—Bueno, mi querido Mandarina, ¿y ahora qué hacemos? — Limón va sentado en el asiento del medio, entre el cadáver, que está en el de la ventanilla, y Mandarina, en el del pasillo—. Cambiemos de lugar. No me gusta ir en medio.
—¿A qué rayos vino eso? — Mandarina parece enfadado, y claramente no tiene intención alguna de cambiar de asiento.
—¿Qué quieres decir?
—Sabías que el hombre de Minegishi estaba en el andén.
—Claro que lo sabía. No soy idiota. Por eso lo saludé.
—Que lo hicieras tú no supone ningún problema — dice Mandarina en voz baja y como si masticara las palabras, haciendo todo lo posible para contener su ira—. ¿Por qué usaste también su mano? — pregunta, señalando al Pequeño Minegishi, que sigue apoyado en la ventanilla con los ojos cerrados.
Limón suelta una risita.
—Hablas como ese programa de la tele en el que se cuelan en los dormitorios de personas que todavía duermen, ya sabes, susurrando exageradamente. — Al decir esto, Limón recuerda una cosa que le contaron una vez—. Por cierto, hablando de colarse en dormitorios, ¿has oído hablar del profesional que odiaba que lo despertaran?
Mandarina no parece estar de humor para charlas despreocupadas, pero contesta con sequedad:
—Sí.
—Al parecer, cuando alguien lo despertaba perdía los estribos y disparaba a la persona que lo había hecho. Dicen que una vez se enojó al ver cómo alguien despertaba a otra persona.
—Sí, sí. Se enojaba incluso con sus socios y clientes cuando intentaban despertarlo. Al final, todo el mundo procuraba ponerse en contacto con él indirectamente, sin tener que ir a su casa. Oí esas malditas historias. Como lo de que le dejaban mensajes en el pizarrón de la estación de tren.
—¿Igual que Ryo Saeba? — Limón no cree que Mandarina vaya a captar la referencia al viejo manga. Y, en efecto, este le pregunta que quién es ese, a lo que Limón responde—: Otro tipo duro de antaño. Hablando de tiempos pretéritos, ¿todavía existen los pizarrones de las estaciones de tren?
—Lo importante, puesto que nunca lo captas, es que la comunicación puede llegar a ser un aspecto muy peliagudo en nuestro ámbito profesional. Saber cómo hacerle llegar la información a alguien de forma segura y sin dejar pruebas. Si las cosas terminan siendo demasiado complicadas, es que seguro que no es un sistema válido.
—Supongo que tienes razón.
—Como lo que comentábamos antes de comunicarnos mediante vallas publicitarias digitales. Pongamos que quisiéramos probar algo así; para ello, necesitaríamos infiltrar a alguien en la empresa que se encarga de programar los carteles o coaccionar a la persona de esa empresa que esté a cargo de hacerlo.
—Bueno, si lo pones así, lo único que tendríamos que hacer es obtener el control de esa empresa y ya está.
—A eso me refiero. El esfuerzo no valdría la pena.
—En cualquier caso, al parecer el tipo que odiaba que lo despertaran era alucinante. Al menos, eso es lo que oí. Dicen que era un tipo realmente duro. Una auténtica leyenda.
—Las leyendas comienzan porque alguien se las inventa. Seguro que ese tipo nunca existió. Decir que alguien es una leyenda es casi lo mismo que decir que es un mito. Lo más probable es que algunos tipos le dieran muchas vueltas a cómo transmitirles mensajes a otros, y uno de ellos terminó fantaseando sobre un asesino al que no le gustaba que lo despertaran. En mi opinión, a este tipo no lo despertaban nunca porque en realidad no existía. — A medida que va hablando, Mandarina va subiendo el volumen de su voz.
—Yo nunca te despierto porque soy una buena persona.
—No, se debe simplemente al hecho de que siempre te despiertas más tarde que yo.
—Mira, solo pensé que sería una buena idea hacer que el chico se moviera para que no pareciera que está muerto.
—Cuando alguien se supone que está durmiendo y de repente saluda con la mano, o es una marioneta gigante, o un cadáver cuya mano está moviendo otra persona.
—¡Oye, vamos! Estoy seguro de que la cosa fue bastante bien. — Limón comienza a menear las piernas, nervioso—. El tipo ese con el pelo peinado hacia atrás seguro que llamó a Minegishi para resumir la situación en cuatro palabras: «Todo va requete-bien». Requete-bien cuenta como dos palabras.
—Desde luego que lo llamó. «Señor Minegishi, había algo raro con su hijo. Creo que hay algún problema».
—Espera, no he podido contar la cantidad de palabras.
—¡Eso no importa!
Limón se voltea hacia Mandarina y repara en la severidad de su expresión. «¿Por qué siempre está tan estresado?».
—Está bien. Lo que tú digas. En tu opinión, pues, ¿cuál es ahora la situación?
Mandarina consulta la hora en su reloj.
—Si yo fuera Minegishi, enviaría a mis hombres a la siguiente estación. Hombres peligrosos, armados hasta los dientes. Haría que esperaran en el andén y me aseguraría de que los dos tipos del tren a los que contraté no consiguieran huir. Y si se quedaran en el tren, haría que mis hombres subieran a bordo. Aprovecharía que en este Shinkansen quedan muchos asientos vacíos y ahora mismo estaría comprando los boletos de todos.
—Me dan lástima los dos tipos del tren.
—Sí, me pregunto quiénes serán.
—Entonces crees que cuando el tren llegue a Sendai un puñado de indeseables van a invadir el tren. La cosa no luce bien. — Limón imagina el tren llenándose de hombres barbudos blandiendo pistolas y cuchillos. La imagen le resulta molesta—. ¿Es posible que también haya chicas que trabajen para Minegishi? ¿Chicas que puedan atacarnos en bikini?
—No importa quiénes sean si van armadas. Mientras tú te dedicas a mirarles las tetas, te matarán de un disparo.
La puerta en la parte frontal del vagón se abre deslizándose a un lado y entra un joven procedente del vagón número cuatro.
—Señor Limón — dice Mandarina en voz baja, lo cual hace que Limón preste atención.
—¿Qué sucede, mi querido Mandarina?
—¿Te gustaría oír una historia divertida?
—No, gracias. Cuando un tipo serio como tú dice que tiene una historia divertida, el noventa por ciento de las ocasiones se trata de una porquería.
Mandarina prosigue sin hacerle caso.
—El otro día me encontré con alguien a quien conozco del barrio.
Ahora Limón sabe qué está insinuando su compañero. Contiene una sonrisa.
—¡Ah, sí! Yo también lo conozco.
—No me digas.
La conversación termina ahí.
El paisaje que se ve por la ventanilla va cambiando a toda velocidad. Limón avista un campo de práctica de golf y un edificio de departamentos que rápidamente se pierden en la distancia. Comienza a pensar en Thomas.
—En Thomas y sus amigos, el director del Ferrocarril Noroeste, sir Topham Hatt, le dice a Thomas y a todos los demás: «Son unos trenes muy útiles». Eso es lo que dice.
—¿Quién es este sir Topham Hatt?
—Ya te lo expliqué otras veces. El Inspector Gordo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? El director del Ferrocarril Noroeste, que siempre lleva un sombrero negro de seda. Elogia a los trenes que trabajan duro y regaña a los que no. Es muy respetado por todos. Viene a ser el jefe de todos los trenes de Sodor, así que es genial que alguien como él te diga algo así.
—¿El qué?
—«Son unos trenes muy útiles». Cualquiera sería feliz si alguien le dijera que es útil. A mí me encantaría que alguien me dijera que soy un gran tren.
—En ese caso, deberías ser más útil. Sin ir más lejos, hoy tú y yo somos lo más alejado que existe de un tren útil.
—Eso es porque no somos trenes.
—¡Eres tú quien sacó el tema de los trenes! — protesta Mandarina.
—Déjame ver esas calcomanías que te di antes.
—Ya te las devolví.
—¡Ah, sí! — Limón toma la hoja de calcomanías que guarda doblada en el bolsillo—. ¿Cuál es Percy?
—Ni lo sé ni me importa.
—¿Cuántos años hace que trabajamos juntos? Muchos. Hazme un favor e intenta recordar quién es quién en Thomas y sus amigos. Al menos apréndete sus nombres.
—¿Y tú? ¿Acaso has leído alguno de los libros que te recomendé? ¿El color prohibido? ¿Qué hay de Los demonios?
—Ya te dije que no me interesan. Los libros que me recomiendas no tienen dibujos.
—Y lo único que tú recomiendas son un montón de locomotoras de vapor.
—También hay locomotoras diésel. En cualquier caso, quería decirte algo más importante. Tuve un momento de inspiración.
—¿De qué se trata?
—Un plan.
—Cuando un tipo descuidado dice que tiene un plan, el noventa por ciento de las ocasiones se trata de una porquería de plan, pero oigámoslo de todos modos.
—De acuerdo, ahí va. Dices que tenemos que encontrar a la persona que asesinó al Pequeño Minegishi o, si no, encontrar al menos la maleta perdida. En caso contrario, Minegishi se enfadará con nosotros.
—Así es. Y no hemos encontrado ninguna de las dos cosas.
—El problema es que no estamos enfocando bien este asunto. O, mejor dicho, simplemente estamos haciendo las cosas mal. Pero eso no es razón para sentirse contrariado. Todo el mundo mete la pata alguna vez.
—¿No decías que tenías un plan?
—Sí. — Los labios de Limón esbozan un amago de sonrisa.
La expresión de Mandarina se endurece.
—Que no te oiga nuestro amigo del barrio.
—Tranquilo — responde Limón—. Examen sorpresa. Aquí una famosa cita: «No busques un culpable. Crea uno». ¿Sabes quién lo dijo?
—Pues supongo que Thomas o alguno de sus amigos.
—No todo lo que digo tiene que estar relacionado con Thomas. ¡Fui yo! ¡Yo lo dije! Estoy citándome a mí mismo: no busques un culpable. Crea uno.
—¿Y qué significa eso exactamente?
—Escogemos a alguien que vaya en el Shinkansen, a cualquiera, y lo convertimos en culpable.
La expresión de Mandarina cambia un poco y a Limón no se le pasa por alto. «¡Bueno bueno...! ¡Mira a quién le gusta mi plan!».
—No está mal — murmura Mandarina.
—¿Verdad?
—Pero eso no significa que Minegishi vaya a tragárselo.
—Quién sabe. En cualquier caso, es mejor que quedarse aquí sentados sin hacer nada. Yo y tú... Es decir, tú y yo metimos la pata. Permitimos que mataran al niño rico y perdimos la maleta. Como es obvio, Minegishi se pondrá furioso. Pero el hecho de que le entreguemos al asesino podría cambiar un poco las cosas, ¿no?
—¿Y qué hay de la maleta?
—Podríamos decir que el asesino se deshizo de ella o algo así. A ver, no creo que esto vaya a solucionarlo todo, pero si podemos hacer que parezca que todo este relajo fue culpa de otro, quizá podría, esto, ya sabes...
—¿Mitigar la furia de Minegishi?
—Sí, eso es justo lo que iba a decir.
—¿Y a quién culpamos?
A Limón le alegra que Mandarina esté dispuesto a seguir su plan y quiere comenzar de inmediato, pero, al mismo tiempo, le parece un fastidio tener que ponerlo en marcha.
—¿De veras vamos a hacerlo?
—Es idea tuya. Si lo único que piensas hacer es tocarte los huevos, voy a terminar enfadándome, Limón. Hay un pasaje en un libro que me gusta que dice: «Odio a ese hombre. Pues incluso mientras la tierra se abre bajo sus pies y las rocas caen sobre su cabeza, una amplia sonrisa deja a la vista sus dientes y comprueba que no se le haya estropeado la base de maquillaje. Mi desprecio se convierte en una tormenta y es por su culpa que arraso este lugar».
—Está bien, está bien. — Limón le indica con la mano que se calme—. No te enfades.
Limón sabe bien lo peligroso que Mandarina puede llegar a ser cuando se enfada. Por lo general, se limita a leer sus novelas y no parece para nada agresivo, pero cuando pierde la paciencia se convierte en una persona despiadada y resulta casi imparable. Partiendo de su conducta es imposible saber si está enfadado o no, y eso le hace todavía más peligroso. Estalla de golpe, sin advertencia previa. Es algo terrible. Limón sabe, sin embargo, que cuando Mandarina comienza a citar libros y películas es mejor tener cuidado. Parece como si, al enojarse, la caja de recuerdos que hay en su memoria se volcara y vertiera su contenido, haciendo que comience a citar frases de sus novelas y películas favoritas. Es la señal más clara de que está a punto de estallar.
—Entendido. Me comportaré. — Limón alza algo las manos—. Sé a la perfección a quién podemos echarle la culpa.
—¿A quién?
—Ya sabes, a alguien que es muy probable que sepa quién es Minegishi.
—¿Nuestro amigo del barrio?
—Ese mismo.
—Sí, es una buena idea. — Mandarina se pone de pie—. Debo ir al baño.
—Un momento, ¿qué sucede?
—Quiero mear.
—¿Y qué hago si tengo la oportunidad de actuar antes de que hayas regresado? Ya sabes, si surge la ocasión de hablar con nuestro amigo del barrio. ¿Y si no estás aquí?
—Tú puedes. Sabrás arreglártelas solo, ¿no? Además, probablemente será más fácil que esa oportunidad surja si no estamos los dos.
Limón no puede evitar sentir cierto regocijo por esa demostración de confianza de Mandarina.
—Está bien, de acuerdo.
Limón observa cómo su compañero sale del vagón. Luego se inclina hacia el cadáver del Pequeño Minegishi, coloca la mano en la parte trasera de su cabeza y, moviéndola hacia delante y hacia atrás como si manejara una marioneta, dice con voz de ventrílocuo:
—Eres un tren útil, Limón.