El Príncipe

—¡Ya está! — dice Limón. El Príncipe observa cómo se yergue otra vez.

—¿Y ahora ya está cerrada?

Después de meter al moribundo Kimura dentro del baño, Limón usó un pequeño alambre de cobre para echar el seguro por fuera. Tiró de él con fuerza justo cuando la puerta se cerraba. La primera vez no funcionó, pero al segundo intento ambos pudieron oír cómo se cerraba el pasador. Al Príncipe esa técnica le pareció algo primitiva. Ahora un trozo de alambre asoma del marco de la puerta.

—¿Y qué hay de este trozo que cuelga?

—No te preocupes por él. Nadie lo verá, y así puedo volver a abrir la puerta. Solo debo tirar del alambre. Pásame la botella. — Extiende la mano y el Príncipe le devuelve la botella de agua mineral. Limón le da un buen trago. Luego se queda mirando fijamente al Príncipe.

—Me pregunto qué diantre le dijiste ahí dentro en voz baja. — Después de arrastrar a Kimura hasta el baño, el Príncipe le pidió a Limón si podía decirle una última cosa a su tío antes de que muriera y luego se inclinó sobre él.

—Nada importante. Es padre de un niño, solo estaba diciéndole algo sobre su hijo. Y parecía que él quería contestarme algo, así que esperé a ver qué era.

—¿Y?

—Ya no podía hablar. — El Príncipe rememora la escena que acaba de vivir, cuando le dijo a Kimura que el Pequeño Wataru iba a morir. Verle pálido y agonizante y luego observar cómo su expresión se volvía todavía más desesperada al mencionarle a su hijo, sobre todo, ese instante en concreto, le produjo una indescriptible satisfacción.

El Príncipe se siente orgulloso de sí mismo. «Conseguí que alguien que estaba a punto de morir se sintiera todavía más desesperado — piensa—. No todo el mundo puede hacer algo así». Ver a Kimura intentando formar las palabras para suplicar por la vida de su hijo le pareció graciosísimo. Por más que se esforzaba, no lograba decir nada.

Le recordó a algo que leyó en el libro sobre Ruanda. La mayoría de los tutsis que murieron fueron asesinados con machetes. A muchos los descuartizaron de un modo horrible. Temiendo este destino, hubo una persona que le ofreció todo lo que tenía a sus asaltantes para que lo mataran de un disparo. «Por favor, no me maten. Pero, si lo hacen, que sea de un modo menos doloroso». Al Príncipe le había parecido realmente patético y, al mismo tiempo, la idea de hacer caer a alguien tan bajo también le había resultado excitante.

La muerte interrumpe la vida de una persona, pero no es lo peor que le puede pasar a uno. También se puede hundir a esta persona en la desesperación justo antes de que muera. En cuanto se dio cuenta de esto, el Príncipe supo que debía probarlo. Había abordado este asunto con la misma actitud que un músico que intenta tocar una pieza difícil.

Desde ese punto de vista, lo que acaba de suceder con Kimura no podría haber salido mejor. Tiene que reprimir la risa al pensar cómo incluso en el momento mismo en el que estaba muriendo, Kimura no podía dejar de preocuparse por su hijo, otro ser humano. Lo cual le da otra idea: quizá puede usar la muerte de Kimura para atormentar a otras personas. Como a su hijo, o a sus padres.

—Está bien. Vamos, sígueme. — Limón voltea la cabeza hacia la parte frontal del tren.

Se trató de un disparo limpio y apenas salió sangre de la herida. Al arrastrar a Kimura al baño dejaron un leve rastro, como si una babosa roja se hubiera deslizado en esa dirección, pero Limón lo limpió con una toallita húmeda.

—¿Por qué tengo que ir con usted? — El Príncipe intenta mostrarse asustado, aunque procura no exagerar—. Yo solo estaba haciendo lo que ese tipo me dijo que hiciera. No era mi tío de verdad. No sé de qué se trata todo esto. Ni siquiera sé qué hacer con esta pistola.

Limón vuelve a dejarla en la mochila del Príncipe.

—Ya, bueno, sigo sin creerte. Pienso que tal vez eres un profesional.

—¿Un profesional?

—Alguien que realiza determinados encargos por dinero. Cosas peligrosas, ya sabes, como Mandarina y yo.

—¿Yo? Pero si solo soy un estudiante.

—Hay todo tipo de estudiantes. No quiero presumir ni nada de eso, pero yo mismo maté a algunas personas cuando todavía iba a la escuela.

El Príncipe se lleva la mano a la boca como si se hubiera quedado anonadado. Por dentro, sin embargo, se siente decepcionado. Él lleva matando gente desde que tenía once años. Había esperado que Limón lo sorprendiera, pero ahora esa esperanza está marchitándose. Una prueba más.

—¿Por qué está mal matar personas?

Limón se pone en marcha, pero se detiene de golpe. Otro hombre pasa en ese momento por el vestíbulo, de modo que se hace a un lado y se queda junto a la puerta.

—Ven aquí, Percy. — La zona en la que se encuentran es bastante espaciosa—. ¿Por qué está mal matar personas? Percy nunca preguntaría algo así — dice frunciendo el ceño—. Por eso le gusta tanto a los niños.

—Siempre me lo he preguntado. Es decir, matamos gente en las guerras, y luego está la pena de muerte. ¿Por qué decimos entonces que está mal matar personas?

—Acabo de matar a alguien, así que no deja de resultar gracioso que me preguntes eso — dice Limón, aunque no parece nada contento—. Bueno, esta es mi opinión: la norma de que matar está mal la inventaron las personas que no quieren que las maten. No pueden hacer nada para protegerse a sí mismas, pero quieren sentirse seguras. Según mi parecer, sin embargo, si uno no quiere que lo maten lo que debe hacer es actuar de un modo que evite que lo hagan. No enojar a nadie, por ejemplo, o fortalecerse. Lo que sea. Pueden hacerse muchas cosas. Deberías hacerme caso, es un buen consejo.

Al Príncipe esa respuesta no le parece nada profunda y casi se le escapa una risota. Puede que este tipo actúe de un modo extraño, pero solo se dedica a hacer trabajos criminales porque es su única forma de sobrevivir. Hay mucha gente como él, sin la menor filosofía detrás de sus actos. Al Príncipe le enoja que Limón no esté a la altura de sus expectativas. Lo que le fascinaría es que alguien recurriera a la violencia después de haber meditado minuciosamente quién es como persona. Por el contrario, las personas que se entregan a ella sin más le parecen vacías y superficiales.

—¿Se puede saber de qué te ríes? — El tono de Limón es cortante. El Príncipe se limita a negar con la cabeza con rapidez.

—Es solo que me siento muy aliviado — explica. Para el Príncipe, la elaboración de explicaciones lógicas supone una técnica básica para controlar a los demás. Proporcionar una razón o esconderla, explicar las reglas u ocultarlas: estas herramientas hacen que le resulte sorprendentemente fácil influenciar o engañar a la gente—. Ese tipo me asustó mucho.

—No pareció afectarte demasiado que lo matara de un disparo.

—Después de lo que me hizo...

—¿Tan malo fue?

El Príncipe procura mostrarse aterrorizado.

—Terrible.

Limón le queda mirando. Su penetrante mirada parece adentrarse capa a capa bajo la superficie del chico, como si estuviera pelando una naranja. Al Príncipe le preocupa que su verdadero yo pueda quedar a la vista, de modo que lo oculta dentro de él todavía más hondo.

—No sé si termino de creérmelo — dice Limón.

Al Príncipe se le aceleran los pensamientos intentando averiguar deprisa qué puede hacer. Mientras tanto, niega con la cabeza lastimeramente.

—Todo esto me recuerda a otro episodio de Thomas y sus amigos — añade. Los ojos de Limón se iluminan y las mejillas se le relajan hasta formar una sonrisa.

—¿Cuál?

—Ese en el que Diesel llega a la isla de Sodor. A Diesel no le gusta Duck, la locomotora verde de vapor, y, para quitárselo del medio, comienza a difundir calumnias sobre él.

—No conozco ese episodio. — El Príncipe observa con cautela a Limón, ahora más animado, mientras intenta urdir algún plan.

—El viejo Diesel va por ahí diciendo que Duck está difundiendo rumores malintencionados sobre los demás trenes. Las locomotoras de la isla de Sodor son bastante crédulas, así que todos se enfadan con Duck («Dijo barbaridades sobre mí» y tal), aunque en realidad fue inculpado injustamente.

Limón habla con excitación, como si lo estuviera haciendo frente a un auditorio. Incluso el Príncipe lo escucha con interés. Al mismo tiempo, sin embargo, no se le escapa que Limón tiene la pistola en una mano y el silenciador en la otra y que ahora vuelve a enroscarlo en el cañón cual chef de sushi preparando un rollito. Toda esa serie de movimientos calculados y ensayados parecen la preparación para una ceremonia. «¿Cuándo diantre...?». El Príncipe es consciente asimismo de que ni siquiera se dio cuenta de que Limón agarró otra vez la pistola de la mochila.

—Duck se queda estupefacto. De repente, todo el mundo está enfadado con él. ¿Sabes qué dice cuando al final descubre que le culparon de manera injusta de ser un chismoso? — Limón mira interrogativamente al Príncipe como si fuera un profesor que está explicándole una lección. Termina de enroscar el silenciador y apunta el arma al suelo. Después desliza hacia atrás la corredera y comprueba el cargador.

El Príncipe no puede moverse. Escuchar a este tipo contar una historia de niños mientras se prepara para matar a alguien le parece irreal.

—Te diré lo que dice: que a él nunca se le habrían podido ocurrir todas esas cosas, lo cual es cierto. Esos rumores malévolos eran demasiado sofisticados para que fuera él quien los concibiera.

El brazo derecho de Limón cuelga a un lado con la pistola en la mano. Después de todos esos preparativos ya parece estar lista para disparar en cualquier momento.

—¿Y entonces qué sucede? — pregunta el Príncipe, apartando los ojos de la pistola y clavando la vista en Limón.

—Entonces Duck añade algo muy bueno, algo que deberías recordar.

—¿Qué dice?

—¡Una locomotora de vapor nunca haría algo tan cobarde!

Limón extiende el brazo y el cañón de la pistola apunta directamente a la frente del Príncipe. El silenciador parece flotar en el aire.

—¿Por qué? — inquiere el Príncipe. Sigue preguntándose frenéticamente qué diantre puede hacer. «Esto va mal», termina admitiendo para sí.

Considera seguir con el número del chico inocente. Controlar las emociones de la gente depende en gran medida de las apariencias. Si los bebés no fueran tan lindos y su apariencia no despertara esa reacción emocional, nadie haría el esfuerzo que supone su cuidado. Los koalas son criaturas violentas, pero, por más que uno lo sepa, resulta difícil sentirse amenazado por un adorable koala que va por ahí cargando su cachorro en la espalda. Del mismo modo, si algo tiene un aspecto grotesco siempre provocará una reacción repulsiva. No es nada más que una respuesta animal, y eso hace que sea todavía más fácil aprovecharse de ella.

La gente toma sus decisiones basándose en el instinto, no en el intelecto. La respuesta física es una palanca para el control emocional.

—¿Por qué va a dispararme? Antes dijo que quería dejar a uno de los dos con vida. — Esto parece un buen inicio: puede que Limón se haya olvidado de lo que dijo antes y tiene sentido recordárselo.

—Sí, pero luego me di cuenta de una cosa.

—¿De qué?

—En realidad, tú eres como el infame Diesel.

—¿Qué quiere decir con que soy como Diesel?

—Diesel es una locomotora que vino a echar una mano a las vías férreas de sir Topham Hatt — comienza a recitar Limón—. Es cruel y egoísta. Se burla de las locomotoras de vapor y solo hace algo si puede obtener un beneficio. Al final, sin embargo, sus retorcidos planes siempre terminan siendo descubiertos y él es castigado... Ese es Diesel. Y tú eres igual. ¿Tengo razón? — Limón ya no sonríe—. Dijiste que tu tío era una persona mala, pero yo creo que era más bien como Duck. A él nunca se le habría ocurrido todo esto. ¿No es así? No parecía un tipo muy inteligente. Era un borracho ridículo, sí, pero no creo que fuera alguien cruel.

—No lo entiendo. — El Príncipe procura no perder la calma. Para empezar, deja de mirar el cañón de la pistola. «Si puedo malgastar mi atención con la pistola, también puedo averiguar cómo salir de esta. No debo dejarme llevar por el pánico o estaré perdido». Considera sus opciones: proponerle un trato, suplicarle piedad, amenazarlo, tentarlo con algo. «Primero debo ganar algo de tiempo. ¿Con qué puedo despertar su interés?». El Príncipe intenta pensar en qué es lo que más quiere Limón—. Por cierto, la maleta...

—Aunque, claro — prosigue Limón, ignorando el comentario del Príncipe—, tampoco creo que ese tipo fuera alguien bueno como Duck. En cualquier caso, el hecho de haber sido inculpado de manera injusta los asemeja.

La pistola le apunta como si fuera un dedo extralargo de Limón. El cañón lo mira fijamente sin pestañear.

—Un momento, un momento. No entiendo lo que quiere decir. Y, en cuanto a la maleta...

—No eres Percy, eres el infame Diesel. Simplemente, tardé un poco en darme cuenta.

«Me disparó». El Príncipe no puede ver nada. Luego se da cuenta de que cerró los ojos. Vuelve a abrirlos de golpe.

«Si voy a morir aquí, quiero ver cómo sucede. Cerrar los ojos por miedo al peligro es para los débiles».

No tiene miedo, lo cual es bueno. Lo único que siente es una leve desilusión por la celeridad con la que está pasando todo. Como si el final de su vida fuera una televisión que alguien apaga de golpe tras decir que no pasaban nada bueno. La noticia no le molesta tanto como cabría esperar. En cualquier caso, se siente orgulloso por el hecho de ser capaz de afrontar su final sin alterarse.

—Sí, eres Diesel — oye que dice Limón.

Y luego se queda mirando el cañón. «La bala que va a terminar con mi vida saldrá de ese agujero». No piensa apartar la mirada.

Pasan unos segundos y comienza a preguntarse por qué no ha recibido todavía ningún disparo. Se percata de que el brazo que hay detrás de la pistola comienza a flexionarse.

Levanta la mirada hacia Limón, que parpadea con el ceño fruncido mientras se toca la cara con la mano libre. Está claro que le pasa algo. Sacude la cabeza adelante y atrás y luego bosteza dos veces con la boca abierta al máximo.

«¿Está quedándose dormido? No puede ser». El Príncipe da un primer paso a un lado y, tras una breve pausa, otro, apartándose así del cañón.

—¿Qué sucede? — pregunta extrañado.

Al Príncipe se le ocurre de golpe que Limón parece estar bajo los efectos de alguna droga. En el pasado, él había usado un potente somnífero para doblegar a una compañera de clase. Los síntomas parecen exactamente los mismos.

—Demonios. — Limón agita la pistola ante sí. Es como si una súbita sensación de peligro lo instara a cargarse al chico antes de caer en la inconsciencia—. Tengo mucho sueño.

Aprovechando la flojera de su oponente, el Príncipe lo agarra por el brazo con ambas manos y, con decisión, lo quita el arma. Limón suelta un gruñido e intenta golpearle con el otro brazo. El Príncipe lo esquiva y retrocede hasta la pared opuesta del vestíbulo.

A Limón se le doblan las rodillas y se tambalea, golpeándose contra la puerta. Está intentando resistirse al sueño y está perdiendo. Palpa con debilidad las paredes tratando de agarrarse a algo, pero al final cae al suelo como una marioneta a la que le cortan los hilos que la sostienen.

El Príncipe guarda la pistola en la mochila sin molestarse en quitarle el silenciador.

A los pies de Limón hay una botella de plástico. El Príncipe pasa por encima con cuidado y la recoge. Parece una simple botella de agua mineral. «Puede que la droga estuviera aquí. — Echa un vistazo por la boca—. En este caso, ¿quién la puso?». En cuanto se hace esa pregunta, otro pensamiento acude a su mente.

«Soy muy afortunado. Muy muy afortunado».

Apenas puede creerlo. Cuando parecía que ya no podía hacer nada, cuando estaba a punto de morir, la situación dio un giro inesperado.

Se coloca detrás de Limón y lo agarra por las axilas. Pesa bastante, pero no tanto como para no poder moverlo. «Podré con él». Vuelve a dejarlo en el suelo y se dirige a la puerta del baño. Con cuidado de no cortarse, agarra el trozo de alambre de cobre y tira hacia arriba. El pasador se abre.

Regresa junto a Limón, vuelve a colocarse detrás y, tras agarrarlo de nuevo, lo arrastra al interior del baño.

Entonces llega el ataque.

Limón parecía estar profundamente dormido pero, de repente, extiende ambos brazos, agarra al Príncipe por las solapas del blazer y tira de él hacia abajo. El Príncipe cae al suelo. Todo está del revés, perdió el control de la situación. Sin embargo, se levanta con rapidez. Sabe que otro ataque de Limón podría terminar con él.

—¡Oye...! — dice Limón, todavía sentado en el suelo. Tiene la mirada perdida y lanza puñetazos al aire como si estuviera borracho. Arrastrando las palabras añade—: Dile a Mandarina...

Al Príncipe le resulta muy cómico contemplar los ya inútiles esfuerzos de Limón para intentar mantenerse en pie. No parece que haya ingerido un somnífero normal, sino algo más potente. Con la pistola en la mano, el Príncipe se acerca a Limón y se inclina sobre él.

Este aprieta los dientes, procurando mantenerse despierto.

—Dile a Mandarina que lo que está buscando, la llave, está en un almacén de la estación de Morioka. Díselo. — Y, a continuación, se le cae la cabeza hacia delante y ya se queda así.

Es como si hubiera muerto, aunque el Príncipe puede ver que todavía respira.

Cuando vuelve a colocarse detrás de él para agarrarlo de nuevo, repara en un pequeño dibujo que hay debajo de una de las manos.

Es una calcomanía pegada al suelo.

En ella puede verse una pequeña locomotora verde con cara. Es el personaje de un programa infantil. «Está claro que adora este estúpido programa», piensa el Príncipe. Entonces se le ocurre que puede tratarse de algún tipo de señal para su compañero, así que arranca la calcomanía y, tras hacer una bolita con ella, la tira a la basura.

Luego arrastra a Limón hasta el baño. Kimura sigue tirado en el suelo. En su torso se ha formado una mancha de color rojo negruzco y una mezcla de sangre y pipí se extiende por el suelo.

—Qué asco, señor Kimura — murmura entre dientes el Príncipe al percibir el desagradable olor.

Antes de que aparezca alguien y vea lo que está pasando, el Príncipe cierra la puerta. Luego levanta el cuerpo inconsciente de Limón y lo sienta en el inodoro. A continuación, agarra la pistola de la mochila y, sin la menor vacilación, coloca el cañón en la frente de Limón. Como no quiere mancharse con sus sesos, al final opta por apartarse y se coloca junto a la puerta.

Levanta el arma, apunta a su víctima y aprieta el gatillo. Tras el disparo, un leve zumbido reverbera en el baño. Entre el silenciador y el traqueteo del Shinkansen, nadie oyó nada.

La cabeza de Limón cuelga y de un pequeño agujero borbotea la sangre.

Asesinar a alguien mientras duerme no termina de satisfacer del todo al Príncipe. «Seguro que no le dolió nada».

No puede evitar sonreír con malicia al ver cómo la sangre mana débilmente de la herida. Un juguete al que se le acaban las pilas tiene una muerte más digna.

«Yo no quiero terminar así».

Tras pensarlo un momento, decide dejar la pistola en el baño. Al principio iba a quedársela, pero el riesgo le parece demasiado alto. Puede decir que lleva la pistola paralizante para autodefensa, pero esa excusa no servirá con una pistola de verdad. Y, teniendo en cuenta que tanto Kimura como Limón murieron de un disparo, tiene sentido que haya una pistola con ellos.

Vuelve a salir del baño y cierra la puerta usando el alambre para echar el pasador.

Al entrar en el vagón número ocho se le ocurre algo, se detiene y regresa al vestíbulo. Agarra el celular que lleva en el bolsillo delantero de su mochila. Es el de Kimura. Busca el historial de llamadas y llama al último número.

Tardan un poco en responder.

—¿Sí? — dice por último una hosca voz masculina.

—¿Hablo con el padre del señor Kimura? — El estruendo que hay en el vestíbulo impide que pueda oír bien a su interlocutor, pero no le importa.

—¿Cómo? — El hombre se queda un momento callado y luego añade—: ¡Ah, sí! Eres el estudiante con el que hablé antes, ¿no?

El Príncipe se imagina al viejo tomando té con tranquilidad delante del televisor y le entran ganas de reír. «¡Su hijo fue asesinado mientras usted disfrutaba de una taza de té!».

—Solo quería decirle que todo lo que le contó antes el señor Kimura era cierto.

El padre de Kimura no responde. Siempre que le revela algo importante a un interlocutor, el Príncipe puede sentir cómo lo invade el entusiasmo.

—El señor Kimura se metió en una situación delicada. Y ahora su hijo también está en peligro.

—¿Cómo dices? Wataru está en el hospital.

—No estoy tan seguro de eso.

—¿Dónde está Yuichi? Déjame hablar con él.

—Ya no puede contestar el teléfono.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿No está en el Shinkansen?

—Con lo tranquilos que deben de estar usted y su esposa en casa... No debería haberles llamado — dice en un tono plano y desapasionado, como si estuviera limitándose a relatar una serie de hechos—. Y creo que será mejor para usted que no hable con la policía.

—¿De qué estás hablando?

—Lo siento, esto es todo lo que tenía que decir. Ahora voy a colgar. — Y presiona un botón para finalizar la llamada.

«Con esto bastará», piensa. Lo más probable es que en esos momentos los padres de Kimura estén entrando ya en pánico. No tienen ni idea de lo que le ha pasado a su hijo y a su nieto y lo único que pueden hacer es llamar al hospital. De momento, sin embargo, ahí todavía no sucede nada, de modo que cuando lo hagan les dirán que todo está bien. Más allá de esto, los padres de Kimura no pueden hacer nada salvo angustiarse. No cree que acudan a la policía. E incluso si lo hicieran, los polis les dirían que seguramente alguien les hizo una broma telefónica o algo así.

Y, cuando todo salga a la luz, se hundirán en la desesperación. Esta pareja de ancianos que vivía sus últimos años en paz y tranquilidad terminará sus días presa de la ira y el remordimiento. El Príncipe ya se muere de ganas de que eso ocurra. Le gusta verse a sí mismo como alguien que estruja a la gente para obtener todo el jugo que sale de ellos. Para él, no hay nada más dulce.

Vuelve a entrar en el vagón número ocho. «Parece que, después de todo, el señor Limón no era gran cosa. Nadie lo es.

»Niños, adultos, animales: todos son seres débiles, despreciables e insignificantes».