Fruta

Mandarina sale del baño y se dirige al lavabo sin demasiada prisa.

Reconoció al instante al tipo que entró en el vagón número tres. También trabaja en la mafia. Parece un poco más joven que Limón y él, y sus lentes de sol le dan un aire intelectual. Por alguna razón, también da impresión de ser algo inexperto: procuraba actuar con naturalidad, pero se le veía muy nervioso. Cuando pasó a su lado tuvo que esforzarse para no mirarlos.

Mandarina, por su parte, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse.

El momento no podría haber sido más oportuno.

«He aquí nuestro chivo expiatorio, justo a tiempo». Si querían endilgarle su metida de pata a otra persona, tal y como había sugerido Limón, no habrían podido pedir una víctima más idónea que este individuo en particular. Su llegada fue como un rayo de luz en un callejón a oscuras.

Mandarina dejó que Limón se encargara de él porque tenía que ir a mear. No quería tener que estar aguantándose el pipí cuando las cosas se pusieran serias, y pensó que sería mejor ir al baño mientras todavía tenía tiempo. No le pareció muy probable que Limón fuera a tener algún problema ocupándose él solo de ese tipo.

«El hombre de los lentes de sol. Se trata del tipo que trabaja para Maria». Mientras meaba, recordó lo que sabía sobre él. Se dedica a lo mismo que ellos, lo que significa que no es demasiado quisquilloso sobre los encargos que acepta realizar y que sabe hacer de todo. Nunca han trabajado con él, pero se rumora que es bueno a pesar de ser relativamente nuevo en la mafia.

«Aunque sea bueno, dudo que sea rival para Limón — piensa Mandarina mientras se lava con cuidado las manos—. Estoy seguro de que, a estas alturas, ya recibió una buena paliza y no supondrá ningún problema». Se frota los dedos uno a uno, luego cierra la llave y coloca las manos debajo del secador.

El delgado celular que lleva en el bolsillo trasero comienza a vibrar en silencio. Mandarina reconoce el número que ve en la pantalla: es Momo, una mujer gorda dueña de una pequeña librería para adultos en Tokio. Se trata de una tienducha que vende de todo, desde cosas meramente sugerentes hasta la pornografía más extrema. En sus anaqueles puede encontrarse una exhaustiva selección de revistas para aquellas personas anticuadas que todavía prefieren el porno en papel. A pesar de contar con suficientes clientes habituales para mantenerse a flote, las ventas tampoco son nada del otro mundo. La tienda, sin embargo, es además un importante foco de información de los barrios bajos. Con los años, Momo se ha convertido en un nodo central de la red de información criminal. Según el encargo que tengan que realizar, Mandarina y Limón acuden a ella para comprar información, y, a veces, para venderla.

—Mandarina, querido, ¿tienes problemas? — pregunta Momo por teléfono.

El traqueteo de las vías hace que le cueste oírla bien. Mandarina se acerca a la ventanilla y, alzando la voz, finge no saber de qué le habla.

—¿A qué te refieres?

—Oí que Minegishi está reclutando hombres para que acudan tanto a Sendai como a Morioka.

—¿Sendai? ¿Por qué iba Minegishi a convocar a gente en Sendai? ¿Se trata acaso de una de esas quedadas de amigos virtuales de las que siempre oigo hablar?

Mandarina oye el suspiro que exhala Momo.

—Limón tiene razón, tus chistes son realmente malos. No hay nada menos divertido que alguien serio intentando ser divertido.

—Está bien, tranquila, lo siento.

—Minegishi no llamó solo a sus hombres. Además está reclutando a cualquiera que sea de confianza y pueda llegar con rapidez a Sendai. Mucha gente está preguntándome al respecto. Reunir a un montón de hombres en la próxima media hora no parece un encargo ordinario.

—¿Y me llamas para saber si Limón y yo estamos interesados?

—Pues no exactamente. Oí que los vieron con el hijo de Minegishi y pensé que tal vez habríais reñido con él.

—¿Reñido?

—No sé, quizá han secuestrado a su hijo y ahora están pidiendo un rescate.

—Para nada. Sabemos lo peligroso que puede resultar enfadar a Minegishi. — Mandarina tuerce el gesto. Él lo sabe a la perfección. Y esa es justo la situación en la que se encuentra—. Es al revés. Minegishi nos contrató para que rescatáramos a su hijo de unos secuestradores. Ahora estamos en el Shinkansen, llevándolo de regreso a casa.

—¿Entonces por qué Minegishi está reclutando gente?

—Puede que esté preparándonos un comité de bienvenida.

—Eso espero. Me caen bien. Temía que se hubieranmetido en algún lío, así que decidí llamar para avisarles lo que estaba pasando. Sienta bien ayudar a los demás, ¿verdad?

Mandarina está a punto de decirle que vuelva a llamarle si averigua algo más cuando se le ocurre una cosa.

—Por cierto, ¿conoces al tipo que trabaja para Maria?

—Sí, claro. Mariquita.

—¿Mariquita?

—Se llama Nanao. En su nombre hay un siete, y siete son los puntitos que tienen las mariquitas. Es muy lindo, también me cae bien.

—¿Sabes que en la mafia se dice que la gente que te cae bien tiende a desaparecer?

—¿Como quién, por ejemplo?

—Como Cigarra.

—¡Oh, eso fue una verdadera pena! — Parece sincera.

—Y este Mariquita, ¿cómo es?

—No puedo decírtelo gratis, cariño.

—¿Qué pasó con la mujer que acaba de decir que se siente bien ayudar a la gente? ¡Dile que vuelva!

La risa de Momo se mezcla con el traqueteo de la puerta.

—Veamos, Nanao es un tipo cortés y educado. Puede parecer un poco tímido, pero no lo subestimes. Es un tipo duro.

—¿De veras? No parece muy duro. Por su apariencia habría dicho que se trataba de alguien más apto para un trabajo de oficina.

—Bueno, puede que rápido sea una palabra más apropiada que duro. Al menos eso es lo que dice la gente. En plan: «Iba a golpearlo, pero él me golpeó primero», cosas así. Se mueve como activado por un resorte. Ya sabes cómo es la cosa, cuanto más equilibrado es alguien más peligroso resulta cuando se lanza. Las personas así son una amenaza mayor que los tipos de apariencia más violenta. Así es Nanao. Apacible, pero si se altera hay que tener cuidado con él.

—Está bien, de acuerdo. Aun así, seguro que no es rival para Limón.

—Lo único que digo es que no lo juzgues a la ligera. No pocos lo han hecho y terminaron lamentándolo. Seguramente suficientes para organizar una fiesta.

—Ja, ja.

—Has atrapado una mariquita alguna vez, ¿no? Me refiero al insecto. Cuando extiendes el dedo índice sube hasta la punta, ¿verdad?

Mandarina no tiene muy claro cómo se sentía respecto a los insectos cuando era pequeño. Recuerda haberlos matado a puños, pero también llorar por los muertos y organizarles funerales en miniatura.

—Una vez que la bonita mariquita llega a lo alto del dedo, ¿qué sucede a continuación?

Mandarina recuerda la sensación del insecto ascendiendo por su joven dedo, una mezcla de extraña repugnancia y placentero cosquilleo. «Oh, ahora lo recuerdo». Al llegar a lo alto del dedo la mariquita se detenía como si estuviera recobrando el aliento y luego extendía sus alas y salía volando.

—Vuela.

—Así es. Ese es Nanao. Vuela.

Mandarina no sabe qué contestar.

—Pero los seres humanos no pueden volar.

—Claro que no. Qué cerrado eres, Mandarina. Se trata de una metáfora. Quiero decir que, cuando lo acorralan, se pone como una moto.

—¿Te refieres a que se le va la cabeza?

—Más bien a que mete turbo. Su concentración se intensifica. Cuando la situación se pone difícil, su tiempo de reacción o su velocidad de arranque, como quieras llamarlo, se sale de lo común.

Mandarina termina la conversación y cuelga. «Es imposible», piensa, pero al mismo tiempo un desagradable escalofrío le recorre la columna vertebral. De repente, comienza a preguntarse si Limón estará bien. Se apresura a llegar al vagón número tres. En cuanto la puerta se abre, ve a Limón con los ojos cerrados, sentado justo detrás del cuerpo sin vida del Pequeño Minegishi. No se mueve. «Perdió». Se acerca a él y, tras sentarse a su lado, le coloca los dedos en el cuello. Hay pulso. Pero no está echándose una siesta: Mandarina le abre los ojos, pero no responde. Está inconsciente.

—¡Oye, Limón! — exclama a su oído, también inútilmente. Luego le abofetea las mejillas. Nada.

Se pone de pie y mira a su alrededor. Ninguna señal de Nanao.

Justo en ese momento pasa el carrito de los aperitivos, y Mandarina aprovecha para comprar una lata de agua mineral. Procura mantener su tono de voz lo más neutra posible.

En cuanto el carrito sale del vagón, coloca la lata fría en la mejilla de Limón. Luego lo hace en el cuello.

Todavía nada.

—Esto es ridículo. No estás siendo un tren nada útil. Más bien eres un tren totalmente inútil — murmura—. De hecho, ni siquiera eres un tren.

Limón se despierta con un sobresalto. Abre los ojos, pero no parece ver nada. Agarra a Mandarina por el hombro.

—¿¡Quién es un tren inútil!? — exclama en un volumen tan alto que Mandarina tiene que colocarle una mano sobre la boca. La gente no debería gritar en el tren, y menos todavía si lo hace diciendo algo sobre trenes. De todos modos, justo en ese momento el Shinkansen se mete en un túnel y un fragor sordo sofoca el arrebato de Limón.

—Tranquilízate, soy yo. — Mandarina le coloca la lata en la frente.

—¿Cómo? — dice Limón, que vuelve al fin en sí—. ¡Oye! ¡Eso está frío, hombre! — Y, a continuación, le quita la lata a Mandarina, la abre y le da un trago.

—¿Qué pasó?

—¿Qué quieres decir? Agarré la lata y ahora estoy bebiendo.

—No, me refiero a qué pasó antes. ¿Dónde está nuestro amigo? — Se da cuenta de que sin querer usó el código que tienen, de modo que para ser más preciso vuelve a preguntárselo—: ¿Dónde está Nanao? El tipo que trabaja con Maria, ¿adónde fue?

—¡Ah, el tipo ese! — Limón se pone de pie e intenta apartar a Mandarina para salir al pasillo, pero él lo detiene y lo obliga a sentarse de nuevo.

—Espera. Primero cuéntame qué pasó.

—Bajé la guardia. ¿Estaba inconsciente?

—Como si te hubieran cortado la corriente. Debe de haberte apaleado de lo más lindo.

—No me apaleó. Solo me cortó la corriente.

—No habrás intentado matarlo, ¿verdad? — Mandarina esperaba que Limón se limitara a noquear a Nanao y luego lo atara.

—Bueno, puede que me haya excitado un poco. Escucha, Mandarina, se trata de un tipo mucho más duro de lo que pensaba. Y cuando me topo con alguien duro, me excito. Me pasa como a Gordon, que es el tren más rápido de la isla de Sodor y cuando alguien le desafía se va para arriba y acelera a fondo. Entiendo a la perfección cómo se siente.

—Momo me llamó y me habló un poco sobre él. Al parecer, subestimarlo puede resultar letal.

—Sí, ya imagino. Lo subestimé. ¿Por qué iba a estar aquí Murdoch, además? — Limón se queda un momento callado y mira alrededor—. ¡Un momento! ¡Este no es mi asiento! — Con paso inestable, se vuelve a sentar en su asiento junto al Pequeño Minegishi. Claramente, todavía no se ha recuperado del todo.

—Tú quédate aquí y descansa un rato. Yo iré a buscarlo — dice Mandarina—. Tiene que estar en algún lugar del tren. Sabía que yo estaba en el baño que hay en la parte delantera de nuestro vagón, de modo que seguro que se fue hacia los vagones de la parte posterior del tren.

Mandarina se aleja por el pasillo. La puerta del vestíbulo que hay entre los vagones tres y dos se abre. En él no hay ni baño ni lavabo. Solo necesita un vistazo para saber que aquí no podría haberse escondido nadie.

Suponiendo que Nanao haya venido por aquí, Mandarina imagina que podrá acorralarlo con facilidad en algún lugar entre el vestíbulo en el que se encuentra y la parte posterior del vagón número uno. Las opciones de Nanao son limitadas: puede que esté en un asiento, o agachado en el pasillo, o tal vez apretujado en la bandeja portaequipajes. Si no se encuentra en ninguno de esos lugares, entonces puede que esté en un vestíbulo o en un baño. Eso es todo. Lo único que Mandarina debe hacer es inspeccionar a conciencia los vagones dos y uno y lo encontrará.

Recuerda lo que Nanao llevaba puesto cuando lo vio antes: lentes oscuros, chamarra tejana, pantalones cargo.

Luego entra en el vagón número dos. Hay unos pocos pasajeros que apenas ocupan un tercio de los asientos, todos sentados de cara a la puerta por la que acaba de entrar.

Antes de comprobar sus caras una a una, Mandarina examina la escena en su conjunto como si estuviera tomando una panorámica con una cámara. Busca alguna reacción a su entrada. Si de repente alguien se pone de pie, aparta la mirada o se pone tenso lo advertirá enseguida.

Se toma su tiempo en recorrer el pasillo y, procurando no resultar demasiado obvio, escudriña a cada uno de los pasajeros.

El primero que llama su atención es un hombre que va en un asiento de ventanilla situado hacia la mitad del vagón. Parece estar durmiendo con el respaldo reclinado y tiene el rostro cubierto por un sombrero vaquero de color rojo que parece salido directo de una película del Oeste. Decididamente sospechoso. El resto de la hilera está vacía.

«Si es Nanao, ¿de veras cree que puede ocultarse así? ¿O es que tal vez está intentando tenderme una trampa?».

Mandarina se acerca, listo para atacar en cualquier momento. En cuanto llega a su lado, le quita el sombrero de vaquero esperando que Nanao contraataque abalanzándose sobre él, pero no pasa nada. No es más que un tipo cualquiera profundamente dormido. No se parece a Nanao ni, de hecho, tienen siquiera la misma edad.

«Estoy demasiado exaltado», piensa Mandarina mientras exhala el aliento que ha estado conteniendo. Entonces distingue un destello verde a través de la ventanilla de la puerta que da al vestíbulo que comunica este vagón con el número uno. La puerta automática se abre deslizándose a un lado cuando se acerca a ella. En el vestíbulo ve a una persona vestida con un top verde que está a punto de abrir la puerta del baño.

—¡Un momento! — Mandarina se sorprende a sí mismo gritando.

—¿Qué quiere? — La persona que se voltea va vestida como una mujer, pero se trata inequívocamente de un hombre. Alto, de hombros anchos y brazos bien definidos.

Mandarina no sabe quién es esta persona, pero desde luego no se trata de Nanao.

—Nada — contesta.

—Eres lindo. ¿Quieres entrar conmigo al baño y divertirte un poco? — dice con sarcasmo el tipo. Mandarina siente el impulso de darle una paliza al travesti, pero se contiene.

—¿Has visto a un joven con lentes oscuros?

El hombre suelta un resoplido y esboza una sonrisa de suficiencia. En su rostro ya asoma la sombra de la barba.

—¿Se refiere al chico que se largó con mi peluca?

—¿Adónde ha ido?

—No lo sé. Si lo encuentra, hágame un favor y recupere mi peluca, ¿quiere? Ahora discúlpeme o terminaré meándome encima. — El tipo entra en el baño y cierra la puerta con pasador. Mandarina se queda en el vestíbulo hecho una furia.

Hay otro baño con la puerta abierta. Mandarina mira dentro. Vacío. En el lavabo tampoco hay nadie.

Se pregunta por la peluca que mencionó el travesti. «¿La habrá robado Nanao para usarla de disfraz?». Incluso si ese es el caso, no pasó nadie a su lado. Lo que significa que Nanao solo puede estar en el vagón número uno.

Solo para asegurarse, Mandarina inspecciona el compartimento portaequipajes. Hay una maleta cubierta de calcomanías y, a su lado, una caja de cartón abierta. En su interior ve otra caja, esta de plástico transparente. Es una especie de terrario, pero dentro no parece que haya nada. La toma para sacarla, pero se detiene cuando la parte superior se suelta. La tapa no está ajustada. De repente, Mandarina teme que esa caja transparente contenga alguna especie de gas venenoso, pero por suerte no es así y él tiene prisa, de modo que en vez de intentar averiguar qué contiene exactamente, vuelve a cerrar la caja y sigue adelante.

La puerta del vagón se abre deslizándose a un lado. De nuevo, examina la escena en su conjunto, escudriñando a los pocos pasajeros que van sentados de cara a él. Lo primero que llama su atención es una forma negra. Por un momento se siente confundido y la toma por una gigantesca mata de pelo, pero de inmediato se da cuenta de qué se trata: un paraguas abierto, de tamaño compacto, abandonado en una hilera de asientos vacíos.

Dos hileras por delante del paraguas hay un pasajero durmiendo, pero no es Nanao. «¿A qué viene lo del paraguas? Tiene que ser algún tipo de trampa», decide Mandarina. Un señuelo para distraerlo de otra cosa. Mira a su alrededor y luego arriba y abajo: repara entonces en una especie de cable que va de un lado a otro del pasillo. Mandarina pasa con cuidado por encima y se inclina para examinarlo. Es una cuerda para empacar de vinilo, algo deshilachado. Está atado a los portavasos de los asientos que hay a cada lado del pasillo y luego lo pasaron por debajo de los asientos para que quede tendido a baja altura y sirva de trampa.

«Ahora lo capto, quería que me fijara en el paraguas para que no viera esto».

Mandarina no puede evitar sonreír ante la simplicidad de la estratagema, pero también se recuerda a sí mismo que no debe bajar la guardia. Momo le dejó claro que Nanao piensa deprisa cuando está acorralado. Seguro que está probando absolutamente todo lo que se le ocurre. No puede haber pasado mucho rato desde que dejó inconsciente a Limón. En ese tiempo dejó preparada esta trampa, y es muy probable que también el paraguas. Sin duda con la esperanza de derribarlo. ¿Y luego qué pensaba hacer? Hay dos respuestas posibles: atacar a su perseguidor cuando esté en el suelo o intentar escapar. En cualquier caso, Nanao debe de encontrarse cerca.

Mandarina echa un vistazo alrededor. Ve a dos chicas adolescentes vestidas para salir por ahí y a un hombre calvo que no ha levantado la mirada ni una sola vez de su computadora portátil. Las chicas parecen haber reparado en Mandarina, pero no se muestran demasiado interesadas en él. Hay otra pareja, un hombre de mediana edad y una mujer joven que claramente se encuentran en plena cita. Ninguna señal de Nanao.

En la última hilera, junto a la ventana, hay una persona más, un tipo con la cabeza agachada. Mandarina no dejó de advertir que, quienquiera que sea, acaba de encorvarse todavía más. Se dirige hacia él.

«La peluca». A través del espacio entre los asientos puede ver que este tipo lleva una puesta. Tiene ese brillo lustroso característico del pelo artificial. Mandarina se percata también de que esa persona sintió su mirada y luego intentó ocultarse con tanta rapidez como pudo, lo que no hace sino llamar todavía más su atención.

«¿Es Nanao?». Mandarina vuelve a mirar alrededor. Ahora los demás pasajeros están de espaldas, y no hay nadie en los asientos más inmediatamente cercanos.

Se acerca a él, listo para atacarlo. Justo entonces, el tipo de la peluca alza la cabeza y Mandarina retrocede.

—¡N-no me haga d-daño! — tartamudea el tipo, al tiempo que alza ambas manos con docilidad. Luego la peluca se le cae a un lado y tiene que sostenerla con una mano.

No es Nanao. No se parecen en nada. Este tipo tiene la cara redonda, le mira con una sonrisa bobalicona y lleva barba.

—¡Lo siento, solo estaba haciendo lo que me dijeron que hiciera! — Parece nervioso. Con los dedos de una mano toquetea con torpeza el teclado del celular.

—¿Qué es lo que le dijeron que hiciera y quién lo hizo? — Mandarina vuelve a echar un vistazo alrededor del vagón y luego agarra al tipo por el cuello de la camisa. Manteniendo el tono de voz bajo, prosigue—: ¿Dónde está el tipo que le dijo que hiciera lo que sea que esté haciendo? Era un hombre joven con lentes oscuros, ¿verdad?

Tira hacia arriba de la camisa de rayas de aspecto barato, levantando ligeramente al tipo de la peluca.

—¡No lo sé, no lo sé! — exclama el hombre. Mandarina sisea, indicándole que no alce la voz. El tipo no parece estar mintiendo—. Primero ha intentado robarme la peluca, pero se lo he impedido a gritos. Luego me ha ofrecido diez mil yenes — explica, haciendo un esfuerzo para controlar el volumen de su voz. Aun así, uno de los otros pasajeros parece haberse percatado del alboroto y extiende el cuello para asomar la cabeza y ver qué es lo que está pasando. Mandarina suelta de inmediato al tipo, dejándolo caer pesadamente en el asiento. La peluca se le cae del todo.

«Este tipo solo es otro señuelo».

Mandarina decide regresar al vagón número dos. A medio camino, se detiene junto al hombre de mediana edad que parece estar en plena escapada romántica y le coloca una mano en el hombro. Al tipo casi se le escapa el corazón por la boca.

—¿Vio a la persona que dejó ese paraguas de ahí? — pregunta, señalando el paraguas cuidadosamente colocado en el asiento como si fuera una pieza de arte moderno.

El hombre está visiblemente aterrado. Su joven amiguita está mucho más tranquila y responde:

—Un tipo con lentes negras lo dejó ahí hace apenas un minuto.

—¿Por qué lo hizo?

—No lo sé. ¿Quizá quería airearlo?

—¿Y adónde ha ido?

—Creo que se ha marchado en esa dirección — dice, señalando la parte delantera del tren; esto es, hacia el vagón número dos.

«¿Cómo puede haber pasado a mi lado?» Mandarina no vio a nadie entre los vagones tres y uno que se pareciera siquiera un mínimo a Nanao.

Se vuelve hacia la puerta del vestíbulo y, a través de la ventanilla, ve al travesti de antes saliendo del baño y balanceando las caderas de vuelta al vagón número uno. «Otra vez el tío raro ese no, por favor», piensa Mandarina y, como si le hubiera leído el pensamiento, el travesti se acerca a él y coloca una mano en su brazo.

—¡Oye, cariño! ¿No estarás esperándome?

Mandarina retrocede.

—Espero que te hayas lavado las manos.

—¡Uy! Me temo que me he olvidado... — responde el travesti con absoluta tranquilidad.