El Príncipe

El Hayate se aproxima a la estación de Ichinoseki. Por la ventanilla ya puede verse el andén. Mientras el tren reduce su velocidad, Nanao se recoloca sus lentes oscuros en la nariz y, antes de voltearse hacia la puerta, dice:

—De acuerdo, señor Suzuki. Dejo este chico en sus manos hasta Morioka.

—Siempre y cuando no le suponga ningún problema — responde el hombre que dice ser profesor en una escuela extracurricular . El Príncipe no tiene claro si se dirigió a él o a Nanao, pero en cualquier caso no tiene mucho sentido, de modo que lo ignora.

—¿De verdad va a dejarme? — le dice el Príncipe a Nanao, que se encuentra de espaldas a él. Sus pensamientos suceden a toda velocidad. «¿Debería bajar del tren con él? ¿O debería intentar detenerle?». Su plan consistía en ir a Morioka para investigar a ese tal Minegishi. Como Kimura iba con él, pensaba usarlo para que lo hiciera en su lugar, pero ahora él desapareció de escena y apenas debe de respirar ya, si es que todavía está vivo, reducido a mera alfombrilla para otros dos cadáveres.

«Quizá debería usar a Nanao en su lugar». Para hacer esto, antes debe averiguar cómo controlar a Nanao. Cómo colocarle un collar con correa. El problema es que no tiene la llave para mantener cerrado ese collar. Con Kimura, esa llave era la vida de su hijo, y también el odio que sentía hacia él. En el caso de Nanao, sin embargo, todavía desconoce su punto débil.

A juzgar por la destreza con la que le rompió el cuello a Mandarina, parece obvio que no se trata de un ciudadano que respete escrupulosamente la ley, así que tampoco le cuesta imaginar que, escarbando un poco, encuentre alguna debilidad que pueda explotar.

«¿Debería hacer todo lo que pueda para evitar que descienda del tren? Con toda seguridad no. Eso lo haría pensar que tramo algo. A lo mejor, debo simplemente aceptar que va a bajar». El Príncipe sigue con su diálogo interior.

«Creo que iré hasta Morioka, echaré un vistazo al complejo de Minegishi y regresaré a Tokio. Ya me encargaré de él cuando esté preparado de verdad», decide. Puede que haya perdido a Kimura, pero cuenta con muchos otros peones.

—¿Podría al menos darme su número de teléfono? — le pregunta a Nanao. Algo le dice que debería asegurar algún modo de ponerse en contacto con él. «Puede que también llegue a convertirse en uno de mis peones». — Me da miedo lo que pueda pasar. Si por lo menos supiera que puedo llamarlo...

A su lado, Suzuki se muestra de acuerdo.

—Buena idea. A mí también me gustaría ponerme en contacto con usted cuando lleguemos a Morioka, para confirmarle que todo salió bien.

Nanao parece algo turbado, pero de manera instintiva agarra el celular.

—Ya llegamos a la estación, debo bajar — dice agitado.

Justo en ese momento, el Shinkansen se detiene con una pequeña sacudida. El movimiento es mayor de lo que esperaba el Príncipe y se tambalea.

Nanao se tambalea mucho más y, al chocar contra la pared, el celular se le escapa de las manos. Tras rebotar en el suelo, el aparato va a parar al compartimento portaequipajes, justo entre dos maletas grandes, como si fuera una ardilla que cayó de un árbol y sale corriendo para esconderse con rapidez en un hueco que hay entre las raíces.

Nanao deja la maleta en el suelo y corre a recuperar el celular.

Las puertas del Shinkansen se abren.

—¡Vamos, vamos! — farfulla Nanao, con una rodilla en el suelo y contorsionando el cuerpo para meter el brazo entre las dos maletas e intentar agarrar el celular. No lo consigue, de modo que se pone de pie y, tras retirar una de las maletas del compartimento, vuelve a arrodillarse y recupera, ahora sí, el aparato. Al incorporarse, se da un golpe en la cabeza con la bandeja portaequipajes.

El Príncipe lo queda mirando sin salir de su asombro. «Es un absoluto desastre».

Con las manos en la cabeza, Nanao se pone por último de pie y vuelve a meter en el compartimento la maleta que retiró para agarrar el celular. Luego, regresa junto a la puerta del tren tambaleándose absurdamente.

Esta se cierra ante sus ojos sin la menor compasión.

Sus hombros se desploman.

El Príncipe no sabe qué decir.

El tren comienza a moverse despacio.

Aferrado al mango de la maleta, Nanao no parece sorprendido ni, de hecho, avergonzado.

—Estas cosas me pasan continuamente. A estas alturas, ya se trata de algo normal para mí.

—Bueno, ¿qué hacemos aquí de pie? ¡Vayamos a sentarnos! — sugiere Suzuki.

Después de partir de Ichinoseki, el tren va todavía más vacío que antes, de modo que no hace falta que regresen a sus asientos originales. Entran en el siguiente vagón, el número ocho, y se sientan los tres juntos en la primera hilera vacía.

—Me da miedo ir solo — dice el Príncipe en un tono compungido, y los dos adultos le creen. Nanao ocupa el asiento de la ventanilla, el Príncipe el del medio y Suzuki el del pasillo.

Cuando aparece el checador, el profesor le explica que han cambiado de asientos. El joven uniformado ni siquiera les pide los boletos, se limita a asentir con una sonrisa y sigue adelante.

—Bueno, tampoco es tan malo — murmura para sí Nanao con aire taciturno.

—¿Cómo dice?

—Oh, nada. Solo pensaba que, en comparación a mi mala suerte habitual, esto no es tan grave.

Hay un triste heroísmo en el tono de voz de Nanao. Está claro que está intentando convencerse a sí mismo de lo que dice. «A lo mejor la suerte que le falta es la que tengo yo de más». Incapaz de comprender lo que supone ser desafortunado, el Príncipe no sabe bien qué decir.

—Como al final no bajó del tren, ahora ya puede quedarse con el chico hasta que lleguemos a Morioka — sugiere con cordialidad Suzuki. Suena como si estuviera animando a un alumno que hubiera reprobado un examen, en ese tonito característico de los profesores que al Príncipe le da asco, aunque por supuesto no deja que se le note.

—Sí, por favor — dice en cambio—. Me encantaría que se quedara conmigo.

—Voy a echar un vistazo al vagón de primera clase. — Suzuki se pone de pie, en apariencia aliviado de que el problema se haya resuelto y el chico ya no sea responsabilidad suya. El profesor no tiene ni idea de que el tren está lleno de tipos peligrosos y cadáveres, ni vio tampoco que nadie blandiera ninguna pistola. Por eso se comporta de un modo tan despreocupado. «La ignorancia es una bendición, señor Suzuki», piensa el Príncipe, mientras ve cómo el tipo se aleja por el pasillo.

En cuanto se quedan los dos solos, el chico se voltea hacia Nanao.

—Muchas gracias — dice, procurando sonar tan aliviado como puede—. Me siento mucho mejor con usted aquí.

—Muy amable de tu parte — responde Nanao con una risa ahogada—. Si fuera tú, procuraría no acercarme demasiado a mí. Soy un imán para la mala suerte.

El Príncipe recuerda su cómica actuación en el vestíbulo y tiene que morderse el labio para no reír.

—¿A qué se dedica, señor Nanao? — pregunta, aunque en realidad ya hizo sus suposiciones. «Con toda seguridad hace lo mismo que Mandarina y Limón: se dedica a ayudar a otros a cometer sus crímenes. Otro tipo que piensa en pequeño».

—Vivo en el Shinkansen — responde Nanao con el ceño fruncido—. No puedo bajar en ninguna estación. Deben de haberme echado una maldición. Ya viste lo que me pasó en Ichinoseki. Siempre me suceden cosas así. Me pasaré los próximos diez años en el tren — añade, pero entonces se da cuenta de lo estúpido que suena—. No me hagas caso. ¿No puedes imaginarte a qué me dedico? Ya me viste antes.

—¿Intentando bajar del tren?

—No, ahora hablo en serio. Antes de eso. Realizo encargos. Trabajos sucios.

—Pero si parece usted muy buena persona, señor Nanao — dice, intentando transmitirle un mensaje muy concreto: «Soy un niño indefenso, usted es la única persona con la que puedo contar, confío en usted». El primer paso es que Nanao sienta el impulso de protegerlo.

Este hombre es tan desafortunado y tiene una autoestima tan baja que al Príncipe debería resultarle fácil someterlo a su influencia y robarle su libre albedrío.

—Ahora mismo estás confundido y no tienes ni idea de qué es lo que está pasando en realidad, pero puedo asegurarte que no soy una buena persona. No soy ningún héroe. Mato personas.

«Eres tú quien está confundido — quiere decirle el Príncipe—. Sé con exactitud qué es lo que está pasando».

—Pero me salvó. Me siento mucho más seguro con usted que estando solo.

—Bueno, es posible... — dice Nanao en voz baja. Aunque parece incómodo, el Príncipe puede ver que también está sonrojándose.

Una vez más, este debe esforzarse para no reír. «En cuanto se activa su sentido del deber, se apaga su pensamiento racional. Es automático. Es como un hombre de mediana edad sonriendo al recibir el cumplido de una mujer. Patético».

Mira por la ventanilla y ve unos arrozales pasando a toda velocidad y, a lo lejos, una cordillera que pasa muy despacio.

En breve llegarán a Mizusawa-Esashi. El Príncipe se pregunta si Nanao volverá a intentar bajar, aunque parece haber decidido que es mejor quedarse en el tren hasta Morioka. O tal vez no quiera volver a hacer el ridículo en el vestíbulo al intentar bajar y no poder hacerlo. Sea cual sea la razón, Nanao no muestra ninguna reacción cuando suena el anuncio por el altavoz.

Todavía existe la posibilidad de que cambie de repente de parecer y salga corriendo hacia la salida, pero el Shinkansen se detiene en la estación de Mizusawa-Esashi, las puertas se abren, luego se cierran y finalmente el tren vuelve a partir. Mientras tanto, Nanao permanece sentado en su asiento, suspirando con resignación y mirando al vacío.

El Shinkansen prosigue su viaje hacia el norte.

Al cabo de unos pocos minutos un celular comienza a vibrar. El Príncipe mira a ver si es el suyo y luego se dirige a Nanao.

—¿Es su celular el que vibra?

Nanao regresa en sí con un sobresalto y, tras comprobarlo, niega con la cabeza.

—No, no es el mío.

—¡Oh...! — El Príncipe se da cuenta entonces de que se trata del celular de Kimura y lo saca del bolsillo frontal de su mochila—. Es el aparato de ese hombre de antes.

—¿De antes? ¿Quién? ¿El tipo ese con el que estabas?

—Se llamaba señor Kimura. Mire, parece que llaman desde una cabina. — Se queda mirando un momento la pantalla mientras piensa qué hacer. No se le ocurre ninguna razón por la que nadie tenga que llamar a Kimura desde una cabina—. ¿Contesto?

Nanao se limita a negar con la cabeza.

—Ninguna de mis decisiones conduce a nada bueno. Tendrás que decidirlo por ti mismo. Pero, si lo haces, con toda seguridad no creo que haga falta que vayas al vestíbulo. Ya casi no queda nadie en el vagón.

El Príncipe asiente y contesta la llamada.

—¿Eres tú, Yuichi? — pregunta una voz al otro lado de la línea. «La madre de Kimura», supone el Príncipe. Siente una oleada de júbilo. Debe de haber oído antes a su marido y ahora debe de estar muriéndose de preocupación. Seguro que ha estado imaginando todas las cosas terribles que pueden haberles pasado a su hijo y a su nieto y su ansiedad ha ido aumentando, hasta que ya no pudo soportarlo más y decidió tomar un teléfono. No hay temor más delicioso para el Príncipe que el que siente un progenitor por su hijo. La madre de Kimura debe de estar tan asustada que tardó en llamar más de lo que él habría imaginado.

—No está aquí — responde el Príncipe, mientras comienza a pensar en cuál podría ser el mejor modo de avivar las llamas de su angustia.

—¿Y dónde estás tú ahora?

—Todavía en el Shinkansen. En concreto, en el Hayate.

—Eso ya lo sé. Me refiero al número de vagón.

—Aunque se lo dijera, ¿de qué le serviría?

—Mi marido y yo habíamos pensado en ir a verte.

El Príncipe advierte por primera vez que el tono de voz de la madre de Kimura es inusualmente tranquilo y suena tan firme como un poderoso árbol con profundas raíces.

La puerta que hay a su espalda se abre.

Se voltea con el celular todavía en la oreja justo cuando un hombre entra en el vagón. Altura y complexión medias, pelo blanco y chamarra. Unas espesas cejas oscurecen sus estrechos ojos, de mirada dura y penetrante.

El Príncipe gira todavía más el cuello para ver mejor al hombre por encima del hombro. Una sonrisa se extiende por el rostro del hombre.

—Así que realmente eres un jovencito.