Nanao escucha con gran interés lo que Suzuki está contando. Resulta estimulante el hecho de presenciar cómo el profesor alecciona al estudiante con esa serenidad.
—Y es posible que algunos países, tal vez lejanos, consideren que es lícito matar a alguien. No estoy seguro, pero podría ser que en algún lugar del mundo hubiera una comunidad o un país en el que matar esté permitido. La prohibición de matar, pues, se reduce a las prioridades de cada Estado. Si fueras a un país así, tendrías la libertad de matar a quien quisieras, pero los demás también la tendrían para matarte a ti.
No es la primera vez que Nanao oye un argumento similar, pero la metódica forma que tiene Suzuki de exponer sus argumentos resulta muy sugestiva. Nanao mató muchas veces, y oír un largo discurso sobre el razonamiento en el que se fundamenta la prohibición de matar no hará que se ponga a escudriñar su alma ni cambiar de profesión; aún así, le gusta la forma de hablar de Suzuki, al mismo tiempo dulce y resuelta.
—Si dejamos a un lado la ética, las únicas explicaciones por las que matar no está permitido son de carácter legal. Buscar una explicación que esté más allá de la ley, pues, resulta un poco engañoso. Es como si preguntaras por qué debemos comer verdura más allá del hecho de que está llena de nutrientes. — Suzuki exhala momentáneamente—. En cualquier caso, llegados a este punto me gustaría repetir lo que dije al principio: creo que matar personas está mal y, a mi parecer, las leyes y la agenda del Estado no tienen nada que ver con ello. Que alguien desaparezca de este mundo, que su ser se desvanezca, resulta algo mismo tiempo aterrador y trágico.
—Al decir esto, ¿no estará pensando en alguien en particular? — pregunta el anciano.
—Sí, yo estaba preguntándome lo mismo — dice la mujer.
—Bueno, ha pasado ya mucho tiempo, pero mi esposa murió. — Suzuki aparta la mirada. Esta debe de ser la razón por la que Nanao fue incapaz de detectar el menor destello en sus ojos—. Bueno, en realidad fue asesinada.
—¡Oh, no! — Los ojos de la mujer se abren como platos.
Nanao parece igual de sorprendido.
—¿Qué le pasó a quienquiera que la asesinara? — quiere saber el anciano, claramente dispuesto a intervenir y vengarse.
—Está muerto. Todos lo están, y con eso terminó todo. — El tono de Suzuki sigue siendo tranquilo—. Cuando pienso en por qué pasó todo, en por qué mi esposa se fue, sigo sin comprenderlo. Todo me parece un sueño. La luz no cambiaba y, mientras comenzaba a preguntarme cuándo se pondría en verde, ahí estaba yo, en el andén.
—¿Qué significa eso? — pregunta el anciano con una risa ronca—. ¿Se trata de algún tipo de alucinación?
—Siempre pensé que la estación de Tokio era el final de la línea, no esperaba que el tren siguiera adelante sin detenerse...
El tono de voz de Suzuki es cada vez más suave y no deja de decir cosas que no tienen sentido. En sus ojos puede percibirse ahora cierta desesperación, como si hubiera sido engullido por una vieja pesadilla y no pudiera escapar. De repente, sin embargo, sacude la cabeza y parece volver en sí.
—Siempre que comienzo a pensar en mi esposa es como si me precipitara en un agujero angosto y tenebroso. O bien la imagino a ella vagando perdida en un desierto por completo oscuro. Está sola, ciega y aterrorizada. Es incapaz de gritar ni de oírme mientras la llamo, y no hay nada que yo pueda hacer para salvarla. No logro encontrarla. Si no tengo cuidado, a veces tengo la sensación de que podría incluso olvidarme de ella y abandonarla ya para siempre en la oscuridad de ese desierto, presa de una tristeza infinita.
—No termino de entender lo que está diciendo — comenta el anciano—, pero está claro que es usted un buen tipo. Está decidido, enviaremos a Wataru a estudiar con usted — dice, bromeando solo a medias—. Deme su tarjeta.
Suzuki mete la mano dentro del saco para agarrar una tarjeta y se ríe.
—Vaya, dejé las cosas en mi asiento. ¡Todos los caramelos que había comprado! — Ahora vuelve a parecer un despreocupado estudiante universitario—. Debo ir a buscarlos antes de que lleguemos a Morioka. — Se pone de pie—. Voy a visitar a los padres de mi esposa por primera vez desde que murió. Me ha costado sentirme preparado para ir a verlos.
—¿Ah, sí? Bueno, me alegro de que vaya a presentar sus respetos — dice el anciano con algo de brusquedad, aunque también parece alegrarle sinceramente que se celebre la reunión.
Suzuki se aleja en dirección a la parte trasera del tren.
—Bueno, ¿estás contento? — le pregunta entonces el anciano al chico—. ¿Su respuesta te pareció satisfactoria? En mi opinión, la decisión de matar o no depende de cada uno, así que no puedo decir que esté del todo de acuerdo con lo que expuso el profesor. Aun así, hizo algunas observaciones interesantes, ¿no te parece?
Algo intenso centellea en los ojos del chico. Nanao intenta identificar qué puede ser y si el chico está enfadado o impresionado, pero, antes de que pueda determinar de qué se trata, la expresión del chico vuelve a la normalidad y esa tensión desaparece como aire escapándose de un globo.
—Pues no. No me parece que haya sido una respuesta muy útil. Me decepcionó . — Esa tensión puede haber desaparecido, pero su tono de voz sigue siendo definitivamente mordaz.
—¡Oh, el niño está molesto! Bueno, pues me alegro. ¡Ya estoy harto de su arrogancia! ¡Se cree que vio todo! — La voz del anciano suena alta y clara, y vuelve a sacar la pistola—. Deja que te diga algo, mocoso.
—Usted dirá.
—Cuando yo tenía tu edad solía hacer la misma pregunta.
La mujer sentada a su lado se ríe con los labios fruncidos y suelta un leve silbido.
—Te crees muy listo, pero todo el mundo pregunta eso cuando es joven y tonto y quiere provocar a los adultos. «¿Qué sentido tiene vivir si vamos a morir de todos modos?», preguntan también los chicos, y se creen muy profundos, como si fueran los únicos que se han hecho nunca una pregunta semejante. Es como si uno se jactara de haber tenido sarampión. Todos lo tuvimos.
—Estoy de acuerdo — dice la mujer—. No me gustan los niños que presumen de no llorar viendo películas. Nadie lo hace de pequeño, la gente no comienza a llorar por cualquier cosa hasta que es mayor. Yo nunca lloré viendo una película cuando era pequeña. Nadie lo hace. Si alguien quiere presumir de eso, debería hacerlo cuando es mayor. Oh, lo siento, no quería sermonear a nadie. — Se lleva los dedos a los labios con teatralidad y, con una sonrisa, hace ver que los cierra con un cierre.
Ese gesto le recuerda a Nanao el cierre de la mochila y al bajar la mirada comprueba que sigue abierta y que la pistola todavía está ahí.
«Debería agarrarla. Es solo cuestión de esperar el momento adecuado», piensa.
Pero justo entonces el Príncipe inclina la cabeza y con voz delicada dice:
—Lo siento, abuelitos.