Nanao

Después de esquivar a Mandarina en el vestíbulo situado entre los vagones uno y dos, Nanao se dirige a la entrada del vagón número tres. Antes de entrar, intenta echar un vistazo por la ventanilla de la puerta, pero sin querer activa el sensor y la puerta se abre deslizándose a un lado. «Otra vez mala suerte». Por experiencia, sabe que es mejor no resistirse al rumbo que siga su fortuna. Así pues, entra en el vagón. La primera hilera está vacía y se sienta procurando pasar desapercibido.

Asegurándose de que no lo vea nadie, echa un vistazo entre los reposacabezas de dos asientos. Ve a Limón de pie.

Consciente. Está claro que no bebió de la botella de agua en la que diluyó el somnífero. Eso habría simplificado las cosas, pero Nanao tampoco contaba con ello. Solo era una más de las pequeñas trampas que fue tendiendo apresuradamente. No tiene ningún sentido enfadarse porque alguna no haya funcionado.

Se arriesga a mirar otra vez.

Limón se mueve de un lado a otro. Seguro que está buscando el reloj que está pitando.

—¡Vamos, contesta de una vez quienquiera que seas! — le oye decir.

«Es mío — piensa Nanao—. Fui yo quien dejó ahí ese reloj. Para ti».

Como está acostumbrado a su mala suerte, una parte de él esperaba que la alarma no sonara, o que antes de hacerlo la batería se agotara a pesar de que en estos relojes casi nunca lo hace, o quizá incluso que alguien lo encontrara antes de que lo hiciera Limón. Pero por alguna razón, nada de eso sucedió.

Nanao aguarda el momento oportuno.

El momento exacto en el que pueda ponerse de pie y atravesar el pasillo. Teme que de repente Mandarina aparezca detrás de él.

Levanta el culo del asiento ligeramente, dispuesto a ponerse en marcha, y asoma la cabeza por encima del reposacabezas del asiento de delante.

La alarma sigue pitando con insistencia. Nanao espera y se pregunta si Limón irá en busca del reloj, confiando en que lo haga. En efecto, al final Limón se pone de pie, se dirige a la fila de la que proviene el pitido y se agacha.

«¡Ahora!».

Nanao obedece la orden que resuena en el interior de su cabeza y enfila el pasillo sin la menor vacilación, avanzando a una velocidad controlada. Mientras Limón está ocupado buscando a tientas el reloj debajo del asiento, Nanao pasa a su lado conteniendo la respiración.

Suelta el aire en cuanto cruza la puerta y se encuentra en el siguiente vestíbulo. «No te detengas ahora. Sigue adelante».

Cruza el vagón número cuatro y luego el cinco. En cuanto deja atrás este vagón, agarra el celular y busca en la agenda el número que guardó antes como nuevo contacto, el del Lobo, y llama. En el vestíbulo, el tren suena como un río bravo, pero Nanao presiona con más fuerza el celular contra su oreja para poder oír bien. En cuanto contestan a su llamada se apoya en la ventanilla de la puerta.

—¿Dónde estás? — pregunta una voz al otro lado de la línea—. ¿Qué pretendes?

—Por favor, cálmate. No soy tu enemigo — dice Nanao con firmeza. Su principal prioridad es convencer a Mandarina para que no vaya por él—. Antes les robé la maleta, sí, pero solo estaba siguiendo órdenes de Minegishi.

—¿Minegishi? — Mandarina se muestra receloso. Nanao puede oír la voz de Limón al fondo. Seguramente está diciéndole a su compañero que a él también se lo explicó antes. «De modo que vuelven a estar juntos».

—Creo que lo que pretende Minegishi es precisamente que nos enfrentemos.

—¿Dónde está la maleta?

—Yo también estoy buscándola.

—¿Esperas que me crea eso?

—Si estuviera en mi poder habría bajado del tren en Omiya. Y no tendría razón alguna para ponerme en contacto con ustedes. Lo hago independientemente de lo peligroso que es porque no tengo ninguna otra opción.

—Mi padre me dijo algo antes de morir. — La voz de Mandarina es fría y cauta, justo lo contrario del habla despreocupada de Limón—. Me dijo que nunca me confiara de los escritores que abusan de las oraciones incompletas ni de aquellos que al hablar usan la palabra «independientemente». ¿Sabes qué más creo? Creo que no solo te contrataron para robarnos la maleta, sino también para eliminarnos. El hecho de que te pongas en contacto con nosotros a pesar de saber lo peligroso que es se debe a que necesitas acercarte lo suficiente para hacerlo. El nerviosismo que percibo en tu tono de voz se debe a que todavía no has concluido el encargo.

—Si me hubieran contratado para matarlos, habría liquidado a Limón antes, cuando estaba inconsciente y tuve la oportunidad.

—O tal vez estabas esperando a que ambos estuviéramos en el mismo lugar. Querías finiquitar el asunto de una sola vez y matarnos a los dos a la vez.

—¿De qué te sirve ser tan desconfiado?

—Así es como me he mantenido con vida hasta el momento. Y ahora dime en qué vagón estás.

—Cambié de tren — contesta Nanao con cierta desesperación—. Dejé el Hayate y ahora voy en el Komachi — explica, a pesar de que sabe que no hay vestíbulo que conecte entre ambos trenes.

—Esa mentira no engañaría ni a un alumno de preescolar. No se puede pasar del Hayate al Komachi.

—A veces las mentiras que no funcionan con los alumnos de preescolar sí que lo hacen con los adultos. — Las sacudidas del tren aumentan de intensidad. Nanao presiona con más fuerza el celular contra su oreja e intenta no perder el equilibrio—. ¿Cuál es su plan? Ninguno de nosotros tiene mucho margen de maniobra.

—Cierto, no hay demasiadas opciones. Por eso serás nuestro chivo expiatorio. Le diremos a Minegishi que todo es culpa tuya.

—¿Van a culparme de la desaparición de la maleta?

—Y también de la muerte de su querido hijo.

Nanao se queda estupefacto. Le pareció oír algo en ese sentido mientras escuchaba a escondidas su conversación, pero ahora sabe que es cierto y tarda un momento en comprender sus aterradoras ramificaciones.

—Supongo que se me había olvidado mencionártelo. El hijo de Minegishi está con nosotros, pero ha muerto.

—¿Qué quieres decir con eso? — Nanao recuerda haber visto el cuerpo del joven junto a Mandarina y Limón. No respiraba ni se movía. Sin duda, estaba muerto. «De modo que se trataba del hijo de Minegishi. ¿Por qué tenía que ir en este tren? ¿Por qué me está pasando todo esto a mí?». Siente deseos de gritar de frustración—. P-pero eso no está bien.

—Nada bien — responde Mandarina con total despreocupación.

«Idiota», quiere exclamar Nanao. Cualquiera que haya perdido a su hijo enloquecerá de dolor, con independencia del tipo de persona que sea. Y si descubre quién fue el responsable, ese dolor se convertirá en un infierno de ira. Nanao ni siquiera quiere imaginar la intensidad de ese infierno si su origen es Yoshio Mine­gishi. Solo pensar en ello ya siente su calor y tiene la sensación de que se le chamusca y ennegrece la piel.

—¿Por qué lo mataron?

En ese momento, el tren da una fuerte sacudida. Intentando no perder el equilibrio, Nanao flexiona los músculos de las piernas e, inclinando el cuerpo hacia la ventanilla, se apoya en ella con la frente. De forma inesperada, sin embargo, algo húmedo golpea con fuerza la parte exterior del cristal justo a la altura de su cara. Nanao no sabe si se trata de una cagada de pájaro o de un terrón de barro, pero le sobresalta de tal modo que suelta un embarazoso aullido y, tras dar un salto hacia atrás, cae de culo al suelo.

«Otra muestra más de mi mala suerte», piensa al tiempo que exhala un suspiro. El dolor en el coxis le molesta menos que el persistente infortunio.

Al caer al suelo también se le cae el celular de la mano.

Un tipo que en ese momento pasa por el vestíbulo se detiene para recogerlo. Es el hombre al que conoció antes, el profesor de rostro plácido aunque también extrañamente apagado.

—¡Oh! ¡Hola, profe! — saluda Nanao sin querer.

El hombre mira el celular que sostiene en la mano. Oye una voz hablando por él y, por instinto, se lo lleva a la oreja.

Nanao se pone deprisa de pie y extiende una mano para que se lo devuelva.

—Veo que le cuesta mantener el equilibrio — dice el hombre con cordialidad al tiempo que le devuelve el celular a Nanao y, a continuación, se mete en el baño.

—¿Hola? — continúa Nanao—. Se me cayó el celular. ¿Qué estabas diciendo?

Mandarina muestra su irritación chasqueando la lengua.

—Dije que nosotros no matamos al hijo de Minegishi. Simplemente, estaba sentado aquí y de repente nos dimos cuenta de que había muerto. Pensamos que tal vez había fallecido a causa de un shock o algo así. Pero, en cualquier caso, no fuimos nosotros, ¿lo oyes?

—Dudo que Minegishi les crea. — «Yo tampoco lo hago», dice para sí.

—Por eso le diremos que fuiste tú. Es verosímil, ¿no te parece?

—Para nada.

—Es mejor que nada.

Nanao vuelve a exhalar un suspiro. Esperaba unir fuerzas con Mandarina y Limón, pero ahora que sabe que planean endilgarle la muerte del hijo de Minegishi, así como la pérdida de la maleta, se arrepiente de haberse puesto en contacto con ellos. Se da cuenta de que fue una idea estúpida, como intentar evitar que lo acusen a uno de haber robado en una tienda pidiéndole a unos asesinos que le expliquen el malentendido a la policía. Un grave error.

—¡Oye! ¿Todavía estás ahí?

—Sí. Es solo que me sorprende que se hayan metido en un lío semejante.

—Nosotros no. Fue todo culpa tuya, Lentudo. — Mandarina no parece estar bromeando—. Tú perdiste la maleta y tú mataste al primogénito de Minegishi, así que ahora vamos a matarte. Sin duda, Minegishi se enfadará, pero serás tú quien cargue con el grueso de la culpa. Puede incluso que termine elogiándonos por un trabajo bien hecho.

«¿Ahora qué hago? ¿Ahora qué hago?». Los pensamientos se arremolinan a toda velocidad en la cabeza de Nanao.

—Pero no es así como irán las cosas — comenta Nanao viendo cómo, a causa de la velocidad del Shinkansen, la suciedad de la ventanilla ahora cambia de forma y se extiende—. Que intentemos matarnos mutuamente en el tren no va a terminar bien para nadie. ¿No te parece?

Mandarina no contesta.

Alguien se coloca detrás de Nanao. Se trata del profesor, que al parecer ya salió del baño. Está mirándolo fijamente con una inescrutable expresión en el rostro.

—Si no quieres que trabajemos juntos, acordemos al menos un alto al fuego temporal. — Nanao habla en voz baja, consciente de la presencia del profesor—. Al igual que ustedes, estoy atrapado en el tren y no puedo escaparme a ningún lado. Mantengamos la calma hasta que lleguemos a Morioka. Cuando estemos ahí ya terminaremos de resolver esto. Todavía habrá tiempo para hacerlo.

El tren da una sacudida.

—Dos cosas — dice Mandarina directamente al oído de Nanao—. Una: cuando dices que ya arreglaremos esto en Morioka, se diría que crees que vas a ganar.

—¿Qué te hace pensar eso? Tienen ventaja numérica. Dos contra uno.

—Independientemente de eso.

—¡Oye, acabas de decir «independientemente»!

A Nanao casi le parece oír la sonrisita de Mandarina.

—Dos — prosigue este—: no podemos esperar a Morioka. Tenemos que entregarte en Sendai.

—¿Por qué en Sendai?

—Allí habrá hombres de Minegishi esperándonos.

—¿Por qué?

—Quieren comprobar que el Pequeño Minegishi está bien.

—Y no lo está.

—Por eso, necesitamos haberte atrapado para cuando lleguemos a Sendai.

—Pero eso es... — Nanao cae en la cuenta de que el profesor todavía está ahí de pie, mirándolo como si hubiera descubierto a unos alumnos tramando alguna travesura. No parece que tenga ninguna intención de marcharse—. Perdona, ¿te importa que cuelgue un momento? Ahora mismo vuelvo a llamarte.

—Sí, claro. Nos limitaremos a disfrutar del paisaje mientras esperamos tu llamada. ¿Es eso lo que quieres que diga? En cuanto cuelgues iremos por ti — replica Mandarina en un tono cortante, aunque de fondo se oye cómo Limón dice:

—¡Qué buena idea! Disfrutemos un poco del paisaje.

—Vamos todos en el mismo tren, así que no hay ninguna prisa. Todavía falta más de media hora para que lleguemos a Sendai.

—No podemos permitirnos esperar tanto — dice Mandarina, pero, de nuevo, Limón interviene:

—¡Vamos, hombre! ¡Déjalo ya y cuelga!

Y a continuación, la línea se corta.

Consternado por el desastroso resultado de las negociaciones, Nanao casi llama de nuevo, pero luego piensa que Mandarina no es de los que se precipitan. Seguramente, no hay razón para entrar en pánico todavía. «Tranquilicémonos — se dice a sí mismo para calmarse—. Mejor será ir resolviendo los problemas a medida que se presenten». Levanta la mirada hacia el profesor:

—¿Puedo ayudarle en algo?

—¡Oh, lo siento! — contesta el hombre, como si acabara de darse cuenta de que estaba ahí de pie. Inclina la cabeza en señal de disculpa. Se trata de un movimiento rápido y mecánico como el de un juguete al que acabaran de ponerle pilas nuevas.

—Cuando tomé el celular del suelo oí que la persona que estaba al otro lado de la línea estaba diciendo algo perturbador, y supongo que me quedé absorto en mis propios pensamientos.

—¿Algo perturbador?

—Esa persona estaba diciendo que alguien fue asesinado. Algo terrorífico.

Debe de haberse llevado el teléfono al oído cuando estaban hablando del Pequeño Minegishi.

—No parece usted muy asustado.

—¿Quién fue asesinado? ¿Por qué?

—Fue en este tren.

—¿¡Qué!?

—¿Qué haría si fuera cierto? Con toda seguridad, ir corriendo a decírselo a uno de los conductores. O tal vez anunciarlo por altavoz. Podría decir algo en plan: «Si hay algún agente de policía a bordo del tren, ¿podría hacer el favor de acudir a la cabina?».

—O, ya entrado, podría pedir que acudieran a la cabina los asesinos que estuvieran a bordo — dice el tipo con una leve sonrisa apenas visible, como una línea trazada con un dedo en la superficie del agua.

Nanao suelta una carcajada ante esa respuesta inesperada. «Desde luego, sería mejor».

—Solo estaba bromeando. Si estuviera al tanto de un asesinato en el Shinkansen no estaría tan tranquilo, ¿verdad? Lo cierto es que me escondería en el baño hasta que llegara a mi destino. O me refugiaría detrás del conductor y esperaría a que todo hubiera terminado. Si sucediera algo violento en un espacio cerrado como este, se armaría un buen jaleo.

Todo mentira, claro. Nanao ya había matado al Lobo y se había peleado con Limón y en el tren no se había armado el menor jaleo.

—Pero antes dijo que tiene muy mala suerte, así que tampoco me sorprendió demasiado que, al agarrar su celular, oyera a alguien hablando sobre un asesinato. Es la Ley de Murphy, ¿no? Siempre que uno viaja en el Shinkansen termina metiéndose en problemas, salvo cuando los busca de forma específica. — El tipo da un paso adelante. En sus ojos puede percibirse un repentino destello de amenaza. Son como dos huecos en la corteza de un árbol; como si un gran árbol hubiera envuelto por completo al hombre y este fuera invisible salvo por dos agujeros que se encontraran justo en el lugar donde deberían estar sus ojos. Nanao se queda mirando fijamente su oscura luminiscencia con la sensación de que en cualquier momento le engullirá.

Sobrecogido por el miedo, Nanao da un paso atrás. Esos ojos son un mal presagio, pero no puede apartar la mirada, y eso le hace sentir todavía más miedo.

—¿A-acaso es...? — tartamudea Nanao—. N-no será usted también una de esas personas que llevan a cabo encargos peligrosos...

—¡Qué preguntas hace! Claro que no. — El hombre sonríe con amabilidad.

—Su asiento se encuentra en el vagón número cuatro. Podría haber ido al baño que hay entre los vagones cuatro y el tres. ¿Por qué ha venido hasta aquí exactamente? — Nanao mira al tipo de forma inquisitiva.

—Me equivoqué de dirección, eso es todo. Para cuando me di cuenta de que estaba yendo hacia la parte frontal del tren ya había hecho la mayor parte del trayecto. Así que, en vez de regresar, bueno, ya sabe.

Nanao murmura algo ininteligible, todavía receloso.

—Pero me vi involucrado en situaciones peligrosas en el pasado.

—Yo estoy involucrado en una ahora mismo — replica Nanao sin pensar. Puede sentir cómo las palabras salen con espontaneidad de su boca—. El hijo de un hombre muy peligroso fue asesinado. No es que yo lo haya visto. Al parecer, nadie lo hizo, pero está muerto.

—El hijo de un hombre muy peligroso... — El profesor parece estar hablando para sí.

—Eso es. Estaba vivo y, un momento después, ya no lo estaba.

Nanao no puede creerse que le esté diciendo esto. Sabe que no debería hacerlo, pero no puede parar. «Este tipo hace que uno quiera contarlo todo — piensa—. Es como si tuviera una especie de aura especial. Como si el espacio que lo rodea fuera un confesionario». Se advierte a sí mismo que no debería explicarle nada más, pero es como si una membrana interna bloqueara su propia advertencia. «Son sus ojos», piensa Nanao, pero también este pensamiento queda silenciado.

—Ahora que lo menciona, en esa ocasión en la que me vi involucrado en problemas también fue asesinado el hijo de un hombre peligroso. Y al hombre peligroso también lo asesinaron, de hecho.

—¿De quién está hablando?

—Dudo que conozca usted el nombre. Aunque, al parecer, el tipo era muy famoso en su ámbito profesional. — Por primera vez, el rostro del hombre adopta una expresión adolorida.

—No estoy seguro de a qué ámbito profesional se refiere, pero algo me dice que reconoceré el nombre del tipo.

—Se llamaba Terahara.

—Terahara — repite Nanao—. Era famoso. Murió envenenado. — No quería decirlo y, en cuanto lo hace, se arrepiente.

Pero al profesor eso no parece perturbarlo lo más mínimo.

—¡Eso es! Al padre lo envenenaron y al hijo lo atropelló un coche.

Nanao se queda dándole vueltas a lo que acaba de decir el tipo.

—Lo envenenaron... — murmura y, entonces, como si accionara un interruptor, recuerda de golpe el nombre del profesional que asesinó a Terahara—. ¿Avispón?

—¿Cómo dice? — el hombre ladea la cabeza.

—Estoy seguro de que el hijo de Minegishi también fue asesinado por el Avispón. — Y, sin poder evitarlo, señala al hombre y pregunta—. ¿No será...? ¿No será usted el Avispón?

—Míreme bien. ¿Acaso parezco un avispón? — pregunta, alzando algo el tono de voz—. Solo soy el señor Suzuki. Un simple profesor de una escuela extracurricular. — Y luego suelta una risita, como riéndose de sí mismo—. Soy un ser humano. Los avispones son insectos.

—Soy perfectamente consciente de que no es usted un insecto — dice Nanao completamente serio—. Pero sigo pensando que es usted un sacerdote andante.

La verdad es que Nanao no sabe qué aspecto tiene el profesional conocido como Avispón, ni cuáles son sus rasgos característicos, ni tampoco, de hecho, nada concreto sobre él. «Seguro que Maria sí lo sabe», piensa, de modo que agarra el celular y comienza a buscar su número. Cuando vuelve a levantar la mirada, el tipo desapareció. El miedo atenaza a Nanao. Es como si hubiera estado hablando con un fantasma. Mientras suenan los tonos de la llamada, echa un vistazo por la ventanilla de la puerta del vagón número cinco y ve al profesor alejándose. Se lleva una mano a su martilleante corazón y exhala un suspiro de alivio. «Parece que, después de todo, no fue ninguna alucinación».

Nanao regresa junto a la ventanilla del tren, desde la que puede contemplar el paisaje cambiante, y se lleva el celular a la oreja. La suciedad del cristal se ha esparcido hasta formar pequeñas gotitas.

Los tonos siguen sonando, pero Maria no contesta. Nanao se pone cada vez más nervioso, temeroso de que Mandarina o Limón puedan aparecer en cualquier momento. Comienza a deambular de un lado a otro del vestíbulo. El enganche entre los vagones se retuerce como un reptil.

—¿Dónde estás? — dice por fin Maria.

—¿Bueno? — contesta Nanao, de repente sorprendido.

—¿Qué pasó?

—¡Está aquí! — Nanao parece estar por completo estupefacto.

—¿De qué estás hablando?

Es Nanao quien llamó a Maria, pero ya se olvidó de ello: acaba de encontrar la maleta negra. Está en el mismo compartimento portaequipajes del que la robó antes. Como si nunca se hubiera movido de ahí.

—La maleta. — Esta inesperada aparición de lo que estaba buscando no termina de parecer del todo real.

—¿Te refieres a la maleta que nos contrataron para robar? ¿Dónde estaba? ¡Y felicidades por haberla encontrado!

—En realidad, no la encontré. Solo te llamé y, de pronto, vi que ahí estaba. En el compartimento portaequipajes.

—¿En el lugar en el que la perdiste?

—No, en el mismo compartimento del que la tomé al inicio de todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Ha regresado al mismo lugar.

—¿Como un perro que regresa junto a su dueño? Qué conmovedor.

—Puede que alguien la tomó por accidente y, al darse cuenta, regresó a dejarla en su lugar.

—O quizá alguien te robó la maleta, pero luego le dio miedo quedársela y prefirió devolverla.

—¿Por miedo a Minegishi?

—O a ti. Quizá pensó algo como: «Si está involucrado Nanao, esto es demasiado peligroso. El tipo este es como una lámpara mágica que absorbe y almacena toda la mala suerte del mundo». En cualquier caso, mejor para nosotros, ¿no? Ahora no vuelvas a perderla. Y asegúrate de bajar del tren en Sendai. — Maria exhala un profundo suspiro de alivio—. Por un momento me preocupé. Esto podría haber terminado mal de verdad, pero ahora las cosas parece que se han arreglado. Tengo la sensación de que todo va a salir bien.

Nanao tuerce el gesto.

—Es posible, pero todavía debo vérmelas con Mandarina y Limón.

—¿Al final te encontraste con ellos?

—¡Pero si fuiste tú quien me dijo que no me acobardara y fuera al vagón número tres!

—No recuerdo nada de eso.

—Yo lo recuerdo a la perfección.

—Está bien, digamos que te dije que fueras al vagón número tres. ¿Acaso te dije que te enfrentaras a ellos? No lo creo.

—Sí que lo hiciste — responde Nanao, aunque sabe que no es cierto—. Lo recuerdo perfectamente.

Maria se ríe como quitándole importancia.

—Bueno, lo hecho, hecho está. Supongo que ahora tendrás que deslindarte de ellos.

—¿Y cómo lo hago?

—De algún modo.

—Eso es fácil de decir, pero en el tren no hay muchas escapatorias. ¿Qué quieres que haga, que me esconda en un baño?

—Es una opción.

—Pero si buscan bien no tardarán en encontrarme.

—Sin duda, pero no es sencillo abrir a la fuerza las puertas de los baños del Shinkansen. Como poco, debería permitirte ganar algo de tiempo. Y, antes de que te des cuenta, ya habrás llegado a Sendai.

—Pero si salgo del baño en Sendai y están esperándome en la puerta, se acabó la historia.

—Pues entonces plántales cara.

«Es una sugerencia algo vaga. Desde luego, no puede considerarse exactamente una estrategia», piensa Nanao, aunque también debe reconocer que no se trata de algo tan descabellado. La puerta de los baños no es muy ancha, así que si vienen por él y está preparado para contraatacar, podría salir airoso. Quizá usando un cuchillo o rompiéndoles el cuello. En cualquier caso, tiene más probabilidades de éxito si lo intenta en un espacio reducido. Otra opción es esperar a que el tren llegue a Sendai y, en cuanto las puertas se abran, salir disparado del baño, tomándolos por sorpresa, y luego huir a toda velocidad por el andén de la estación. Podría funcionar.

—Además, es posible que haya más de un baño ocupado, así que podría llevarles algo de tiempo inspeccionarlos todos. Con suerte, unos cuantos estarán ocupados y Mandarina y Limón tardarán en averiguar dónde estás. El tren podría llegar a Sendai antes de que lo descubrieran.

—¿«Con suerte»? Debes de estar bromeando. — Nanao casi se ríe—. Sabes con quién estás hablando, ¿verdad? Decirme algo como «Con suerte» es básicamente lo mismo que decir «Aquí algo que nunca sucederá».

—Sí, tienes razón. — Maria se muestra de acuerdo—. Otra opción es que uses el cuarto de los empleados.

—¿El cuarto de los empleados?

—O el pequeño cuarto que hay al final del vagón de primera clase. Este el número nueve, así que el cuarto estará en el vestíbulo que hay entre los vagones nueve y diez. Es el lugar que usan algunas mujeres para dar pecho.

—¿Y para qué quieres que lo use yo?

—Pues si te apetece, puedes dar pecho.

—Genial. Si me apetece, iré a echarle un vistazo.

—¡Ah, otra cosa! Por si no lo sabes, es imposible pasar del Hayate al Komachi mientras el tren está en marcha. Están conectados por el exterior, pero entre ambos no hay ninguna puerta. Así que no intentes esconderte en el Komachi.

—Hasta un alumno de preescolar sabe eso.

—Los alumnos de preescolar saben cosas que los adultos ignoran. Por cierto, ¿qué querías? Fuiste tú quien me llamó.

—Cierto. Me había olvidado. Cuando hablamos antes mencionaste al Avispón. No me refiero al insecto, sino al profesional que usa agujas envenenadas.

—Y que mató a Terahara. Aunque algunas personas dicen que en realidad lo hicieron juntos el Avispón, la Ballena y el Grillo.

—¿Qué aspecto tiene o tenía el Avispón?

—No sabría decirte. Creo que es un hombre, pero también oí decir que había una mujer involucrada, así que tal vez se trate de una pareja. En cualquier caso, no creo que llamen mucho la atención.

«No, ya imagino que no», piensa Nanao. Es improbable que vayan por ahí vestidos de un modo que los delate como asesinos a sueldo.

—Creo que tal vez el Avispón está en este tren.

Maria se queda un momento callada.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy seguro, pero hay un muerto a bordo sin heridas visibles.

—Sí, el Lobo. Y fuiste tú quien lo mató.

—No, no me refiero al Lobo, sino a otra persona.

—¿Qué quieres decir con otra persona?

—Quiero decir eso mismo, que otra persona fue asesinada, tal vez con una aguja envenenada. — Nanao no se atreve a decirle a Maria que se trata del hijo de Minegishi. Al mismo tiempo, la mención del Lobo le recuerda una cosa.

—¡Oh, por el amor de Dios! — exclama Maria algo más que exasperada—. No sé qué está pasando, pero hay algo que está mal en tu tren. Todo son problemas.

Nanao no sabe qué contestar. Siente justo lo mismo. Mandarina y Limón, el cadáver del Pequeño Minegishi, el cadáver del Lobo... El tren está plagado de personajes del mundo del hampa.

—No es culpa del tren, sino mía.

—Cierto.

—¿Qué hago si en efecto el Avispón va en el tren?

—Hace mucho tiempo que no oigo nada sobre él. Mi impresión es que está jubilado.

Esto desata las conjeturas de Nanao. ¿Cabe la posibilidad de que el Avispón esté intentando restablecer su nombre asesinando al hijo de Minegishi del mismo modo que asesinó al de Terahara? Y, por otro lado, ¿no era el Lobo un lacayo de Terahara?

—Comprendo que estés asustado. Las agujas dan miedo. Seguro que llorarías si vieras una.

—En realidad, solía ponerle las inyecciones de insulina a una anciana del barrio. Lo hacía muy a menudo.

—Eso es un procedimiento médico. Creo que hacer algo así es ilegal si no eres pariente de la persona.

—¿De veras?

—Sí.

—¡Ah, por cierto! Parece que Mandarina y Limón también están trabajando para Minegishi.

—¿Qué quieres decir?

—Los contrató para que le llevaran la maleta. — La velocidad a la que habla Nanao va aumentando a medida que comparte su teoría—. Seguramente, Minegishi no confía en nadie, así que contrata a varios profesionales para que hagan el mismo encargo y se compliquen la vida entre sí. De este modo, se asegura una posición ventajosa cuando termina todo. Puede que no quiera pagar a nadie, o tal vez tiene pensado liquidarnos a todos.

Maria considera esa posibilidad.

—Si al final ese resulta ser el caso, te aconsejo que no intentes dártelas de héroe. Siempre puedes renunciar.

—¿Renunciar?

—Sí. O, si prefieres, llámalo abortar la misión. Olvídate de la maleta, ofrécesela a Mandarina y Limón a cambio de tu vida. Estoy segura de que a ellos les parecerá bien. Si en realidad Minegishi estaba planeando otra cosa, dará igual que cumplamos o no con el encargo encomendado, ¿no? Renunciaremos al pago y pediremos disculpas. Estoy segura de que al final todo se arreglará.

—¿Se puede saber qué te dio de repente?

—Solo digo que si se trata de un asunto tan complicado como está empezando a parecer, retirarse puede que sea la mejor opción.

Por supuesto, además de la maleta está el detalle, no precisamente insignificante, de la muerte del Pequeño Minegishi, pero Nanao no sabe cómo explicarle esto a Maria. Solo conseguiría contrariarla aún más.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Estás diciendo que mi seguridad es la principal prioridad, por encima incluso del encargo?

—Solo en el peor de los casos. Es decir, si llegas a un punto en el que ya no puedes hacer nada, que sepas que siempre tienes la opción de retirarte. En ningún caso el encargo va en segundo lugar. El encargo es la prioridad principal. Pero, bueno, a veces uno no puede hacer nada.

—Está bien. Entendido.

—¿Seguro? Entonces procura bajar del tren con la maleta. Haz todo lo que puedas. Y, si no lo consigues, recurre al plan B.

—De acuerdo. — Nanao cuelga.

«¿Que haga todo lo que pueda? Ni hablar. Pienso retirarme».