Campanilla Morada

El trayecto de taxi fue tan corto que el taxímetro ni siquiera empezó a correr.

Campanilla Morada paga, desciende del coche y luego contempla cómo se aleja el taxi. Al otro lado de la calle de dos carriles en ambas direcciones hay un edificio. Es alto y parece una nueva construcción.

Se pregunta si habrá llegado ya el intermediario. Este no deja de ser un gerente que trabaja sentado a un escritorio y pegado al teléfono, así que la idea de que se aventure nerviosamente a llevar a cabo una misión hace sonreír a Campanilla Morada. Resulta mucho más agradable que alguien que busca excusas para seguir escondido.

Lo llama. El intermediario no contesta, a pesar de que le dijo que ya estaría aquí. Más que enfadarse, a Campanilla Morada le invade la sensación de haber perdido el tiempo. Considera la posibilidad de marcharse a casa. Para cuando se da cuenta, sin embargo, está cruzando la calle de camino al edificio.

Mientras espera en una isla a que el semáforo de peatones se ponga en verde contempla la calle. A él le parece un río. Su campo visual se estrecha y el color desa­parece. El río pasa frente a él, con irregulares olas que suben y bajan. El guardarraíl que hay junto a la calzada es como un baluarte que evita que la estruendosa corriente se desborde.

De vez en cuando, arrecia una tormenta que encrespa la superficie del agua. Salvo esos casos, su quietud es casi absoluta.

Su campo visual regresa a la normalidad. El río desaparece y en su lugar vuelve a estar la calle. La escena retoma asimismo sus colores y adquiere consistencia.

En los matorrales de la isla hay un pequeño cartel en el que se avisa al peatón que tenga cuidado y, a su lado, un pequeño bote de basura de aluminio. Campanilla Morada baja la mirada. A los pies de los matorrales ve unos pocos dientes de león. Sus pequeñas flores amarillas poseen una sana vitalidad. Como un niño que duerme cuando quiere dormir y juega cuando quiere jugar. Los tallos verdes que sostienen las vivaces flores se balancean con suavidad.

Alrededor de los pétalos amarillos hay unas mustias hojas verdes. Eso le indica que se trata de dientes de león comunes.

Recuerda haber oído que el diente de león común, que no es autóctono, expulsó al nativo, el diente de león Kanto.

Pero no es cierto.

El diente de león Kanto está desapareciendo porque los seres humanos han invadido su hábitat.

Y el diente de león común pasó a ocupar los espacios que con anterioridad ocupaban los otros dientes de león.

A Campanilla Morada todo eso le parece fascinante.

La gente se comporta como si el diente de león común fuera el culpable de la desaparición del diente de león Kanto y los seres humanos solo fueran testigos, pero lo cierto es que la culpa es de los humanos. Es solo que el diente de león común es más resiliente. Incluso si no hubiera aparecido, el diente de león Kanto seguiría extinguiéndose de todos modos.

Junto a las flores ve un punto rojo.

No es más grande que una uña. Una perfecta gotita roja. Es una mariquita. En la espalda de la gotita roja pueden verse unos puntitos negros que parecen pintados con el más pequeño de los pinceles. Campanilla Morada se acerca al insecto.

¿A quién se le ocurrió el diseño de este bicho?

No parecen fruto de una adaptación al medioambiente. ¿Acaso tiene alguna utilidad evolutiva un cuerpo rojo con puntitos negros? No es que sea grotesco o estrafalario como el de otros insectos, pero se trata de una apariencia que parece improbable en la naturaleza.

Campanilla Morada observa cómo la mariquita trepa por una hoja. Extiende un dedo y el insecto rodea el tallo para evitarlo.

Cuando levanta la mirada el semáforo ya está en verde. Se dispone a cruzar la calle.

Entonces recibe una llamada. Es el intermediario.