Todo su cuerpo tiembla a causa de la risa que está intentando contener, una risa que surge de lo más profundo de su interior y que apenas puede disimular. «Este anciano es como todos los demás — se regodea el Príncipe—. Se hace el rudo y se jacta de tener mucha más experiencia que yo, como si esto fuera lo más fácil del mundo para él. Pero, en el fondo, no deja de ser otra víctima del exceso de confianza y es incapaz de reconocer una amenaza, aunque acabe de tropezar con ella».
Casi con toda seguridad, la llamada perdida era del hombre que se encuentra en el hospital de Tokio. Debía de tener alguna pregunta, o tal vez había tomado conciencia de lo que iba a hacer y se había puesto nervioso, o quizá simplemente se había cansado de esperar.
Habían acordado que, si el tono del teléfono sonaba más de diez veces y el Príncipe no contestaba, tendría luz verde para actuar.
No sabe con certeza si el tipo ese terminará atreviéndose a matar a Wataru Kimura, pero, a juzgar por la suerte que lo acompaña siempre, el Príncipe está seguro de que en estos momentos ya se dirige a la habitación del pequeño con intenciones homicidas. Está acostumbrado a que tanto la gente como los animales se comporten justo como él quiere.
«Esto es culpa suya — se muere por decirle al viejo que tiene delante—. Creía usted que apuntándome con una pistola obtendría ventaja, pero lo único que va a conseguir es terminar con la vida de su querido nieto». Casi le da pena el anciano y siente incluso el impulso de consolarlo. Pero a la vez ya comenzó a calcular cómo puede sacar provecho de este nuevo giro de los acontecimientos. Si juega bien sus cartas, es posible incluso que pueda llegar a controlar a esta pareja de jubilados. Primero, compartirá con ellos la noticia de la tragedia, luego se regodeará en la visión del hombre consumido por la angustia y la mujer presa del shock y, a continuación, jugará con sus sentimientos de culpa, les sustraerá el poder de decisión y terminará encadenando sus corazones. «Haré lo que siempre hago».
«Pero todavía no ha llegado el momento». Es fácil imaginar lo que sucedería si les dijera que su nieto corre un grave peligro: el tipo se pondría hecho una furia y amenazaría con matarlo. Y seguro que también llamaría al hospital y les suplicaría que salvaran al niño. Esta información debe permanecer oculta un poco más.
—¡Oye, tú! — dice el anciano—. Habla o te dispararé antes de que llegues a Morioka.
—¿Por qué? — dice entonces Nanao—. ¿Por qué tiene tantas ganas de dispararle?
—¡De verdad, lo juro, no tengo ni idea de lo que está pasando! — El Príncipe aprovecha la intervención de Nanao y retoma su papel de estudiante asustado.
—¿De veras crees que el chico está mintiendo, querido? A mí no me parece. — La cara de la mujer le recuerda por un momento a la de su abuela fallecida. Siente una punzada de nostalgia, pero no de afecto. Más que nada, se alegra de que sea alguien tan fácil de manipular. La gente mayor no puede evitar sonreír a los niños y tratarlos con indulgencia. No es una cuestión de moralidad o de deber humanos, sino de mero instinto animal. Las criaturas de la misma especie deben proteger a sus retoños. Están diseñadas para ello—. Pero ¿dónde está Yuichi? ¿Bajó del tren en Sendai? ¿Por eso ya no podía contestar el teléfono?
—Ya te dije que este chico apesta — contesta el viejo al tiempo que se reclina en su asiento y lo señala con un movimiento de barbilla. Luego vuelve a guardar la pistola en una de las pistoleras de la chamarra. No ha bajado la guardia, pero se muestra un poco menos agresivo—. En cualquier caso, comprobemos primero cómo está Wataru. Le pedí a Shigeru que fuera a verlo al hospital, pero con lo precipitado que fue todo no estoy seguro de si lo habrá hecho.
—Desde luego, Shigeru es algo descuidado — comenta la mujer graciosamente.
«¿Han enviado a alguien al hospital?».
—¿Quieres que vaya a la cabina telefónica a llamarle? — añade la mujer.
«Esto no pinta bien — piensa el Príncipe—. Debo ganar algo de tiempo».
—¿Su nieto está enfermo? — pregunta Nanao. El Príncipe agradece su intervención.
Ahora, perderán tiempo hablando de Wataru. «Porque soy muy afortunado».
—Se cayó del tejado de unas grandes tiendas. Desde entonces, está en coma en el hospital — responde el hombre con brusquedad, quizá para no dejar traslucir sus emociones.
El Príncipe se lleva la punta de los dedos a la boca.
—¡Oh, no! ¿De verdad? — dice con cara de estupefacción, como si no supiera nada al respecto—. ¿Del tejado? ¡Debió de pasar un miedo atroz!
Por dentro, sin embargo, está riéndose de oreja a oreja. Recuerda la expresión de desconcierto y pavor del niño cuando lo empujó al vacío.
El hombre prosigue con voz ronca:
—Que Wataru esté en coma es como cuando la diosa Amaterasu escondió su luz en la cueva. Ahora, todo el mundo está a oscuras. Necesitamos que los demás dioses bailen y rían y llamen a Wataru para que regrese. En caso contrario, esta terrible oscuridad ya nunca nos abandonará.
El Príncipe se esfuerza en contener la risa. «Ustedes son los únicos que están en la oscuridad. Al resto del mundo no le pasa nada. Que su nieto viva o muera es absolutamente irrelevante».
—¿Qué dicen los médicos? — pregunta Nanao.
—Hacen todo lo que pueden, pero en realidad no hay mucho que pueda hacerse. Dicen que podría despertar en cualquier momento. O que tal vez ya no lo hará nunca.
—Deben de estar ustedes muy preocupados — comenta Nanao en voz baja.
El hombre sonríe afablemente.
—Por alguna razón, joven, tú no despides ningún olor. Lo cierto es que me sorprende. No percibo ninguna maldad en ti. Por el modo en que agarraste esa pistola, sin embargo, deberías apestar, pues diría que te dedicas a lo mismo que nosotros y que no eres ningún novato, ¿es así?
—Sí, hace ya algún tiempo que me dedico a esto. — Nanao sonríe irónicamente—. Es solo que tengo muy mala suerte, así que cuando oigo que alguien sufrió alguna desgracia no me cuesta nada imaginar cómo se siente.
—Hay algo que no dejo de preguntarme — interviene el Príncipe con la esperanza de que sigan hablando en vez de ir a hacer la llamada.
—¿Qué? — El hombre lo mira con una mezcla de recelo e irritación.
—No sé si nosotros conoceremos la respuesta a tu pregunta — reflexiona la mujer.
—¿Por qué está mal matar personas? — La misma pregunta de siempre. La pregunta que siempre escandaliza a los adultos, que intentan eludir con clichés, que son incapaces de responder.
—¡Oye! — exclama de repente Nanao. El Príncipe se voltea hacia él, pensando que tal vez quiere responder a su pregunta, pero ve que está mirando hacia la parte frontal del tren—. Aquí viene el señor Suzuki.
En efecto, Suzuki, el profesor, avanza por el pasillo, en su dirección.
—¿Quién es ese? — El hombre vuelve a agarrar su pistola y apunta a Nanao.
—Solo alguien a quien conocí en el tren. No somos amigos ni nada de eso. Apenas hablamos un par de veces. Es un civil. No sabe que voy armado. Es profesor en una escuela extracurricular . Estaba preocupado por el chico y se sentó un rato con nosotros — explica Nanao con rapidez—. Por eso ahora viene hacia aquí.
—No me fío — indica el hombre—. ¿Estás seguro de que no es un profesional? — dice, apretando con fuerza la empuñadura de la pistola.
—Si piensa que lo es, dispárele en cuanto llegue — dice Nanao con firmeza—. Pero si lo hace, lo lamentará. El señor Suzuki es un hombre bueno y honesto.
La mujer se inclina hacia el pasillo y, apoyando una mano en el voltea, vuelve la cabeza para echar un vistazo. Un momento después, se sienta hacia delante otra vez.
—A simple vista, parece un tipo normal y corriente. No creo que esté tramando nada, y está claro que no va armado. Diría que su única transgresión fue querer comprobar lo que se sentía al ir en el vagón de primera clase y que ahora ya regresa a su asiento.
—¿Estás segura? — pregunta el hombre.
—Tiene toda la razón, señora. — Nanao asiente afanosamente.
El hombre mete la mano con la pistola dentro del bolsillo de la chamarra y apunta a Nanao a través de la tela.
—Si veo algo extraño, dispararé.
En ese momento, Suzuki llega a su lado.
—¡Vaya, parece que aquí la cosa se animó! ¿Quiénes son estos dos?
La mujer sonríe arrugando los ojos y dice:
—Subimos en la última estación. Temíamos sentirnos muy solos en este tren tan vacío, pero estos dos jóvenes tuvieron la amabilidad de invitarnos a sentarnos con ellos — se inventa con rapidez sin inmutarse.
—¡Ah, ya veo! — asiente Suzuki—. ¡Qué bien!
—Nos dijeron que es usted profesor — le dice el anciano a Suzuki en un tono de voz bajo y mirándolo inquisitivamente. No parpadea una sola vez.
—Doy clases en una escuela extracurricular , así que supongo que se me puede considerar profesor.
—Perfecto. Es justo lo que necesitábamos. Siéntese aquí, al lado de mi esposa — indica, señalándole a Suzuki el asiento del pasillo, de cara a Nanao y al Príncipe. En cuanto se sienta, el anciano prosigue—. Este chico acaba de hacer una pregunta controvertida. — Parece que ya no sospecha de Suzuki, aunque también es posible que esté esperando el momento oportuno para enfrentarse a tiros.
—¿De qué se trata? — Suzuki abre los ojos con curiosidad.
—Quiere saber por qué está mal matar personas. Como profesor, ¿qué tiene usted qué decir a eso? Ilústrenos.
A Suzuki parece desconcertarle ser objeto de esa repentina atención. Luego, se voltea hacia el Príncipe.
—¿Eso es lo que quieres saber? — Frunce el ceño con preocupación. O tristeza.
El Príncipe tiene que esforzarse para no poner los ojos en blanco. Prácticamente, todo aquel a quien le hizo la pregunta adopta la misma expresión. O sus mejillas enrojecen de indignación.
—Solo siento curiosidad — contesta.
Suzuki toma aire y luego lo expulsa despacio, como si estuviera tratando de sosegar el ánimo. No parece inquieto, solo triste.
—No estoy seguro de cómo contestar a eso.
—Es difícil, ¿verdad?
—Bueno, más bien se trata de que no tengo claro qué es lo que quieres saber en realidad. — La expresión de Suzuki está adquiriendo un aire cada vez más profesoral, lo que desagrada al Príncipe—. En primer lugar — prosigue—, te daré mi opinión personal.
«¿Acaso existe alguna opinión que no sea personal?».
—Si fueras a matar a alguien, preferiría que no lo hicieras. Y al revés igual. Si alguien fuera a matarte a ti, también me gustaría que desistiera de sus intenciones.
—¿Por qué?
—Porque resulta desgarrador que alguien sea asesinado. O que alguien ataque a otra persona, aunque no llegue a matarla — dice Suzuki—. Es algo triste y trágico. Preferiría que no sucediera.
Al Príncipe no le interesa lo más mínimo oír una opinión semejante.
—Comprendo lo que intenta decir, y yo siento lo mismo — miente—. Pero se trata de un razonamiento ético que no contesta del todo a mi pregunta. Supongamos que hubiera alguien que no compartiera este posicionamiento, ¿para él no sería lícito matar? Existen las guerras o la pena de muerte, por ejemplo, y la mayoría de los adultos aprueban ambas cosas.
—Cierto — Suzuki asiente como si ya esperara que el Príncipe dijera algo así—. Como dije, esa era mi propia posición al respecto. Creo que nadie debería matar a nadie, bajo ninguna circunstancia. Morir es lo más triste que existe. Pero esta no es la respuesta que estás buscando, así que me gustaría preguntarte algo — dice en un tono de voz de repente amable.
—¿De qué se trata?
—¿Qué harías si ahora hiciera pipí encima tuyo?
—¿Cómo dice? — El Príncipe no esperaba algo tan infantil.
—¿Qué harías si te obligara a quitarte toda la ropa?
—¿Es que le gustan esas cosas?
—No, no. Pero piénsalo. No se debe hacer pipí en el tren. No se debe obligar a nadie a desnudarse. No se debe chismorrear. Ni fumar. Tampoco subir al Shinkansen sin boleto. Si uno quiere un jugo, debe pagarlo.
—No entiendo bien adónde quiere ir a parar.
—Ahora mismo, me gustaría pegarte. ¿Sería lícito?
—¿Lo dice en serio?
—¿Qué pasaría?
—Preferiría que no lo hiciera.
—¿Por qué no?
El Príncipe sopesa su respuesta. «¿Debería decirle que simplemente no quiero que lo haga o, por el contrario, que debería sentirse libre de hacerlo si así lo desea?».
—La vida está llena de normas y prohibiciones. — Suzuki se encoge de hombros—. Hay normas para todo. Si uno estuviera solo todo el tiempo, no habría ningún problema. En cuanto aparece otra persona, sin embargo, entran en funcionamiento todo tipo de normas. Estamos rodeados en todo momento de normas sin fundamento claro. A veces, se diría que no se nos permite hacer nada. Por eso me parece extraño que, de todas estas normas, lo que más te interese es la prohibición de matar personas. Y otros chicos también lo preguntan. Podrías preguntar por qué está mal pegarle un puñetazo a alguien, o por qué no puedes aparecer en casa de otra persona y quedarte a dormir en ella, o por qué no puedes encender una fogata en el patio de la escuela. O insultar a alguien. Hay muchas normas que tienen mucho menos sentido que la prohibición de matar. Por eso, siempre que oigo a alguien de tu edad preguntar qué tiene de malo matar a alguien, tengo la sensación de que simplemente está llevando las cosas al extremo para que los adultos a quienes hace la pregunta se sientan incómodos. Lo siento, eso es lo que parece.
—Pero yo quiero saber de verdad la razón.
—Como dije, la vida está llena de normas. La lista es interminable. Pero hay muchas cuya infracción puede subsanarse. Digamos que te robo la cartera: puedo devolvértela. O, si vierto algo encima de la ropa que llevas y no tiene arreglo, puedo comprarte prendas nuevas. Quizá eso haga que nuestra relación se lastime, pero las cosas podrían volver a ser más o menos como antes. Cuando alguien muere, sin embargo, ya no hay vuelta atrás.
El Príncipe suelta un resoplido y está a punto de preguntar si eso se debe a que la vida humana es algo precioso, pero antes de que pueda hacerlo, Suzuki prosigue:
—Y no lo digo porque haya nada particularmente precioso en la vida humana. Considerémoslo así: ¿qué pasaría si uno quemara el último ejemplar existente de un manga? Cuando desapareciera, ya no podría recuperarse. No creo que las vidas humanas y los mangas tengan el mismo valor, pero a modo de comparación objetiva podría decirse que son similares en ese sentido. Cuando uno pregunta por qué está mal matar a alguien, pues, bien podría preguntar por qué está mal quemar un manga superraro.
—¡Qué profesor más platicador! — bromea el anciano.
Lejos de excitarse, cuanto más habla el profesor Suzuki más tranquilo parece estar, lo que desconcierta un poco al Príncipe.
—Y ahora que dije todo eso, expondré mi conclusión — Suzuki pronuncia estas palabras como si estuviera diciéndoles a sus alumnos que este tema saldrá en el examen, y que deberían prestarle atención si quieren saber qué contestar.
—¿Sí?
—Si fuera lícito matar, el Estado no podría funcionar.
—¿El Estado? — El Príncipe frunce el ceño, temiendo que la contestación haya degenerado hasta la abstracción.
—Si las personas pensaran que pueden morir asesinadas en cualquier momento, la actividad económica se detendría de golpe. Para empezar, no puede haber economía sin el derecho a la propiedad. Estoy seguro de que estarás de acuerdo con eso: si uno no tuviera ninguna garantía de que aquello que ha comprado le pertenece, nadie usaría el dinero, y el capital dejaría de tener sentido. Teniendo en cuenta eso, si consideramos que la vida es el patrimonio más importante que uno posee, para que la actividad económica funcione adecuadamente tiene que haber algún tipo de norma que proteja esa vida o, al menos, que parezca hacerlo. Esta es la razón por la que el Estado decreta normas y prohibiciones, entre las que se encuentra la prohibición de matar. Es de hecho una de las más importantes. Con esto en mente, tiene todo el sentido que las guerras y la pena de muerte estén permitidas, pues sirven a las necesidades del Estado. Las únicas cosas que están permitidas son aquellas que el Estado sanciona. Lo cual no tiene nada que ver con la ética.
El Shinkansen llega a la estación de Shin-Hanamaki.
Permanece detenido en el andén durante un minuto, como si estuviera recobrando el aliento. Luego, se pone en marcha otra vez y el paisaje retoma su movimiento.