El Príncipe

El Príncipe retira la cinta adhesiva de las muñecas y los tobillos de Kimura, dejándolo libre. Esto, sin embargo, no le preocupa lo más mínimo. Si Kimura se dejara llevar por sus sentimientos y se pusiera violento, pondría en peligro a su hijo. A estas alturas, eso ya le quedó claro. Sabe que el Príncipe no está blofeando y que no mentiría sobre algo así. Y ahora, además, este le pidió ayuda, lo cual sugiere que, si hace un buen trabajo, su hijo podría salvarse. Hay muchas cosas que Kimura podría hacer para escapar de esta situación, pero las posibilidades de que ponga voluntariamente en peligro a su hijo son muy escasas. Mientras piensen que las cosas todavía pueden resolverse de forma favorable, las personas tienden a evitar los actos desesperados.

—¿Qué quieres que haga? — pregunta Kimura con hosquedad mientras se frota la zona de los tobillos que tenía atada con cinta adhesiva. Debe ser humillante para él aceptar órdenes de alguien a quien odia, pero se esfuerza en contener sus emociones. El Príncipe lo encuentra muy divertido.

—Vamos a ir juntos a uno de los vestíbulos que hay un poco más atrás. ¿Recuerda el bote de basura que hay en la pared? La maleta se encuentra ahí.

—¿Cabe en el bote de basura?

—No. Yo tampoco lo sabía, pero resulta que la pared en la que está la bolsa de basura es en realidad un panel que se abre.

—¿Y ahí es donde el tipo de los lentes oscuros la escondió? Bien, ¿y cuando tengamos la maleta qué hacemos? No se trata de un bulto exactamente pequeño. Si la traemos aquí y la dejamos junto a nuestros asientos, la verán.

El Príncipe asiente. La maleta no es muy grande, pero aun así no pueden esconderla en ningún lugar cercano a sus asientos.

—Podemos hacer dos cosas — indica mientras salen del vagón. Una vez en el vestíbulo se acerca a la ventanilla y se voltea hacia Kimura—. La primera es que nos la guarde el conductor.

—¿El conductor?

—Sí. Le llevamos la maleta, le explicamos la situación y le pedimos que nos la guarde. Imagino que hay unos armarios o algo así para empleados donde puede dejarla. En ese caso, el propietario nunca la encontrará.

—¿Y se puede saber qué le dirás? ¿Que encontraste una maleta en el pasillo? ¿O que se cayó de la bandeja? En cualquiera de esos casos, se limitará a anunciarlo por el altavoz y todos los pasajeros del tren se enterarán. Los que quieran la maleta harán cola delante de las taquillas para tenerla.

—Le explicaría algo mejor que eso. Como, por ejemplo, que se trata de mi maleta, pero que el hombre que va sentado a mi lado no deja de mirarla y que, como temo que quiera robármela, me preguntaba si sería posible que me la guardara hasta que bajara del tren. Algo así. — Cuando menciona al hombre que va sentado a su lado, señala a Kimura.

—¡Bah, eso no suena nada sospechoso!

—Si lo dice un estudiante de aspecto honesto como yo...

Kimura suelta un resoplido para dejar claro el desdén que le provoca ese plan. Aun así, es consciente de que al Príncipe no le costaría demasiado convencer al conductor.

—Puedo recuperar la maleta cuando lleguemos a Morioka o, si por alguna razón eso parece problemático, puedo simplemente dejarla ahí. Quiero saber qué hay en su interior, pero es más importante que permanezca oculta. De ese modo, podré manipular a la gente que la quiere.

—¿Como a tus compañeros de clase, con las estampas coleccionables de robots?

—Exacto. Aunque también pensé en otra cosa que puedo hacer con ella. Quedarme el contenido. — La maleta que preocupa tanto al hombre de los lentes oscuros tiene un cierre de combinación de cuatro dígitos—. Puedo ir probando combinaciones hasta que se abra.

—¿Vas a probar todas las combinaciones posibles? ¿Tienes alguna idea de cuántas son? Buena suerte, chico. — Está claro que a Kimura le parece una idea estúpida que solo podría haber concebido un niño. Al Príncipe le da pena ese hombre y su incapacidad para escapar de sus prejuicios.

—No sería yo quien lo hiciera, sino usted. La llevaría al baño y comenzaría a probar combinaciones.

—¡Y una mierda! ¿En el baño? ¡Ni hablar!

El Príncipe contiene la risa. Le divierte la facilidad con la que Kimura pierde los estribos.

—Señor Kimura, estoy cansándome de decírselo una y otra vez, pero si no hace lo que le digo su hijo sufrirá las consecuencias. Sería mucho mejor para él que se llevara usted la maleta al baño y comenzara a probar combinaciones. Mucho mucho mejor.

—Si estoy mucho rato en el baño el conductor terminará enterándose.

—Yo vendré a ver cómo está la situación de vez en cuando. Si veo que se forma cola, le avisaré. Entonces usted sale, espera a que se despeje y luego vuelve a entrar. Tampoco es que haya nada malo en probar combinaciones del cierre de una maleta. Hay muchas excusas posibles para algo así.

—Estaré probando combinaciones hasta que me muera. No tengo ninguna intención de hacerme viejo en ese baño.

El Príncipe se pone otra vez en marcha. Entra en el siguiente vagón y recorre el pasillo fantaseando sobre lo que debe de estar pensando Kimura mientras lo sigue. Este va justo detrás, mirando la espalda de la persona que empujó a su hijo de un tejado. Sin duda, le gustaría abalanzarse sobre él. Sus deseos violentos son palpables. Si no estuvieran en el tren, agarraría al Príncipe por el brazo, lo atraería hacia él y lo estrangularía hasta matarlo. Pero Kimura no puede hacer nada de eso. Para empezar, porque en el Shinkansen hay demasiado público, pero sobre todo porque la vida de su hijo pende de un hilo.

El mero hecho de imaginar la exasperante frustración que debe de sentir Kimura llena al Príncipe de calidez y bienestar.

—Señor Kimura — dice por encima del hombro mientras recorren el vagón número seis. En efecto, al atisbar el rostro de Kimura, le complace comprobar que está contraído por el esfuerzo que le supone contener la ira que siente. El Príncipe se regodea en ello—. No tardará tanto como piensa en encontrar la combinación correcta. Se trata de un número entre el 0000 y el 9999, de modo que hay diez mil combinaciones posibles. Digamos que prueba una cada segundo. Eso le llevará diez mil segundos. Unos ciento sesenta y siete minutos. Menos de dos horas y cincuenta minutos. Y estoy seguro de que no hará falta tanto tiempo. Probablemente, podrá probar más de una combinación por segundo. Y, además...

—¿Lo has calculado mentalmente? ¡Qué chico más listo! — dice Kimura con sorna, pero al Príncipe esto no hace sino parecerle más estúpido.

—... además, decía, le sorprendería lo afortunado que soy. Incluso cuando actúo de un modo más o menos azaroso, las cosas suelen salirme bien. Gano sorteos y cosas así continuamente. Siempre fue igual. Es algo casi sobrenatural. Así que estoy convencido de que encontrará la combinación correcta bastante rápido. Quizá incluso en los primeros treinta minutos. Seguro que se trata de un número entre el 0000 y el 1800.

Llegan al siguiente vestíbulo. Está vacío. El Príncipe se dirige directo a la bolsa de basura que hay en el contenedor de la pared.

—¿Está ahí? — Kimura se coloca a su lado.

—Mire — señala la protuberancia redonda—. Presione eso y luego jale la manilla que aparecerá.

Kimura hace lo que el Príncipe le dice y extiende la mano, pulsa y tira. El panel se abre. Deja escapar un grito ahogado de sorpresa. El Príncipe se inclina hacia delante y ambos miran en el interior del contenedor. Ahí está, en el estante superior: la maleta negra.

—Es esa. Vamos, tómela.

Kimura se queda momentáneamente absorto con la revelación del compartimento secreto, pero las palabras del Príncipe lo devuelven a la realidad. Extiende la mano y agarra la maleta. Al mismo tiempo que la deja en el suelo, el Príncipe vuelve a cerrar el panel con cuidado.

—Vamos, señor Kimura, entre en el baño y comience a probar combinaciones — ordena el Príncipe, señalando la puerta del baño—. Deberíamos acordar una señal. Si hay algún problema, llamaré a la puerta con los nudillos. Algún otro pasajero también podría hacerlo, así que debería tratarse de una llamada especial que pueda reconocer. Si veo que hay cola y tiene que salir un momento, golpearé cinco veces seguidas: pum-pum-pum-pum-pum. Dudo que nadie más haga algo así. Y, si veo que se acerca alguien sospechoso, golpearé tres veces haciendo una pausa entre el segundo y el tercer golpe: pum-pum, pum.

—¿A quién te refieres con lo de sospechoso?

—Quizá el hombre de los lentes oscuros. — Mientras lo dice, el Príncipe piensa en este tipo de aspecto afligido. Está seguro de que si este le acusara de haberle robado la maleta no tendría muchos problemas en convencerlo de que no fue así. Algunas personas son difíciles de manipular, otras en cambio son fáciles. No es algo que tenga tanto que ver con su inteligencia o sus aptitudes como con su carácter y su psicología esenciales. La gente que se deja mangonear no se vuelve más astuta con la edad. Por eso, siempre hay oportunidades para estafadores y timadores—. O el otro más alto que estaba buscando la maleta. — Este, en cambio, parecía más peligroso y daba la impresión de estar dispuesto a actuar con violencia sin pensárselo dos veces—. Si alguien así aparece, llamaré dos veces y, después de una pausa, una tercera vez.

—Pum-pum, pum. ¿Y entonces qué hago?

El Príncipe no puede evitar esbozar una sonrisa. Kimura ya está comenzando a depender de él y a pedirle su opinión. Casi le entran ganas de animarlo a que piense por sí mismo.

—Dependerá de la situación. Usted limítese a esperar dentro y manténgase alerta. Cuando la persona vuelva a alejarse, volveré a llamar a la puerta; esta vez, solo un golpe con los nudillos.

—¿Y si no parece que tenga intención de marcharse?

—Ya se me ocurrirá algo. De todas formas, no creo que pueda imaginarse que está usted dentro intentando averiguar la combinación, así que dudo que se quede mucho rato.

—La verdad es que no esperaba un plan tan impreciso de ti.

Kimura lo dice a modo de burla, pero el Príncipe no le hace el menor caso. No ve necesidad alguna de contar con un plan más complejo. Le parece más importante ser flexible, mantener la calma cuando algo suceda y, en ese caso, decidir el siguiente paso.

—Bueno, señor Kimura, llegó el momento. Entre, encuentre la combinación y abra la maleta. ¡Preparados, listos, ya! — El Príncipe tira de la manga de Kimura en dirección al baño.

—¡Oye, tranquilo! ¿Quién te crees que eres para ir dándome órdenes? ¿Acaso piensas que simplemente voy a hacer todo lo que me digas?

—Sí, eso es lo que pienso. Si regreso y no está en el baño, o si intenta huir a algún lugar, haré una llamada. Ya sabe, al amigo que tengo en el hospital. Y, en ese caso, todo habrá terminado para su hijo. ¿No son peligrosos los celulares? Uno puede hacer de todo con ellos.

Kimura fulmina con la mirada al Príncipe, pero este no le presta atención y se limita a abrir la puerta del baño. Kimura entra sin dejar de refunfuñar y, una vez dentro, cierra con el pasador.

El Príncipe consulta la hora en su reloj. El tren está a punto de llegar a Omiya, pero todavía falta mucho para Morioka. Tiene el presentimiento de que antes habrán conseguido abrir la maleta.

Mientras el Príncipe espera en el vestíbulo, la puerta que da al vagón número cinco se abre con un ruido parecido al de una ráfaga de viento.

Es el hombre de los lentes oscuros. Va vestido con una chamarra tejana y unos pantalones cargo. Las arrugas en las comisuras de los ojos le dan un aire amable, como si sonriera a menudo. Procurando actuar con normalidad, el Príncipe se acerca a la puerta del baño y llama golpeando primero dos veces y luego una tercera vez. Intenta que parezca que lleva un rato esperando y que está a punto de darse por vencido. Luego se voltea como si acabara de fijarse en el hombre de los lentes oscuros.

—¡Ey, hola! — dice—. ¿Se encuentra bien su amigo?

—¡Ah, eres tú! — Un amago de irritación parece esbozarse fugazmente en el rostro del hombre. Apenas es perceptible, pero al Príncipe no se le escapa. «Le parezco un incordio», advierte. No es una reacción infrecuente. Algunos adultos quedan deslumbrados ante los alumnos ejemplares, pero para otros resultan insoportables—. Sigue inconsciente. Durmiendo. Los borrachos son un auténtico engorro, ¿verdad? — Se detiene y se rasca la sien. Luego se voltea hacia el bote de la basura de la pared y echa un vistazo al Príncipe.

—¿Sucede algo? — pregunta este con amabilidad, aunque sabe exactamente qué es lo que quiere hacer el hombre: comprobar si la maleta todavía está ahí. La escondió hace muy poco, así que el Príncipe se sorprende de que tarde tan poco tiempo en acudir a hacerlo.

«Está más nervioso de lo que creía». El Príncipe cambia la opinión que se había formado de este hombre. Con toda seguridad, en realidad es de esos que al salir de casa comienzan a preguntarse si han cerrado con llave la puerta y han apagado el gas.

—No, nada. — Está claro que quiere que el Príncipe se marche y lo deje solo. No pierde la compostura, pero parece agitado.

El Príncipe consulta el celular como si de repente recibiera una llamada.

—Discúlpeme — dice a continuación, fingiendo que se pone a hablar por teléfono mientras se aleja en dirección a la puerta. Concluye que, si cree que nadie le mira, el hombre intentará abrir el panel. Y, en efecto, por el rabillo del ojo registra sus movimientos nerviosos delante del contenedor de la basura.

Se oye un leve ruido metálico. Seguro que se trata del panel al abrirse, pero el Príncipe se obliga a sí mismo a no mirar. Imagina la expresión de desconcierto del hombre al descubrir que la maleta desapareció y reprime una sonrisa.

—¡No puede ser! — protesta el hombre. El Príncipe termina su falsa llamada y, tras acercarse de nuevo a la puerta del baño, le pregunta inocentemente al hombre si algo está mal. Este ni siquiera se ha molestado en cerrar de nuevo el panel y permanece inmóvil ante el contenedor con el rostro pálido y la boca abierta.

—¡Vaya! ¡La pared se abre! — dice el Príncipe con despreocupación.

El hombre se tira del pelo y luego se quita los lentes y se frota los ojos. Es un gesto de consternación tan estereotipado que el Príncipe no esperaría verlo ni en un personaje de manga, pero está claro que el hombre no pretende ser gracioso. Está desconcertado de verdad. Lo único que el Príncipe no entiende es lo que dice a continuación:

—Lo sabía.

—¿Lo sabía? ¿Qué es lo que sabía?

El hombre, en apariencia conmocionado, ni siquiera se molesta en inventarse algo.

—Ahí dentro había una maleta. La maleta con la que me viste antes. Mi maleta. La había dejado ahí.

—¿Y por qué la había dejado ahí? — El Príncipe interpreta el papel del estudiante inocente y bienintencionado.

—Es una larga historia.

—¿Y ahora no está? ¿Y por qué dijo que ya lo sabía? ¿Qué quuiso decir?

—Sabía que pasaría esto.

«¿Sabía que se la robarían? — Esta idea incomoda algo al Príncipe—. ¿Está diciendo que sabía que yo la robaría?». La posibilidad de que ese tipo haya adivinado sus intenciones le parece tan improbable que casi lo acusa de mentir, pero se contiene.

—¿Sabía que la maleta desaparecería?

—No, específicamente no. Si hubiera sabido eso, no la habría dejado aquí. Es solo que siempre me pasan este tipo de cosas. Todo lo que hago termina saliendo mal. En cuanto pienso algo que sería terrible que pasara, eso es justo lo que sucede. Hace un momento, pensé que tendría un grave problema si la maleta desapareciera, así que vine a comprobar que siguiera aquí. Y, por supuesto, desapareció. — Mientras habla, el hombre parece estar cada vez más al borde de las lágrimas.

«Ah, de modo que es eso», piensa el Príncipe, aliviado.

—Tiene que ser duro — dice con amabilidad—. ¿Dijo que tendría problemas si la maleta desaparece?

—Problemas gordos. Muy muy gordos. Debía bajar del tren en Omiya.

—¿Y no puede hacerlo sin la maleta?

El hombre mira al Príncipe y parpadea con rapidez. Al parecer, esa posibilidad no se le había ocurrido. Ahora parece estar imaginando qué sucedería si la llevara a la práctica.

—Supongo que podría hacerlo. Si es que quiero pasarme el resto de la vida huyendo.

—Lo que hay dentro de esa maleta debe de ser muy importante. — El Príncipe se lleva entonces los dedos a la boca en un gesto claramente sobreactuado, pero que hace a sabiendas de que reforzará su imagen de chico inofensivo—. ¡Un momento! — exclama de repente, alzando la voz y arrastrando las sílabas—, ahora que lo menciona, la vi hace poco. Su maleta, quiero decir.

—¿Qué? — El hombre abre los ojos como platos—. ¿D-dónde?

—De camino al baño me crucé con un hombre con una maleta negra. Era alto y llevaba puesta una chamarra. Tenía el pelo más bien largo.

Al principio el hombre de los lentes oscuros lo escucha con cierto recelo, pero al cabo de un momento comienza a fruncir el ceño.

—Limón o Mandarina.

El Príncipe no termina de comprender por qué diablos menciona esas frutas.

—¿En qué dirección se fue?

—No lo vi.

—Ah... — El hombre mira a un lado y a otro, en dirección a la parte frontal y trasera del tren, intentando decidir por dónde debería iniciar su búsqueda—. ¿En qué dirección crees tú que fue? ¿Qué dice tu instinto?

—¿Cómo? — «¿Por qué habría de importarle mi instinto?».

—Todo lo que hago sale mal. Si voy en dirección al vagón número seis, quien sea que tenga la maleta habrá ido en la otra dirección, pero si comienzo a buscar por el cinco, la dirección que habrá tomado será la opuesta. Escoja la opción que escoja, seguro que al final habrá un cambio.

—¿Un cambio? ¿A qué se refiere?

El hombre traga saliva como si no supiera bien qué decir. Al final, opta por explicarse:

—A que alguien cambiará la opción válida, ¿de acuerdo? Como si hubiera alguien mirándonos desde arriba y tirando de los hilos de nuestras vidas.

—Yo no creo nada de eso — dice el Príncipe—. Nadie tira de ningún hilo. No hay ningún dios del destino y, si por alguna casualidad hay un dios, creo que nos metió a los humanos en una vitrina y se olvidó de nosotros.

—Entonces estás diciendo que mi mala suerte no es culpa de Dios.

—Es difícil de explicar. Digamos que uno tiene un tablero que está inclinado y deja caer encima unos perdigones o unos guijarros. Todos tomarán su propia dirección y seguirán su propio curso, pero no porque nadie lo determine con anterioridad o decida cambiar su dirección a mitad de la caída. El recorrido que hagan y el lugar en el que terminen cayendo dependerá fundamentalmente de la forma de cada uno y de la velocidad que alcancen.

—Entonces lo que estás diciendo es que tengo mala suerte por naturaleza y que esto no cambiará nunca, haga lo que haga y por mucho que me esfuerce.

El Príncipe esperaba que sus palabras provocaran al hombre y le hicieran perder los estribos, no que fuera a sentirse por completo abatido.

—¿Cuál es su número favorito?

—¿Por qué? — El hombre parece desconcertado por la pregunta, pero a pesar de su confusión contesta sin dudar—: Siete. Incluso forma parte de mi nombre. Me llamo Nanao. Se supone que el siete es el número de la suerte, ¿no?

—Entonces ¿por qué no mira en el vagón número siete? — El Príncipe señala la parte frontal del tren.

—No sé. Tengo la sensación de que terminará siendo la dirección equivocada — dice el hombre—. Iré hacia el otro lado. — Comienza a alejarse hacia la parte trasera. El tren llegará a Omiya de un momento a otro.

—¡Espero que la encuentre!

El Príncipe se acerca a la puerta del baño y golpea con los nudillos una sola vez. «La maleta que está usted buscando se encontraba aquí mismo, pero se ha limitado a pasar de largo. Realmente, tiene mala suerte».