Nanao

No se ve con ánimo ni de suspirar. Nanao se queda mirando inexpresivamente el cadáver con el cuello roto de Mandarina.

«¿Por qué no deja de pasarme esto?».

—¡Estaba a punto de matarme! — dice el chico con voz temblorosa.

La irritación que a Nanao le provoca el niño está tan paralizada como el resto de sus emociones.

—¿Qué está pasando aquí?

—Esos tipos se dispararon.

—«¿Esos tipos?» — A Nanao no se le escapa el plural. El chico señala el baño.

—Si jala ese cable de cobre, abrirá la puerta.

Nanao sigue las instrucciones y, en efecto, la puerta se abre.

Echa un vistazo en el interior del baño y sus ojos se abren como platos. Hay un cadáver en el suelo, junto al inodoro. Dos cadáveres. Están ahí tirados como si fueran basura o un par de electrodomésticos estropeados.

—¡Oh, no! ¡No puedo más! ¡Ya tuve suficiente! — exclama presa de la frustración—. ¡Ya basta!

Sabe que no puede dejar el cadáver de Mandarina en el suelo del vestíbulo, de modo que lo mete en el baño, que ya estaba lleno. «Ha pasado a ser un auténtico depósito de cadáveres», piensa lúgubre.

Registra a Mandarina y encuentra su teléfono celular, que agarra, y un papelito doblado. Lo desdobla. Es una participación para un concurso. «¿Se puede saber de qué se trata esto?».

—En el dorso hay algo — dice el chico.

Nanao le da la vuelta. Es un dibujo a bolígrafo de un tren. Debajo dice «Arthur».

—¿Qué es?

—El dibujo de un tren. — Nanao vuelve a doblarlo y se lo guarda en el bolsillo.

Cuando termina de registrarlo, vuelve a salir del baño.

—Me salvó — le dice el chico, colocándose de nuevo la mochila a la espalda.

A Nanao le pareció ver algo en la mano del chico que parecía una pistola, pero ahora no ve nada. «Debe de haber sido mi imaginación». Cierra la puerta y usa el sistema del cable para volver a echar el pasador.

Rememora todo lo que acaba de suceder.

Después de ir al cuarto de empleados para recuperar la maleta, regresó al vestíbulo y vio que Mandarina estaba apuntando al chico con una pistola.

Su expresión y el tono de voz con el que exclamó hicieron que Nanao actuara sin pensarlo dos veces. En ese chico indefenso suplicando ayuda vio la imagen de aquel niño secuestrado al que había abandonado tiempo atrás.

Con la mente en blanco y actuando de forma instintiva, se acercó a Mandarina y le rompió el cuello. Algo primario lo empujó a ello. Tenía la sensación de que, si atacaba a Mandarina sin liquidarlo, se estaría poniendo en peligro a sí mismo.

—¿Por qué quería dispararte?

—No lo sé. Encontró los cadáveres en el baño y comenzó a comportarse de un modo extraño.

«De modo que ver a su amigo muerto le hizo perder la razón». No parecía improbable.

—Ni siquiera tengo claro quién mató a quién en ese baño. — Nanao consigue al fin exhalar un suspiro. Los detalles ya le dan igual. Solo quiere bajar de este ridículo tren. Tiene la sensación de que el Shinkansen mismo es portador de mala suerte. A bordo de este tren que se dirige al norte a doscientos cincuenta kilómetros por hora solo encontrará infortunio y calamidades.

Sopesa por un momento qué hacer con la pistola de Mandarina. Decide tirarla a la basura.

—¡Oye! — El chico hace un pequeño ruido.

—¿Qué?

—Creo que estaríamos más seguros si se la quedara.

—Quedármela no hará sino traernos más problemas, créeme. — Nanao piensa que mantenerse alejado de cualquier cosa peligrosa es lo más inteligente que puede hacer teniendo en cuenta su mala suerte. También tira el celular de Mandarina—. Será mejor que también me libre de él — y a continuación agarra la maleta por el mango—. Listo. Ahora quiero salir de aquí de una vez.

—¿Va a bajar del tren? — pregunta el niño con la expresión compungida y los ojos vidriosos.

—No sé qué es lo que voy a hacer. — Ahora que Mandarina y Limón están fuera de juego, no tiene ni idea de cuáles serán las intenciones de Minegishi. En cualquier caso, parece razonable pensar que la culpa del fallecimiento de su hijo debería recaer únicamente sobre esos dos y que a Nanao no debería pasarle nada. Su encargo solo consistía en robar la maleta y bajar del Shinkansen. Si desembarca en la siguiente estación con la maleta en la mano, no debería tener ningún problema. Puede que no obtenga un diez, pero la calificación seguiría siendo un nueve. Al menos eso piensa. O lo que quiere pensar.

Por altavoz anuncian que están a punto de llegar a la siguiente parada, Ichinoseki. «Justo a tiempo».

—¿P-podría hacerme el favor de quedarse conmigo hasta Morioka? — El chico parece estar a punto de ponerse a llorar—. Estoy asustado.

A Nanao le gustaría poder hacer oídos sordos. No tiene el menor interés en involucrarse en ningún otro asunto. Nada bueno puede salir del hecho de que siga en el tren hasta Morioka. Y se le ocurren unas cuantas calamidades que podrían pasarle.

—Es que... Es que... — El chico parece querer decir algo. A Nanao le asalta una terrible premonición y teme que este chico le cuente una verdad inoportuna de la que no podrá escapar. Esta idea lo aterra, e incluso empieza a llevarse las manos a las orejas para tapárselas—... si no llego a Morioka, un niño pequeño estará en peligro.

Las manos de Nanao se detienen a unos pocos milímetros de las orejas.

—¿De qué estás hablando?

—Del hijo de un conocido. Lo tienen como rehén. Solo tiene cinco o seis años. Está en el hospital. Y si no llego a Morioka, su vida correrá peligro.

—¿Su vida? ¿Qué es lo que está pasando exactamente?

—No estoy del todo seguro.

Este es justo el tipo de asunto del que Nanao no quería oír hablar. Ahora no puede evitar una creciente preo­cupación por este chico y desea que llegue a Morioka a salvo. Al mismo tiempo, sin embargo, quiere bajar del Shinkansen tan pronto como pueda.

—No te preocupes. No creo que pase nada más de aquí a Morioka. — Nanao no se cree en realidad lo que dice. Sus palabras son más bien la expresión poco convincente de un deseo que difícilmente se cumplirá—. Regresa a tu asiento y todo saldrá bien.

—¿Me promete que no pasará nada más?

—Bueno, tampoco puedo estar seguro al cien por ciento.

—No sé lo que sucederá cuando llegue a Morioka. Tengo miedo.

—Dudo que haya algo que yo pueda...

Justo en ese momento, la puerta del vagón número siete se abre y aparece un hombre. Nanao se queda callado a media frase.

Intentando no parecer sospechoso, se queda por completo inmóvil, lo que solo hace que parezca todavía más sospechoso.

—¡Ah, hola! — dice el hombre que acaba de llegar al vestíbulo.

Nanao se voltea hacia él. Se trata del profesor. El tipo permanece ahí de pie con aspecto insustancial, casi como si fuera transparente y uno pudiera atravesarlo con la mano. Igual que un fantasma.

Se rasca la cabeza con timidez.

—Les dije a mis alumnos que iba en el vagón de primera clase y me di cuenta de que, si no voy a ver cómo es, no podré convencerlos de que realmente fui en primera clase. Así que me dirigía hacia allí ahora, a explorar un poco. — Parece sincero. Sonríe avergonzado por haber explicado qué hacía ahí antes de que Nanao le preguntara nada.

—Ser profesor parece duro — dice Nanao con una media sonrisa.

—¿Es un amigo suyo? — pregunta el chico con recelo.

«Este chico debe de pensar que todas las personas que van a bordo del tren son peligrosas — piensa Nanao—. Aunque, claro, seguramente no esperaba que le apuntaran con una pistola ni descubrir unos cadáveres en el baño. Los niños deberían quedarse en el parque infantil».

—No exactamente. Nos conocimos antes y hemos estado charlando un poco — le explica Nanao al chico—. Es profesor en una escuela extracurricular.

—Me llamo Suzuki — dice el tipo. No hacía falta que se presentara, pero lo hace de todos modos. Nanao lo toma como una señal de su franqueza.

Entonces a Nanao se le ocurre algo.

—Señor Suzuki, ¿adónde se dirige?

—A Morioka, ¿por qué?

En realidad, no lo ha considerado con detenimiento. Solo se dijo a sí mismo que hay una razón por la que se encontraron a Suzuki aquí y ahora.

—¿Le importaría hacer compañía a este chico?

—¿Cómo dice?

—Yo tengo que bajar en Ichinoseki, y me preguntaba si podría usted cuidar de él hasta Morioka.

Suzuki parece desconcertado por la inesperada petición de Nanao, y con motivo, pues parece más una exigencia que una petición. El chico parece igual de extrañado. Se queda mirando a Nanao como si estuviera abandonándolo.

—¿Se perdió? — pregunta al final Suzuki.

—No, no se perdió — contesta Nanao, ladeando la cabeza—. Es solo que tiene miedo de ir hasta Morioka solo.

—Preferiría quedarme con usted... — Está claro que al chico no le hace demasiada gracia este repentino cambio de planes. La expresión de su rostro es una mezcla de insubordinación y ansiedad.

—Debo tomar esto y bajar en la siguiente estación — dice Nanao, levantando la maleta.

—Pero... — comienza a decir el chico.

—A mí no me importa acompañar al joven, pero no parece que eso vaya a apaciguar sus miedos. — Suzuki se muestra algo confundido.

Nanao exhala un suspiro.

El Shinkansen está aproximándose a la estación de Ichinoseki y comienza a reducir velocidad. Nanao observa un momento el cambiante paisaje a través de la ventanilla y luego le echa un vistazo al chico, que también está mirando por la ventanilla. «Hay algo aquí que no encaja. ¿No está demasiado tranquilo este chico después de un viaje en tren lleno de armas y cadáveres? Yo mismo acabo de romperle el cuello a alguien delante de él. Y no se trató precisamente de un accidente, lo hice como si supiera con exactitud lo que estaba haciendo. ¿No debería tenerme un poco de miedo o, al menos, preguntarse quién soy yo? ¿Por qué quiere viajar a Morioka con un asesino?».

Y entonces se le ocurre la respuesta. «Todo esto fue demasiado para él. No sabe cómo procesarlo y se enceró en sí mismo». Tiene sentido: al fin y al cabo, estuvo a punto de recibir un disparo. «Pobrecito».