La puerta que queda a su espalda se abre y alguien entra en el vagón. El Príncipe se relaja y se reclina en su asiento.
El hombre que entró comienza a recorrer el pasillo tirando de una maleta. Se trata del tipo de los lentes oscuros. No aminora el paso ni mira a su alrededor. Sigue avanzando con rapidez en dirección a la puerta que hay en el otro extremo. Kimura también parece reparar en él, pero se limita a mirarle en silencio.
Por fin, el hombre de los lentes sale del vagón número siete y, acto seguido, la puerta se cierra detrás de él deslizándose a un lado como si lo cerrara herméticamente.
—Es él — murmura Kimura.
—En efecto. Seguro que está muy contento por haber encontrado la maleta. Y hay otros dos tipos que también la buscan. Aparecerán por aquí de un momento a otro. El de los lentes tendrá que seguir avanzando hasta llegar al extremo frontal del tren. ¡Las cosas comienzan a ponerse interesantes!
—¿Qué piensas hacer?
—Ya veremos. — El Príncipe también se lo pregunta—. ¿Cómo podemos hacer que las cosas sean todavía más interesantes?
—Ya te dije que es peligroso para un niño como tú meter las narices en los asuntos de los adultos.
Un celular comienza a vibrar en la mochila del Príncipe.
—Es su celular, señor Kimura — dice mientras agarra el aparato. En la pantalla puede verse que la persona que llama es Shigeru Kimura—. ¿Quién es? — pregunta el Príncipe, sosteniendo el celular ante el rostro de su prisionero.
—Ni idea.
—¿Es un familiar suyo? ¿Su padre, quizá? — Kimura frunce los labios, lo cual le indica al Príncipe que acertó—. Me pregunto qué querrá.
—Seguramente saber cómo se encuentra Wataru.
El Príncipe se queda mirando de forma pensativa el celular, que sigue vibrando.
—Tengo una idea. Juguemos a un juego.
—¿Un juego? No tengo ningún juego en el celular.
—Comprobemos cuánta fe tiene su padre en usted.
—¿De qué diantre estás hablando?
—Responda a la llamada y dígale a su padre que está siendo retenido y que necesita su ayuda.
—¿Hablas en serio? — Kimura se muestra receloso.
—Pero no le diga nada de Wataru. Si piensa que algo está mal con su nieto, se ablandará de inmediato.
El Príncipe piensa en su propia abuela, recientemente fallecida. Sus padres no tenían una relación muy estrecha con los demás parientes, y sus otros tres abuelos habían muerto cuando era pequeño, de modo que la madre de su padre era el único pariente de edad avanzada al que había tratado. Por lo que respectaba al Príncipe, se trataba de alguien tan cándido como los demás. Con ella se mostraba inofensivo, se portaba bien y se aseguraba de parecer feliz cuando le traía algún regalo. «¡Qué buen chico! ¡Y qué alto estás ya!», solía decir ella con una sonrisa y los ojos llorosos, como si al mirarlo estuviera contemplando su propio futuro menguante.
Cuando él tenía once años, un día que estaban solos en casa durante las vacaciones de verano, le preguntó:
—¿Por qué está mal matar personas?
Había intentado hacerles esa misma pregunta a otros adultos y ni siquiera habían tratado de ofrecerle una auténtica respuesta. O, más bien, seguramente se habían visto incapaces de hacerlo, de modo que, con su abuela, sus expectativas tampoco eran demasiado altas.
—No deberías decir esas cosas, Satoshi — respondió ella con preocupación—. Matar es algo terrible.
«Lo mismo de siempre», pensó él, decepcionado otra vez.
—¿Y qué hay de las guerras? Todo el mundo dice que matar está mal, pero luego tenemos guerras, ¿no?
—La guerra también es terrible. Y matar es ilegal.
—Pero el mismo gobierno que promulga leyes en contra de matar declara guerras y aplica la pena de muerte. ¿No te parece extraño?
—Lo comprenderás cuando seas mayor.
Esa evasiva solo consiguió enojarlo más.
—Tienes razón — dijo él por fin—. Hacer daño a los demás está mal.
El Príncipe presiona el botón para aceptar la llamada. La voz de un anciano suena al otro lado de la línea.
—¿Cómo está Wataru?
El Príncipe tapa el micrófono y dice apresuradamente:
—Aquí tiene, señor Kimura. Recuerde, no diga nada sobre su hijo. Si rompe las reglas, el Pequeño Wataru no volverá a levantarse de la cama. — Y luego acerca el aparato al oído de su prisionero.
Kimura mira al Príncipe de reojo mientras intenta decidir qué hacer.
—Wataru está bien — dice al teléfono—. Pero necesito que prestes mucha atención a lo que voy a decirte, papá.
Una sarcástica sonrisa se extiende por el rostro del Príncipe. Tendría sentido que uno valorara la situación en la que se encuentra antes de entregarse a hacer algo, pero Kimura no se lo piensa dos veces. El Príncipe le dijo que jugarían a un juego, pero no llegó a explicarle las reglas y Kimura no le preguntó el menor detalle antes de comenzar a jugar. Casi siente lástima por él. La gente suele decir que desea actuar basándose en su libre albedrío, pero al final termina acatando las órdenes de otro. Si un tren estuviera a punto de partir de una estación, sería una buena idea saber adónde se dirige para calcular los riesgos. Alguien como Kimura, sin embargo, se limita a subir a bordo. Semejante ignorancia es pasmosa.
—Estoy en el Shinkansen — prosigue Kimura—. Me dirijo a Morioka. ¿Qué? No, esto no tiene nada que ver con Wataru. Ya te lo dije, Wataru está bien. Le pedí a los otros padres con hijos en la misma habitación que estén pendientes de él.
Parece que al padre de Kimura le enojó que este dejara al niño solo. Kimura intenta calmar a su padre explicándole la situación.
—Escúchame. Estoy siendo retenido. Por alguien peligroso. Eso es. ¿Qué? Claro que estoy diciéndote la verdad. ¿Por qué iba a mentirte?
El Príncipe tiene que morderse el labio para no reír. Kimura lo está haciendo fatal. Su padre nunca le creerá si le dice eso. Para que otros le crean, uno debe escoger con cuidado el tono con el que habla y aquello que dice, procurando proporcionarles a los demás una razón para confiar en lo que uno está contándoles. Kimura en cambio no está haciendo nada de eso y se limita a exponérselo todo a su padre, dejando que sea este quien decida si le cree o no.
El Príncipe inclina el celular un poco hacia él para poder oír toda la conversación.
—Estás bebiendo otra vez, ¿verdad? — oye que dice el anciano.
—¡No! ¡No! ¡Ya te lo dije! ¡Estoy siendo retenido!
—¿Por la policía?
Es una suposición razonable. Cuando alguien dice que está siendo retenido, la mayoría de la gente piensa automáticamente que se encuentra detenido en una comisaría.
—No. La policía no tiene nada que ver con esto.
—Entonces ¿quién te retiene? ¿Qué estás tramando? — El padre de Kimura parece furioso.
—¿Tramando? ¿Qué significa eso? ¿Es que no quieres ayudarme?
—¿Estás pidiéndole ayuda a un anciano, a un viejo encargado de almacén que solo tiene su pensión? ¿Y a tu madre, que con sus rodillas apenas puede entrar y salir de la bañera? ¿Cómo vamos a ayudarte si estás en el Shinkansen? ¿En qué línea vas?
—En la línea Tohoku. En veinte minutos llegaré a Sendai. Y cuando digo que no parece que quieras ayudarme, no te estoy pidiendo que vengas aquí. Solo quería saber si estabas de mi lado.
—Escucha. No sé qué es lo que pretendes. ¿Se puede saber qué demonios estabas pensando para dejar solo a Wataru y subir a un Shinkansen? Soy tu padre, pero de verdad que no te comprendo.
—¡Ya te dije que estoy siendo retenido!
—¿Y quién querría hacer eso? ¿Qué tipo de juego es este?
«Muy agudo, abuelo», piensa el Príncipe. Todo esto no es más que un juego. El rostro de Kimura se contrae.
—Ya te dije que...
—Está bien. Digamos que estás siendo retenido, aunque, aun así, no tengo ni idea de qué demonios haces en un tren. Si lo que estás contándome es cierto, diría que lo más probable es que te lo hayas buscado tú solo. Y de todas formas, ¿por qué iba tu captor a dejarte contestar el teléfono?
El Príncipe se da cuenta de que Kimura no sabe qué más decir. Con una sonrisa triunfal, se lleva el celular a su oreja.
—Hola, estoy sentado al lado del señor Kimura. — A pesar de su refinada elocución, su tono de voz sigue sonando infantil.
—¿Con quién hablo? — El padre de Kimura parece confundido por esa nueva voz.
—Soy solo un niño de catorce años que está sentado al lado del señor Kimura. Creo que el señor Kimura solo estaba bromeando. Cuando recibió su llamada, dijo: «Voy a decirles a mis padres que estoy en un apuro, a ver cómo reaccionan».
Al otro lado de la línea se oye cómo el anciano exhala un profundo suspiro de decepción.
—Entiendo. Aunque se trata de mi hijo, me cuesta comprender por qué hace estas cosas. Te pido disculpas si te molestó. Le gusta hacer bromas.
—A mí me parece una buena persona.
—Esta buena persona no estará bebiendo, ¿verdad? Si parece que va a comenzar a beber, hazme un favor e impídeselo.
—De acuerdo. Haré lo que pueda — dice con educación el Príncipe, en ese tono que siempre complace a los adultos. Después de colgar, agarra a Kimura por una muñeca—. Lo siento, señor Kimura. Perdió. Su padre no se creyó ni una sola palabra de lo que le contó. Aunque, teniendo en cuenta la forma en la que se dirigió a él, no lo culpo. — Tras decir esto, con la mano libre el joven agarra una pequeña bolsa de su mochila y de ella saca una aguja de coser.
—¿Qué estás haciendo?
—Perdió el juego. Ahora tiene que recibir el castigo correspondiente.
—El juego no era exactamente justo.
El Príncipe sujeta bien la aguja y se inclina sobre Kimura. A la gente se controla mediante el dolor y el sufrimiento. No puede arriesgarse a aplicarle otra descarga eléctrica en el tren, pero la aguja ya le serviría. Mucho más fácil de esconder, o de explicar. Al poner las reglas y obligar al otro a seguirlas, el Príncipe estableció la diferencia de estatus que hay entre ambos. Mientras Kimura permanece sentado presa de la confusión, el Príncipe le inserta la aguja por debajo de una uña.
Kimura suelta un grito.
El Príncipe le indica que se calle como si regañara a un niño.
—No grite, señor Kimura. Cuanto más ruido haga, más le clavaré la aguja.
—¡Suéltame de una puta vez!
—Si vuelve a gritar, le clavaré la aguja en un lugar que duele aún más. Permanezca en silencio y todo terminará mucho más rápido. — Tras decir esto, saca la aguja y se la clava debajo de la uña de otro dedo. Kimura abre los ojos como platos al tiempo que se le dilatan los orificios de la nariz. Claramente, está a punto de gritar. El Príncipe exhala un suspiro—. La próxima vez que grite, el Pequeño Wataru sufrirá las consecuencias — susurra al oído de Kimura—. Haré la llamada, lo digo en serio.
El rostro de Kimura se vuelve rojo de ira. Luego recuerda, sin embargo, que el Príncipe no es de los que blofean, y de inmediato palidece y aprieta las mandíbulas. Hace todo lo que puede para controlar su furia y prepararse para el dolor que va a sentir.
«Está por completo bajo mi control», piensa el Príncipe, exultante. Kimura ya lleva un rato siguiendo sus órdenes. Cuando uno cumple una orden es como si descendiera un escalón en unas escaleras, y, cuanto más obedece, más desciende por ellas, hasta que, por último, termina haciendo todo aquello que se le dice. Y volver a subir no es cosa fácil.
—Está bien, allá vamos. — Introduce despacio la aguja, clavándola en el punto de unión entre la uña y la carne. Al Príncipe le proporciona la misma sensación satisfactoria que arrancarse una costra.
Kimura emite un débil lamento. Al Príncipe le parece un niño pequeño que intenta contener las lágrimas, y esa idea le parece graciosísima. «¿Por qué? — se pregunta—. ¿Por qué hay gente dispuesta a sufrir por otro, aunque se trate de su propio hijo? Padecer el dolor en nombre de otra persona es mucho más duro que dejar que esa otra persona padezca el tuyo».
Justo en ese momento, el Príncipe recibe un fuerte golpe que lo ciega momentáneamente. La aguja se le cae al suelo.
Al poco, vuelve a incorporarse.
Incapaz de soportar más el dolor, Kimura le dio un rodillazo al Príncipe en la cabeza. En su rostro se adivina una mezcla de excitación y de miedo por lo que ha hizo.
El Príncipe nota cómo le palpita la cabeza, pero no pierde el control. En vez de eso, sonríe con amabilidad.
—Vaya, ¿le hice demasiado daño? — dice en tono burlón—. Tiene suerte de que soy yo y no otra persona. Mi profesor siempre dice que soy el alumno más paciente y sosegado de la clase. Alguien un poco más impetuoso ya estaría al teléfono, ordenándole a un asesino a que fuera por su hijo.
Kimura exhala una bocanada de aire por la nariz. No parece saber qué hacer a continuación.
La puerta que queda a su espalda vuelve a abrirse. El Príncipe se da la vuelta y ve a dos hombres que pasan junto a ellos. Ambos son delgados y de extremidades largas. Recorren el pasillo inspeccionando exhaustivamente el vagón. Cuando el tipo con pinta más peligrosa repara en que el Príncipe está mirándolos, dice:
—¡Pero si tenemos aquí a Percy! — Su melena desgreñada recuerda a la de un león. El Príncipe recuerda su encuentro previo.
—¿Todavía están buscando algo? ¿Qué era?
—Una maleta. Y sí, todavía estamos buscándola. — Limón acerca su rostro al Príncipe. Teme que se dé cuenta de que Kimura va atado de pies y manos y se levanta para distraerlo.
—Acabo de ver pasar un hombre con una maleta — dice, intentando sonar lo más inocente que puede—. Llevaba lentes.
—¿Estás seguro de que no estás mintiéndome otra vez?
—Antes no le mentí.
El otro tipo se voltea hacia su compañero, también desgreñado.
—Vamos, sigamos adelante.
—Me pregunto qué es lo que está sucediendo en la parte delantera del tren — comenta Desgreñado—. Un enfrentamiento, con toda seguridad.
«¿Un enfrentamiento? ¿Qué enfrentamiento?». El comentario despierta la curiosidad del Príncipe.
—Murdoch contra el Avispón. ¡Oh, ya sé! ¡A este le llamaré James!
—¿Es que todo el mundo debe tener un nombre sacado de Thomas y sus amigos? — pregunta su compañero.
—James es famoso por haber recibido la picadura de un avispón en la nariz.
—No puede ser tan famoso, porque nunca había oído hablar de él.
Y, tras eso, continúan adelante. El Príncipe fue incapaz de seguir una sola palabra de lo que estaban diciendo, lo que no hace sino que avivar todavía más su curiosidad.
Se voltea hacia Kimura.
—Vayamos hacia la parte delantera, ¿le parece? — Kimura se le queda mirando en silencio—. Parece que van a celebrar una reunión.
—¿Y qué si lo hacen?
—Vayamos a ver.
—¿Yo también?
—No querrá que me pase nada, ¿verdad? Tendrá que protegerme. Me protegerá como si fuera su propio hijo, señor Kimura. En cierto modo, yo soy lo único que mantiene con vida al Pequeño Wataru. Considéreme su salvador.