Tras echar un vistazo al interior del baño, el Príncipe retrocede un paso, y luego otro. Se asegura de fingir que está asustado sin perder de vista la expresión de Mandarina. No se le escapa que, por un momento, este palidece y se queda petrificado. Casi parece estar a punto de explotar y romperse en mil pedacitos, como si fuera de cristal. «No imaginaba que fueras a ser tan frágil», le vienen ganas de decir en voz alta.
Mandarina entra en el baño y cierra la puerta, dejando al Príncipe solo en el vestíbulo. Vaya chasco: le habría gustado ver lo que hacía este tipo que parece tan sereno y circunspecto, ¿conseguiría mantener la compostura al ver de cerca el cadáver de Limón o tendría problemas para contener sus emociones?
Al cabo de poco, la puerta se abre y Mandarina regresa al vestíbulo. Su expresión vuelve a ser normal, lo que desilusiona un poco al Príncipe.
—El otro es el hombre que iba contigo, ¿no? — Mandarina lo señala con un pulgar y cierra la puerta detrás de él con la otra mano—. Recibió un disparo en el pecho, pero no en el corazón. ¿Qué quieres hacer?
—¿Q-qué... quiero hacer?
—Limón está muerto, pero tu amigo todavía está vivo.
El Príncipe tarda un momento en procesar lo que Mandarina le acaba de decir. «¿Kimura está vivo?». Estaba convencido de que Limón lo había matado. Lo cierto es que no había sangrado mucho, pero la idea de que haya sobrevivido al disparo hace que de repente piense que a lo mejor Kimura no morirá. Tiene que hacer un esfuerzo para no quejarse de la tenacidad del tipo.
—No me malinterpretes, está bastante mal — añade Mandarina—. No está muerto, pero apenas respira. Así pues, ¿qué quieres hacer? Ten en cuenta que aquí en el tren no puede recibir cuidados intensivos, así que tampoco hay mucho que puedas hacer por él. Tal vez podrías suplicarle al conductor que detengan el tren y llamen a una ambulancia.
El Príncipe no tarda ni un segundo en tener clara su respuesta. No tiene la menor intención de detener el tren e involucrar a las autoridades.
—Ese hombre me había secuestrado.
Y le explica entonces a Mandarina que Kimura lo estaba reteniendo en contra de su voluntad y que sintió mucho miedo. Por supuesto, es todo inventado, pero quizá la historia funcione. Le dice que descubrir que Kimura está al borde de la muerte resulta aterrador y desconcertante, pero, en el fondo, también un alivio. E insinúa además que preferiría que se diera por vencido de una vez y muriera.
Mandarina no parece demasiado interesado en lo que le cuenta. Su expresión es pétrea y difícil de interpretar. El Príncipe espera que, como cualquier otro adulto, le conteste que deberán llamar a la policía de todos modos, pero Mandarina debe de tener sus propias razones para no querer que el tren se detenga, y no dice nada.
Tampoco hace el menor amago de querer marcharse del vestíbulo. Se queda mirando al Príncipe.
—En el baño hay dos personas. Tu amigo todavía no está muerto, pero pronto lo estará. El cadáver de Limón está encima de él, lo que significa que a tu amigo le dispararon primero y luego lo colocaron ahí antes de que Limón muriera. Imagino que fue él quien le disparó y que luego le dispararon a él.
—¿Quién?
—En el baño solo hay una pistola.
—¿Solo una? Entonces ¿quién le disparó?
—Una posibilidad es que Limón haya disparado a tu amigo y que, antes de morir, este haya conseguido quitarle la pistola y le haya disparado... Pero no tengo claro que haya pasado eso.
«Sería maravilloso que lo creyeras». A pesar de estar en guardia, al Príncipe le entran ganas de soltar una carcajada. Este Mandarina es un tipo listo. Razona las cosas. «Me encanta tratar con gente inteligente». Cuanta más lógica emplea alguien, más difícil le resulta a esa persona escapar de las cadenas de la autojustificación y más fácil le resulta a él manipularla a su antojo.
Mandarina se inclina para inspeccionar el trozo de cable de cobre.
—Ahora bien, esto no tiene mucho sentido.
—¿Para qué es ese cable?
—Un pequeño truco de Limón. Lo usaba para echar el pasador de las puertas por fuera. Siempre lo hacía. — Mandarina tira del extremo del cable. No lo hace de un modo emocional ni con tristeza por la muerte de su amigo, sino para comprobar su robustez—. Me pregunto quién habrá echado el pasador de la puerta después de que Limón muriera. Tenía que haber alguien más en ese baño.
—Está usted hecho todo un detective. — El Príncipe no pretende burlarse de Mandarina. Lo dice en serio. Piensa en una escena que leyó tiempo atrás en un libro en la que un famoso inspector explicaba, sereno e imperturbable, cómo se había cometido un asesinato mientras deambulaba de un lado a otro de la habitación en la que se encontraba el cadáver.
—No estoy jugando a las adivinanzas. Solo estoy tratando de deducir el escenario más probable en función de los indicios que tengo ante mí — dice Mandarina—. Todo indica que Limón disparó a tu amigo, metió su cadáver en el baño y luego echó el pasador. Es entonces cuando usó el cable.
El Príncipe no tiene claro adónde quiere ir a parar Mandarina y se limita a asentir con inseguridad.
—Pero luego alguien disparó a Limón. Y esa persona también metió su cadáver en el baño. Seguramente, pensó que esconder ambos cadáveres juntos era la opción más segura. Por último, quienquiera que sea esa persona usó el cable para volver a echar el pasador por fuera.
—No sé qué...
—Seguro que esa persona vio a Limón usar el cable previamente y decidió hacer lo mismo para echar el pasador. Primero vio cómo lo hacía y luego lo imitó .
—¿Crees que Limón le enseñó a hacerlo?
—No, no creo que se lo haya enseñado. Simplemente, vio que usaba el cable. — Mandarina toca el extremo del cable y luego retrocede unos pasos y, agachándose, comienza a examinar el suelo del vestíbulo en busca de alguna pista. Luego pasa los dedos por unas marcas que hay en la pared, tal y como haría un policía que estuviera examinando el escenario de un crimen.
—Por cierto, me dijiste antes que tú y Limón habían hablado, ¿verdad? — pregunta de repente Mandarina, como si la pregunta se le acabara de ocurrir.
—¿Qué?
—Hablaste con él un poco, ¿no?
—¿Cuando estaba vivo?
—Bueno, ya imagino que no lo hiciste después de que muriera. ¿Te dijo algo?
—¿C-como qué?
Mandarina lo piensa un momento.
—Algo sobre una llave. — Ladea la cabeza y se queda mirando fijamente al Príncipe.
—¿Una llave?
—Estoy buscando una llave. Limón sabía algo sobre ella. ¿No te dijo nada?
«Pues ahora que lo dices»..., casi responde el Príncipe. Recuerda las últimas palabras que le oyó pronunciar a Limón, cuando este intentaba con desesperación permanecer consciente y, agotando sus últimas fuerzas, le dijo: «La llave está en un almacén de Morioka. Díselo a Mandarina». En ese momento no comprendió qué quería decir, por eso lo recuerda bien. Ahora se pregunta si decírselo a Mandarina arrojaría algo de luz al respecto.
«Mencionó algo sobre una llave, pero no sé qué es lo que quería decir con eso» está a punto de decir.
Pero en cuanto abre la boca una alarma suena en su cabeza: «¡Es una trampa!». No tiene ninguna prueba para pensarlo, pero algo le dice que es mejor no revelarle lo que le dijo Limón.
—No, no me dijo nada sobre ninguna llave.
—¿Ah, no? — dice Mandarina con tranquilidad, sin sonar particularmente decepcionado.
El Príncipe lo queda mirando. «¿Debería haberle dicho lo del almacén de Morioka? Bueno, en cualquier caso no decir nada tampoco me perjudica. La situación sigue siendo la misma de antes. O tal vez, incluso un poco más favorable».
—Pero hay algo que sigo sin comprender — comenta Mandarina de repente.
—¿Qué?
—Antes, cuando estábamos en el vestíbulo que hay entre los vagones cinco y seis, recibiste una llamada y te apartaste de nosotros para contestarla.
—Eso creo, sí.
—Pero tu asiento está en el vagón número siete.
«¿Se acuerda de eso?». Mandarina solo ha pasado por delante de su asiento una vez, ¿fue eso suficiente para que se acuerde?
Mandarina se lo queda mirando fijamente.
El Príncipe se dice a sí mismo que no debe perder la calma. Sabe que solo está intentando ponerlo nervioso.
—Verás... — replica con timidez—. Regresé a mi asiento y...
—¿Y?
—Y tenía que ir al baño, de modo que vine en esta dirección.
«Buena respuesta. — El Príncipe asiente para él—. Una explicación perfectamente aceptable».
—¿Ah, sí? — Mandarina también asiente—. Dime, ¿habías visto esto alguna vez? — Le muestra una pequeña hoja arrugada con calcomanías de colores y la despliega. El Príncipe reconoce los personajes de Thomas y sus amigos.
—¿Qué es esto?
—Lo encontré en el bolsillo de la chamarra de Limón.
—Desde luego, le gustaba mucho Thomas.
—No te lo puedes ni imaginar.
—¿Y qué tiene esto de importante? — pregunta el Príncipe a su pesar.
—Faltan algunas calcomanías — señala dos espacios vacíos.
El Príncipe recuerda cuando Limón estaba en el suelo y pegó en el suelo la calcomanía de un tren verde. Él la había arrancado y tirado.
—No te habrá dado ninguna, ¿verdad?
Era como si Mandarina hubiera desplegado unas antenas invisibles o una suerte de aretes incoloros y transparentes que le escudriñaran la cara para intentar descubrir lo que se oculta bajo su superficie.
Los pensamientos del Príncipe suceden a toda velocidad y no sabe bien qué contestar, si fingir ignorancia o inventarse algo sobre la calcomanía que suene verosímil.
—Sí, me dio una, pero me dio miedo y la tiré a la basura.
El Príncipe se alegra de ser todavía tan joven.
Sabe que Mandarina bien podría dejarse llevar por sus instintos e interrogarle violentamente con relación a la muerte de Limón. Sin duda, lo hizo muchas otras veces antes.
Pero con él no emplea la violencia. «¿Y por qué no?», pues porque todavía es un niño. Esto es lo que lo cohíbe. Piensa que es demasiado joven y débil para hacerle daño. No tiene pruebas sólidas y, a causa de su buena voluntad, necesita algo más concreto antes de infringirle algún castigo físico. «Y eso a pesar de que la buena voluntad no ha beneficiado nunca a nadie».
Mandarina es más listo que Limón. Posee mayor profundidad y sustancia, así como una vida interior más desarrollada. Esto le proporciona una mayor capacidad imaginativa y, a su vez, conduce a una mayor capacidad de empatía. Ese es su punto débil y, por ello, en realidad resulta más fácil de controlar que Limón. «Lo cual significa que tengo muchas probabilidades de vencerlo».
—Así que la tiraste... ¿Y recuerdas qué personaje era? — pregunta Mandarina con absoluta seriedad.
—¿Qué? — El tren da una sacudida y el Príncipe pierde el equilibrio. Tiene que apoyar una mano en la pared para no caerse.
—La calcomanía que te dio. Una de las que faltan. ¿Qué personaje era? ¿Recuerdas el nombre? — La hoja de calcomanías que sostiene en la mano está manchada de sangre.
El Príncipe niega con la cabeza.
—No, lo siento.
—Qué raro — murmura Mandarina. Al Príncipe se le hace un nudo en el estómago. Es como si estuviera caminando por una cuerda floja y, de repente, hubiera llegado a un espacio frío y vacío.
—¿Qué es raro?
—Limón estaba empecinado en que todo el mundo aprendiera los nombres de los amigos de Thomas. Siempre que le daba a alguien una calcomanía o un juguete de alguno de los trenes se aseguraba de decirle cuál era su nombre. Siempre. Nunca se limitaba a dar algo sin más. Si te daba una calcomanía, te decía el nombre del personaje. Aunque no lo recuerdes, seguro que te lo dijo.
El Príncipe sopesa sus opciones. Algo le dice que es mejor no responder. Se concentra en retirar con cuidado el pie del abismo para volverlo a colocar sobre la cuerda floja y recuperar el equilibrio.
—Si tuviera que escoger una — dice Mandarina mirando los espacios vacíos entre las calcomanías—, diría que te dio la calcomanía que iba aquí — señala uno de los espacios—. La del tren verde, ¿verdad que sí?
—¡Pues sí, era verde! — En efecto, la calcomanía que tiró era la del tren verde.
—Percy. El pequeño Percy. A Limón le encantaba.
—Sí, creo que se llamaba así. — El Príncipe prefiere ver cómo se desarrollan los acontecimientos antes de confirmarlo con rotundidad.
—Mmm... — La expresión de Mandarina es inescrutable—. ¿Y sabes cuál es el personaje que había aquí? — Señala otro espacio vacío.
—Pues no. — El Príncipe vuelve a negar con la cabeza—. Esa calcomanía no me la dio.
—Yo sí sé cuál era.
—¿Sí?
—Sí. — De repente, Mandarina se abalanza sobre el Príncipe y lo agarra por las solapas del blazer—. Porque la tienes pegada aquí. — Vuelve a soltarlo tan de repente como lo agarró.
El Príncipe permanece inmóvil.
—Mira. Este es Diesel. El infame Diesel. — Mandarina le muestra la calcomanía de un tren negro de cara cuadrada.
Al Príncipe lo toma desprevenido la inesperada aparición de esa calcomanía, pero hace todo lo posible para que no se le note.
—Usted también sabe mucho sobre Thomas y sus amigos, señor Mandarina — se limita a decir.
Mandarina frunce algo el ceño. Intencionadamente o no, también esboza una leve sonrisa.
—Siempre estaba hablando de ese programa. Normal que recuerde una o dos cosas. En su chamarra también encontré esto — dice, agarrando un pequeño libro del bolsillo trasero de sus pantalones. La portada es de color naranja apagado y en ella solo figuran el título del libro y el nombre del autor. Mandarina pasa los dedos por la cubierta y luego lo abre por el punto en el que se encuentra el marcapáginas—. Llegó hasta aquí — murmura—. A Limón nunca le gustó mucho ese tren. Y a mí tampoco. Es un mal bicho.
—Yo...
—Diesel es malvado y rencoroso. Limón siempre me decía que no me confiara de él. Miente y olvida los nombres de los demás. Y ahora voy y encuentro la calcomanía de Diesel en tu blazer.
—Debe de haber... — El Príncipe mira a un lado y a otro.
Limón debió pegársela cuando lo agarró. Su último acto antes de morir. El Príncipe no se dio cuenta.
«Esto no va bien — piensa de repente—. Pero todavía hay esperanza». A juzgar por experiencias pasadas, hay muchas razones para pensar que puede salir airoso de este trance.
Mandarina todavía no ha sacado su pistola. Quizá porque sabe que puede hacerlo cuando quiera, o tal vez haya alguna otra razón. En cualquier caso, no es algo que parezca preocuparle demasiado ahora mismo.
—Hay un pasaje en Crimen y castigo, de Dostoievski, que reza así — comienza a decir entonces con gran serenidad y compostura. Al Príncipe lo desorienta ese repentino cambio de tema—: «La ciencia nos dice ahora que debemos amarnos a nosotros mismos antes que a los demás, pues todo se basa en el interés propio». En esencia, pues, lo más importante es la propia felicidad. Si uno la prioriza, estará contribuyendo a que los demás también sean felices. Lo cierto es que yo nunca pensé demasiado en la felicidad o infelicidad de los otros, pero al leer este pasaje me pareció algo razonable. ¿A ti qué te parece?
El Príncipe responde con su propia pregunta. Su favorita:
—¿Por qué está mal matar personas? Si alguien se lo preguntara, ¿qué le respondería?
A Mandarina no parece desconcertarle lo más mínimo esa pregunta.
—Bueno, esto es lo que dice Dostoievski en Los demonios: «El crimen ya no puede considerarse algo demencial, sino mero sentido común; casi un deber o, cuando menos, una noble protesta». No hay nada inusual en las transgresiones, nos dice. Son por completo normales. Y yo opino lo mismo.
Mandarina se llena la boca con rimbombantes citas de novelas, pero al Príncipe no le parece que esté contestando realmente a su pregunta. Y si bien está de acuerdo con lo de que el crimen es un acto de sentido común, la sugerencia de que se trata también de una «noble protesta» se le antoja mero narcisismo y apenas le suscita un superficial divertimento. Una vez más, se siente desilusionado.
«Otra respuesta basada en la emoción, aunque se trate de una respuesta más apasionada de lo habitual.
»Meras palabras. Lo que quiero es una respuesta objetiva sobre la razón por la que el asesinato no está permitido».
Al mismo tiempo, piensa en la llamada que recibió justo después de que el tren se hubiera detenido en la estación de Sendai. Se trataba del hombre que había enviado al hospital. Seguía a la espera de su autorización para liquidar al hijo de Kimura.
—Ya entré — le dijo—. Voy vestido como un enfermero. Supongo que tú ya dejaste atrás Sendai, ¿no? No oí nada de ti y me preguntaba si debía seguir esperando. — Parecía impaciente por realizar el encargo encomendado.
—Todavía no hagas nada — le respondió —. Recuerda las reglas: si me llamas y no contesto al décimo tono, puedes proceder.
—De acuerdo. Entendido — le dijo el tipo con gran excitación. He ahí alguien que solo se quería a sí mismo y que no tenía ningún problema en matar a un niño a cambio de dinero. Seguramente, se había dicho a sí mismo que en realidad ni siquiera se trataba de un asesinato, que solo manosearía el instrumental médico y desestabilizaría un poco la situación del niño.
—Vas a la escuela, ¿verdad? — le pregunta Mandarina—. ¿Cuántos años tienes?
—Catorce — responde el Príncipe.
—Perfecto.
—¿Perfecto?
—¿Conoces el artículo 41 del Código Penal?
—¿Cómo?
—El artículo 41 dice que las personas menores de catorce años no pueden ser sentenciadas a ningún castigo por haber cometido un crimen. ¿Lo sabías? En cuanto uno cumple catorce años, sin embargo, ya puede ser castigado como cualquier adulto.
—No lo sabía — responde, aunque por supuesto sí que lo sabe. El Príncipe lo sabe todo sobre esas cosas. Eso no ha evitado que siga haciendo lo que le da la gana a pesar de haber cumplido ya los catorce. Al fin y al cabo, tampoco es que hiciera esas cosas solo porque no podía ser castigado. La ley solo es algo más qué tener en cuenta cuando hace aquello que quiere hacer. Sus crímenes existen en una dimensión distinta a la de los triviales detalles de la ley.
—Compartiré contigo otro pasaje que me gusta. Este es de El marino que perdió la gracia del mar.
—¿Qué dice?
—Es una cita sobre el artículo 41 de un chico que tiene más o menos tu edad. Este dice: «Esta ley es un símbolo de las esperanzas que los adultos han depositado en nosotros y, al mismo tiempo, un símbolo de que esas esperanzas nunca se cumplirán. Como son tan estúpidos de pensar que no podemos hacer cualquier cosa, nos ofrecen el atisbo de un retazo de cielo azul, un fragmento de absoluta libertad». Me gusta este pasaje por la cualidad distante de su prosa, pero también porque sugiere una posible respuesta a tu pregunta sobre por qué está mal matar personas. Decir que matar está mal es solo la expresión de un sueño adulto. Solo un sueño. Una fantasía. Como Santa Claus. Algo que no existe en el mundo real, un cuadro de un hermoso cielo azul pintado por alguien muy asustado que luego prefiere mirar la pintura en vez del mundo real. Lo mismo sucede con la mayoría de las leyes. No son más que símbolos diseñados para que la gente se sienta mejor.
El Príncipe sigue sin comprender por qué Mandarina se ha puesto a citar novelas, pero el hecho de que recurra a las palabras de otros hace que pierda algo de respeto por él.
Entonces repara en la pistola.
Dos pistolas. Frente a él.
Una le apunta directa al pecho y la otra está sobre la palma abierta de Mandarina, que se la ofrece cual cuerda salvavidas.
«¿Qué es esto?».
—Escúchame. Estoy más que un poco enfadado. Los chicos como tú me enojan especialmente. Pero no me parece bien disparar a alguien indefenso. No me meto con los débiles. Así pues, te ofrezco esta pistola. Así ambos tendremos una y ya solo será cuestión de quién dispara primero y quién recibe el disparo.
El Príncipe no sabe bien qué hacer. No tiene claro qué diantre está planeando su oponente.
—Date prisa y agárrala . Te enseñaré a usarla.
Sin quitar los ojos de Mandarina, el Príncipe rodea con sus dedos la pistola que le ofrece. Luego retrocede dos pasos.
—Coloca la mano sobre la corredera y tira de ella hacia atrás. Luego agarra bien la pistola por el mango y tira de esa pequeña palanca que hay a un lado. Es el seguro. Ahora lo único que debes hacer es apuntarme y disparar. — El rostro de Mandarina es inescrutable y su tono absolutamente sereno. «¿Está de verdad enfadado?».
El Príncipe está a punto de empuñar la pistola y hacer lo que Mandarina le indicó cuando, de repente, el arma se le cae al suelo. De inmediato siente una oleada de pánico, pues sabe que su oponente aprovechará este momento para atacarlo. Este, sin embargo, se limita a sonreír levemente.
—Tranquilízate. Recoge la pistola y vuelve a intentarlo. No comenzaré hasta que no estés listo.
No parece que esté mintiendo. El Príncipe se agacha para recoger la pistola, pero de repente un pensamiento pasa por su cabeza: «¿Significa algo que se me haya caído la pistola al suelo en un momento tan crucial?». A alguien tan afortunado como él, meter la pata de este modo le parece algo sorprendente. Y esto le hace pensar que tal vez no fue casualidad, y que se trata de un contratiempo necesario.
—No necesito la pistola — dice el Príncipe, ofreciéndosela de nuevo a Mandarina.
Este frunce el ceño y su expresión se oscurece.
—¿Qué sucede? ¿Acaso crees que rindiéndote te salvarás?
—No, no es eso — dice el Príncipe, recuperando la confianza en sí mismo—. Simplemente, creo que se trata de una trampa.
Mandarina permanece en silencio.
«Lo sabía. La buena fortuna todavía me acompaña». Más que alivio, lo que siente el Príncipe es una profunda satisfacción. Ignora la razón exacta, pero algo no termina de cuadrarle. Tiene la sensación de que si llegaba a disparar la pistola el perjudicado habría sido él.
—Me sorprende que te hayas dado cuenta. En efecto, si hubieras apretado el gatillo, la pistola habría explotado. No creo que hubiera llegado a matarte, pero sí que te habría herido de gravedad.
«Mi suerte es como un campo de fuerza. — El Príncipe ya no está asustado—. Llegados a este punto, es posible incluso que sea él quien comience a temerme a mí».
Justo en ese momento, la puerta que hay detrás de Mandarina se abre deslizándose a un lado y alguien entra en el vestíbulo.
—¡Ayúdeme! — exclama el Príncipe con el tono más lastimoso del que es capaz—. ¡Quiere matarme!
Un instante después, la cabeza de Mandarina se gira de golpe. Estaba mirando al frente y ahora lo hace a un lado. Luego, se desploma al suelo del Shinkansen con la pistola todavía en la mano.
El traqueteo del tren suena como el clamor ritual de una procesión funeraria. Junto al cadáver se encuentra Nanao.