—Bueno, a simple vista no fue capaz de determinar su grupo sanguíneo — replica Nanao jovialmente para disimular sus nervios. Habría sido fácil averiguar cuál de los dos era si hubiera llevado una camiseta con un tren. Luego expresa en voz alta un creciente mal presentimiento—: ¿Crees que la maleta es suya?

—Podría ser. También podría ser que no estuvieran juntos en el tren. Antes trabajaban por separado.

—Alguien me dijo una vez que esos dos son los tipos más peligrosos de la mafia.

Fue hace ya tiempo, un día que se reunió con un conocido intermediario en una cafetería que abría toda la noche. Se trataba de un hombre decididamente obeso que en el pasado había hecho todo tipo de trabajillos, asesinatos por encargo y otras tareas peligrosas, pero que, al empezar a engordar, decidió bajar el ritmo hasta que al final se cansó y optó por dedicarse solo a hacer de intermediario. Cuando comenzó a ejercer el oficio todavía era algo nuevo, y como era persistente y mantenía buenas relaciones con todo el mundo, fue capaz de hacerse un nombre en ese nicho de mercado. Ya en la mediana edad había seguido aumentando de peso, así que cambiar de ocupación fue probablemente la decisión adecuada. «Siempre se me dio mejor establecer relaciones con la gente — le explicó a Nanao con cierta presunción—. Creo que estaba destinado a ser un intermediario». Para Nanao eso no tenía mucho sentido.

Luego ese intermediario le hizo una propuesta.

—¿Aceptarías un encargo aunque no te lo propusiera Maria? Lo digo porque tengo uno para ti. Aunque, eso sí, hay buenas y malas noticias. — Este tipo siempre estaba hablando de buenas y malas noticias.

—¿Cuáles son las buenas noticias?

—Está extremadamente bien pagado.

—¿Y las malas?

—Te las verías con unos tipos muy duros. Mandarina y Limón. Diría que ahora mismo son las personas de la mafiao con más garantías de llevar a buen puerto un encargo. Son los más violentos, y desde luego los más peligrosos.

Nanao lo rechazó sin pensárselo dos veces. No porque tuviera ningún problema con trabajar para alguien que no fuera Maria. Se debió más bien al repetido uso que había hecho el intermediario de la palabra «más» aplicada a esos dos tipos. No tenía intención alguna de ir contra alguien así.

—Preferiría no vérmelas con esos dos — protesta Nanao al celular.

—Puede que tú no quieras, pero eso no los detendrá a ellos. Si es que en efecto es su maleta, claro — dijo Maria en un tono de voz tranquilo—. En cualquier caso, declarar que alguien es el más peligroso de la mafia viene a ser como escoger las películas favoritas para los Óscar de este año: hay tantas opiniones como personas. Al fin y al cabo, hay muchos candidatos para elegir. Como el Empujón. ¿Has oído hablar de él, verdad? Es ese tipo que empuja a sus víctimas delante de coches o trenes en marcha para que sus muertes parezcan un accidente. Algunas personas opinan que es el mejor. Y durante un tiempo todo el mundo hablaba del Avispón.

Nanao conoce el nombre. Seis años atrás, el Avispón se hizo un nombre de la noche a la mañana tras colarse en las oficinas de Doncella, la organización más poderosa del hampa, y matar al jefe, Terahara. Mataba clavándoles una aguja envenenada a sus víctimas en el cuello o en la punta del dedo. Algunos rumores decían que el Avispón eran en realidad dos personas que trabajaban juntas.

—Pero ya nadie menciona al Avispón, ¿verdad? Fue flor de un día. Una estrella efímera. Igual que una abeja, supongo: capaz solo de una picadura.

—Si tú lo dices...

—La mayoría de las cosas que circulan por ahí sobre los viejos profesionales no son más que cuentos chinos.

Esto le recuerda a Nanao otra cosa que le dijo el orondo intermediario.

—Me encanta ver películas antiguas. No puedo evitar preguntarme cómo consiguieron unos resultados tan espectaculares sin imágenes generadas por computadora ni efectos especiales. Como, por ejemplo, en el caso de las películas alemanas de la época muda. ¡Son antiquísimas pero deslumbrantes!

—¿No crees que eso se debe precisamente a que son tan antiguas? Ya sabes, como sucede con las antigüedades.

El intermediario negó con la cabeza con teatralidad.

—No, no. Sucede a pesar del hecho de ser tan antiguas. Mira Metrópolis. De igual modo, antiguamente los profesionales eran duros de verdad. Diría incluso que más sólidos, más resistentes. Estaban en un nivel completamente distinto — dijo de forma apasionada—. ¿Y sabes por qué esos veteranos no pierden nunca?

—No, ¿por qué?

—Porque ya están muertos o jubilados, así que, en cualquiera de los dos casos, ya no pueden volver a perder.

—Supongo que tienes razón.

El intermediario asintió con solemnidad y comenzó a relatar algunas batallitas de sus amigos legendarios.

—Quizá si me jubilo ahora yo también me convertiré en una leyenda — dice Nanao al celular.

—Sin duda — responde Maria—. Serás recordado como el hombre que fue incapaz de bajar del tren en la estación de Ueno.

—Lo haré en Omiya.

—Buena idea. Así no podrán decir que eres el hombre que no pudo bajar del tren en Omiya.

Nanao cuelga y vuelve a su asiento original en el vagón número cuatro.